Número 18 | Marzo de 2012
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Camón Aznar como crítico y presidente fundador de la AECA
 
 

Resumen:

Este ensayo es la versión escrita de la ponencia inaugural presentada al XIII Congreso Nacional de la Asociación Española de Críticos de Arte, organizado por AECA/AACA en Zaragoza y Huesca del 17 al 20 de noviembre de 2011, celebrando el 50º aniversario de AECA y el 25º de AACA. La ponencia y comunicaciones sobre críticos aragoneses fueron publicadas en esta sección de AACADigital el pasado diciembre; ahora les toca el turno a las que versan sobre la crítica de arte bajo el franquismo, mientras que el resto serán publicados más adelante, cubriendo así el tema general del congreso: Evolución y situación de la crítica de arte en España, 1961-2011.


Abstract:

This essay is the written version of the inaugural lecture given at the 13th National Conference of the Spanish Association of Art Critics, organized by AECA/AACA in Saragossa and Huesca on November the 17th to 20th, 2011, celebrating the 50th anniversary of AECA and the 25th of AACA. All papers related to Aragonese art critics were published in this section of AACADigital last December; now it the turn of those regarding art criticism under Franco’s regime, while the rest will be published in forthcoming issues, thus covering the general topic of the conference: Evolution and Situation of Art Criticism in Spain, 1961-2011.

Palabras clave castellano: Camón Aznar, crítica de arte contemporáneo, España
Palabras clave inglés: Camón Aznar, criticism of contemporary art, Spain

Es evidente la influyente contribución de Camón Aznar en la apertura de la escena artística española de postguerra a aires renovadores. Su apuesta entusiasta porla figuración expresionista con toques melancólicos/existencialistas del grupo renovador que algunos galeristas y críticos denominaban “Escuela de Madrid de Pintura” o “Joven Escuela Madrileña”, pero también el carácter liberal de Camón en cuestiones de gusto, siempre abierto a muchas otras tendencias, incluida la abstracción, ha sido subrayado por todos los que se han estudiado su labor como crítico (Bozal, 1998: 166; Lomba, 1998: 32; Díaz Sánchez & Llorente, 2004: 62 y 513; Fernández Cabaleiro, 2005: 175; Díaz Sánchez, 2000: 40). Yo mismo destaqué esa caracterización en mi antología Historia de la crítica de arte: Textos escogidos y comentados (Lorente, 2005), en la cual aparece representado Camón por un extracto de un artículo sobre pinturas de Álvaro Delgado que publicó en el diario ABC el 1 de marzo de 1953. Aquel era su mejor momento como comentarista de la actualidad artística, pero su respaldo a Delgado u otros miembros de ese grupo fue perenne, pues continuó brindándoles su amistad y apoyo hasta el final de su vida. También fue muy vehemente en la promoción de algunos de sus paisanos aragoneses, especialmente los escultores Pablo Gargallo, Honorio García Condoy y Pablo Serrano[1]. No tan conocida es su posición respecto al arte internacional, un poco a la defensiva en lo que respecta a la Escuela de Nueva York; pero entusiasta respecto a la Escuela de París y a ciertos artistas extranjeros, como por ejemplo el británico Henry Moore, cuya escultura culminaba el ideal de arte moderno pero humanista y de vocación espiritual que reivindicaba Camón (Lorente, 2012). Ahora bien, sin duda la parte menos recordada de su trayectoria como crítico es el decisivo papel que todavía desempeñó en el mundo de la crítica en los años finales de su vida…, y precisamente en ello se centra este ensayo, tomando como punto de partida el año fundacional de la Asociación Española de Críticos de Arte. El apéndice documental que lo complementa presenta una selección de artículos periodísticos publicados por Camón Aznar en esos años, comentando la trayectoria de algunos artistas contemporáneos y reflexionando sobre la labor de los críticos de arte. Es un material proporcionado por los responsables del Museo Ibercaja Camón Aznar, a quienes quiero dejar constancia de mi agradecimiento, así como a los descendientes del autor, que han dado su consentimiento para que los publique, y doy las gracias también a mi querido colega Manuel Sánchez Oms, por escanear los textos con su habitual eficiencia.

 

El otoño del patriarca: los artículos de crítica publicados por Camón Aznar en 1961-1979

Al conmemorar el cincuentenario de la Asociación Española de Críticos de Arte, es apropiado honrar la labor como crítico de su fundador y primer presidente. Pero durante los años en que ejerció ese cargo, José Camón Aznar publicó tal cantidad de escritos sobre arte en libros, revistas y diarios, que su estudio desbordaría los límites razonables de un artículo. Sobre todo si consideramos su labor de crítico tal como él la entendía, pues siempre sostuvo que la crítica de arte era una interpretación literaria sobre piezas artísticas de cualquier época, rehusando establecer delimitaciones cronológicas o metodológicas entre dicha disciplina y la Historia del Arte o la Estética. Así, cuando en 1965 publicó bajo el título Las artes y los días, una miscelánea de sus artículos aparecidos en el diario ABC, la Revista de Ideas Estéticas y la revista Goya, reunió en un amplio apartado titulado “Arte y Estética” todos los que versaban sobre temas artísticos de cualquier periodo histórico, desde las pinturas prehistóricas a los rascacielos modernos, culminando con artículos sobre historiografía artística (Camón Aznar, 1965). Era un concepto amplio muy extendido entre sus coetáneos, incluido su colega y amigo Juan Antonio Gaya Nuño, quien incluyó en su Historia de la crítica de arte en España tratadistas, historiadores y hasta poetas de todas las épocas, con tal de que hubieran escrito sobre arte (Gaya Nuño, 1975).

Por motivos prácticos, este ensayo se centra exclusivamente en sus artículos periodísticos sobre arte y artistas contemporáneos, sobre todo en el diario ABC, que era entonces el de mayor difusión nacional en España, pues de sus colaboraciones en la revista Goya se ocupó en su tesis doctoral Daniel Santelices Plaza. Así acotado, el acervo de textos es más abordable, porque el sexagenario Camón ya no era “el” crítico encargado de comentar toda la actualidad artística en ese periódico, pues había ido dejando a otros la tarea de "jueces de guardia” y él se reservaba para los casos que personalmente le interesaban más, lo mismo que en la revista Goya se había rodeado de un equipo de corresponsales y colaboradores, de forma que sus artículos sobre arte contemporáneo eran muy ocasionales. Lo cierto es que en esta etapa de su vida estaba muy volcado en los libros que como historiador del arte quería dejar como principal legado a la posteridad y, si bien sus colaboraciones periodísticas siguieron siendo frecuentes, hubo en ellas un cambio de estatus. Ya había dejado muy atrás el estadio de gacetillero de noticias breves, en la columnilla de reseñas de exposiciones, y tenía a menudo reservada nada menos que la tercera página del ABC, que era la mejor pagada y la más leída en los periódicos españoles. Todavía hoy sigue teniendo a gala ese diario reservar esa sección para firmas de prestigio que inviten a los lectores a la reflexión: Camón cumplió muchísimas veces ese papel destacado, con ensayos sobre cuestiones filosóficas, estéticas, literarias u otras, incluyendo a veces comentarios sobre arte contemporáneo.

Ahora bien, ni siquiera cuando dichos artículos habían sido inspirados por acontecimientos artísticos de actualidad solía en estos años finales de su vida descender a la valoración de exposiciones u obras específicas. Ya no era un centinela de la actualidad artística, lo suyo era la “caza mayor”. Quizá por eso en esta etapa final de su carrera como crítico estuvo tan centrado en Picasso. Ya le había dedicado en 1956 un libro en gran formato titulado Picasso y el cubismo, galardonado con el Premio Nacional de Literatura; pero en el periodo aquí estudiado siguió ocupándose de Picasso frecuentemente, dando vueltas a sus argumentos favoritos sobre el malagueño en un inagotable proceso de reescritura. Buen ejemplo es su articulo “Picasso a los ochenta años”, publicado en ABC el 27 de octubre de 1961, pues el recorte que conservó Camón en su álbum de prensa está lleno de correcciones y anotaciones, convertido en un auténtico palimpsesto de escrituras superpuestas (fig. 1).

Recorte del ABC del 27/10/1961: artículo de Camón sobre Picasso con anotaciones añadidas del propio autor Foto de Picasso en su estudio, donde se ve en primer término el libro de Camón sobre Picasso y el cubismo. Distribuida por InterAmericanPressAgency en 1966 y muchas veces publicada por Camón

La desbordante vitalidad de Picasso en su vejez fascinaba a Camón, que procuró mantenerse al día sobre sus creaciones más recientes, aunque sentía especial fijación por su periodo cubista. Por eso, su alegría y orgullo debieron de ser enormes cuando en 1966 una agencia de prensa norteamericana difundió una foto del artista en su estudio, donde podía verse en primer término el libro Picasso y el cubismo de Camón Anar, que éste le había enviado, sin que al parecer hubiera tenido ninguna respuesta personal. Camón guardó la foto como un tesoro, y en diferentes ocasiones la hizo reproducir en ABC u otros medios (fig.2).

El principal leit motiv de los comentarios de Camón sobre Picasso era su españolismo, tanto en sus gustos y costumbres, como en sus obras. Buen ejemplo es el artículo titulado “Picassso se sucede a sí mismo” (incluido aquí en el apéndice documental), publicado en la tercera página de ABC el 24 de octubre de 1971. En otro artículo título “Otra vez Picasso”, publicado en el diario Ya el 13 de enero de 1972 insistía: “Para explicar su arte hemos tenido que acudir a las decoraciones de los vasos ibéricos de Numancia, a las terribles ilustraciones de los beatos del siglo X, a las cerámicas de Manises y a los dibujos que los pastores trazan con navajas en los cuernos”, comparándole luego con Goya en su expresionismo anatómico: “Pero Picasso se solaza en la fealdad por sí misma. Infama a la mujer con anormalidades que la degradan sin hacerle perder humanismo. Y para mayor relajación las coloca en atontadoras mecedoras y les pone un pescado sobre la cabeza […] No es un azar que Picasso se desinterese tanto por el paisaje. Eso le sucedió también a Goya. Porque lo que anhela es hundir su pincel, su buril, sus dedos, en el cuerpo del hombre y en los demonios, bellezas y placeres que de este cuerpo brotan”. 

Otra característica picassiana que Camón destacaba constantemente era su variedad de estilos y registros. Insistió en ello particularmente en las dos necrológicas que le dedicó, una publicada el 10 de abril de 1973 en ABC titulada “Picasso en su final” (incluida aquí en el apéndice documental), donde aludía a la última exposición del artista en Avignon,  y también en otra titulada “Enigmas de Picasso”, publicada el 19 de abril de 1973, en Blanco y Negro, donde tras caracterizarle como un genio de la pintura que había atravesado con velocidad de meteoro todas las formas, todas las técnicas, todas las imaginaciones con que el pincel humano puede glorificar o torturar al cuerpo del hombre, añadía:

La obra de Picasso es un conjunto de suicidios, pero seguidos, eso sí, de resurrecciones. Cada etapa, no prevé a la futura. No es posible justificar ni biológica ni estéticamente su proceso creador. No hay un intento de superación según una línea ascendente como ha sucedido hasta ahora en todos los artistas. Su única norma la ha dictado él mismo: «lo importante es hacer, y nada más. Sea lo que sea». Y Picasso hace, rehace, deshace y vuelve a recomenzar con formas siempre recién nacidas. Y no es posible otro sistema creativo, porque Picasso, cuando emprende una ruta, la agota,  aunque la vida de esta nueva manera tenga que renovarse todas las primaveras.  Lleva las formas en cada uno de sus estilos al ápice de la expresividad. Ya no es posible pasar de ahí. Y Picasso pasa siempre con salto de águila a otra cumbre inesperada.

 

La fascinación por Picasso le duró a Camón toda la vida, y precisamente su último escrito, enviado a la redacción de ABC desde un hospital y publicado dos días después de su muerte, estuvo dedicado al Guernica (por su valor simbólico/poético, se incluye aquí también entre los documentos del apéndice final).

Ningún otro artista recibió una reverencia comparable en los artículos de Camón, y ni siquiera la afinidad con el Picasso cubista libró a Georges Braque de unos comentarios escasamente complacientes, en la necrológica que le dedicó, publicada por ABC el 11 de septiembre de 1963. Desde luego, a Dalí no le otorgó una mínima parte de interés, aunque en el interesante artículo titulado “Ahora el Surrealismo”, publicado en la tercera página de ABC el 25 de junio de 1975 lo encuadrase en la estirpe de Goya. Y a Miró, siguiendo el mismo tipo de argumentación, lo puso en relación con las pinturas esquemáticas neolíticas españolas en el artículo “Miró, el pintor”, publicado el 5 de mayo de 1978 en  ABC (incluidos ambos en el apéndice documental).

Tercera página de ABC, 6 de septiembre de 1964 Tercera página de ABC el 25 de junio de 1975 

Tampoco ninguna otra tendencia de la postguerra le apasionó tanto como el existencialismo expresionista, pues todo lo que vino después le pilló menos predispuesto e incluso a la defensiva, en sus últimos años. Pero todavía se afanó en explicar el Pop Art como una derivación del surrealismo y de Picasso, en una tercera página de ABC, el 6 de septiembre de 1964. Y al glosar la Bienal de París de 1965 supo captar la importancia del cambio que suponía el nouveau réalisme; aunque su interés por las últimas tendencias internacionales fue disminuyendo con los años.

Eso sí, siguió hasta el final las carreras de muchos artistas españoles o activos en España, muchos de los cuales le profesaron su admiración y amistad. Más de una cincuentena contribuyeron con sus pinturas y esculturas a una exposición dedicada a Camón Aznar organizada por Radio Nacional de España en el Club Urbis de Madrid en febrero de 1972. Y muchos artistas también participaron con textos y testimonios de amistad en el catálogo de dicha exposición, en el cual también ofrecieron palabras de agasajo muchos escritores, historiadores y críticos de arte. Aún más firmas se sumaron al libro Homenaje a Camón Aznar, publicado como tributo póstumo por su museo zaragozano en 1980. Pocos críticos han gozado del prestigio y la influencia social que él tuvo en su tiempo. También, como a continuación se verá, marcó con su personalidad el nacimiento y desarrollo de la primera asociación de críticos españoles, que presidió durante dieciocho años.

 

Camón Aznar, fundador y presidente de AECA de 1961 a 1979

Al constituirse en 1961 la sección española de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA) como una sociedad cultural inscrita con el nombre de Asociación Española de Críticos de Arte (AECA), el candidato obvio para presidirla era sin duda José Camón Aznar, por su veteranía en el ejercicio de la crítica y la influencia de los medios de comunicación en los que escribía, como la revista Goya y el diario ABC, el de mayor tirada en la prensa española de la época. Su autoridad también derivaba de los muchos cargos que ostentaba y en general, para qué negarlo, de su afinidad al poder que entonces gobernaba España; aunque también en el extranjero disfrutaba de gran reconocimiento y buenas relaciones en otros países a los que viajaba con frecuencia invitado a congresos, reuniones u otros actos de todo tipo.

Todo ese bagaje e influencias lo puso en seguida al servicio de AECA, cuyas reuniones se celebraban en el Museo Lázaro Galdiano, a la sazón dirigido por el propio Camón, mientras que otros actos los organizaba en centros donde también tenía buenas relaciones, como el Ateneo de Madrid, la Sociedad de Amigos del Arte, el Casón del Buen Retiro, la Biblioteca Nacional… Pero al mismo tiempo hizo valer en seguida sus particulares criterios, de manera que las primeras actividades públicas de la AECA en marzo de 1962 fueron, curiosamente, sendos homenajes a artistas históricos como Zurbarán y Alonso Berruguete, con motivo de la presentación al público de un libro sobre el pintor andaluz del Siglo de Oro publicado por Paul Guinard –director del Instituto Francés– y de una exposición sobre el imaginero castellano renacentista. Camón sentía pasión por ambos artistas, y no le pareció insólito convocar a los críticos a hablar públicamente sobre ellos, pues siempre sostuvo que la crítica de arte era una interpretación literaria sobre piezas artísticas de cualquier época, rehusando establecer delimitaciones cronológicas o metodológica entre dicha disciplina y la Historia del Arte o la Estética. Por eso, cuando tres años más tarde publicó bajo el título Las artes y los días, una miscelánea de sus artículos aparecidos en el diario ABC, la Revista de Ideas Estéticas y la revista Goya, reunió en un amplio apartado titulado “Arte y Estética” todos los que versaban sobre temas artísticos de cualquier periodo histórico, desde las pinturas prehistóricas a los rascacielos modernos, culminando con artículos sobre historiografía artística (Camón Aznar, 1965). Y ese amplio concepto de crítica de arte –también muy extendido en Italia entre los admiradores de Benedetto Croce–, lo compartió Camón con muchos miembros de AECA, en particular, como ya queda dicho, su colega y amigo Juan Antonio Gaya Nuño.

Con todo, puesto que el público en general identificaba a los críticos de arte como comentaristas del presente, las actividades regulares de AECA estuvieron más enfocadas hacia el arte contemporáneo. Una de las primeras, en abril de 1962, fue la organización de una Exposición Antológica de 125 obras de pintura, escultura, grabado y arte decorativo, seleccionadas entre todas las exhibidas por artistas españoles durante la temporada 1960-61 en Barcelona y Madrid en exposiciones individuales, pero excluyendo las de muestras colectivas y retrospectivas. La idea estaría inspirada seguramente en los Salones de los Once y otras exposiciones antológicas de la Academia Breve de Crítica de Arte impulsadas por su admirado Eugenio D’Ors[2] hasta mediados de los años cincuenta; aunque la montaron en otro local distinto, las salas de la Sociedad de Amigos del Arte, y en el catálogo sólo participaron con textos tres críticos: José Camón Aznar, Alberto del Castillo y Juan Antonio Gaya Nuño. Llama la atención que pudieran permitirse los gastos de esa ambiciosa exposición, y un flamante catálogo con más de cien páginas, profusamente ilustrado con fotografías de todos los artistas representados y su obra más señalada. Sin duda Camón supo convencer a quien fuera menester para su financiación, aunque nunca más consiguió repetir la experiencia. Tampoco le dio demasiada importancia, y en el dictamen –positivo, por supuesto–, que él mismo firmó sobre aquella exposición de exposiciones en el diario ABC el 12 de abril de 1962, no glosó los entresijos de su organización sino la dificultad de comentar piezas tan dispares:

¡Esforzada y no agradecida tarea la de transcribir en palabras las formas tantas veces inefables de pintores y escultores! ¡La de hacer accesibles dialécticamente unas creaciones generalizadas en el misterio de la inspiración artística! ¡La de evocar con recursos verbales todas las sutilezas de unas creaciones que cuenten con el puro efecto sensorial de colores y formas! Y ello agravado hoy por la falta de recursos descriptivos. Por la ausencia del hombre y de sus dramas. Por la inhibición del artista ante la realidad que pueda ser comunicada. Todo esto ha conducido a que hoy la tarea crítica esté lindando con la literatura de creación.

 

Acababa este artículo, titulado “Crítica y creación”, sosteniendo que el crítico de arte ya no tenía que explicar lo que se había representado en un cuadro o mostrar su erudición histórica, sino que había de ser un poeta que comunicase con palabras idéntica emoción estética. Volvió sobre el asunto en un ensayo más elaborado, titulado “La crítica de arte, nuevo género literario”, publicado en la tercera página de ABC el 27 de junio de 1962 (copiado aquí íntegramente en el apéndice documental) y en una entrevista publicada en el diario Arriba el 16 de septiembre de aquel año, respondiendo a la pregunta de cual debía ser la cualidad esencial de un buen crítico: “La capacidad de juzgar las obras según la intención creadora. El disponer de un distinto análisis ante cada artista”. Fue uno de sus argumentos favoritos, que elaboró muchas veces aduciendo que ya no se podía valorar el arte contemporáneo por criterios de destreza técnica ni de belleza, sino en función de la Kunstvolen o voluntad creadora del artista.

Desde este punto de vista, Camón estaba orgulloso de la labor de los críticos españoles del momento, que consideraba por encima del nivel de la profesión en Francia[3] u otros países. La citada entrevista del diario Arriba llevaba como significativo título secundario de reclamo: “No hay duda de que tenemos la mejor crítica artística del mundo”. En muchas otras ocasiones exaltó a sus colegas, exhortándoles a seguir adelante con la difícil tarea, y con algunos de ellos su relación de amistad era muy personal, pues tenían una tertulia un día a la semana en la cafetería-restaurante Manila. Hay una interesante imagen periodística de ese cenáculo en 1962 (es la foto de cubierta escogida para el presente artículo), cuyo pie de foto advierte de que los artistas estaban excluidos, cosa que hoy nos puede llamar la atención, pues los artistas hubieran tenido mucho que decir: muchos artistas incluso compatibilizan su labor creativa con la crítica de arte, así que no han sido pocos los artistas miembros de AECA. Pero en aquellos tiempos esto era inhabitual, y tampoco se abrieron los padres fundadores de la asociación a la participación de los críticos de cine o teatro –a pesar de que Camón tenía gran afición a las artes escénicas–, e incluso fueron entre ellos muy escasos los críticos expertos en fotografía o arquitectura contemporánea. En buena medida, el íntimo círculo de amigos de la tertulia de Camón que aparecen en aquella foto, fueron una especie de guardia pretoriana, a cuya imagen y semejanza se estructuró AECA, tanto en las características de sus componentes, como en los debates y opciones estéticas representados.

Precisamente otra de las actividades que programó como presidente de AECA fueron debates, mesas redondas y simposios, de alguno de los cuales se hizo eco la prensa. En diciembre de 1967 convocó en el Museo Lázaro Galdiano a los asociados, y a dos críticos musicales como invitados, para debatir sobre las cuestiones siguientes: “¿Debe orientarse la crítica desde la voluntad creadora del artista?, ¿desde normas establecidas?, ¿desde el espíritu del crítico?. ¿Debe la crítica ser descriptiva o formativa?”. Eran preguntas muy propias de Camón, que se tomaba en serio su labor como patriarca de los críticos españoles, y quería guiarles socráticamente en cuestiones de deontología profesional a través de la dialéctica. Estas discusiones sobre la crítica de arte también los promovió, invitando a prestigiosos expertos en arte contemporáneo, en los cursos de la Universidad Internacional Menédez Pelayo de Santander que organizó en 1967, 1968, 1970, y 1971.

Incluso llegó a gozar también de un cierto predicamento internacional para estos debates, pues el 2 de marzo de 1971 inauguró el Simposio Internacional del Arte Actual (fig. 5), organizado por las Direcciones Generales de Relaciones Culturales y de Bellas Artes en el Palacio de Telecomunicaciones de Madrid, al que asistieron más de cuarenta críticos de 25 países, siendo clausurado con una ponencia de René Berger, presidente de AICA, en un acto celebrado en Cuenca, tras visitar los congresistas el Museo de Arte Abstracto de las Casas Colgantes. Y en junio de ese año Camón encabezó una delegación de quince críticos españoles invitados por la Fundación Gulbenkian a encontrarse en Lisboa con los críticos, directores de museos y responsables de la política cultural portuguesa: los discursos y actos oficiales tuvieron una generosa cobertura de prensa en el país vecino (Fig. 6).

Recorte del diario Ya, con foto de la ponencia inaugural del Simposio Internacional de Arte Actual, Madrid-Cuenca, 1971 Recorte del diario O Século, con foto de la cena ofrecida por la Presidencia de la República Portuguesa a la delegación de AECA en 1971

A juzgar por las fotos de prensa, en algunos aspectos estaban más adelantados en Portugal, donde entonces también vivían bajo un régimen dictatorial similar al de España: aparecen entre los anfitriones no pocas mujeres, algunas identificadas como esposas de los anfitriones, pero otras eran profesionales que se habían abierto camino en el mundillo artístico. En cambio, la delegación española era un patriarcado. Parece que la AECA, como la sociedad española de entonces, tenía escasa representación femenina en sus cargos y en sus actividades. No he encontrado ninguna mujer citada en los actos organizados bajo la presidencia de Camón, salvo un coloquio sobre los pintores españoles y la Escuela de París organizado por el Club 24 –presidido por Dina Cosson–, en junio de 1976: entre los representantes de AECA intervino Consuelo de la Gándara, para referirse a algunas artistas españolas de la Escuela de París, como María Blanchard, Maruja Mallo y Ángeles Santos (Fig. 4). Tampoco habían figurado más que dos mujeres, Lina Font y Pilar Gómez Bedate, entre los 33 autores de la miscelánea publicada en 1967 bajo el título La crítica de arte en España, editada a instancias de la asociación, con prólogo de Camón Aznar (cuyos contenidos tampoco otorgan gran atención a las mujeres artistas, salvo el artículo de Lina Font sobre Conchita Ibáñez, el de Manuel García-Viño sobre su esposa, Pepi Sánchez, y el de Sebastià Gasch sobre Carmen Raurich-Saba). Y parece que la cuota femenina fue insignificante en la historia inicial de los premios concedidos por AECA, aunque la lista completa está todavía por investigar.

Instituido en 1967, el premio de la crítica española se concedió al año siguiente a Picasso, y en 1969 a Miró; así que al menos en cuestiones políticas sí que hicieron apuestas arriesgadas, pues no tuvieron miedo a enaltecer artistas opositores al régimen franquista. Y cuando en 1970 se creó el premio AECA a la labor crítica de toda una vida, patrocinado por la Fundación Lázaro Galdiano, el primer laureado fue un antiguo exiliado, Enrique Azcoaga, que luego ocuparía diversos cargos en AECA y llegó a ser su presidente.

Una nueva prueba de valentía política, y de su admiración por Picasso, la dio Camón Aznar cuando unos “Comandos de Lucha Antimarxista” destrozaron veinticuatro grabados del malagueño expuestos en la Galería Theo el 5 de noviembre de 1971, y nada más que se enteró se presentó en la galería mara mostrar su consternación, convocando inmediatamente una reunión en la que AECA expresó su enérgica condena a dicho asalto. Precisamente Picasso sería objeto del único libro editado por la AECA en honor de un artista contemporáneo, publicado como homenaje póstumo en 1974.

El propio Camón había tenido un pasado republicano, que el régimen franquista le hizo purgar, pero no tuvo reparo en brindar su amistad a Juan Antonio Gaya Nuño y darle gran visibilidad en la AECA, a pesar de que era un hombre vetado por el establishment oficial (como bien puso de relieve el propio Camón en la emotiva necrológica que le dedicó en ABC el 8 de julio de 1976). De hecho, su constante apoyo personal y profesional a Gaya Nuño constituye sin duda uno de los rasgos más entrañables del presidente-fundador de AECA, que le hace parecer más simpático en nuestros tiempos.

Aunque quizá ese no sea el adjetivo que mejor le cuadre, pues Camón podía ser de trato muy cortés y hacer gala de liberalismo en cuestiones ideológicas o de gusto artístico, pero no se tuteaba ni con sus amigos, y para el resto de los mortales era “Don José”. En aquellos tiempos, cualquier autoridad esperaba recibir un respetuoso acatamiento, y cuando en las entrevistas Camón afirmaba que los críticos españoles eran una gran familia, en la que no había rivalidades, sin duda tenía en mente el patriarcal modelo familiar de entonces. Posiblemente por eso no le pareció inadecuado que, siendo él todavía presidente de AECA, entre los premios a la labor de crítica concedidos por esta asociación hubiera uno, patrocinado por el Ministerio de Información y Turismo, que llevase su nombre, para destacar algún artículo o ensayo concreto. Por cierto, el “premio Camón Aznar” de 1970 fue para el crítico Fernando Gutiérrez, por un artículo sobre el pintor Jaume Muxart. Es un dato añadido que confirma la activísima integración del mundo cultural catalán en la historia inicial de AECA.

Cierto es que si en esa “gran familia” de los críticos españoles había algún clan predispuesto a rebelarse –no sólo freudianamente– contra el padre, era sobre todo en Barcelona. Sería curioso saber más detalles sobre las relaciones de Camón con, por ejemplo, Alexandre Cirici, Sebastià Gasch o Juan Eduardo Cirlot, los dos últimos incluidos por AECA en la citada antología de 1967 titulada La crítica de Arte en España. Camón llegó a reconocer como uno de los críticos más destacados de su tiempo a Juan Eduardo Cirlot, cuya muerte le inspiró un hermoso ensayo titulado “Aquí está el arte, allí la palabra” en la tercera página de ABC el 29 de mayo de 1973 (también incluido aquí íntegramente en el apéndice documental), pero Cirlot no debía de ser muy de su cuerda, pues únicamente cita su nombre en el párrafo final y sólo entonces se entera el lector de que ese artículo es en realidad una especie de necrológica, que acababa así:

Todas estas virtudes y hasta milagros, exigibles a los críticos del arte de hoy, confluían en Cirlot. Símbolos con sus teorías mágicas, sugestiones de universos marginales u oníricos, intuiciones de las nuevas formas, fastuoso despliegue de metáforas plásticas. Historiador de los «ismos» más arriesgados y enmudecedores. Y siempre, como la medula de sus críticas, unos vibrantes asomos poéticos. ¿Ha muerto un poeta? Sí, pero cubriendo su personalidad, diremos que ha muerto un gran crítico de arte.

 

Es preciso anotar que en sus primeros años el directorio de AECA era bastante representativo de los críticos de arte ejerciendo en España, pero con el correr de los años su aumento no fue proporcional al creciente número de profesionales que escribían sobre actualidad artística en los medios, comisariaban exposiciones, o impartían docencia sobre arte contemporáneo en instancias de educación superior. Según datos proporcionados por el propio Camón Aznar en algunas entrevistas, en 1967 había 27 asociados en Madrid, 18 en Barcelona y 13 en las demás provincias; en 1975 en Madrid eran 40 y en Barcelona 27; en 1978 en Madrid sumaban 44 y en Barcelona casi otros tantos. La libertad de prensa y la eclosión de publicaciones culturales hubieran debido acarrear un mayor crecimiento de socios en correlación con la gran cantidad de nuevos expertos ejerciendo en aquellos años. Por otro lado, en consonancia con la pujante estructuración de España en plurales identidades territoriales, surgieron asociaciones de ámbito geográfico más específico. El 30 de noviembre de 1978 se constituyó una Asociación Catalana de Críticos de Arte y en seguida los críticos valencianos anunciaron que harían otro tanto, como así sucedió, en 1980; pero Camón se negó a cambiar los estatutos de AECA para organizarla como una federación de asociaciones territoriales –eso se hizo mucho más tarde– e insistía en poner alto el listón de exigencia para ser admitido. Seguramente porque le dolía mucho comprobar que en AICA eran muy severos en el proceso de aceptación, al menos con los candidatos de AECA, cosa que enfadaba mucho a su presidente, sobre todo en comparación con las cifras de otros países. En una entrevista con María Luisa Borrás publicada en la revista Destino el 8 de marzo de 1975 declaraba:

Y quiero aprovechar esta ocasión para manifestar, no me atrevo a decir denuncia, pero sí lamentación por la actitud de la AICA (Asociación Internacional de Críticos de Arte), que nos olvida e incluso nos menosprecia. Hasta el punto en que resulta que entre societarios y aspirantes hay en la nómina española de la Asociación Internacional 21 miembros, mientras que en Francia hay 174, en Italia 123, en el Japón 116, Holanda nos triplica, Dinamarca… En fín, algo grotesco y, como le digo a usted, terriblemente humillante. Hubiera preferido que si ello se debe a algún motivo, el que fuere, que si no les interesa la colaboración de España hubieran hecho como en el Mercado Común: rechazar. Eso no nos hubiera humillado, pero el que tengamos 21 miembros, cuando Inglaterra tiene cerca de 100... De la AICA no recibo más que comunicaciones de tipo político.

 

Cuando el 30 de noviembre de 1978 presentó su dimisión como presidente de AECA, alegando sus muchos años y obligaciones, concedió una entrevista a la revista Guadalimar, publicada 4 días más tarde, en la que volvía a la carga sobre el tema:

Mire, nuestra asociación es la que tiene admitidos menos número de miembros en la AICA. Así, mientras la República Federal de Alemania tiene 86, y Bélgica 58; Brasil, 49; Estados Unidos, 76; Francia, 176; Gran Bretaña, 65; Italia, 127; Japón, 126, y Noruega, 33, España sólo tiene 18 miembros (y de ellos algunos son sudamericanos). La última vez que propuse dos nombres, sólo admitieron uno. Por otra parte, todos los presidentes de las asociaciones nacionales miembros son vicepresidentes de la Asociación Internacional, menos España. Y yo me pregunto, y perdone: ¿qué directivo de la AICA tiene la cuarta parte de mi producción literario-estética?

 

Pero si con la AICA las relaciones se habían tornado amargas en los últimos años de su presidencia, se sintió muy arropado hasta el final por parte de los compañeros de AECA, y cuando a finales de enero de 1979 fue elegido como nuevo presidente otro profesor universitario, Antonio Bonet Correa, éste propuso que Camón fuera presidente honorífico. Es una deferencia que luego AECA ha mantenido para los demás presidentes salientes; aunque él pudo disfrutar poco tiempo de ese cargo honorífico, pues menos de cuatro meses más tarde fallecía tras una operación de vesícula, a los 81 años de edad.

 

Recorte del diario ABC, 1 de febrero de 1979, con la noticia del relevo producido en la presidencia de AECA

 

 

APÉNDICE DOCUMENTAL

 

La crítica de arte, nuevo género literario

27/06/1962, ABC

Un nuevo género literario entra ahora con plenitud de derechos en nuestras Preceptivas: la crítica de arte. Hasta ahora esta crítica se reducía en la mayor parte de los casos a valoraciones de tipo genérico y casi moral y alejadas de la íntima realidad de la obra de arte. Una pintura era buena o mala si su composición se adecuaba o no al tema histórico, con la psicología de los personajes más o menos mantenida, según su planteamiento doctrinal.

Desde el siglo XVIII, esta valoración va unida a una doctrina que es el eje de la interpretación elogiosa o peyorativa de la obra de arte. Ya en este siglo se despliegan una serie de módulos críticos, que han de tener su expansión máxima en el romanticismo. La belleza, la naturaleza y el sentimiento, son los tres criterios que se propugnan para la tarea juzgadora. Y no son sólo estos tres principios abstractos los que entonces se manejan. Hay también tendencias historicistas que llevan tras sí doctrinas estimativas. ¿La obra de arte tiene que imitar a los antiguos, según Mengs, o a los modernos, según Diderot? ¿Ha de ser la proporción el canon del arte con su expresión en el desnudo, como propugnaba Lessing? ¿Es la imaginación la que lleva consigo el amor a los exotismos y a los medievalismos o es la norma clásica? ¿Se ha de exaltar el genio original o la imitación de las obras excelsas? ¿La obra de arte ha de estar subordinada al ambiente de su época o ha de brotar desarraigada en soledad?

En cualquiera de estos casos quedaba la critica como una consecuencia valorativa que reflejaba el eco de la creación artística en la sensibilidad o en la erudición del espectador. Pero desde que esta creación se ha encerrado en si misma, con una pura efusión de las formas, con una finalidad que no rebasa el marco, la crítica se ha autonomizado de la obra comentada. Y una versión literaria, parigual en belleza y trascendencia, es el ideal de la nueva función crítica. Ello, en lugar de disminuir la importancia de esa pintura, la realza, hasta el punto de poder considerarla cifra de una concepción original del universo. A cada artista se le concede la gracia y el honor de interpretar la naturaleza desde los ángulos más personales de su intimidad. De revelar en esa obra un nuevo canon para medir distancias, luces y almas. Y ante cada artista, el crítico ve un mundo propio, un conjunto de formas que rectifican las reales y con las cuales podría estructurarse un nuevo cosmos. Ello implica en la tarea crítica una agudeza intelectual capaz de descubrir las leyes formales de cada nueva creación.

Alguna vez hemos dicho que hoy el estigma de cada artista es la originalidad. Y casi podríamos agregar que esta originalidad no es una gracia, sino un castigo. Cada artista no puede salir de su alma. Pero esa alma es, a su vez, un universo que él nos descubre en sus obras. Y la labor del crítico es la de extender ante el mundo, con palabras usuales, con fórmulas comprensivas, con una dialéctica que pueda correr por todas las horas y todas las inteligencias, esa conciencia tantas veces enigmática del Creador. Porque el arte de hoy está lindando con el día antes de la Creación. A veces, con el caos primero, todavía con las luces y las masas informes, que han de concretarse después en lo que hemos llamado naturaleza. Y el crítico tiene la misión augusta de descifrarnos esas nebulosidades y convertir en realidad lo que no es más que un balbuceo que no ha alcanzado su plasmación viva.

Ello supone un esfuerzo literario que no se exige en los demás géneros, en los cuales la creación está dirigida y adaptada a las inspiraciones del escritor. Al no limitarse el crítico a reseñar la obra contemplada, ni desde el punto de vista histórico, ni el psicológico, tiene que realizar una auténtica creación para formular dialécticamente lo que en el arte es sólo intuición. Al trasponer en palabras vivas, gastadas, y por lo tanto, inadaptadas a las genesíacas concreciones artísticas unas pinturas en las cuales lo transmisible, a veces, se reduce a un puro impacto sensorial.

Por ello la crítica de una obra de arte tiene que tener, en primer lugar, la calidad literaria suficiente para erigirse, a lo menos, en parejo valor conceptual a la pintura criticada. Son dos versiones autónomas, muchas veces con mayor primacía mental la del critico, para el cual la obra ha sido sólo la chispa que provoca el fuego de su literatura. No es por ello extraño que hoy, una gran zona de la crítica artística esté encomendada a poetas y que sean sus revelaciones las que mejor se adecuen a la pura intención creadora del artista. Síntesis deslumbradoras, descripciones en las que late un gran arrebato lírico, adjetivaciones en las que palpita a veces con más intensidad, el color y la luz que el pintor ha puesto en sus cuadros.

Esto se ha visto agudizado con las tendencias actuales del arte abstracto en las cuales se entregan al crítico retazos de realidad, manchas inconclusas, vagas alusiones cromáticas que flotan en puros vagidos indecisos.

Transcribir todo ese mundo tan nebuloso a la claridad mental de unas páginas literarias, podemos decir que es una hazaña heroica y hasta ahora inédita en la historia de la literatura. Cuando las acres discusiones sobre este complejo mundo del arte actual hayan pasado no sabemos lo que quedará del arte abstracto, pero sí podemos asegurar que sobre esos lienzos, que tantas veces son muñones de pinturas, se erguirán con primacía de perennidad y de valor mental, las críticas que han sugerido. Ya la crítica no es una “ancilla artis”, sino una creación viva, tan incitadora de problemas y de ensueños como cualquiera otra faceta literaria.

Ya el critico que no alce sus escritos sobre un subsuelo de poesía, quedará deficiente y atado a la obra criticada por muy armado de datos históricos con que afronte la interpretación de la obra de arte. Sólo un indicio: las páginas más penetrantes que hasta ahora se han escrito sobre grandes zonas de la pintura tradicional y de las escuelas modernas, se deben a ese escritor genial que maneja un caudal de intuiciones y de recursos verbales sin igual en toda la historia de nuestra literatura: a Ramón Gómez de la Serna.

 

Picasso se sucede a sí mismo.

06/09/1964 ABC

¡Los noventa años de Picasso! ¿Pero de qué Picasso? Porque la característica de este artista es la discontinuidad. Hay una exasperación creadora que le hace pasar por el arte con la velocidad de un meteoro, atravesando formas, técnicas, en acezante velocidad. Y es precisamente esta exasperación en el tránsito tantas veces de los opuestos, lo único permanente en su larga carrera artística. Este arrebato creador le impide formar escuela. Cuando algún pintor quiere llamarse picassiano se queda el pobre colgado en un año cualquiera del artista. Picasso es su misma víctima, porque es él el que se contradice y suicida en cada primavera. Si algún numen pudiéramos decir que rige su genio, diríamos que es el de la sorpresa. Sorpresa hasta para él mismo. Cuando en una célebre película de Clouzot[4]le vemos plantear y resolver un cuadro, nos asusta su genial frivolidad. Unas líneas y unos golpes de color que no sabemos –ni Picasso tampoco– cómo van a terminar. Pero las líneas se van cerrando, los colores se conglomeran y surge una playa con sus bañistas y todo.

Hay una explicación para este frenesí de cambios. Picasso emprende una ruta y la agota. Cuando se plantea un problema formal ya no se puede pasar de ahí. Lo ha llevado hasta el ápice de sus posibilidades expresivas. Seguir esa línea sería insistir en muertas repeticiones. Por eso Picasso carece de cuadros que, como «Las Meninas», o la «Ronda de noche», pueden sintetizar un genio. Quizá el mejor resumen de una de sus etapas lo hallemos en el «Guernica». Pero a su margen quedan producciones ingentes, estilos antagónicos, formas que no están rayadas por ninguna de las taurinas violencias de este lienzo. Por eso, a Picasso sólo es posible valorarlo en su oceánica totalidad, en el bloque de su obra. Nunca se concede un descanso en las formas encontradas, ni siquiera en aquellas más personales. Como él mismo dice, cuando ha imaginado una obra ya no le interesa realizarla.

Podemos hablar de heroísmo en esta sucesión de etapas, en las cuales las nuevas sacrifican y torturan a las anteriores. Horizontes ni siquiera presentidos son los que hay siempre en el más allá de su inspiración, pero que él los arrostra y termina sujetándolos con puño de hierro.

Pasamos de una a otra novedad, con el susto de recorrer universos inéditos. Porque cada una de estas modas o modos son integrales. No hay entre ellas nexo ni posible justificación causal. Cada una se destaca exenta y redonda como un astro. La radicalidad de su concepto determina unos finales tajantes como un acantilado y desde los que no se puede prevenir la etapa sucesiva.

Quizá una única nota común: una cierta crueldad deformante que le lleva, hasta en las etapas más mentales, como la cubista, a líneas y planos, de filos y de cortes de hacha. Cuando su paleta se extasiaba en el azul, cuando sus criaturas, melancólicas como los «clowns» fuera del circo, hacían presagiar un pintor de un delicado y dramático humanismo, irrumpen en su arte los fieros ídolos africanos –aunque él lo niegue–, y brotan esas «Demoiselles de Avignon», dibujadas con púas en un océano de color de rosa. Y en el año siguiente esa abstracción se agudiza y surge ese cubismo que convierte al mundo en un esquema de aristas y superficies quietas. Aunque esos ángulos dibujan siempre el perfil de un carácter. Era difícil salir de este mundo espectral. Y lo hace con formas de un humorismo funeral. Y ya entonces comienza el tema que ha de ser obsesionante en su vida: el de unos toros prepotentes, como soles feroces, toros carniceros que atacan más con la boca que con los cuernos. Y a su lado el caballo, femíneo, sacrificado, símbolo de la pureza asesinada.

Después, grandes mujeres dóricas, en magnos espacios, a la orilla del mar o de las fuentes, diosas vaciadas en yesos corpulentos, nos hacen olvidar las épocas anteriores. Y al lado de este clasicismo de dionisíaca magnitud surgen inmediatas, contradiciendo este mundo de grandes ritmos, unas criaturas como recortadas con tijeras, con un sentido de la belleza que estrangula a las musas anteriores.

Ahora es un universo poblado de formas óseas, desjugadas de color, como restos de labores humanas en una luna abandonada. Y tras ello esa ruta siniestra de la fealdad. Lo que hemos llamado «el pecado picassiano»: es decir, la fealdad intrascendente, la fealdad sin estar justificada por el carácter, la fealdad por sí misma, que degrada al hombre y a la mujer, a la que sienta en mecedoras y coloca un pescado sobre su cabeza. La reacción es inmediata. La que nosotros llamamos «fase femínea», con mujeres de redonda carnación, en siestas sensuales o inspirando después al pintor, en forma de musa pintada con colores exaltados.

No cesó la producción de Picasso en la gran guerra. No pintó tampoco temas alusivos a ella, como ocurre después en Corea. Pero hay una atmósfera de sombría pesadez en sus cuadros, con lechuzas, gatos que muerden pájaros, con mujeres atadas, con calaveras, todo ello en tétricos colores. Para después, en Antíbes, pintar unas primaveras que parecen inspiradas por la flauta de un dios Pan, con imaginación de Walt Disney.

Y allí mismo surge, de una manera explosiva, su cerámica. Es esta creación una de las más fabulosas y terminales de su genio. Ella ha cambiado la ruta de la cerámica moderna. Desde la época griega nunca la cerámica ha sido campo de tantas experiencias imaginativas. Desde la mitología a los toros. Y uniendo lo oriental a lo helénico, adaptando sutilmente la decoración a la forma del barro.

No los ojos, como dice Alberti, sino las manos de Picasso son las que están creando perpetuamente nuevos universos. Porque todo en él es prensil y dominado. Y es claro que, con este tipo de inspiración, la escultura no le podía ser ajena. Y ha creado una obra plástica que corre paralela a la pictórica. Como ella, en una incesante variación. Desde esas figuras largas, filiformes, que son las precursoras de Giacometti, hasta esas otras macizas, de potente y obtuso volumen. Sin que el barro ni el yeso se disimulen, sino que aún acentúan más su crasitud.

Y quede como signo de su labor, a la vez fantástica y artesana, el grabado. Todas las técnicas, y últimamente la del linóleum, han sido dominadas por él. Podemos decir que, después de Goya, es el grabador de más fecunda labor. Cientos de láminas, todas ellas de línea firme, trazo seguro y de rayado que parece también inciso en los ojos del contemplador. El minotauro, el escultor en su taller, el artista ciego, las terribles tauromaquias, la inocente realidad de los animales. Y todo ello envuelto en un misterio que es el de su mismo genio.

Noventa años de desafío a todo el arte anterior. Introduciendo en el cuadro papel y ceniza, con colores que potencian hasta la exasperación a los naturales. Descuartizando las obras próceres, para crear otras que Picasso coloca sobre su rostro como si fuera su máscara. Con ese aire de proa de una solitaria nave sin estela que tienen todas sus creaciones.

Y Picasso, español siempre. Español por voluntad y español por ese dramatismo con que se encara con el pasado y con el futuro desde el misterio del hombre. De ese hombre que sigue siendo el mismo desde sus primeros Jobs ciegos y solitarios hasta ese pintor viejo y cínico que es uno de sus temas obsesivos. Terminando por esta etapa de enormes caras cuarteadas, disueltas en rictus faciales. Rostros de un alma y de un cuerpo que ha cumplido noventa años en la gloria de una genialidad que ha sabido crearse su propio destino.

La juventud sólo se alcanza con los años. ¿Cuál es el Picasso más juvenil el de la época rosa a los veinticinco años o el de la última y explosiva exposición de Avignon a los ochenta y nueve?

 

 

Aquí está el arte, allí la palabra

29/05/1973, ABC

Y el crítico las conjunta. Pero son dos entidades heterogéneas. El arte queda inmutable, imponiendo su presencia, sus formas de hoy, tantas veces herméticas. Y el crítico tiene que aclararlas, justificarlas, y darles una versión dialéctica. Tarea gigantesca, podemos decir la más arriesgada de toda la creación intelectual de los tiempos modernos.

Creación, sí. Y la más audaz y difícil, porque ella no arranca de la conciencia, ni de la inspiración personal, sino que está subordinada a unos colores y volúmenes que tantas veces en el arte de nuestros días tienen como una de sus galas lo abstracto e indecible de sus formas. En cierto modo, lo intransmisible de su mensaje. Y el crítico frente a esta mudez tiene que golpear, no como Miguel Ángel a una estatua viva, y clamante, sino a su misma alma diciéndole: «habla». Y no tiene derecho además a la incomprensión de lo incomprensible, sino que tiene que descifrar unos signos arcanos pero sin «piedra rosetta» que los traduzca.

¡Hercúlea y no agradecida misión la de estos críticos a los que les está vedada la fácil sociología de hablar del artista en lugar de su obra, o de las circunstancias ambientales que rodean a su creación. Sin el apoyo en temas y flexiones rítmicas que ofrece la obra literaria. Y, sin embargo, tampoco podemos regatear al crítico literario la calidad de creador. Oigamos a Unamuno al comentar la estética de Benedetto Croce lo que dice sobre las relaciones entre arte y crítica: «hermanos gemelos, si es que no son una misma y sola cosa vista desde dos puntos. Y continúa con estas sensacionales palabras. «Ciertísimo que todo verdadero crítico, si ha de merecer ese título pleno, es artista y que reproducir una obra de arte exige a la vez tanto o más genio que producirla ..., pues criticar es renovar. Una obra de arte sigue viviendo después de producida y acrece su valor según con los años van pasando de nuevas generaciones de contempladores, ya que cada uno de éstos va poniendo algo de su espíritu en ella... No hay línea divisoria entre crítica y producción artística directa. Y si hay algo que pueda llamarse genio cabe un genio critico una genialidad crítica también.» 

Piénsese que esto lo escribía don Miguel cuando el arte aún podía tener una transcripción verbal. Cuando desde el tema a su concreción formal, todo se hallaba dentro de unos módulos del pensamiento y de la técnica. Cuando todavía podía haber referencias a obras clásicas y en los Museos no había ningún brutal abismo entre los siglos pasados y nuestra hora.

Ese esfuerzo intelectual tan poderoso que exige hoy la critica de arte era desconocido en los tiempos pasados. ¡Qué misérrimos son los juicios críticos a través de toda la Historia! Cuando consultamos los tratadistas antiguos apenas si entre las detalladas descripciones “de las vidas” se desliza alguna valoración sobre su arte que tiene también un carácter tópico y adscrito a su quehacer personal y anecdótico. Algún libro de fórmulas técnicas o iconográficas. Y altisonantes tratados sobre las excelencias de un arte sobre los demás. Menéndez Pelayo dice al hablar de los libros sobre la gran pintura de nuestra Edad de Oro que los encuentra «pobres, raquíticos y desmedrados.

No mejora demasiado la tarea crítica con esos «Salones» de Diderot, con teorías polémicas en defensa del más desecado clasicismo. Tampoco las creaciones románticas logran ahondar en la entraña creadora ni en la entraña expresiva del idioma. Aquí se aplican calificativos mostrencos, intercambiables en todos los comentarios, ¡Belleza, propiedad, sublimidad, nobleza, conceptos genéricos en los cuales no se dibuja el perfil de ninguna forma. Después, examen externo de la fidelidad arqueológica en atuendos o ambientes y en la pintura de caracteres épicos de los protagonistas. 

Cabe a nuestra generación el orgullo de la crítica desde dentro, desde la esencialidad de la creación. Buscando la nervatura de cada imagen, sin posibilidad de separar, como se había hecho hasta ahora, el ámbito emocional del pensamiento artístico. Cada obra es una entidad cerrada y total, cifra de una estética y a la vez de una concepción metafísica, digamos que universal. Por ello exige una gran finura y esfuerzo mental en la actual crítica de arte, en la que tienen que mezclarse valores eruditos y poéticos, análisis, a la vez entregados a la sensibilidad y al juicio riguroso. Y sobrevolando sobre esta contemplación, siempre apasionada, con la avidez del gozador y del juez, un dominio del idioma que permita trasponer a la palabra, la hermosa y requeridora mudez de la obra de arte.

Por que un paisaje ya no es hoy un trozo de naturaleza, sino un trozo de alma. Y los amarillos y los rojos y los azules ascienden al lienzo desde las inflexiones de la conciencia. Expresan, sí, estados emocionales, pero también una nueva visión del mundo con formas y cromos que hasta que el pintor no los ha descubierto quedaban inertes para los ojos del contemplador. ¡Qué esfuerzo el de lirificar con palabras e1 temblor poético que hay en los lienzos o en los relieves de nuestro arte! ¡Qué gigantesca labor la de entregarnos desvelado el misterio de unas abstracciones cuya esencia está precisamente en su inefabilidad!

¿Cómo reflejar en expresiones vivas la explosión de unos colores incendiados, o los mansos silencios de nuestros campos, o las manchas que terminan su fulgor, o las rayas que rayan la mirada, todo ese mundo, en fin, tan vario y abismático como las almas de cada artista? Y lo mismo podemos decir del actual expresionismo, con facies exasperadas o con turbulencias morfológicas. Buscando los vocablos palpitantes, los que llevan entre sus manos los colores o volúmenes que el arte hoy nos ofrece. Sin que podamos utilizar ninguna norma ni imitativa, ni técnica como criterio valorativo. Más bien subrayando la hermosura de las obras cuya gracia y misterio quedan a flor de palabra sin poderse concretar. Y hay que acudir entonces a recursos poéticos o filosóficos que justifiquen y nos aproximen a las creaciones inefables.

Todas estas virtudes y hasta milagros, exigibles a los críticos del arte de hoy, confluían en Cirlot. Símbolos con sus teorías mágicas, sugestiones de universos marginales u oníricos, intuiciones de las nuevas formas, fastuoso despliegue de metáforas plásticas. Historiador de los «ismos» más arriesgados y enmudecedores. Y siempre, como la medula de sus críticas, unos vibrantes asomos poéticos. ¿Ha muerto un poeta ? Sí, pero cubriendo su personalidad, diremos que ha muerto un gran crítico de arte.

 

Picasso en su final

4/10/1973, ABC

El gladiador herido. Ha muerto desafiando a la muerte, provocándola con sus nuevas doscientas telas recientes. Burlándola desde hace muchos años con suertes inesperadas. Pero la gracia en ese toreo trágico de la creación desaforada va unida al peligro. Y Picasso lo arrostra creando con hervor dionisiaco vida, más vida, en un exasperado frenesí. Sus obras, en los diez años últimos, parece que están hechas con prisa de fantasma qué no quiere desvanecerse. Y sorprende al mundo. Y sorprende al mundo en sus más extremosas formas, viéndolas en sus inmensos volúmenes, en sus grandes ojos triangulados o lagunares, en su inútil gigantismo. Apariciones a la vez ectoplásmicas y agresivas. Así mancha el pintor el lienzo; con rabia, con odio de despedida injusta, con algo de locura que quiere consignar lo que de fantoche descomunal tiene cada ser.

Nadie al final de su vida se va dando un portazo tan tremendo. Hasta su erotismo el último ultraje que el mundo le merece. Exactamente lo contrario de esa pintura que se vuelve de espaldas a la creación y sólo presenta esas abstracciones como ecos informes de «estados de conciencia». Al diablo la conciencia, dice Picasso. El quiere hombres duros, peludos, a los que plantar como reyes en medio de sus cuadros. Y mujeres, muchas mujeres, todas extendidas, laxas, con la asepsia de su impudicia. O sentadas en ese mueble estúpido que es la mecedora. Líneas con punta de acero y pinceles con brocha empapada en unos colores -lo mismo da unos que otros, «yo cuando no tengo a mano el rojo empleo el azul»- que se abren como explosiones, en el lienzo y en la mirada. Pocos escoraos. Esto para los que «pintan bien», para las luces arregladas, para las cosas con volumen correcto y razonable. Pero Picasso nos las presenta planas, frontales, inmensas, con hipnótica mirada. Que eso es el hombre; redonda mirada de Picasso, que ahora seguirá sobrecogiendo a la Humanidad más allá de la muerte. Porque el resto más allá de la muerte. Porque el resto de la faz, ya sólo es el plano de esos ojos desorbitados. Y miradas desorbitadas son los temas últimos picasianos, lo mismo cuando pinta bodegones que cuerpos humanos. Después, las manos y los pies descomunales, consignando su masa, su calidad de apéndices inútiles y cuyo gigantismo parece que predestina al hombre a ser víctima de la tierra. Ellos encarnan su fatal pesantez, su ineludible tributo a la materia tonta. El hombre distorsionado, y no por un expresivismo unido al carácter, sino por no ser digno de la estatuaria perfección del Génesis. Con las mujeres reducidas a los grandes símbolos sexuales, con las cabezas de los hombres coronadas ahora con grandes chambergos que los hacen más espectrales.

¿Monótona esta última fase de Picasso? Sí. Como son monótonas las situaciones límite. El pintor ha sido víctima de colocarse en esa exasperación final. Y desde el borde de ese acantilado, ya sólo puede contemplar el abismo de la fealdad, de la estupidez, de la sensualidad y de la belleza también. Ya no puede apartan los ojos de ese abismo. Y de allí brotan esas criaturas desmesuradas; que sólo pueden ser modeladas por brazos de gigante. Y Picasso las aboceta, las redondea o las deseca, pero siempre en tamaños alpinos. Su genio no puede entretenerse en los relieves exactos, en detalles de claroscuro. Son cuerpos más que de arcilla, de yeso, proyectados en masas elementales. Con colores irritados, pero a la vez con imágenes de una quietud inmensa y mineral. Ahora se ha ido amortiguando de episodios anteriores; ya ni la guerra, ni las bacanales, ni los caballo-doncella corneados. Con las masas de imponente y yesosa presencia en las que el color acentúa su pesantez, la inanidad de estos bloques inmóviles. Se exasperan las obsesiones, que ahora adquieren un carácter serial. Una repetición insistida. Una misteriosa alucinación le hace plantarse frente a la mujer con afán posesivo. Siempre en pugna; el mundo y esa su mirada dominadora que pellizca, estrangula, distorsiona y hace de las formas el envés genial de las reales.

Así se presentaban en su Exposición última en Avignon. Pero este de Picasso es un final exasperado aunque lógico, con esa febril persecución de los rasgos de una expresividad más intensa. Ahora, desde el dolor y la serenidad de su muerte, tenemos que contemplar el panorama mas fabuloso de la historia del arte. Desde esos apuntes ya agudos e incisivos de su infancia hasta este final, a través de una labor explosiva oceánica, dominando todas las técnicas, abrasando moldes. Iniciando todas –todas- las corrientes del arte contemporáneo. Recorriendo en una vida los que debieron ser varios siglos de Historia. Y rectificándose –devorándose- a si mismo muchas veces. Y tras los Jobs patéticos en los bordes de los caminos, los cuerpos troceados geométricamente del cubismo.  Y  tras, estos esquemas mentales con líneas angulares, las diosas en cuerpos dóricos y floreantes, cabe fuentes y mares. Ya cada primavera renovaba unos modos que eran lo más opuesto a las modas, porque su fecundidad era inextinguible, creando una nueva plástica donde se potencia la materia o se la ahila. Y un nuevo concepto de la cerámica que ha hecho abandonar los hornos tradicionales. Y con esa ingente, fabulosa labor de dibujante y grabador.

Nos atrevemos a asignar a esta calentura  de creación una calificación ibérica. Expresionismo hincado en las mismas raíces de nuestro arte, desde los dibujos de Numancia a las miniaturas mozárabes. Picasso tiene ese descontento  trascendental,  ese  fondo de pesimismo desesperado, que caracteriza a tantos héroes de nuestra cultura desde el españolísimo Séneca hasta Goya. Con un cierto concepto ético que opone en rabiosa confrontación el bien y el mal El toro feroz que ataca carnicero con la boca y el caballo que alza el alto cuello corneado con inocencia de virgen. Pesimismo mediterráneo que en otro tiempo creó las naves negras y los dioses crueles de mitos feroces. Y que ahora ha nutrido la inspiración de este genio que ha conocido todas las glorías con que se puede honrar a un artista y que ha dicho sentenciosamente: «Se es siempre de su país». Picasso, al principio y al final, de su país, de España.

 

Ahora el surrealismo

25/VI/1975, ABC

He aquí una de las íntimas contradicciones del surrealismo (que preferíría mejor llamar subrealismo) que hoy es tema de la apasionada atención juvenil: el desenfreno imaginativo servido por la técnica más cerrada y concreta. El descrinamiento de la fantasía y los perfiles aproados y las superficies compactas. Las cosas representadas allí en una plástica quietud sobrecogedora y a la vez, voladoras y desbordadas, en espacios siderales u oníricos. Con materia muerta, pero manejada por la genialidad más viva y sanguínea. Con las telas con pesantez marmórea, aisladas las formas en silencios de campana pneumática. Tacto frío el de su piel, no espectral, sino reseca. Las lejanías son lunares, las tierras con luz helada. Ello determina unas figuras que al estar sin atmósfera se destacan aristadas, terminando en su concreción. Conchas arrojadas a crepúsculos sin astros. No puede morir lo muerto. Pero sí es posible al sueño armar geologías crueles, inertes criaturas desaforadas.

Para el arte no hay más tránsito que el de la luz Y en esta luz calcárea, en esta hueca claridad, las cosas se sitúan con inalterable inmovilidad. No hay tiempo. Sólo espacio que al no estar limitado por los ocasos se nos aparece de sucesiones infinitas. Lejanías sin limitas, en una alta marea de profundismos horizontales.

Es éste un arte concebido en general más desde el color, desde la línea. Porque el color palpita siempre, sus limites son inestables y está unido a cosas vivas. Desde los incendios a las praderas. Por el contrario, la línea es siempre terminal, ciñe volúmenes, no caben en ella ni ardores ni sombras. En esa quietud funeral, la línea vive en la plenitud de su raya, en la eficacia casi cortante de sus ángulos. Se hunde precisa y limpia en la soledad de los espacios y sobre la tierra muerde las perspectivas como sobre un cobre.

¡Gran desolación la de este arte que termina en sí mismo, agotando las imaginaciones! Se ha situado sobre una época que ve en la contradicción la única contestación digna a sus estúpidos desafueros Pero su alteración no podía provocarse manejando una materia viva, pues con ella se hubieran creado monstruos. Era preciso estructurar formas fósiles, con la sequedad ya liberada del tiempo. Es esa subversión de la realidad, el trastrueque de formas, con el consiguiente trastrueque de sentimientos y de trascendencias estables, lo que ahora parte de nuestra juventud y suscita sus nostalgias hacia este movimiento. Una tierra sin rotación, unos dramas descabezados por el humor de una sociedad en la que se interfieren hombres y estatuas de escayola. Todo pulido, con sombras congeladas y rocas solas. Algo de la técnica pictórica del siglo XV, con sus imágenes enjutas, de un realismo estricto y desjugado.

¿Sus antecedentes? En Arcimboldo, en Magnasco y, singularmente, en Goya, en unos “Disparates” de un expresionismo surrealista, cuyas audacias no han sido superadas en nuestros días, como esa rama seca, de terco avance, sobre la que hay sentada una humanidad de tenebroso humor. Con sus escenas fantasmagóricas que sólo pueden erguirse sobre tierra de astros muertos. Aunque elabore formas vivas, nuestro genial Dalí las endurece, reseca y reperfila en la oquedad del silencio y del vacío atmosférico. Aunque sus agudas figuras salten, siempre será en una luz polar. Otra concepción es la de los geniales dibujos de José Caballero, algunos de los cuales, como el de ese caballero medieval, pueden competir con Durero.

El programa del surrealismo era total. ¿Por qué la revolución ha de quedar recluida en el reino de las ideas? ¿Por qué las cosas no han de reclamar libertad para organizar- se según los caprichos desatorados de la imaginación?

El lema “El surrealismo al servicio de la revolución» no era inocuo. Intenta realizar la revolución de las formas, de la materia, de la estructura lógica del mundo que nos rodea. Pero una congruencia entre las formas truncadas y una técnica también alterada, disminuye el efecto subversivo de esta pintura. Por ello, se mantiene una técnica pictórica tradicional, de acento gótico, que provoca la ofensa al contemplador al verla utilizada para quebrar todo sensato realismo temático Imágenes tan concretas como las de Patinir, pero modeladas por una fantasía desquiciada.

En realidad, el mundo del surrealismo es el de los «collages». Con tijeras de humor y de libertinaje, se recortan de grabados o de la vida misma, las más incompatibles asambleas. Ya de cosas o de personas. Aquí la fantasía no tiene límite. Y el susto de esa reunión de seres antagónicos, paraliza el comentario y ofende a la razón. Y esta ofensa a la razón razonadora, está muchas veces bien merecida.

No es Freud el causante de este trastorno orgánico de las cosas —ahora cerradas y turgentes—, pues la creación surrealista rebasa el ámbito de los sueños. Es un afán distorsionante y pesimista, el que descoyunta la normalidad y une en un mismo perfil las cosas y las funciones más contradictorias. Todas ellas ya muertas, con la dureza de lo inerte y en una atmósfera de helada claridad. No hay evanescencia, no hay abstracción. Las cosas, como cadáveres obstinados, flotan en esa agua polar, de unas lejanías sin ocaso. Este arte responde no a una imaginación onirica, sino a un concepto distorsivo, desquiciado de la realidad. No se la elude como en otras fórmulas abstractas, sino se la cadaveriza. Pero este encararse con esa realidad alterada no es elusivo de la mejor técnica y de la más pura representación de los temas plásticos. ¡Cuánta pintura de Dalí puede alinearse junto a tas obras maestras de todos los tiempos! Y esta perfección plástica aún presta una mayor pungencia, una más reperfilada claridad a ese mundo, nuevamente organizado —o recompuesto— en la mente del pintor.

 

Ha muerto en Madrid Juan Antonio Gaya Nuño

8/07/1976, ABC

Solitario, bravo luchador solitario, sin apoyos en la Universidad, en las Academias, en la Prensa, sin ningún halago oficial ni publicitario, sostenido sólo por su gran espíritu, Juan Antonio Gaya Nuño se ha ido dejando una obra colosal, magna en sus proporciones y en su contenido, fieramente fructífera, mostrando a la faz de España sus tesoros de arte conservados aún, los ya perdidos, y los a punto de perderse. En su último libro, “Historia de la crítica de arte en España”, nos muestra su bibliografía ¡624 títulos! De ellos, 50 libros. Y esta producción titánica, realizada sin cátedra, sin ayudantes, sin el mínimo reconocimiento de esta gigantesca labor. Marginado en las Academias y en la enseñanza, sin siquiera las migajas de algunos de esos homenajes que con tanta facilidad se prodigan. Protagonista sólo de una obra que admirará el futuro. Y ello no sólo por su impresionante tarea erudita. Sino por la gran calidad de escritor que hay en Gaya. Por su garra, por su sensibilidad, por una dicción cerrada y brava, por ese encararse con los problemas a rostro descubierto; desde su raíz, con las palabras más exactas y definidoras. Sin retórica, pero penetrado de la esencia del idioma, encontrando el giro exacto que merece cada situación, cada monumento, cada giro de estilo artístico, cada hombre. Porque Gaya consigue humanizar sus estudios y sus libros tan fundamentales como “La pintura española fuera de España”; “Pintura europea perdida por España” y la “Arquitectura española en sus monumentos desaparecidos”, reviven la sociedad y los hombres que hicieron posible esta definitiva erosión de nuestro tesoro artístico. ¡Qué inmensa nostalgia, mezcla de lloro y de rabia, el pasar las páginas de estos libros! ¡Y qué inmenso patriotismo el que ha animado a su autor a evocar lo que pudo ser la plenitud de España en sus artes, desaparecidos por una mezcla de incuria y codicia! Después –y antes– las publicaciones se suceden.

Es imposible su simple enumeración, abrumadora de títulos. Pero sí podemos decir que desde la antigüedad clásica a nuestros días, la genialidad de Juan Antonio Gaya Nuño ha abordado el temario artístico con una pasión, que es la principal característica de su prosa. Pasión por el arte, pasión por España, pasión por la justicia. Y en el fondo, Gaya, víctima de esa pasión. Lobo solitario que exaltaba y condenaba según su criterio apoyado en esa frenética independencia que lo mantenía alejado de cualquier favor oficial. Temas estéticos, críticos, históricos, que en cientos, en miles –varios miles– de páginas, colman su asombrosa producción. Con un magisterio auténtico, al enjuiciar el arte moderno.

Pero la calidad de escritor de Gaya no podía limitarse a tareas eruditas, aunque éstas tuvieran siempre un costado literario. Y sus libros de creación –“El Santero de San Saturio”; “Tratado de mendicidad”; “Historias del cautivo”, entre otros– son obras con huella viva en la literatura de nuestro tiempo.

Gaya ha muerto en plena producción. Cuando su gran libro sobre Picasso está reciente en los escaparates de las librerías, cuando su polémica y exhaustiva “Historia de la crítica de arte en España” está con la tinta tierna. ¡Qué inmenso panorama el de sus proyectos –expuestos con entusiasmo hace pocos días– en relación con el arte en España. ¡Porque era España su torcedor y su amor! ¿Descanse en paz uno de los hombres más generosos, desbordado, entusiasta de todos los temas, entrañable, Juan Antonio Gaya Nuño!

 

Miró, el pintor

05/05/1978, ABC

Así, el pintor. Porque el otro, Gabriel. describiendo con fastuosidad hombres y paisajes recamados de pompas verbales, es la contradicción viva de Joan, cuyas pinturas son esencialidad pura, retracción a los balbuceos del alma. Balbuceos no por elementales, sino por inefables. Éxtasis que no aciertan a cuajarse en formas estables porque todo es aquí trémulo y en una aurora sin cuajar. Pero esta contradicción entre dos versiones mediterráneas del mundo es demasiado evidente, y todo lo fácil es desdeñable.

Miró, en sí mismo. Pero un «sí mismo» rectificado a través de sus años. Porque aquí está el Miró primero con su realismo infantilizado, con sus formas dibujadas con primor lineal. Compactas, pero tímidas. Con sus figuras y sus paisajes pintados con la simplicidad y candidez de un bordado. También sin que la tercera dimensión esté demasiado exhibida. Patente, sí, pero en una pura quietud. En una simplicidad que por su misma ingenuidad puede volatilizarse y quedar sólo su residuo en forma de algas estelares.

Y, tras esta etapa de convivencia con el arte que le rodea, Miró, con caprichosidad de niño genial, se instala en atmósferas que sólo él conoce, y allí los astros, las larvas de formas, las intuiciones que zigzaguean y se desvanecen. Todo un universo a la vez submarino y celeste como visto a través de la campana neumática de un alma en la puridad de unos éxtasis de color.

No, no intentéis imitarlo. La originalidad absoluta no puede tener discípulos. Y este universo de Miró queda así flotando solitario y seductor en el arte de hoy.

Estos esmaltes vivos que no se inmovilizan en sus representaciones pictóricas, ¿flotan en el éter o en nuestra conciencia? No puede adscribirse Miró a esa manera pictórica de las abstracciones. Cierto que en sus pinturas no hay imágenes naturales, pero tampoco puras ideaciones ni simples armonías cromáticas. Hay allí un universo inestable, con formas iniciales de no sabemos qué flotantes criaturas sin esqueleto. Peceras cósmicas donde flotan y se agitan esos signos que, a veces, los sentimos también agitarse en nuestro espíritu.

No hay rayo solar, pues estos vermes de Miró, crueles o angélicos, no proyectan sombra, navegan por un éter mágico que, en definitiva, es el alma de nuestro pintor.

Cuadros, los de Miró, que a veces nos embelesan y a veces provocan un agudo malestar por esa aurora que no acaba de iluminar ni el mundo de la realidad ni nuestro mundo mental. Son alboradas en eclosión, atravesadas de unas formas inéditas, de una elasticidad que no sabemos bien si va a terminar en remates malignos o gloriosos. 

Porque tampoco son absolutamente desinteresadas estas formas. Son los suyos unos signos en los que a veces se pueden intuir guiños humanos, terriblemente humanos.

¿Y por qué no conceder calidad mediterránea a estas visiones sin consolidar?  Porque en las orillas de este mar han nacido los mitos sombríos. Y Platón ve la realidad convertida en sombras fugaces. Y quizá no lejanos a este pesimismo están los símbolos de Miró, con sus púas, sus curvas sin cerrar, sus ruedas incompletas, sus ofidios malévolos.

Son raptos imaginativos, monótonos, sí, en la sucesión de sus cuadros, porque el pintor se ha estancado en su alma. Y hay una cierta grandeza en esta monotonía, en este deliberado extasiarse en las propias visiones mentales. Una de las seducciones de la obra de Miró es su carácter simbólico de no sabemos qué entidades humanas o malignas. Pero es lo cierto que este trasdós intelectual no nos interesa. Nos quedamos en el embeleso de la pura creación pictórica, en su alucinante atmósfera de no sabemos qué cielos, en esa originalidad total de formas integradas en un ambiente de luces inventadas.

No es una pura emoción cromática la de estos cuadros, pues hay en ellos tensiones dramáticas sumergidas en los colores más etéreos de toda la pintura. No es posible contemplar estos cuadros identificándose con ellos, como ocurre en el arte de todos los tiempos. Hay algo que nos distancia, que unas veces nos repele y otras nos atrae con seductor embeleso. Es un mundo distante del nuestro, pero que, sin embargo, lo sentimos hincado en nuestra sensibilidad y en algunas obras con cruel aguijón.

Hay, sí, en Miró -como ya hemos hecho notar- unas primeras etapas, como las de Prades y Montroig, y una figuración que encanta precisamente por una simplicidad de fondo dibujístico. Pero vaciemos estos cuadros como el de su «Ermita de Horta», y las líneas medulares son ya un prenuncio del Miró posterior.

Una mezcla de cartel y de madera tallada hay en esos retratos de la etapa primera. Es hacia 1924 cuando se desprende de toda intención imitativa y su inspiración crea esos casi seres sin madurar, pero no desprendidos de guiños humanos. Y brotan así en cielos inéditos esos ectoplasmas, vírgulas, estrellas que parecen sujetas por un hilo a la mano de un niño. Alma de niño, alma de payés, siempre infantilizado. A veces con crueldad de niño furioso, pero inundando siempre sus cuadros de una candidez que es la nota que más repetidamente han señalado los críticos de este pintor.

El mismo Miró ha escrito que se siente obligado a expresar «todas las centellas de oro de nuestra alma». Con la inconsciencia feliz de un niño corta todo lo que le unía a la naturaleza real. Su inspiración asciende como un globo radiante a las puras efusiones del capricho. Todo es así ingrávido, aunque en este espacio floten medusas, invenciones microbianas, desequilibrados cometas. Y envolviendo a todo ello una atmósfera irreal y que. sin embargo, nos seduce. «Los ensanches de la imaginación», de que hablaba Goya, han llegado a su límite. No terminan en la nada abstracta, sino en una libertad absoluta: la de atreverse a una nueva creación con su espacio inédito y poblado de unos habitadores casi metafísicos. pero a la vez de parpadeo humano.

Alguna vez nos hemos referido a la relación formal entre el arte de Miró y las pinturas esquemáticas neolíticas españolas. En el libro del abate Breuil encontramos grandes semejanzas morfológicas. Y aunque ésta adecuación ibérica a esas formas ha sido señalada por algunos autores, nosotros creemos en el ineditísimo de Miró.

Más bien asignaríamos este arte a un tierno instante creacional, antes del sexto día, cuando no había ese paralelismo que crea el orden de nuestro mundo entre la Tierra y el Cielo. Cuando el universo, todavía sin endurecerse, permitía que por él volaran fantasías sin cuerpo macizo.

En el proceso actual del arte de Miró advertimos la tendencia a una magnificación de las medidas en los cuadros que adquieren así una significación mural.

Todo se agranda y se simplifica. Ya ha caído hasta el color, y sobre la blancura de la tela o de la nada se plasman esos círculos y esas fosforescencias sin alusiones vivas, Grandes formas sin claroscuro, mudas, con la mudez de una inefabilidad elemental.

«Constelaciones» es el título que el mismo Miró puso a sus creaciones en 1940. Con el tiempo, esos asteroides se han ido haciendo más opacos y voluminosos. Ya la mirada no navega entre ellos, sino que la sujetan unas endurecidas superficies.

Tenemos que terminar este artículo aludiendo a los títulos que el mismo Miró puso a sus cuadros de otra época más feliz: pájaros, siempre pájaros. Mujeres evadidas. Diamantes y estrellas. Pero todo ello ha evolucionado hacia unas formas cuya monumental opacidad no sabemos si es de génesis o de astros ya muertos.

 

El “Guernica” de Picasso

16/05/1979,ABC

Colaborador ilustre, asiduo, de ABC, José Camón Aznar nos enviaba hace unos días, ya en el umbral de las intervenciones quirúrgicas que no pudieron impedir su muerte, este artículo, la última lección, que, como su extensa obra de intelectual, derrama un magisterio merecedor de todas las admiraciones. “El “Guernica” de Picasso” llegó a nuestra Redacción con una carta de Camón Aznar, de dos líneas mecanografiadas, como un «aforismo del solitario», que hoy, a las pocas horas de su fallecimiento, ofrece, en una combinación de fervor y despedida, emocionado interés: «...con este artículo –decía- me corto la coleta».

En todas las vidas de los grandes artistas hay algún cuadro central que resume su juventud y aventura el futuro. Cuadros como el de la «Rendición de Breda». De Velázquez, y la “Ronda de noche” -o de día, pues de ello no estamos seguros después de su limpieza-, de Rembrandt. Aquí está el Picasso emotivo y humano de sus épocas primeras y el desquiciado, de un naturalismo arbitrario y feroz, de sus etapas finales.

Esta obra es el resumen de todo el expresionismo anterior de Picasso. Todo aparece aquí ululante y desenfrenado. Sólo se selecciona del mundo humano y animal lo que es capaz de furor o de pena. Como la leona herida de Asiría, todos los seres aquí reunidos tienen las piernas muertas y son las cabezas las que exhalan los abismos de dolor que han motivado este cuadro. En toda esta asamblea de formas exasperadas ha desaparecido la esperanza. Las cabezas parece que imploran hacia espacios vacíos. No hay cielo adonde asirse.

No hay en este gran friso ninguna parte muerta porque no se ha contado con la normalidad somática de la que, ni el mismo Goya en sus obras más exaltadas, no podría prescindir. Hay un gran viento de cabelleras, y presidiendo este conjunto, donde toda la angustia tiene su lugar, se levanta un toro prepotente, impasible, con la oreja como un cuchillo. Y en el cual se decanta y resume la idea que del toro ha mostrado Picasso en dibujos anteriores. El toro símbolo del mal. El toro carnicero que no ataca con los cuernos sino con la boca. Y frente a él, como en sus tauromaquias, el caballo de largo cuello casi femenino, casi muerto, siempre víctima. Y aquí también el caballo con la boca abierta en un relincho triste, expresando el pavor de la tierra. No preside esta composición un sol que todo podía iluminarlo, sino una bombilla triste, una luz que apaga los colores. Una vez más, el expresionismo es aquí pesimista, con el dolor exagerando los rictus normales. Es un viento terrero y bajo el que alarga este grupo con una horizontalidad que evoca las hojas muertas arrastradas por el otoño.

La expresividad de este gran lienzo se agudiza al prescindir del color que, en cierta manera, empastaría las formas. Quedan así estos blancos, grises y negros en su más aguda expresividad, con todas las líneas con viveza de nervios. Las formas se presentan así planas, sin más relieve que el que brota de su misma violencia.

Conocidas son todas las incidencias del encargo y ejecución de esta obra, pero sí vale la pena recordar los numerosos apuntes que la precedieron, en los cuales las expresiones desoladas alcanzan un ápice de sufrimiento que no desvirtúa, sin embargo, los rasgos humanos y normales.

En el «Guernica», Picasso proclama una vez más su raíz hispánica al radicalizar los sentimientos y llevarlos hasta el último límite de sus posibilidades de representación. Por ello, este tremendismo ibérico es la aportación esencial y simbólica de Picasso al arte moderno. Aquí, a esta bombilla proletaria acuden para quemar sus alas todas las frivolidades estéticas. Es un arte terminal difícil de superar en el aspecto expresivo. La violencia de todas las expresiones ahorra su descripción, pues Picasso, con ferocidad no superada, ha trazado unas líneas que terminan en el infinito de la desesperación. Imploraciones, cabezas seccionadas, hijos muertos, miradas misteriosas, lenguas como balas o puntas de lanza. Todo ello se extiende en un amasijo sin pausas perspectivas en este magno cuadro que mide cerca de ocho metros de longitud.

Esta concepción unívoca de las expresiones lleva consigo el gravamen de un tono más cartelista que de obra reposada en las contemplaciones, pues en su total presencia todo es inmediato, incisivo y directo. Representa como el final de esa gran serie de grabados y dibujos en los cuales se apoyará siempre la genialidad de Picasso frente a cualquier disentimiento académico. La grandeza de este cuadro no puede limitarse a un momento episódico, pues el mismo Picasso declaró al periodista
americano Jerome Seckler que este lienzo encarna la alegoría de la guerra, su pavor, su brutal angustia, presente aquí en ese caballo trágico que ocupa el centro del friso.



[1] Además del ya citado artículo de Concha Lomba, remito a otro donde yo mismo me he ocupado monográficamente sobre el tema (Lorente, 2010).

[2] Sobre la admiración que le profesaba Camón véase su artículo “El arte vivo de Eugenio D’Ors”, publicado en ABC el 14/09/1976.

[3] Ya en una reseña sobre una exposición de arte francés, publicada en ABCel 8 de junio de 1947, había declarado su decepción ante “una pobre critica, tímida de ideas y de empeños interpretativos. Si el arte de las actúales exposiciones parece situado antes de la guerra de 1939, su crítica podemos holgadamente colocarla antes de la guerra de 1870. Se halla concebida en plena estética de Taine saturada de referencias al clima social y físico del pintor, a las reacciones provocadas por crisis históricas. Crítica externa, facilona, marginal en absoluto a la intima textura de las creaciones artísticas”.

[4] Se refiere al film corto Le Mystère Picasso, realizado en 1956 por el cineasta Henri-Georges Clouzot (Niort, 1907 - París, 1977).

BIBLIOGRAFÍA CITADA:

BOZAL FERNÁNDEZ, Valeriano: "José Camón Aznar y la crítica de arte de su tiempo", Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, LXXII, 1998 (número monográfico con las Actas del Simposio "Don José Camón Aznar y la historiografía artísitica de su tiempo"), págs.163-171.

DÍAZ SÁNCHEZ, Julián: El triunfo del informalismo. La consideración de la pintura abstracta en la época de Franco. Madrid, Universidad Autónoma, Departamento de Historia y Teoría del Arte, 2000.

DÍAZ SÁNCHEZ, Julián y LLORENTE HERNÁNDEZ, Ángel: La crítica de arte en España (1939-1976), Madrid, Istmo, 2004, p. 62, 286-296, 317-320, 512-513.

FERNÁNDEZ CABALEIRO, Begoña: Crítica y arte abstracto en la prensa madrileña, Madrid, UNED, 2005.

GÓMEZ ALFEO, Mª V. y GARCÍA RODRÍGUEZ, F.: “José Camón Aznar: Documentación de la Crítica de Arte en la "Tercera de ABC", Documentación de las ciencias de la información, nº 31, 2008, págs. 67-104.

GAYA NUÑO, Juan Antonio: Historia de la crítica de arte en España, Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, 1975, p. 320, 323.

LOMBA SERRANO, Concepción (comisaria) et al.: Camón Aznar contemporáneo, Zaragoza, Museo e Instituto de Humanidades Camón Aznar, 1998.

LORENTE, Jesús Pedro: Historia de la crítica de arte. Textos escogidos y comentados, Zaragoza, PUZ, 2005, p. 410-413.

LORENTE, Jesús Pedro: “El profeta en su tierra: críticas de José Camón Aznar sobre arte aragonés contemporáneo”, AACADigital, nº 12 (septiembre 2010).: www.aacadigital.com

LORENTE, Jesús Pedro: "Camón Aznar como crítico de arte contemporáneo internacional", Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, CIX, 2012

SANZ SANZ, María Merced Virginia, Bibliografía de José Camón Aznar. Publicaciones desde 1925 a 1984, Zaragoza, Museo e Instituto de Humanidades Camón Aznar, 1998.

 

Jesús Pedro LORENTE
Director de AACADigital

Fecha de Entrega: 01/03/2012
Fecha de Admisión: 20/03/2012


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