Es probable que cualquier persona que oiga o lea por primera vez el título de esta obra piense “¿Otro libro sobre Zaragoza y el agua?”, pero simplemente con dar un vistazo a su interior se dará cuenta de que, a pesar de publicarse en 2008, poco o nada tiene que ver con el tan traído y llevado elemento. En realidad esta publicación es un libro de historias olvidadas, de personajes pasados y de objetos de otra época que gracias a su pervivencia a través del tiempo se convierten en el testimonio de toda esa vida sumergida bajo el olvido. El autor no podía ser otro que Eduardo Laborda.
Defensor a ultranza de la transmisión oral, Eduardo realiza su primera incursión en el mundo de la literatura como narrador de todas aquellas microhistorias sobre Zaragoza que en la intimidad de su estudio le han ido contando los objetos que atesora y los amigos que le visitan. Y es que el relato de esta obra se basa fundamentalmente, además de en la experiencia personal y en los conocimientos de Eduardo, en la gran colección que ha ido creando junto con Iris Lázaro a lo largo de los últimos treinta años y que rezuma historia por los cuatro costados: fotografías, juguetes, postales, revistas, publicidad, pintura, carteles, ilustraciones, cerámica etc. Un sinfín de objetos, heterogéneos y dispares, que parecen haberse puesto de acuerdo para encajar a la perfección y dar lugar a esta pequeña gran historia de la Zaragoza de los últimos cien años. Sin embargo, no podemos considerar exclusivamente esta publicación como un libro sobre coleccionismo puesto que, en realidad, estas posesiones no son más que la excusa empleada por Eduardo para adentrarnos en cada uno de los ocho capítulos y relatarnos historias pasadas, algunas quizá nunca acontecidas. Crea así un discurso en el que se entrelaza lo fantástico y lo real, con momentos en los que la realidad supera la ficción como el duelo a muerte entre Bayo Marín y el tanguista apache, borrando, de una manera premeditada, el límite entre lo inventado y lo sucedido con el propósito de dejar volar la imaginación del lector. Si bien hemos señalado que éste no era un libro sobre coleccionismo, también tenemos que decir que estos relatos son algo más que mera literatura. Son pequeños homenajes que Eduardo quiere brindar a todos aquellos que han dejado una huella profunda en su vida, a pesar de que a muchos de ellos ni siquiera los conoció. En primer lugar tenemos que señalar a sus admirados Marín Bagüés y Bayo Marín, y a su desaparecida hermana Lola, vocalista del grupo Lola y Los Napoli, pioneros en la introducción del rock & roll en la ciudad. A ellos se suman personajes secundarios que Laborda pretende recuperar como Luis Germán, el galerista Mariano Naharro, Juan Doménech y Mercedes Pujals, propietarios del mítico Salduba, el ilustrador Ángel Rael, así como el ambiente bohemio de su propia generación a la que él mismo denomina la “Generación perdida”. De todos y cada uno de ellos, crea una narración en la que plasma un retrato cercano, a base de pinceladas cargadas de las vivencias, unas veces duras y otras dulces, que formaron parte de sus vidas. Su intención no es otra que mostrar la cara más humana de los artistas y para ello se apoya, además de en el propio relato, en fotografías personales, como la de Bayo Marín jugando con la nieve un frío día de diciembre.
Esta combinación de historias y fotografías conceden al relato una gran visualidad, incluso podríamos decir que, haciendo gala de sus dotes de cineasta, crea pequeños guiones, plagados de flashback, que al leerlos toman forma en nuestra mente gracias a las descripciones y a la abundante y rica ilustración, deliciosamente seleccionada, que acompaña a los textos. Destacan en este sentido el importante repertorio de fotografías incluido en el capítulo “El tesoro de Espoz y Mina”, con magníficos ejemplares de los Coyne, Mariano Pescador y Freudenthal, entre otros, la cromolitografía de 1904 de la plaza de La Seo, las escenografías de los Hermanos Codín, los bocetos de vidrieras de La Veneciana, la tarjeta de presentación del Salduba, las planchas de zinc de algunas de las ilustraciones realizadas por Duce, Bayo y Guillermo Pérez Bailo…
Gracias a Eduardo, eterno buscador de tesoros, esa Zaragoza sumergida sale a flote como un buque hundido en las profundidades, en este caso, del río Ebro, un tesoro formado por imágenes inéditas, relatos enternecedores y delirantes, y sobre todo por un buen hacer que confirman de nuevo a Laborda como una especie de Uomo Universale de la Edad Contemporánea.