A propósito de Philippe de Montebello...
En marzo de 2009 tenía lugar en el Museo Nacional del Prado el comienzo de El Museo: Hoy y Mañana, el primer ciclo de conferencias de la recién estrenada Cátedra 2009 dirigida por Philippe de Montebello quien ocupó, por espacio de más de treinta años, la direccción del Metropolitan Museum of Art (MET) de Nueva York.
Días después, en las páginas dedicadas a la cultura del periódico El País se recogían las declaraciones de Philippe de Montebello asegurado que había llegado el fin de la época de las grandes exposiciones, al estilo de las París-New York, que solemnizaron los principales centros culturales y museos. En su explicación, el ya director honorífico del MET comentaba que la realización de este tipo de exposiciones se había extendido de modo tal que confundía pues, entre otras cuestiones, en la mayoría de ellas era notoria la carencia de un trabajo de investigación que justificara la organización y montaje de estas muestras.
Algunos directores de museos y centros de arte españoles se defendían atacando al propio Montebello por la política que instauró en el MET desde su acceso a la dirección en 1977. Otros, en cambio, sostenían que era cierto que se inauguraban demasiadas exposiciones sin contenidos científicos evidentes pero que no iban a cambiar sus programaciones por eso aunque, eso sí, entendían que en la actualidad resultaba difícil, cuando no demasiado costoso, realizar muestras tan grandes y significativas.
Aprovechando las manifestaciones expresadas por Philippe de Montebello, parece oportuno recordar a otra de las grandes figuras del ámbito museológico y expositivo, el historiador del arte Pontus Hultén (1924-2006), quien en 1956 estaba al frente de una pequeña galería de arte donde tenían lugar exposiciones cinematográficas, una de sus pasiones. Su visión de lo que después han sido hitos artísticos le llevó, dos años más tarde, a presentar en la Galería Lambert Weyl de París la muestra “Constructivist Design”. En 1960 fue nombrado director del museo embrionario de la actual Moderna Museet de Estocolmo, donde Hultén apostó por el arte contemporáneo y las relaciones entre artistas europeos y norteamericanos. Repasando la relación de exposiciones que se sucedieron, encontramos nombres que van desde Van Gogh y Kandinsky hasta Jean Tinguely, Niki de Saint-Phalle o Claes Oldenburg, por aquellas fechas artistas casi noveles y desconocidos mundialmente, junto a Robert Rauschenberg y Jasper Johns. Su apuesta por artistas jóvenes le conduciría hasta Andy Warhol, a quien dedicó una exposición monográfica celebrada en el Moderna Museet de Estocolmo en 1968.
De la biografía posterior de Hultén cabe resaltar su paso por la dirección del nuevo Museo de Arte Contemporáneo en el Centro Georges Pompidou de París, donde organizó cuatro exposiciones sobre el diálogo del arte contemporáneo entre ciudades de capitalidad artística, iniciadas con la todavía hoy recordada “París – New York”. Con esta muestra comenzaba una nueva era que supondría una auténtica revolución en el terreno de las exposiciones. Eran las primeras macro exposiciones, acompañadas de catálogos convertidos en libros de referencia y cuyo éxito se medía entre la masiva afluencia de visitantes y las ventas en las antaño librerías, ahora convertidas en rentables tiendas de objetos relacionados con el arte, en la que se encuentran reproducidas obras emblemáticas de las colecciones en vajillas, portadas de libretas, calendarios e incluso lapiceros y gomas de borrar.
Por su propia formación académica y sus inquietudes culturales, convendremos que para Hultén el museo era un espacio abierto en el que tenían cabida las más variadas actividades culturales, una filosofía cuya puesta en práctica ha caracterizado su personalidad profesional y que se ha seguido en muchos centros culturales para atraer público lograr que se conozca el centro.
Otra figura coetánea cuya influencia también ha marcado certeras visiones sobre la dinámica de los museos es la del norteamericano William Rubin (1927-2006). Su pasión por la música y la dirección de orquesta y su faceta de coleccionista especializado en el surrealismo y en el expresionismo americano establecen cierto paralelismo con Pontus Hultén, en su juventud director de cine y asimismo reputado coleccionista.
Rubin comenzó su vida profesional como editor de Art International y profesor de Historia del Arte en la City University of New Yok, durante las décadas de 1950 y 1960. Fue en esta época cuando conoció a Alfred Barr, jr., director del MoMA, quien le encargaría la exposición dedicada a André Masson, celebrada en 1957. Diez años más tarde, y ya como conservador del departamento de pintura y escultura de The Museum of Modern Art (conocido por sus iniciales, MoMA, y también como “the Modern”) Rubin trabajaba en uno de sus temas favoritos y que mejor conocía, el legado del Dada y del Surrealismo que, bajo el nombre de “Dada, Surrealismo y su herencia” se presentó en el MoMA con rotundo éxito en 1968, convirtiendo a su realizador en uno de los mayores expertos no sólo de las vanguardias del siglo XX sino también de su difusión expositiva y literaria.
A diferencia de Hultén, Rubin extrapolaba su formación de historiador en la organización de sus exposiciones y en sus publicaciones, presentadas todas ellas con gran rigor científico siempre con sentido cronológico. Sus estudios del arte contemporáneo presente en la colección del museo que él mismo afianzó con su política de adquisiciones, se tradujeron en certeras afirmaciones e inamovibles conceptos. Sus análisis calificables de auténticas técnicas radiológicas, establecieron el papel real de Braque y Picasso en cuanto al cubismo, con la obra de Matisse situó al artista como clave en el devenir de la abstracción y del subsiguiente desarrollo de los lenguajes y tendencias artísticas. Junto a Arthur Drexler, responsable del departamento de arquitectura y diseño, demostró que el museo era capaz de estudiar artistas y tendencias artísticas del siglo XX y de defender sus tesis a través de las exposiciones que organizaba, convirtiendo al MoMA en el templo del arte del siglo XX que se consagraría definitivamente en 1980 con la exposición retrospectiva de Pablo Picasso cuyo elevadísimo número de obras obligó a dedicar todo el espacio expositivo del museo.
Tras la muerte de William Rubin, la crítica Roberta Smith afirmaba de él que: “Above all, he played a central role in championing the historical narrative of modernism that MoMA came to be identified with and is now seeking to move beyond (...). He told its version of modernism with a clarity and level of detail that many curators still consider unmatched.”
En los años 1970 la mayoría de las grandes pinacotecas y museos del mundo eran especialmente visitadas por especialistas y algunos grupos de escolares y turistas. Esta era la situación por la que estaban pasando museos como la Pinacoteca Brera, el Louvre, el British, el Prado o el mismo MET hasta que Montebello asumiera su dirección. Ya no hablemos de museos de carácter más local, independientemente del obvio valor de sus colecciones, como podrían ser el Arqueológico de Tarragona, el del cartel de Niza, o el de Bellas Artes de Sevilla, por muchos años cerrado al público. Muchos de ellos no disponían del elemental catálogo e incluso carecían de una simple guía para el visitante. Su modernización requería grandes esfuerzos humanos y económicos, a la vez que requería tiempo y algo más recursos humanos así como voluntad y capacidad de acción por parte de sus gestores. Sin ir más lejos, en mi memoria quedó grabada la decisión de Rosa María Subirana, por entonces directora del Museu Picasso de Barcelona, para potenciar el museo y conseguir aumentar el público visitante de dos formas bien distintas. Se llevó a cabo un cambio de imagen del centro contratando para ello al grafista y diseñador Yves Zimmermann quien diseñó el logotipo del museo –presente en el papel de cartas, sobres y tarjetas de visita- así como el catálogo de la colección editado algo después. Paralelamente, el museo acogió en 1979 la exposición “Picasso eròtic” cuyo poder de atracción de visitantes supuso un revulsivo en el mundo de los museos, mientras que los círculos culturales e intelectuales barceloneses veían como por el contenido de la exposición empezaban a quedar en el recuerdo los años de cruzar la frontera para ver películas en Perpiñán, quizá las más famosas fueron “Emmanuelle” y “El último tango en París”, así como jugar a la ruleta en el casino de Le Boulou aprovechando el viaje.
Tras el éxito de “Picasso eròtic” el museo se preparó para acoger los actos conmemorativos del centenario del nacimiento de Picasso. Así, en enero de 1982 se inauguraba la exposición antológica “Pablo Picasso. 1881-1983”, previamente mostrada en el Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid y que en Barcelona amplió sus contenidos gracias a los fondos del propio Museu Picasso. Quedaron para el recuerdo las cotidianas largas colas de público en la calle Montcada y el catálogo de la muestra, agotado ya días antes de cerrarse la exposición y que en aquel momento significó un interesante toque de modernidad gracias al diseño de América Sánchez, cuya apuesta por el color naranja la justificó al presentar la maqueta a los responsables municipales diciendo que “si no somos modernos con Picasso no lo seremos con nadie”.
Tras el asegurado éxito de esta exposición, Madrid y Barcelona, o el Ministerio de Cultura y el Ajuntament de Barcelona, empezaron la modernización de los museos y centros culturales que gestionaban, coincidiendo con las alcaldías democráticas ocupadas por Enrique Tierno Galván y Narcís Serra en una época en que se gestaron la “movida madrileña” y el “modelo Barcelona”, dos controvertidas definiciones de cuya denominación los responsables municipales de ambas ciudades jamás fueron conscientes pero que siguen permaneciendo, significando una clara apuesta de cambio y de visión de futuro. En España empezaba a rodar la modernización del utillaje cultural, su difusión y “venta al público”, apoyada por las actividades desarrolladas por fundaciones privadas, entidades bancarias y grandes empresas. Aunque pueda parecer cínico e incluso poco profundo, se dio la máxima no popular “a grandes bienes, grandes poderes”, traducible por “a mayores potenciales económicos, mayores resultados expositivos”, disparando una clara “competencia” entre organismos, curadores, responsables de museos y críticos de arte. Esta situación se comprende por la perentoria necesidad de difundir la cultura, el patrimonio público y privado –algo excepcional en los largos años previos a la España democrática- y abrir definitivamente las puertas a la ciudadanía de los museos públicos como se abrieron las de las universidades. En consecuencia, un museo de la categoría del Prado, de la mano exquisita de Alfonso E. Pérez Sánchez, continuaba su remodelación, iniciaba su ampliación, y ponía al alcance del público exposiciones que eran auténticas lecciones producto de un trabajo de análisis científico del tema propuesto, siempre a partir del potencial que permitía la propia colección del centro. El Museo Nacional del Prado se situaba y se mantenía en el mismo nivel que sus homólogos Metropolitan de Nueva York, el parisino Louvre, el Ermitage de San Petersburgo, o el Rijkmuseum de Amsterdam.
Con ello, nos plantearemos ¿cuál fue la apuesta de los “pequeños museos”?. Las programaciones debían ajustarse al presupuesto obtenido o bien conseguir patrocinios de parte o todo el coste previsto, por tanto, con el apoyo de sus propietarios, y gracias a la nueva ley de mecenazgo, diversas empresas se convertían en los deseados patrocinadores. En el supuesto de encontrase con presupuestos bajos, faltos de medios y sin el respaldo de las entidades titulares, los responsables dejaban volar su imaginación jugando con recursos mínimos, como ejemplificó el barcelonés Museu Tèxtil i de la Indumentària en la exposición “Cent anys d’indumentària”, logrando resultados excelentes por el indiscutible valor de las piezas exhibidas, realzado gracias a una sabia, sencilla y elegante disposición expositiva, no desmerecida sino potenciada por la tenue iluminación que envuelve la conservación de los tejidos.
Su museo vecino, frente por frente, lo tenía verdaderamente más fácil al permitirlo su carácter monográfico y con un nombre que “se vendía” por sí mismo. En el Picasso de Barcelona, una primera opción fue la de presentar exposiciones de autores coetáneos a Picasso y con obra relacionable, valga de ejemplo la dedicada a Henri Laurens. Una segunda opción, que les llegó gracias a los acuerdos firmados en 1981 con el MoMa, fue la llegada y posterior exposición de “Les demoiselles d’Avignon”. La tercera vía y tras el éxito en su momento del erotismo picassiano, este tema animaría a las direcciones del Musée des Beaux-Arts de Montreal, del Jeu de Paume de París y del Museu Picasso de Barcelona a organizar conjuntamente una exposición bajo el mismo título, si bien aumentando considerablemente sus contenidos bajo el epígrafe “Barcelona-París”, una muestra itinerante que tuvo lugar en los años 2001 y 2002.
Esta última opción tiene sus ventajas e inconvenientes. En cuanto a las ventajas, los centros participantes se reparten distintos trabajos previos y convienen editar el mismo catálogo, eso sí, cada uno con el sello de la casa, en el idioma que convenga, y con los prólogos introductorios pertinentes a cada lugar. Entre los inconvenientes cabe citar la imposibilidad de convertirse en el centro único que presenta la muestra, algo que divide al público visitante, impide también el “catálogo único”, y, muy importante por lo que representa, obliga a cada participante en la organización a depender de sus propios patrocinadores. Este último aspecto, sin embargo, se ha resuelto en ocasiones cuando todos los organizadores han decidido tener los mismos patrocinadores, entiéndase el caso de la exposición “Matisse – Picasso” mostrada en la Tate Modern de Londres que después viajaría a París para, finalmente, presentarla en el neoyorquino MoMA. Uno de los principales patrocinadores fue la gran empresa de productos de lujo liderada por las marcas Moët & Chandon y Vuitton.
Llegados a este punto, queda evidenciado en este último ejemplo que la necesidad de contar con diversos patrocinadores de la talla del mencionado se debe a la necesidad de cubrir los elevadísimos costes que conlleva la organización de una muestra de estas características, como los asumidos en ocasión de exposiciones como las organizadas por Hultén en el Centro Pompidou o en el veneciano Palazzo Grassi como “Futurismo & Futurismi”. Aquellos que han trabajado o colaborado en empresas similares conocen perfectamente que estos costes se disparan por los seguros de las obras, los gastos de viaje –embalajes especiales, acolchados y casi blindados junto a los “billetes” de cada transporte- causados por los préstamos de las obras desde geografías diversas y su exposición en lugares lejanos, y por los especializados equipos técnicos, tanto de organización previa como de montaje en cada centro expositivo.
Determinadas obras de arte –aunque todas ellas son únicas y por tanto irrepetibles- están valoradas en miles o millones de euros. Su conservación permanente obliga a cuidados contantes y extremos que eviten en lo posible intervenciones de restauración consolidativa –cuanto menos se manipule una obra se le asegura una vida más larga. Por tanto, cuanto menos se muevan o se trasladen menor es la posibilidad de dañarlas. Los préstamos de obras o su intercambio temporal conllevan importantes riesgos que, para evitarlos, aconsejan a los conservadores no permitirlos o cuanto menos, desaconsejarlos.
A modo de conclusión
Y con estas palabras regresamos a las mencionadas opiniones de Philippe de Montebello al tener un evidente motivo para frenar lo que podríamos denominar superabundancia de mercadeo expositivo tan extendido como de práctica habitual en las programaciones culturales de los últimos decenios, muy posiblemente de ahí que muchos responsables se alcen cual objetores absolutos a las opiniones de Montebello, de las que existe otro punto igual de importante, ¿realmente ha sido necesaria tal sucesión innumerable de muestras? ¿Han aportado algo al estudio y conocimiento de sus contenidos? Todos conocemos la respuesta auténtica, muchas de ellas eran innecesarias, pasando sin pena ni gloria en la evolución del conocimiento de la cultura, conllevando esfuerzos personales y económicos extrañamente optimizados.
Ante el fin de las múltiples “macro exposiciones” y otras menores, cabe reflexionar sobre las programaciones futuras. Algunos responsables han empezado a actuar imponiendo un nuevo rumbo que permita el conocimiento y difusión del patrimonio que gestionan evitando participar en esta vorágine o fiebre del “quien da más”. A sus centros está previsto que acuda el público en general llamado por la necesidad y/o la voluntad de conocer gracias a ciclos de conferencias, mesas redondas, talleres, visitas guiadas, a la exposición coordinada de los fondos que cada centro tiene. Esta es la postura compartida que han adoptado Josep Serra y Joan Roca, respectivos directores del Museu Picasso y del Museu d’Història de la Ciutat de Barcelona, que con su programación buscan reestructurar sus colecciones para acercar ambos museos no sólo a los visitantes foráneos y a los especialistas sino también a los ciudadanos. Desde el Museo Reina Sofía, Manolo Borja-Villell es también consciente de que se deben optimizar los recursos y no convertir el museo en un recinto ferial.
Dos claros síntomas de un devenir distinto, una puerta para tratar los museos bajo nuevas perspectivas y seguir investigando y educando. El relevo en sus cargos tanto de Rubin como de Montebello se debió a que ambos comprendieron que se estaban alejando de la realidad que impone la evolución de la sociedad y los medios tecnológicos actuales y decidieron dar paso a personas acordes con ello.
Ustedes se deben preguntar si las actitudes de estos dos norteamericanos incidirán en otros colegas, como también si las decisiones de Borja-Villell, Roca y Serra son una muestra de la política cultural del futuro. Quizá debamos esperar a que Thomas P. Campbell, actual director del Metropolitan, imparta el 17 de septiembre la conferencia “El museo y las exposiciones” para seguir alimentando, gracias a las palabras de un miembro de la nueva generación de directores de grandes museos, el debate sobre la difusión de las colecciones artísticas ya que, hoy por hoy y ante los retos de las tecnologías de la comunicación, la apuesta podría radicar en internet, aunque… ¿bajo qué objetivos y por cuánto tiempo? Estas dos cuestiones se plantean en base a dos realidades. Las nuevas tecnologías han abierto las puertas al conocimiento globalizado, no hay institución que no cuente con su propia página web, estratégicamente diseñada para un acceso fácil a la información. Entrando en el ámbito cultural, cada día más centros ponen a disposición del internauta colecciones, publicaciones, actividades, etc. Pero lo que nadie pondrá en duda es que ni la mejor resolución de imágenes podrá jamás sustituir la apreciación obtenida por el contacto real frente a las obras. Por otro lado, la continua evolución de la tecnología cambia obliga a tener en cuenta que la red es un medio muy útil de difusión, que agiliza el estudio pero siempre complementario a la realidad de la obra original.