Número 71 | Junio de 2025
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Expresión musical, mímesis y representación de la música en el arte: reflexiones y perspectivas
 
 

Se parte de la representación de la música en el arte visual para reflexionar sobre la expresión musical, especialmente la instrumental, a través de la mímesis. De hecho, el estímulo visual a través de imágenes que representan escenas musicales (iconografía musical) puede ser capaz de impulsar un discurso a través de la interpretación musical. La mímesis como fenómeno puede estar presente en la performance musical durante la contemplación de cualquier obra artística, si bien en este caso se propone que la propia imagen visual tenga un contenido musical figurativo (representación de instrumentos musicales, de música escrita, de escenas de interpretación musical, etcétera). Esta cuestión puede abordarse, no sólo desde el estudio de las obras artísticas, su contenido y la interpretación musical, sino también desde la filosofía, la teoría de la imagen y la neurociencia. De esta forma, partiendo de la revisión de los conceptos de iconografía musical y mímesis, se reflexiona sobre la expresión instrumental como final de un complejo proceso en el que ambos interactúan.

 

1. La representación de la música en el arte: la iconografía musical

Podemos definir la iconografía musical como aquella disciplina o materia que estudia lasrepresentaciones musicales en las artes visuales (Brown, 1980). Se considera una rama de la historia del arte que se interesa por el análisis e interpretación del contenido musical en las obras, propio a su vez de la disciplina musicológica, que puede revelarnos cierta información en relación a los usos sociales y culturales de la música –los instrumentos musicales, los intérpretes y la práctica interpretativa– entre otras cuestiones. No obstante, el valor de estas aportaciones queda superada por el interés de los programas iconográficos en sí mismos y de los procesos que explican la representación de determinados elementos musicales.

Aunque se ha considerado la concepción iconográfica clásica de Panofsky, paralelamente, a mediados del siglo XX, tal y como recoge Piquer (2013: 5), se comenzó a reivindicar que la obra de arte y su contenido iconográfico no es sólo una manifestación cultural o histórica sino el resultado de la intención del artista y, más allá de esta, de las sucesivas interpretaciones de los estudiosos y receptores (Gombrich, 1994). Asimismo, se consideró que no se podía partir de una obra como paradigma cultural sino observar programas iconográficos más amplios para obtener ciertas conclusiones (Winternitz, 1972).

Como materia, la iconografía musical tiene por tanto una doble filiación –arte y música– que no se basa en una suerte de eclecticismo sino que es el resultado de un campo de especificidad (Baldassarre, 2000; Blazekovic, 2019) que, cuando tiene una finalidad investigadora, debe basarse en el análisis de las evidencias artísticas y musicológicas (Roubina, 2013). Además, la iconografía musical puede abordarse desde la sociología, la antropología, la etnomusicología, la semiología y la psicología de la música, entre otras disciplinas (Piquer, 2013, pp. 15-16;Blazekovic, 2019, p. 3).

También debe considerarse que la obra de arte que representa un tema musical es una expresión artística cuya visualización e interpretación se produce en el presente, que puede incluir la acción performativa como planteamos en este estudio, y cuya contemplación es un acto que trasciende la cultura descrita en la propia imagen (Baldassare, 2000). De esta manera, la iconografía musical puede superar sus usos tradicionales como reflejo de un contexto histórico, social y cultural determinado para representarse en otro lugar y época, y “hacerse imagen” en el presente.

La música como concepto cultural amplio, no sólo audible sino también visual y performativo, puede desarrollarse dentro de un marco metodológico híbrido (Piquer, 2013: 14), desde el que plantear una reformulación del concepto de mimesis y ciertas acciones relacionadas que contribuyan a mejorar la experiencia interpretativa musical así como visual respecto a la imagen artística con iconografía musical.

 

2. Pensando la mímesis en el arte y la música 

Toda reflexión rigurosa sobre la mímesis exige liberarse de su lectura escolar como mera imitación o copia, en particular cuando se la quiere aplicar a las artes sonoras, cuya naturaleza no representa tanto como presenta o intensifica. Desde sus primeras apariciones en la literatura griega —en Esopo, Tucídides, Jenofonte o Aristófanes— el término μίμησις refería a una actividad que, antes que replicar un objeto, lo evocaba mediante un gesto, un timbre o un ritmo. Contrariamente a la concepción moderna de mímesis como copia visual, su origen griego fue estrictamente performativo: refería a danzas, cantos y gestos sagrados en contextos rituales, especialmente en el culto dionisíaco. Mímesis no era una duplicación de la realidad visible, sino una encarnación expresiva del pathos interior mediante el cuerpo y la voz. Es por ello por lo quecon las actuales corrientes dentro de la psicología y la filosofía, como la cognición encarnada, aplicable a la experiencia musical (Partida-Valdivia, 2024), se puede retomar esta noción original mimética. Como señala Tatarkiewicz, el término “mímesis”, en todo caso siempre posthomérica —pues no aparece en las obras de Homero o Hesíodo— fue aplicado originariamente a la música, no a las artes visuales, y designaba la capacidad del canto y la danza para evocar fuerzas invisibles o afectos internos (Tatarkiewicz, 1976: 301–302). Así, la mímesis musical no nace como representación de lo real, sino como expresión intensificada de la interioridad sonora.

De forma sucinta, se pueden distinguir cuatro nociones diferentes de mímesis en la antigüedad clásica, desde las cuales se han desarrollado las concepciones actuales. La primera corriente sería la ritualista, asociada a los cultos, la cual entiende la mímesis como expresión del pathos, de la interioridad. Posteriormente surgió la corriente técnica, defendida por Demócrito, donde mímesis pasó a ser una imitación de los procesos naturales. La corriente platónica sería la tercera vía, donde mímesis pasó a ser una copia degradada del mundo visible, y la cuarta la aristotélica, donde no era pura imitación más perfecta o imperfecta, sino una reconfiguración ideal de lo posible. De estas cuatro nociones básicas se pasó a una dicotomía que durará bastante tiempo en la historia del arte y de las ideas: la mímesis como representación pasiva o como invención activa. Esta tensión es aún más clara en la música: ¿el intérprete imita un texto sonoro fijo o lo re-crea desde su corporeidad? ¿La partitura es imagen o es matriz de gestos por venir?

En La República, Platón articula su crítica más conocida: la mímesis como producción de una copia degradada, tres veces alejada de la verdad. Esta desvalorización no es meramente estética sino fundamentalmente gnoseológica y política: la mímesis —en particular la poética y musical— excita la parte irascible del alma, fomenta la confusión emocional y debilita la razón (Platón, Rep. X, 595a–605c). No obstante, esta crítica no implica una negación absoluta: Platón exige que la mímesis sea regulada por la idea de bien, es decir, que imite lo inimitable —la forma en sí— desde una fidelidad a su origen eidético (Nancy, 2006).

Aristóteles, por su parte, redime la mímesis como facultad constitutiva del ser humano y como origen de la experiencia estética. En la Poética, sostiene que “es natural al hombre imitar, y en esto se distingue de los demás animales: aprende sus primeras lecciones por imitación y siente placer en imitar” (Aristóteles, Poética, 1448b). La mímesis no es aquí una réplica empírica, sino una construcción simbólica de lo posible, una racionalización sensible del pathos. En la música —aunque el tratado aristotélico se ocupa más de la tragedia— esta concepción encuentra eco en su Política, donde se afirma que la música modela el ethos del oyente al imitar las pasiones del alma mediante armonías y ritmos (Aristóteles, Política, 1340a–1341b).

Desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, la teoría mimética se convirtió en norma artística y poética. Pero dentro de esta hegemonía se multiplicaron voces que pedían una mímesis selectiva, bella, idealizada, incluso metafórica. Así, autores como Varchi, Comanini o Patrizi defendieron que imitar es, en el fondo, inventar: ficcionar. Tatarkiewicz documenta cómo esta mímesis creativa preparó el paso al Romanticismo, donde el artista ya no es un imitador, sino un demiurgo (Tatarkiewicz, 1976: 306–308).

A partir del siglo XVIII —especialmente con Batteux y luego con Burke— se generalizó el concepto: toda obra de arte, incluso la arquitectura o la música, sería imitativa en tanto que se inspira o toma como modelo una estructura natural o ideal (Tatarkiewicz, 1976: 309–311). Ya no podía limitarse a la mímesis visual o mimética en sentido platónico. La música se convierte, así, en una forma de mímesis no figurativa, sino estructural: imita proporciones, relaciones, tensiones, tiempos. Este punto permite pensar las representaciones visuales de la música (pintura, escultura, cine) como dispositivos que no solo evocan lo audible, sino que lo interpretan miméticamente según la sensibilidad de su época: como huella, como código, como experiencia compartida.

Son conocidas las aportaciones del filósofo y musicólogo de la Escuela de Frankfurt Theodor Adorno. Con él, la mímesis se emancipa del paradigma representacional y se torna un gesto expresivo no racionalizado, una resistencia preconceptual al mundo cosificado. Según este filósofo postmarxista, la interpretación musical es una forma de mímesis que revela lo oculto de la obra —como una imagen de rayos X que te permite ver más, algo que estaba allí—: “La reproducción verdadera es la imagen por rayos X de la obra. Su tarea consiste en hacer visibles todas las relaciones […] que yacen ocultas bajo la superficie del sonido perceptible —y ello a través de la articulación, precisamente, de esa manifestación perceptible.” (2006: 1). Como se lee, Adorno sostiene que la interpretación auténtica —la verdadera reproducción— no consiste en repetir mecánicamente un texto sonoro, sino en mostrar radiográficamente lo que está oculto bajo su superficie audible. El acto interpretativo es mimético no porque copie el sonido, sino porque desvela, a través del sonido, las relaciones internas que configuran la obra como totalidad estructural (Adorno, 2006). Esta mímesis no representa un objeto, sino que reconfigura un sentido latente, encarnado en la forma. Curiosamente, esta noción no pertenecería solo a la estética o gnoseología, sino a la ontología: no es una cuestión solo de belleza o conocimiento, sino de acceso a la verdad. Pero una verdad entendida como los antiguos: como αλήθεια —alétheia, como el nombre Alicia en castellano—, es decir, como desvelamiento. La música permitiría la alétheia, la des-ocultación, haciendo evidente lo que es. Esta noción de verdad no es la frecuente en la actualidad, donde prima más la visión de la correspondencia —muy compatible con el representacionismo— o la de la coherencia —en lógica, principalmente—.

Siguiendo con Adorno, permite aunar varias aportaciones de la mímesis antigua. Distingue tres elementos que interactúan en la notación y la ejecución musical: el mensural, es decir, el componente simbólico y objetivo de la partitura (lo medible, lo gráfico); el neumático, esto es, el residuo gestual de la antigua notación (gestos del cantor o director como índices del fraseo); y el idiomático, a saber, el elemento expresivo incorporado por el intérprete desde su experiencia subjetiva y corporal. Así, la mímesis se ubica especialmente en la transición entre estos niveles: la tarea del intérprete es transformar el elemento idiomático (corporal, gestual, situado) en neumático (estructura expresiva) mediante el filtro del mensural (notación escrita) (Adorno, 2006: 67). Para Adorno, el músico se asemeja al actor: no traduce un contenido fijo, sino que incorpora una gestualidad que no está del todo escrita, pero que es esencial para la inteligibilidad de la obra. La interpretación es “interpolación de detalles” —pequeñas decisiones expresivas que no alteran la estructura, pero sin las cuales la obra no respira. Esta interpolación es mimética en tanto es una recreación de una intención sonora ideal que el texto apenas sugiere (Adorno, 2006: 2).

Un analista más actual, Cecchi (2017), sugiere que Adorno no logró integrar plenamente la creatividad performativa en su modelo, y propone una relectura que invierta la dirección: no transformar lo idiomático en neumático, sino lo mensural en idiomático, activando una mímesis situada y encarnada, dado que el componente idiomático —propio del cuerpo del intérprete— es intencional, expresivo y situado (Cecchi, 2017: 133-136).

Esta aportación adorniana propone y presupone una visión donde el cuerpo del intérprete no es secundario. La interpretación musical se asemeja a la del actor: no traduce significados, sino que incorpora —de forma gestual y sonora— una figura de la alteridad. La mímesis musical es, en este sentido, una “imitación idiomática” en la que lo subjetivo —el gesto individual— se pone al servicio de una estructura autónoma: la partitura. Una noción similar ha hilado Nancy, un filósofo bastante corporal.

Nancy tensiona el desarrollado concepto de mímesis —imitación, representación, producción figurativa— con el de méthexis: participación, copertenencia, resonancia (Nancy, 2006). Toda imagen es una interferencia irreductible entre mímesis y méthexis: no hay representación sin participación. La mímesis no es mera re-producción, sino que más bien puede pensarse como un acto que solo cobra sentido cuando en él se produce un tocar participativo del fondo. La mímesis que no participa del fondo —de esa inasible alteridad que vibra tras toda forma— degenera en copia, en simulacro —evocando a Deleuze— sin deseo ni tensiónLa imagen no reproduce, sino que produce una resonancia, una inscripción tonal que comunica una experiencia en la que el espectador mismo es arrastrado.

 

3. La expresión musical frente a la imagen musical: perspectivas a través de la mimesis

Para realizar un breve bosquejo inicial de un concepto tan amplio y complejo como el de la expresión musical, debemos citar sus tres principales vertientes: la expresión vocal, el movimiento corporal y la danza, y la expresión instrumental, esta última, sobre la que nos interesa reflexionar. Respecto a las dos primeras, estas son actividades intrínsecas al ser humano desde tiempos inmemoriales. El canto acoge la totalidad de los elementos musicales como el ritmo, la melodía, la armonía así como las texturas en el canto coral. Además, el uso de la voz humana como expresión musical a través del canto es la vía principal en el desarrollo de la audición interna, permitiendo asimilar las nociones de las cualidades del sonido. En cuanto al movimiento en relación a la música, en este caso, este implica al lenguaje corporal que constituye la principal capacidad de comunicación no verbal del ser humano, con una semántica propia. Este se basa fundamentalmente en movimientos, gestos y acciones, que bien pueden requerir una técnica y planificación previa a través del desarrollo de las capacidades corporales del movimiento en relación a la música, o bien pueden improvisarse.

La corporalidad está también presente en la expresión instrumental, que se puede definir como un proceso mediante el cual se adquieren y perfeccionan las destrezas necesarias para tocar diversos instrumentos musicales, tanto de manera individual como colectiva. Por su parte, el instrumento musical es más que un artefacto sonoro. Como objeto, tiene una memoria impregnada que es capaz de construir formas de identidad y de participar de forma sensual afectiva, espiritual y cognitiva. Además, el instrumento musical es un objeto sonoro que pertenece al contexto performativo que le es propio y, por tanto, actúa como una extensión de su intérprete (Garí, 2024: 19 y 22).

Podemos también apuntar que toda expresión musical, instrumental en este caso, es un fenómeno estructural que conserva características de mimesis, con la que se relaciona dialécticamente. Esta se convierte un impulso encarnado, con implicaciones dinámicas y cognitivas, en contraposición a las concepciones estáticas de la mera representación y semejanza. En este caso, la acción musical oscila entre procesos de construcción racionalizados internos así como miméticos no racionalizados, de cuya tensión surge la expresión musical (Paddison, 2010: 126).

Respecto a la iconografía musical, más allá de la identificación, descripción y clasificación de las escenas y elementos –instrumentos– musicales representados (equiparable al contenido gráfico, mensurable y fácilmente decodificable de una partitura), esta también incluye el análisis iconológico que se ocupa de la “interpretación” de las imágenes, en tanto que estas cumplen una función simbólica o retórica, especialmente la de determinados tipos iconográficos e instrumentos musicales. Regresando el símil de la partitura musical, el elemento expresivo que el intérprete recupera de esta desde su subjetividad está también presente en la contemplación de la obra artística con iconografía musical, que puede estimular la interpretación a través de una suerte mímesis, considerando la exégesis original del término. La expresión instrumental a través de esta, por tanto, se podría dirigir hacia una mayor verosimilitud conceptual, que no formal, respecto a la representación de la imagen, gracias a la subjetividad creativa del intérprete –alejándose así de la concepción romántica de que la expresión de las emociones se consigue justamente imitándolas– (Neubauer, 1992: 23 y 223). En este sentido, el papel del intérprete, siguiendo “la retórica de la imagen” de Barthes (1971), puede ser el de reconstruir ciertas convenciones conscientes o inconscientes sobre “la música en la imagen” y el acto de “visualizar la música” (Piquer, 2013: 15).

Llegados a este punto, podríamos plantearnos si el uso de la iconografía musical para estimular la interpretación musical podría tratarse de un acto performativo complejo en el que la interpretación musical –adaptando la teoría mimética de Adorno– destapa también lo que permanece oculto en la obra artística en la que se refleja.

Para responder a esta cuestión, podemos considerar diferentes perspectivas.

La primera aquí mostrada nos sitúa en un contexto habitual: desde hace varias décadas, los museos son espacios en los que en ocasiones se realizan recitales de música y danza en relación a las colecciones allí conservadas, a pesar de ser espacios más relacionados con el silencio yla experiencia contemplativa (Hervás, 2022: 257). Estas prácticas comenzaron a llevarse a cabo en museos de arte contemporáneo y, con el impulso de la reconstrucción de instrumentos musicales utilizando las obras artísticas como fuente, son ya comunes en los museos de arte (de bellas artes, diocesanos, etcétera). En estos casos, encontramos mayoritariamente propuestas en las que se interpretan piezas musicales alusivas a la época o al contenido estético de las obras artísticas, independientemente de que estas tengan iconografía musical o no. A esto se le suma en ocasiones, en el caso de que sí se representen escenas o instrumentos musicales, que se utilicen en la interpretación reconstrucciones de instrumentos basados en la fuente histórico-artística e incluso que se adopten gestos o disposiciones del tema representado, que pueden incluir la propia indumentaria.

 

Figura 1. Detalle de ?ngel m?sico ta?endo una vihuela de arco. Tabla central de la Coronaci?n de la Virgen del retablo de la Resurrecci?n (Jaime Serra, 1481-1482), conservada en el Museo de Zaragoza. Imagen: Museo de Zaragoza.                      

Figura 1. Detalle de ángel músico tañendo una vihuela de arco. Tabla central de la Coronación de la Virgen del retablo de la Resurrección (Jaime Serra, 1481-1482), conservada en el Museo de Zaragoza. Imagen: Museo de Zaragoza.

Figura 2. El violagambista Fernando Marín Corbi con la reproducción de la vihuela de arco realizada por el constructor de instrumentos Javier Martínez, junto a la pintura en la que esta se representa. Imagen: Museo de Zaragoza.

Figura 3. Recital didáctico en el Museo de Zaragoza para alumnos del Conservatorio de Música de Zaragoza, organizado por los profesores Fernando Marín Corbi y Carmen M. Zavala Arnal. Imagen: Museo de Zaragoza.En estos contextos, sin menoscabo del interés performativo, musicológico y organológico de estas acciones, su propia planificación nos alejaría de la concepción de mimesis que aquí se aborda, para acercarnos a un modelo más imitativo. A esto debe unirse el papel del receptor o espectador, que está presente en la finalidad del acto. Esto no es óbice para que el intérprete, motu proprio, incorpore elementos subjetivos en relación al contenido semántico de las imágenes para poner en marcha el proceso de mímesis como expresión revelada. De hecho, el propio instrumento musical, el “real” y el representado, tiene capacidad para “mostrar ontológicamente algo a lo que su forma no necesariamente alude o lo hace parcialmente” (Garí, 2024: 171). De esta forma, dentro del proceso mimético, la asimilación del contenido simbólico del instrumento o del tipo iconográfico-musical permite, a través de la música y el propio cuerpo, representar su valor simbólico(la vihuela de arco, antecesor del violín, encarnaba por tradición en el medievo lo apolíneo y los sonidos celestiales, así como su intérprete actuaba como mediador entre el cielo y la tierra –véase la figura 1–).

 

Partiendo de este último supuesto, otra perspectiva nos permitiría cambiar de espacio y trasladarnos, teniendo en cuenta obras anteriores al periodo del clasicismo, a la ubicación original para la que se realizó la obra de arte (iglesias, monasterios, edificios civiles, etcétera), en el supuesto de que allí se conserve. Conocemos que las pinturas rupestres se realizaban es espacios en los que había resonancia. Aunque ahora las podemos relacionar con el silencio, cuando se producía el eco es como si se escucharan las figuras representadas, que se concibieron con una función mágica y sagrada para representar ritos de danza y sonido (Gómez, 2023: 67). Igualmente, los claustros de los monasterios románicos, en los que los monjes transitaban, pudieron concebirse como el resonador de una gran “instrumento musical” (Schneider, 2010). También en referencia al arte medieval, el historiador del arte Emile Mâle enfatizó la importancia de que la obra artística se asocie a su lugar de origen para poner “en movimiento todas nuestras capacidades interiores” y, que de esta forma, esta “nos revele alguno de sus secretos” (Mâle, 1969: 4 y 5). Así, el intérprete actuaría como mediador entre la música, el espacio y el contenido de la imagen a través de su acción – mente y cuerpo–.

Una última perspectiva nos acercaría a una interpretación disociada de receptores, en un espacio indeterminado en el que el intérprete se encuentra en soledad –que no aislado, pues la interacción sensomotora implica a un organismo que actúa y siente en el mundo–, frente a frente con la obra artística o la imagen con iconografía musical. El diálogo con esta a través de la interpretación puede comportar la mímesis a través de la encarnación expresiva, también en los supuestos anteriores. De esta forma, a través de la contemplación, la aprehensión y la acción, la expresión musical puede actuar como resonador de una obra visual con iconografía musical.

 

4. Una reflexión final desde la neurociencia

Finalmente, podríamos considerar las aportaciones de la neurociencia, en particular en relación a las neuronas espejo. Estas células, que se activan tanto cuando realizamos una acción como cuando observamos a otros hacerla, parecen formar parte de un sistema que conecta percepción y ejecución motora (Cerri et al., 2015).  Si aplicamos esta idea al ámbito de la iconografía musical, es posible pensar que –además del citado valor simbólico o narrativo– puede también puede despertar en el observador una respuesta encarnada: un eco interno que activa, de forma latente, el gesto musical. En este sentido, la mímesis no sería solo un fenómeno estético, sino también neurobiológico, en la medida en que el cuerpo del espectador reacciona con una predisposición a la acción, como si la imagen provocara un impulso musical. Este tipo de respuesta no se limita al ámbito artístico; también se ha explorado en contextos educativos, donde se ha visto que la combinación entre la teoría de la mente y la capacidad de “espejo” puede facilitar la transmisión de metas y actitudes entre alumnos, de forma casi contagiosa (Eren, 2009).

A partir de este enfoque neurocientífico, la psicología empírica de la música aporta aún más claves para entender cómo lo visual activa procesos internos de resonancia emocional y simulación gestual en el cuerpo del intérprete. Más allá de sus fundamentos filosóficos y estéticos, la mímesis musical puede ser iluminada desde una perspectiva psicológica contemporánea, en particular desde las teorías de la percepción activa, la simulación motora y la empatía encarnada. Concretamente, se ha mostrado que los procesos de escucha y de ejecución musical implican una simulación interna de los gestos sonoros que los originan. Como han propuesto Leman y Maes (2014), esta acción corporizada convierte al cuerpo en el mediador entre la percepción del sonido y la producción del sentido: escuchar música es, en parte, recrear internamente el gesto que la produce.

Este tipo de simulación —también activa en la contemplación de imágenes musicales— conecta con los modelos de empatía empírica en psicología, como el propuesto por Scherer y Zentner (2001), donde el espectador o intérprete no solo responde emocionalmente a lo representado, sino que lo incorpora como experiencia afectiva situada. La mímesis deja así de ser una representación externa y pasa a ser una proyección vivencial en la que lo visual activa esquemas de acción, sensación y emoción. En este sentido, imágenes con iconografía musical pueden inducir un proceso de “resonancia emocional guiada” (Molnar-Szakacs y Overy, 2006), en el que la experiencia musical —aun antes de sonar— se prefigura en el cuerpo del espectador mediante procesos de simulación perceptiva.

De hecho, este enfoque no reduce la mímesis a un fenómeno estético, sino que la resignifica como experiencia multisensorial y afectiva, donde percepción, emoción y movimiento convergen en una forma de cognición encarnada. Así, interpretar música frente a una obra artística no sería sólo un acto performativo o histórico, sino una forma de reactivar, desde la imagen, una subjetividad sonora implícita.

Así, en última instancia, la mímesis no es únicamente una cuestión de imagen, sonido o técnica interpretativa, sino una forma de relación con el mundo; una posibilidad de resonar con lo otro desde el cuerpo, el gesto y la emoción. Cuando el intérprete se coloca frente a una imagen musical, no solo observa, sino que escucha con la mirada, no solo representa, sino que encarna. La iconografía musical se convierte así en umbral, entre lo visible y lo audible, entre el pasado y el presente, entre lo simbólico y lo vivido. En ese espacio de tensión y apertura, la música no se limita a ser ejecutada, sino que se revela como acontecimiento encarnado, donde la mímesis actúa como mediación sensible entre arte, memoria y deseo. Solo así, a través de la experiencia viva del intérprete, la imagen puede volverse sonido y el sonido, revelación.

Carmen M. ZAVALA ARNAL, Alejandro QUINTAS-HIJÓS, Leticia MOSTEO CHAGOYEN y Marta BESTUÉ-LAGUNA
Universidad de Zaragoza

Fecha de Entrega: 30/05/2025
Fecha de Admisión: 22/06/2025


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