Número 22 | Marzo de 2013
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La pintura como memoria y la luz como recuerdo.
Pello Azketa: memoria de la mirada, Museo de Navarra, Pamplona
 
 

Referirse a Pello Azketa (Pamplona, 1948) es hablar de un artista amigo del silencio. Su “voz”, su pintura, es más bien un susurro que espera ser escuchado por quien sea capaz de emocionarse con las cosas pequeñas y sutiles. Un susurro que, en cierta medida, ha dejado de ser emitido –al menos como en él era habitual-, de ahí que la retrospectiva que le dedica el Museo de Navarra (C/ Santo Domingo, del 8 de marzo al 1 de septiembre) tenga algo de homenaje, y más si tenemos presente que desde 2007 Azketa

ha sufrido la pérdida total de su visión (debiendo aclarar aquí que, aunque no ha abandonado su faceta creativa, dado que es innato en él experimentar con materiales y técnicas,  los pinceles han sido aparcados definitivamente). Dicha sensación de tributo se ve confirmada con la publicación de un libro–catálogo (Pello Azketa: memoria de la mirada, Gobierno de Navarra, 2012), el cual, editado dentro de la colección  “Conversaciones con artistas navarros”, hace que su nombre pase a ingresar en la nómina de los considerados artistas vivos “imprescindibles” dentro de la comunidad foral (figurando junto a otros nombres como P. Salaberri, J. J. Aquerreta -Premio Nacional de Artes Plásticas 2001-, Luis Garrido, Paco Polán, etc.). Evidentemente, la selección de dichos artistas no deja de ser proclive a ciertas controversias o debates, si bien en el caso de Azketa se trata tanto de un acto de justicia como de merecido reconocimiento.

Dicho esto, y para contextualizar la trayectoria de nuestro pintor pensando especialmente en quienes desconocen su historial, anotaremos en primer lugar que  hablar de Pello Azketa es sinónimo de recordar la, ya histórica, “Escuela de Pamplona”[i]. Sin extendernos demasido en dicho “colectivo”, señalaremos que el mismo se generó en una ciudad de provincias gracias al eco que obtuvieron las reflexiones del crítico José Mª. Moreno Galván[ii] y que los años han convertido en un hito notable del arte español de los años setenta, (aun cuando los propios protagonistas admitirían más tarde que fue algo que les superó, dado que no se trataba de otra cosa que de una  buena amistad mantenida por unos jóvenes cuyas  inquietudes comunes les hacían navegar en la misma dirección, que no en el msimo barco). Con todo, las vivencias experimentadas a cierta edad dejan una huella imborrable, y si a ello se añade que el contexto en que se enmarcan fue especialmente peculiar por las circunstancias socio-políticas conocidas por todos, entendemos que sí puede hablarse de una fase determinante para el posterior desarrollo de Azketa como artista y persona.

En fin, sería demasiado extenso profundizar en este capítulo y el mismo bien merecería un estudio monográfico, pero era necesario subrayar la repercusión que la “Escuela de Pamplona” tuvo en su momento, la cual, por cierto, además de poseer un interés cultural evidente, llega a componer –pricipalmente por su temática- un descriptivo retrato sociológico de la capital navarra en los años de la Transición.

Retrato que nos servirá para entender la obra de Azketa, pues fue en plena época del “desarollismo” cuando los ojos del entonces joven pintor contemplaron la transformación de una ciudad que quería olvidar su pasado reciente al tiempo que crecía desmesuradamente fruto de la inmigración rural, de modo similar a lo que ocurría en muchas otras ciudades de la península. Señalaremos aquí que Pello no formó parte de esas familias que optaron por mudarse a la urbe, dado que sus progenitores residían en la capital navarra,  regentando el padre una farmacia mientras la madre, mujer culta y sensible, se dedicaba al cuidado de los hijos inculcándoles el gusto por la música y el arte (de lo cual daría buena muestra el benjamín y protagonista de estas líneas). Habrá que destacar, a su vez, que pronto se confirmaron unos problemas degenerativos en la visión de Pello,lo que propició que fuesen numerosos sus desplazamientos a Barcelona para ser tratado en una clínica y ralentizar su deterioro. No obstante, ello hizo que su cita periódica a la ciudad condal le reportase un enriquecimiento personal y cultural que, de otro modo, no hubiese tenido, tal y como reconocería el mismo con el paso de los años.

Volviendo a su obra, y centrándonos en un joven pintor que a principios de los setenta ya habría pasado por la Escuela de Artes y Oficios y que habría participado en varias exposiciones colectivas, descubrimos que la temática de sus cuadros oscilaría entre pequeños objetos y escenas cotidianas para ir dando paso a unos motivos urbanos que no harían sino dar cuenta de la acelerada expansión de la ciudad, poblándose sus lienzos con las grúas que salpicaban el skyline pamplonés,  (fenómeno que, desgraciadamente, tenemos muy reciente en las retinas los ciudadanos de un país que no deja de repetir –o aumentar- sus errores).

Fruto de su sensibilidad, pero también de los periodos que pasaría en la casa que la familia tuvo en el apacible y verde valle de la Ultzama, la naturaleza de dicho entorno será muy frecuente en los paisajes de sus obras, combinándose así en su producción dos temáticas claramente diferenciadas. Ello no generará ningún conflicto discursivo, más bien al contrario, pues surgirá un juego dialéctico que desembocará en la producción de una obra muy personal y evocadora. De este modo, sus primeras creaciones, tan modestas como reveladoras, y cuyos títulos nos hablan de su interés por lo cotidiano (“Guardia”, “Taza turca”, “La niña del autobús”… todos al óleo y de 1971), darán paso a las grúas y los albañiles faenando, tal y como señalábamos, apareciendo a su vez frondosos paisajes como los que se muestran en “Ultzama” (1973), “Lakidain” o “En Arañotz” (ambos de 1972).

Y de esta manera, combinándose dichas temáticas, quizá más complementarias que opuestas, irá destilándose el poso más genuino de la obra azketiana. Una obra marcada por unas atmósferas borrosas y oníricas, con cuidados y puntuales guiños a René Magritte así como con un halo de misterio que nos recuerda el lirismo mágico, por ejemplo, de Carmen Laffón. Todo ello fruto de la hibridación que en su mente se dibuja al contemplar la realidad urbana del día a día, sabiendo de primera mano que a pocos kilómetros existe otro mundo sin grúas, atascos, asfalto… del cual se nutre y disfruta aun a sabiendas de que quizá  ese mundo nunca llegue a  pertenecerle del todo.  En esa dicotomía, cuadros como “Dos ciudades” (I y II), ambos de 1976,  nos hablarán de una dualidad o fractura difícil de recomponer, de unos pasadizos y puertas que no aclaran si son de entrada o salida, de  ahí el leve desasosiego e inquietud que a veces generan estos lienzos. ¿Pudiera ser ello el reflejo de un estado de ánimo? Probablemente, pero ello no le hizo aparcar el espíritu crítico a su realidad circundante, algo que quedará perfectamente plasmado en su obra “Rastrojo” (1975, óleo sobre lienzo), cuadro que permite contemplar un retrete abandonado a las afueras de  la ciudad, en un descampado que pudiera de ser el de cualquier urbe y que no invita precisamente al optimismo.

Pero el empuje de la juventud y su enorme sensibilidad harán que Azketa continúe  con su producción pictórica, centrándose durante un breve periodo de tiempo en el mundo de los animales. No reflejará fieras exóticas ni seres extraordinarios o mitológicos, más bien al contrario, tal y como es de esperar en un artista que se siente cómodo dentro del  realismo de corte intimista que practica. Así pues, perros y gatos -y hasta gallinas-, poblarán su peculiar bestiario. Algo lógico, a fin de cuentas, en una persona amante de las cosas sencillas y de su entorno más cercano. Pero incluso en esa aparente ingenuidad irá dejanándose entrever la idiosincrasia de su pintura. Detrás de dichos animales muchas veces aparecerá una enigmática luna, la cual, al no existir  línea de horizonte alguna que acote las escenas, potenciará el componente misterioso y nos veremos transportados a un mundo que, bajo una apariencia cotidiana y reconocible, se vuelve vaporoso y desconcertante.

Este rasgo o característica se confirmará en sus numerosos paisajes, (“Aísa”,  “En Belagua”, “Niebla”…), cuadros que se dan en unos años que encabalgan o engarzan la década de los setenta con la de los ochenta[iii]. Un periodo marcado por el intento de homologarnos social y culturalmente con los países más desarrollados de nuestro entorno y que en Pello también habría de ser determinante. Es entonces cuando conoce a Helena, su pareja, y disfruta del reconocimiento en su propia ciudad. Sin ir más lejos, en 1982 expondría en la Ciudadela y en 1985 haría lo propio en la sala “García Castañón”, dos espacios emblemáticos donde no era fácil llegar a exponer y cuya repercusión venía a significar una especie de confirmación ante la crítica especializada. Para entonces los tonos verdes y azules que impregnaban sus cuadros –y que tanto había conocido en sus innumerables recorridos por las montañas-, darían paso, aunque muy tímidamente, a los ocres que dominan en paisajes más meridionales.

  Fueron años fecundos que se vieron truncados por el deterioro ocular de Azketa, un periodo difícil y gris que iría del 1986 al 1990. Por suerte, antes de entrar en esos años convertidos en un largo y oscuro túnel, la actividad del pintor navarro fue notable y le permitió alumbrar unas obras que poseen la enjundia propia de quien ha adquirido un gran bagaje y se expresa con una voz inequívoca. La esencia de su pintura seguirá estando en la maestría que exhibe en sus paisajes húmedos y envueltos en niebla. “Saioa”, “Sixteen toons”, “Primeras nieves”, “Brumas”, etc., etc. Todos ellos de mediados de los ochenta y al  óleo sobre lienzo (o tabla),  hablan bien a las claras de sus gustos temáticos, pero habrá que apuntar, tal y como adelantábamos, que dentro la línea común descrita se irían colando  otras obras como “Mar”, “Arguedas” (ambas de 1982) o “San Vicente de Gormaz” (1984) para evidenciar que Azketa comenzaba a dirigir, de vez en cuando, su mirada a nuevos lugares o escenarios.

Tras unos años de obligada inactividad, el artista retomaría con gran intensidad e ilusión su labor plástica, volviendo  –quizá por apoyarse en la seguridad que da lo ya conocido- a los paisajes más cercanos y con los que mejor recrea la peculiar atmósfera que caracteriza sus obras. Estaríamos hablando, una vez entrados en los noventa, de óleos como los titulados “Baztán”, “Basoa” (“bosque”), “Pagoak” (“hayas”), “Cantábrico”, “Pirineos”… aunque su mente ya se había “abierto” a otros contextos. Muy sintomático resulta comprobar que en 1984 realizase el cuadro “La visión”, en el cual muestra a un joven magrebí (¿quizá un niño tuareg?) en mitad del desierto situado delante de lo que parece un pequeño puesto y cuyo difuso horizonte de la escena corrobora la sensación de estar ante un espejismo o ensoñación.  ¿Reflejaba ello una premonición de hacia dónde iba a ir en el futuro su atención? Pudiera ser, pero para evitar conjeturas podemos detenernos en un cuadro cuyo título es más que esclarecedor: “Ventana a Castilla” (1994), pudiendo entrever en él una declaración de principios de lo que sería abrirse a nuevos territorios, es decir, a nuevas luces y formas. Es más, viendo los derroteros que siguió su obra, incluso cabría hablar de una especie de “pasaporte” para recorrer el mundo, dado que en los noventa viajaría por varios continentes y haría bueno un lema que siempre defendió: “la escala del mundo tiene el tamaño de nuestra curiosidad” (Álvarez, Redín y Salaberri, 2012: 233). Fueron viajes que le llevaron a otras geografías pero también a otras culturas y épocas, enriqueciendo así su cultura y sus referentes visuales. Anotaremos aquí un breve listado de los cuadros que nacieron al calor de las muchas experiencias acumuladas como viajero e incesante observador, corto a todas luces pero creemos que lo suficientemente descriptivo: “Pirámides”, “Nilo azul”, “Hammamet”, “Petra”, “Nabateos”, “Secuoyas” o “Death Valley”.

Todos ellos vienen a confirmar que Pello Azketa, amando su tierra y sus orígenes, llegó a entender que el mundo -y muy especialmente si se es artista-, se extenderá todo lo que nuestra curiosidad nos exija. Con todo, en lo que será su penúltima mirada o fase creativa,  se verá atraído por dos motivos o temas mucho más cercanos y curiosamente casi contrapuestos: el paisaje seco y ocre de las Bardenas que entrelazan Navarra y Aragón junto a las marinas donde las aguas bañan playas y costas no solo del norte peninsular, sino también del Mediterráneo o de la Andalucía atlántica. Serán unos años inspiradores en los que un Azketa maduro y, en cierto modo, “renacido”, disfruta cada momento inmerso en su labor creativa.

En su etapa final, iniciado el milenio en que nos encontramos, el agua que fluye por ríos y arroyos será una constante en sus pinturas (“Nacedero”, “Río Cuervo”, “La orilla oculta”…), quizá como metáfora eterna del curso de la vida ante lo que se convertirá para él en una época definitiva dominada por la oscuridad física. Por surte, su conciencia puede estar tranquila, ya que sabe que ha dado lo mejor de sí mientras ha podido y con ello nos ha regalado su “luz”, su legado, el cual ayuda a tener una mirada diferente sobre las cosas que nos rodean, es decir, sobre la vida.

Por ello, y por el disfrute que aporta su obra –especialmente en estos tiempos mediocres y de no pocas zozobras-, es más que recomendable visitar su exposición. Decíamos al inicio del texto que la “voz” de Azketa es casi un susurro, y no lo hacíamos de forma gratuita. En El cielo gira (2005), multipremiada película dirigida por Mercedes Álvarez que describe el ocaso de un pequeño pueblo soriano, nuestro artista participó en el rodaje invitado por la cineasta porque en él se ejemplificaba la inminente e irremediable disolución de unos mundos “conocidos” y en peligro, (en su caso el que su vista iba a negarle en breve). De este modo, Álvarez retrata la desaparición de la aldea que le vio nacer haciendo un paralelismo con la experiencia que vivirá Azketa. Posiblemente serán cientos los pueblos que, lamentablemente, desaparecerán en los próximos años, pero la obra de Azketa, pausada y alejada de ruidos y estridencias,  pudiendo caer en el mismo ostracismo contará con una ventaja especial: el arte acaba siendo, no pocas veces, más eterno que el hombre. No obstante, para que ello se cumpla es imprescindible una condición, a saber, la de tener la mirada y la curiosidad educadas o preparadas para reconocer lo verdaderamente importante (sin confundir valor con precio, como sentenció el poeta), de modo que habrá que salvaguardar el patrimonio que vayamos heredando para también saber disfrutarlo. En Azketa, en su obra ya “cerrada”, hayamos un admirable y sutil legado que no merece ser olvidado. Ahora bien, una vez arrojado el guante, la curiosidad de cada uno marcará qué caminos quiere recorrer y qué “mundos” quiere conocer.

       

 



[i]Otro hecho crucial fueron los, conocidos y agitados, “Encuentros” de 1972, pero no abundaremos en ello dado que los miembros de dicho grupo asistieron a los mismoS más como intrigados espectadores que como participantes, aunque es obvio que ayudaron a configurar el peculiar contexto que venimos describiendo.

 

[ii]Dicho crítico pasó en febrero de 1970 unos día en Pamplona y, tras conocer a un grupo de jóvenes artistas, decidió publicar en la revista “Triunfo” un artículo bajo el lema La escuela de Pamplona, estando dicho colectivo compuesto por:Xabier Morrás, Juan José Aquerreta, Pedro Osés y Pedro Salaberri; añadiéndose más tarde y de forma gradual otros artistas como Luis Garrido, Joaquín Resano, Mariano Royo y Pello Azketa (Sobre la Escuela de Pamplona véase Martín-Cruz y Martín Larumbe, 1995: 17).

   

[iii]Sobre este tema, el del “salto” a la modernidad que supusieron los ochenta tras la rémora franquista,  existe una amplia bibliografía, pero ciñéndonos al entorno cultural navarro es muy esclarecedor el monográfico que la desaparecida revista RNA publicó en su nº 9 en 1996.

Bibliografía.
ÁLAVAREZ, M., REDÍN, A. y SALABERRI, P. (2012), Pello Azketa: memoria de la mirada, Pamplona: Departamento de Cultura del Gobierno de Navarra.

MARTÍN-CRUZ, S. y MARTÍN LARUMBE, C. (1995), Sobre la escuela de Pamplona. Pamplona: Ayuntamiento de Pamplona.

Juan Cruz RESANO LÓPEZ
Doctor en Bellas Artes y profesor de Didáctica de la Expresión Plástica en la Universidad de Zaragoza

Fecha de Entrega: 26/03/2013
Fecha de Admisión: 26/03/2013


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