Número 7 | Junio de 2009
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¿Pintura pura en un entorno real?
Ejemplar intervención poética de Valtueña en la Tudela del Ebro
 
 

 

 

            Estamos acostumbrados a que la prensa, especializada o no en el Arte, nos informe en sus crónicas de las exposiciones acontecidas. No obstante, esta limitación bien podría hacernos sospechar de aquél que decide qué es una exposición y qué no lo es, cuando en la fenomenología que sustenta buena parte de la estética, todas las cosas, conceptos y enseres se exhiben con el fin de dejar de vivir en sí mismos y tantear su existencia para lo demás. Por esta razón creemos justificado comentar el acontecimiento estético que sigue, ajeno a las salas institucionales; y no sólo por ubicarse en la intemperie, sino por haber sabido jugar ampliamente con las interacciones que el Arte, tradicionalmente entendido, establece con el mundo o, mejor dicho, con el resto del mundo.

 

            A las afueras de una pequeña ciudad en plena expansión tumefacta (esto es, urbana, poligonal y comercial), si nuestros ojos son avispados y el sudor insoportable del calor íbero y artístico no nos ciega, podemos observar un aparcamiento de coches poseído por capas y campos de color todavía húmedos e intactos, a la espera de su asunción por parte de los elementos naturales y, sobre todo, de las pisadas, humos de los coches y otras segregaciones de sus usuarios bastante más orgánicas. El plástico y escritor de Zaragoza José María Blasco Valtueña, en mi opinión una de las apuestas más completas y arriesgadas del actual panorama actual aragonés, ha culminado este mes de mayo pasado un proyecto de intervención en el exterior de la sala de conciertos NOBOO. Si para esta empresa y para sus clientes quizás constituya una decoración resuelta con gran ingenio y profesionalidad, para Valtueña se trata de una nueva posibilidad de intervenir en un entorno ya dado y experimentar las relaciones lúdicas de la actividad creativa con los elementos que intervienen y participan de ella, la condicionan y la definen, lo que pronto nos sugiere la tradición purista europea abierta en Francia por el grupo BMPT (Buren, Mosset, Parmentier y Toroni), y continuada por sus herederos del Suppors-surfaces y Groupe 70. Pero seamos cautos: ¿se trata en el caso que aquí nos ocupa de un nuevo retorno de la pintura en su acepción más pura (en tanto que no lugar, tal y como la entiende Michael Fried por ejemplo) o, más bien, Valtueña plantea una imposibilidad a modo de parodia recíproca de la pintura aséptica y divinamente aureada?

Un negro “regaliz” radicalmente artificial invade, cubre e inunda, como las bandas de color de Daniel Buren o los aros de Olivier Mosset, no sólo el muro bajo del recinto del aparcamiento y los pilares que enmarcan la entrada, sino también los troncos de los árboles que en principio refrescan la explanada reservada a los coches. Estos elementos que asumen y confunden lo artificial con lo natural, quedan de inmediato negados en el vacío abierto por la pulcritud pictórica. Los fines de semana el museo sale de paseo y se libera de su función reificadora institucional, resultando una goma borradora y juguetona que todo lo niega, tanto el trabajo humano (los muros) como el material preexistente (los árboles). La pintura niega nuestras limitaciones materiales y espaciales de la propiedad y del trabajo que la produce. Mas esta primera valoración no basta. Buren comenzó su carrera por todos conocida encolando sobre los muros de las calles de París carteles de bandas verticales de color como si hubiesen llegado ahí por arte de magia y, sin embargo, toda producción conlleva un proceso, una acción y un devenir temporal, por ínfimo que éste sea. De hecho, el negro fantasía de su intervención no consistió más que en una extensión a los árboles del ya existente en las paredes, de lo artificial a lo natural, a lo impropio. Valtueña ha tomado prestada la pintura pura de la brocha gorda del albañil, la ha liberado de su soporte, la ha presentado duchampianamente como suya y como Arte, y la ha trasladado a un contexto inapropiado, aunque ya no a una sala de exposición sino al aire libre y frente a un edificio dedicado a la recreación musical. Quizás para entenderlo debamos remontarnos en el tiempo y considerar resumidamente la totalidad de su carrera artística, ya que probablemente esta intervención “decorativa” y posesiva concentre todos sus años de experiencia.

           

            Tras una larga investigación plástica sobre soportes bidimensionales desde sus inicios con el grupo Forma a mediados de los sesenta, indagando nuevas relaciones de materiales plásticos con formas orgánicas, de materiales orgánicos con construcciones mecánicas, de las interacciones entre las partes y el todo, de las posibilidades lúdicas de las series y los módulos algorítmicos, en los años noventa comienza a superar el formato artístico para trasladar unos resultados en apariencia pictórica pura a contextos y soportes no propiamente artísticos, en un proceso experimental que tuvo como consecuencias más paradigmáticas su exposición en el Torreón Fortea del Ayuntamiento de Zaragoza en 1996, su Proyecto 36 o intervención en el vestíbulo y la fachada del Auditorio de Zaragoza en el 2002, y su exposición individual y en cierto modo retrospectiva de los últimos años, celebrada en Zaragoza en el 2004, concretamente en el Edificio Pignatelli de la D. G. A.

            Sin embargo y para nuestra sorpresa, el encargo de la sala tudelana de conciertos no estaba destinado al aparcamiento sino a la fachada central del edificio. Valtueña adoptó el negro de los muros exteriores para establecer una relación entre el exterior y el interior, que fuese la “pureza” de la pintura, aun encontrada y no creada, dado que ninguna es producida ex – nihilo (tal y como advertiría el mismo Duchamp), la que anunciasen desde su pasividad lo que pudiera ser apreciado sobre la puerta de acceso, sólo que el anuncio antecede temporalmente al objeto presentado, el trabajo decorativo anticipa la pintura artística. La maestría no se desprende ya de las pinceladas, y aún menos en la reproducción de un modelo natural, sino en la fabricación exacta de la sustancia preexistente, incluyendo sus niveles cromáticos, lumínicos y tonales. Es así que la pintura ya no es una expresión en sí misma sino una materia objetual que, si quiere constituirse como Arte, necesita de algo más. 

            Para esta fachada Valtueña pensó justamente lo contrario: bandas negras sobre un fondo claro que invirtió de inmediato al apreciar el color del muro del recinto. Estas bandas verticales se ejecutarían con una técnica que Valtueña bautizó con la expresión cry-dripping. Ya la experimentó sobre pequeñas estructuras arquitectónicas a mediados de la década de 1990 (Negro licuado sobre torre, 1994), con la que, a diferencia del expresionismo abstracto americano, conseguía objetivar la pintura, como las expansiones de César, y presentarla como sustancia que al derramarse se adueña de multitud de posibilidades de soportes tridimensionales, en concordancia con el desarrollo de la abstracción analítica francesa y la segunda generación de pintores abstractos americanos como Frank Stella, Morris Louis, Jules Olitski, etc. Para Valtueña no hay duda de que la pintura es la sustancia que, en su afán por significar simbólicamente, unifica orgánicamente las series mecánicas propuestas por el gesto creativo, cuyo lenguaje intenta desvelar (el trazo caligráfico equivale aquí al desarrollo azaroso del goteo) lo que, junto con sus caligramas de combinación algorítmica, unifica sus dos dedicaciones principales: la pintura y la escritura (este mismo año la editorial Libros del Innombrable ha publicado su libro Pensamientos del mes ante el botellero).

            Entre el sumatorio de mural y muros restaron los árboles, cuyos troncos, poseído por una consecuente pulsión inércica, cubrió con la misma nitidez y con el mismo negro “regaliz”, consiguiendo así una mayor unidad del conjunto. Como vemos, el pintar ha sido sustituido por el cubrir, lógico proceso por el que las pinturas plásticas han acabado prevaleciendo definitivamente frente al óleo. Nuestras mentes solidarias se preguntarán si los troncos de los árboles necesitan transpirar a través de sus superficies para poder subsistir. Es lo que en definitiva condujo a Valtueña a pensar que los árboles se quejan cuando son cubiertos, al titular a toda esta intervención ¿Por qué lloran los árboles en Tudela? De hecho, la acepción de la pintura como un cubrimiento frente a la expresión hedonista del expresionismo, es lo que le lleva a pensar en el azar del chorreado de la pintura sobre los cuerpos como el grito de desesperación de la materia asfixiada, por lo que en definitiva representa el color con su sola presencia: Arte, ausencia absoluta del tiempo, del espacio y de la materia que lo sustenta. Eso mismo pensó cuando a lo largo de los días descubrió chorros de pintura blanca desplazándose hacía abajo sobre el negro de uno de los troncos. Éste en concreto estaba quejándose; de hecho la pintura es manifestación. Lo corrigió y lo borró de nuevo con negro “regaliz”, pero en los días siguientes volvió a encontrar los mismos chorros que en el fondo tanto apreciaba, y no sólo sobre los árboles, también cayendo sobre la pared del recinto. Siendo que este elemento arquitectónico carece de vida, dedujo que la procedencia de la misteriosa pintura blanca sólo podía proceder de niveles elevados. Eran en concreto execraciones de unos seres superiores, cigüeñas, verdaderos pteranodones de la península norte y de otras regiones europeas como la Alsacia. El pequeño y esmirriado Pollo urbano torturado y ejecutado por los jóvenes del grupo Forma, creció hasta convertirse en una estilizada y esbelta ave.

            Tal y como prosiguió el negro “regaliz” obedeciendo a los impulsos propios de su condición de pintor, multiplicó estos chorreados a lo largo de los árboles y del recinto, cubriendo de blanco la cara superior del mismo. Al fin y al cabo, esa pintura provenía de arriba, así como la del pintor procede de sus ideas y se desliza mediante el gesto sobre la materia calificándola. De hecho, cuando concibió el mural como una sucesión de chorreados oscuros pensó en el código de barras que asigna una identidad a un producto fabricado en serie. Tal y como afirmó el poeta Antonio Fernández-Molina acerca de su obra, “el azar deja de serlo, cuando habla”. Por su condición alada toda ave adopta la posición intermediaria entre los mundos superiores, divinos e ideales y la materia; ese mismo lugar intermedio donde se ubica el pintor desde el Renacimiento en tanto que creador de representaciones, 

Valtueña = Ave de la familia de las cigUeñas oriunda del Alto Valle del Ebro

sólo que ahora nuestro pintor zaragozano sustituye la idea originaria por la experiencia vivida e inaprensible, a diferencia del monumento artístico. Y así es cómo su pintura se concibe como una huella del artista en la que su espíritu se identifica con el azar en su encuentro. Y éste es el sentido que adquieren las misteriosas defecaciones negras que van cubriendo los chorros ya efectuados por Valtueña a lo largo de todo el recinto y en todos los árboles que ofrecen su sombra a los vehículos, quizás de algún cuervo natural de la zona tal y como lo expresa en un texto explicativo de esta intervención distribuido en internet (http://www.marisalanca.blogspot.com). La pintura, huella legada por la mano del pintor en su necesidad de autoconcepción y en la función simbólica del cromatismo, se inscribe para ser borrada, a pesar de ser susceptible de ser reproducida infinitas veces (incluso ha pensado en montar un vídeo que multiplique todo el proceso, dado que todo él está filmado), en lo que se empeña el pintor, porque la pintura como materia y con todo su poder negador aséptico, existe de antemano, al margen del mundo entero, asentada en su trono institucional, alimentada de todo aquello abandonado por la miseria que impone el mercado de la percepción. Una sustancia pulcra que en verdad se alimenta con los mismos mitos del pasado, los pájaros que se desprenden de la materia a su voluntad.

            La pintura-pintura en Aragón presenta una parodia de sí misma con el fin de ser disfrutada en tanto que experiencia. Es imposibilidad lúdica en Valtueña lo que en Sergio Abrain es dialéctica onánica, por ejemplo. A partir de su naturaleza simbólica el arte adquiere su verdadero trasunto tras tantas décadas de autocomplacencia desde Greenberg: si el kitsch niega al Arte es porque antes éste niega toda la realidad que lo circunda y lo define a los ojos de sus sacerdotes. Y cualquier similitud que establezca esta intervención fruto de la experiencia con el land art, quedará marcada por su imposibilidad de huir del arte, mismo ante cualquier acercamiento del artista a la realidad natural que lo rodea. No podrá más que contaminar con su áurea de grandeza la singularidad del paraje.

           

 

           

 

Manuel Sánchez Oms
Miembro del AACA, AECA y del Consejo de Redacción del AACADigital

Fecha de Entrega: 30/06/2009
Fecha de Admisión: 30/06/2009


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