Pinturas y dibujos de Fernando Alvira en cincuenta años de la trayectoria artística

Cincuenta años desde su primera exposición personal son verdaderamente un hito digno de celebración; pero más todavía cuando parece, como es el caso, que la producción antigua para nada resulta añeja… Casi diría que como el propio Fernando Alvira, por quien se diría que no pasan los años. No sé cual será la clave en lo que se refiere a su aspecto; pero por lo que respecta a sus obras si no envejecen es porque nunca se ha afanado por seguir las corrientes a la moda en cada momento, así que el resultado es una trayectoria muy personal, manteniendo un estilo siempre fiel a sí mismo. De hecho, se han intercalado obras de distinta datación sin que desentonen entre sí, tanto en la sala como en el catálogo. En el texto de esta publicación el protagonista nos revela cuanto le marcó cuando era estudiante en la Escuela Superior de Bellas Artes San Jorge de Barcelona el magisterio de Jaume Mutxart, de Josep Puigdengolas, y sobre todo de Ramón Sanvisens (cuyos paisajes rurales de colores y empastes fauves en efecto tienen cierto parentesco con algunos de Fernando) y luego reconoce la influencia que en su madurez supuso la cercanía y amistad de José Beulas (a sus “paisajes esenciales” debe mucho el excelente cuadro que protagoniza la cubierta del catálogo: un óleo de 2018 titulado Hoya de Huesca). Pero las más idiosincrásicas composiciones de Beulas son en mi opinión sus áridos horizontes esteparios en los que la tierra reseca sirve de amplio escenario lunar a algún solitario protagonista: quizá un labriego o su burillo. En cambio, lo más típico de Alvira son naturalezas feraces y en las que la presencia de habitantes solamente está implícita (a través de los cultivos, arquitecturas, carreteras u otros vestigios humanos) pues no suele representar animales ni personas. Una excepción en esta exposición es su reciente acuarela con una vista de la playa de Casteldefels, en la cual ha querido reforzar la perspectiva con figuras de paseantes que se van haciendo más diminutos conforme se alejan hacia el punto focal (es la imagen que cierra el catálogo, quizá con idea de señalar que por esa vía piensa seguir en el futuro inmediato). La otra caracterización más personal de los paisajes de este fecundo artista es su predilección por anchas panorámicas, con formatos extendidos extraordinariamente en horizontal, tanto para grandes lienzos como para pequeños papeles o cartones, que se prepara él mismo (lo explica con todo tipo de detalles técnicos en el catálogo), al salirse de los habituales estándares que tienen los soportes comercializados en las tiendas de materiales artísticos. La etapa en la que con más asiduidad cultivó este formato fue la de los “Paisajes viajados”,  trabajados con toques fluidos y esbozados, cuando estaba obligado a viajar mucho por sus cargos profesionales; pero tras la jubilación aún los sigue cultivando estupendamente, cosa que podrán comprobar quienes visiten otra exposición que también tiene ahora mismo en Binéfar con abundantes óleos de trazo fluido… Una fluidez que por cierto domina con magistral soltura en sus acuarelas, como corroboramos diariamente sus seguidores en Facebook y en su blog, pues cada día nos sorprende con una nueva dedicada a algún hermoso paisaje.


Imágenes-luciérnaga

Entre las tinieblas del Infierno, Dante vislumbró las llamaradas de la octava bolsa infernal, en realidad pequeñas luces (lucciole) comparadas con la gran luz del Paraíso, gusanitos de luz como los que los campesinos ven volar en las noches de verano. A este pasaje remite Georges Didi-Huberman al comienzo de Supervivencia de las luciérnagas para después recordar a Pier Paolo Pasolini quien, en plena II Guerra Mundial, se dejó atrapar por la danza de las luciérnagas, destellos de luz en un presente de oscuridad. Treinta y cuatro años después, pocos meses antes de fallecer en 1975, Pasolini certificó la completa desaparición de las luciérnagas. Frente a la derrota del cineasta que perdió su amor al pueblo, y a la visión apocalíptica de los tiempos que encuentra en la filosofía de Giorgio Agamben, Didi-Huberman propone una alternativa surgida de las palabras de Walter Benjamin: “Organizar el pesimismo significa… en el espacio de la conducta política… descubrir un espacio de imágenes”. De modo que: “el primer operador político de protesta, de crisis, de crítica o de emancipación debe ser llamado imagen en cuanto que es lo que se revela capaz de franquear el horizonte de las construcciones totalitarias”. Imágenes-luciérnaga.

Fernando Martín Godoy pinta la luz en las sombras. No la luz rutilante del paraíso sino una luz tamizada, con la leve intensidad de las luciérnagas, que se refleja en superficies lisas gracias a la yuxtaposición de tonos grises. No renuncia, como sí hizo Sandro Botticelli en sus ilustraciones para La Divina Comedia, a representar la oscuridad, pues esta está llena de matices de luz; literal y figuradamente. “En los más profundo de la noche, somos capaces de captar el menor resplandor, y es la expiración misma de la luz la que nos resulta todavía visible en su estela, por tenue que sea”, escribe Didi-Huberman. En los fondos casi negros de Martín Godoy hay algo a la espera de ser revelado.

Para su exposición en La Casa Amarilla, el artista ha reunido dos series de obras: montañas de escombros consecuencia de la destrucción, que denomina  Desastres, y estudios de artistas en los que reina el desorden caótico que antecede a la creación o el vacío ordenado propio del folio en blanco. Ambas dialogan de un modo que recuerda lo cerca que está la mesa del creador de la acumulación de cascotes: restos, fragmentos… ideas; posibilidades, en suma, de dar forma a una imagen, un texto. El derrumbamiento, continúa Didi-Huberman, “sigue siendo experiencia, es decir, contestación, en su movimiento mismo, de la caída sufrida”. La urgencia política y estética en periodo de catástrofe, consistiría, por tanto, “en encontrar los recursos inesperados de ese declive en el hueco de las imágenes que en él se mueven todavía, como luciérnagas o astros aislados”. El artista que observa el desastre se retira pero no se repliega, buscando, de acuerdo con Hannah  Arendt, dar lugar a algo que sea de utilidad para el mundo.

Martín Godoy organiza el pesimismo para, como recuerda Chus Tudelilla en la hoja de sala, tomar posición desde el propio título: Grandes esperanzas. Las grandes esperanzas no implican un final feliz; como ya estableció Dickens. No hay lugar para el engaño. La Caja construida y pintada por el artista permanece entreabierta pero está repleta. Pandora nunca existió. Las obras reunidas hablan de expectativas –Great Expectations–, posibilidades, pero no prometen nada. Ante cada desastre, un espacio blanco.


¿Género y arquitectura?

Lucía C. Pérez Moreno (Zaragoza, 1979) es arquitecta por la Universidad de Navarra (ETSAUN) y cuenta con estudios de posgrado en la Helsinki University of Technology en Finlandia y de Máster en la Graduate School of Architecture, Planning and Preservation (GSAPP) de Columbia University (Nueva York). Es doctora por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, y actualmente trabaja como profesora contratada doctora del área de composición arquitectónica de la Escuela de Ingeniería y Arquitectura (EINA) de la Universidad de Zaragoza.

Es la editora de Perspectiva de Género en la Arquitectura, una publicación que fue presentada el pasado día 2 de octubre de 2018 en el Colegio Oficial de Arquitectos de Aragón (COAA) y que surte como resultado del primer encuentro homónimo celebrado el día 1 de diciembre de 2017 en el Patio de la Infanta de IberCaja de Zaragoza. Un acto coral, organizado por el COAA, gracias al apoyo de su decano, Ricardo Marco, y la EINA de la Universidad de Zaragoza. Asimismo contó con la colaboración del Área de Igualdad del Ayuntamiento de Zaragoza, del Observatorio sobre Igualdad y Género del Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social de la Universidad de Zaragoza, y de la Fundación Ibercaja.

La editorial Abada, dentro de su selecta serie dedicada a Historia del Arte y de la Arquitectura, publica este libro con el exquisito acabado al que nos tienen acostumbrados y nos ofrece una sugerente lectura de las ponencias del encuentro que han sido transcritas e ilustradas con imágenes en blanco y negro.

Tras las primeras intervenciones institucionales de los colaboradores, en las que todos, sin excepción, coinciden en la irrenunciable necesidad de la búsqueda de la equidad, la directora científica del encuentro, Lucía C. Pérez Moreno, expone con acierto en su presentación los que denomina “entrelazamientos de la arquitectura con los estudios de género”. Propone al lector una reflexión sobre si efectivamente existe una arquitectura feminista, si el género del proyectista influye en una obra o si podemos hablar de la arquitectura y el urbanismo de género. Asuntos de carácter complejo cuyas respuestas aún generan desconcierto.  

A continuación, cuatro capítulos entretejen diversas reflexiones relacionadas con la arquitectura y los estudios de género: las revisiones históricas, las políticas académicas, el planeamiento urbano y las experiencias vividas.

En primer lugar, la doctora en arquitectura Josenia Hervás y Heras, autora de la tesis El camino hacia la arquitectura: las mujeres de la Bauhaus, abrela primera perspectiva dedicada a las revisiones históricas. En su discurso plantea de manera pormenorizada la evolución de los sistemas educativos de la escuela Bauhaus y su supuesta educación paritaria, en los que las alumnas solían ser “aconsejadas” por los profesores varones para incorporarse al taller de tejido. La segunda perspectiva, a cargo de Inés Sánchez de Madariaga, doctora en arquitectura por la ETSAM donde dirige la cátedra UNESCO de Políticas de Igualdad de Género en Ciencia, Tecnología e Innovación, pone de manifiesto las políticas académicas y los distintos programas que desde las administraciones podrían ponerse en marcha para mejorar la situación de las profesionales arquitectas. El planteamiento urbano es el asunto tratado en el tercer capítulo. Zaida Muxí, doctora en arquitectura, profesora titular de la Universidad Politécnica de Cataluña y directora de urbanismo en el Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet, expone la necesidad del acercar el urbanismo hacia una planificación inclusiva y concreta, y lo hace a través de ejemplos reales que se han llevado a cabo para procurar alcanzar la construcción de ciudades más equilibradas. Finalmente, en la perspectiva denominada “experiencias vividas”, la urbanista Martha Thorne, Decana de la IE School of Architecture & Design y directora ejecutiva de los premios Pritzker de Arquitectura, relata con modestia los caminos que ha ido escogiendo a lo largo de su vida profesional y los devenires personales consecuencia de estas decisiones.

Resulta relevante el tratamiento que el libro dedica a las dos sesiones de debates abiertos que se sucedieron en el encuentro. Un apartado que justifica su tratamiento conciso, ya que, tal y como se reseña en sus líneas, los debates completos están disponibles en el canal de YouTube del Colegio Oficial de Arquitectos de Aragón. Por último, unos resúmenes de los currículos profesionales de las ponentes asistentes, todas ellas unas arquitectas de indudable trayectoria cuyos relatos han sido recogidos a la perfección en este volumen, y unas palabras de agradecimiento la editora cierran el libro.

En la actualidad son más habituales las investigaciones y escritos dedicados al género y su relación con la literatura, la historia, la filosofía o las artes plásticas. Sin embargo, todavía son escasos los ejemplares dedicados a esta cuestión en el ámbito de la arquitectura. Por esta razón, y por la calidad de su contenido, estamos seguros de que esta primera edición pasará a ser de referencia y bibliografía obligada en los asuntos dedicados a género y arquitectura, hoy y en el futuro. Esperamos ansiosos la próxima edición del segundo encuentro, que se celebró el pasado día 30 de noviembre de 2018 y que, con un marco teórico de la misma calidad, no dudamos que recogerá con idéntica rigurosidad nuevas perspectivas de género y arquitectura.


Tierra de sueños. Cristina García Rodero.

            Desde el pasado 19 de septiembre hasta el 13 de enero del 2019, va a estar abierta la exposición que la fotógrafa manchega Cristina García Rodero ha dedicado a los más débiles entre los débiles. Esta expresión puede servir bien para referir a los protagonistas de unas imágenes  ambientadas en la localidad de Anantapur, en el estado indio de Andhra Pradesh, una de las regiones más pobres de este país, y en la que la Fundación Vicente Ferrer, en colaboración con la Caixa, viene desarrollando diferentes labores de ayuda y asesoramiento en hospitales, escuelas, centros de acogida, etc. Lugares donde se muestran especialmente las necesidades extremas de los colectivos más desprotegidos (y despreciados, los dalit o panchama), las mujeres, niños y enfermos, en una sociedad subdividida tradicionalmente en castas, y en donde el poder patriarcal sigue ejerciendo todavía un control absoluto sobre estos grupos.

            El trabajo fotográfico de García Rodero es de denuncia pero también de constatación de los intentos de mejora en la situación de estas personas que sufren distintos tipos de discriminación, fundamentada sobre todo por cuestiones de género y por algunas enfermedades que estigmatizan a aquellos que las padecen. Se percibe el encargo (propuesto por la entidad financiera en 2014) que hay detrás de la iniciativa, la cual podemos relacionar con el reportaje fotográfico Visiones saharauis, que el fotógrafo Gervasio Sánchez expuso recientemente (hasta el pasado 1 de mayo) en la Casa de los Morlanes de la capital, y que se planteó de la mano del Observatorio Aragonés para el Sáhara Occidental, con financiación del Ayuntamiento de Zaragoza.

            El proyecto Tierra de sueños queda muy bien sintetizado en boca de la propia autora:  “Se trata de contar cómo es la zona donde fue Vicente Ferrer, cómo viven, cómo es la economía, la geografía y cómo han avanzado… Allí la mujer no es nada, por eso la Fundación desarrolla programas para ayudarla, para que no sea una carga económica y se la respete” (Perera, 2016: 15).

             En efecto, el protagonismo de las mujeres, muchas de ellas de corta edad, se erige en el leit-motiv de una problemática de fondo que subyace, latente, y que está en el origen de la mayoría de las historias que aquí son presentadas. Historias de opresión y de frustración, como la de una joven de 23 años que fue obligada a casarse de niña con su tío, y que llegó a intentar suicidarse, o la de Sagamma, que fue abandonada por su marido tras contagiarle el VIH, según relata la propia García Rodero  (Graells, 2016). Relatos duros, sin contemplaciones, protagonizados sin pretenderlo, y que siguen ahondando en el concepto profundamente humanista que ha presidido el quehacer fotográfico de su autora desde que comenzara su andadura a finales de los años sesenta.    Modélica representante de la Agencia Magnum (a la que pertenece desde 2009), encarna a la perfección el paradigma del fotógrafo-viajero que recorre las diferentes partes del planeta y se centra en las costumbres y tradiciones (donde el componente religioso tiene un importante peso específico), los modos de vida, y, a veces, como es el caso, la situación de penuria de otros pueblos. Una práctica que ha permitido casi la configuración de un estilo Magnum, desde que la agencia comenzara sus actividades a finales de los años cuarenta, y que nombres míticos como el suizo Werner Bischof (1916-1954) o Henri Cartier-Bresson (1908-2004) en los inicios, y otros muchos integrantes de generaciones dispares han contribuido a extender posteriormente.

            No es nueva García Rodero en estas lides documentalistas localizadas en la India, ya que en 2007 llevó a cabo un interesante reportaje sobre el Festival Holi, una celebración hindú desarrollada en primavera, y que destaca por el uso del color (obtenido en origen de plantas naturales, hoy día procedente de pigmentos artificiales), que es rociado sobre los asistentes en una especie de acto colectivo de purificación. De ahí que este elemento -el color- adquiera una presencia plástica de primer orden, como también ocurre en la serie que nos ocupa, frente al recurrente blanco y negro que ha caracterizado la mayor parte de la obra de la fotógrafa. Por otra parte, cabe decir que el trabajo sobre el Festival Holi implica directamente a grupos humanos (familias enteras, amigos, etc.) que se reúnen todos los años en alegre concurrencia, frente al sentido personalizado, de problemáticas individuales, si bien es cierto que se alude indirectamente a colectivos, que es el trasunto de Tierra de sueños. En este sentido, hay una mayor preocupación por presentar sin ambages las duras condiciones de los habitantes de esta región india, pero también hay ciertos pasajes a priori más alegres relacionados, de nuevo, con las celebraciones, como las bodas. Hay en muchas de estas imágenes un componente etnográfico indudable sustentado en gran medida en la faceta religiosa, como ya hemos dicho. Así, en efecto, junto a la tradición hindú propiamente dicha, mostrando ofrendas y celebraciones en torno al dios Shiva, encontramos bodas cristianas, como es el caso de la novia ataviada a lo occidental y posando delante de un fondo fotográfico que simula un jardín versallesco, en una extraña composición de estudio que no deja de ser artificiosa, incluso kitsch. Igualmente relacionado con las bodas, también se nos muestran tomas donde se prepara a la novia cubriéndole con cúcuma todo el rostro y los pies, como símbolo de prosperidad futura. La tonalidad dorada del polvo de la planta cubre las facciones de la joven en un primer plano impactante. El color parece aliarse con la fragancia olorosa transmitida de la planta en perfecta sinestesia.

            Sin dejar la tradición hindú, tenemos a -la casi niña- Shirvani, que en el día de su boda porta un saco de arroz que ofrecerá a la familia del novio, lo cual simboliza que a la nueva familia no le faltará comida. Es la fotografía que sirve para el cartel de la exposición. En otra imagen aparece Dharani, una niña de diez años, que es agraciada con una serie de regalos después de haber tenido su primera menstruación, hecho que marca ya su disponibilidad para casarse. Otro tema es el de la maternidad, con varias fotografías que aluden a la misma, y en algunas de las cuales afloran también las creencias ancestrales: como ocurre con una mujer que después de dar a la luz aparece con los oídos cubiertos, teniendo en su interior dientes de ajo sujetos con algodón, en la creencia de que de este modo ahuyentará a los malos espíritus.

            Las largas explicaciones textuales impresas en las cartelas (necesarias para que el significado y la comprensión sean plenos) ilustran al espectador sobre un conjunto de prácticas que no dejan de ser chocantes, pero que no pretenden incidir en la curiosidad efectista y exótica del otro, que deba ser contemplado según una suerte de conmiseración adjudicándole paralelamente el consabido sambenito de retraso e incultura. Más bien la fotógrafa se centra en ello porque le resulta, le sigue resultando atractivo todo un conjunto de prácticas, de ceremonias, de ritos, etc., que los pueblos de la Tierra despliegan en torno a las creencias en el más allá, sus deidades, etc., y que son una auténtica definición de colectividad y de cultura en el sentido más complejo y rico de ambas palabras. Este interés se acrecienta más todavía cuando las creencias y los ritos se entremezclan produciéndose un sincretismo que potencia la idea de extrañamiento. Esto sucede en la serie que nos ocupa, no en vano la India es un crisol de culturas, de etnias y de religiones, lo cual nos lleva a hablar de comunidades cristianas, como hemos comentado, pero también de musulmanas, con fotografías que presentan a jóvenes estudiantes en las madrasas, todo ello en convivencia con el gran substrato hindú. Este sincretismo lo apreciamos también en otras series anteriores de García Rodero, como Rituales en Haití (1999), en donde se mezclan los ritos cristianos con el vudú; o en Entre el cielo y la tierra (2006), reportaje que recogía el culto en torno a María Lionza, una deidad femenina del folclore venezolano, resultante de la unión de creencias católicas, indígenas y africanas.

            Con todo lo dicho, nos situamos ante una manera de mirar, de aproximarse a los demás, a caballo entre el reportaje etnográfico y el enfoque subjetivo que deviene en una especie de realismo mágico, que ha servido para calificar a la obra de García Rodero desde sus inicios, y que se condensa muy bien en estas palabras de la autora en la introducción de su libro España oculta, publicado en 1989: “He intentado fotografiar el alma misteriosa, real y mágica de la España popular con pasión, amor, humor, tensión, rabia, dolor, con verdad. Los momentos más intensos y plenos de vida de personajes tan simples como irresistibles, con toda la fuerza interior, dentro de un desafío personal que me ha dado fuerza y comprensión y en el cual he puesto todo mi corazón”. En efecto, el trabajo de García Rodero trasciende el carácter meramente informativo y expositivo, clasificatorio, de la fotografía puramente etnográfica, documental, para profundizar en la recreación de un mundo de sugerentes posibilidades para la ensoñación y la fantasía. En la línea de otras autoras como la mexicana Graciela Iturbide, que ha trabajado sobre las costumbres de algunos pueblos indígenas de su país, con especial interés en la condición femenina dentro del seno de estas comunidades.

            Retomando el discurso expositivo de Tierra de sueños, y en el aspecto más netamente denunciatorio, hallamos fotografías de sanghams, grupos de autoayuda compuestos por mujeres, promovidos por la propia Fundación Vicente Ferrer, y que incitan a la movilización de este colectivo, tal como se corrobora con su participación en las manifestaciones del Día de la Mujer (8 de marzo y 25 de noviembre). Estas iniciativas de reivindicación feminista de nuevo cuño, sobre todo desarrolladas por las más jóvenes, contrastan con imágenes como la de las mujeres de la tribu Sugali, vestidas con las vistosas ropas y abalorios tradicionales.

            Por último, sobresale especialmente un grupo de imágenes, a gran tamaño, protagonizadas por niños en su mayoría, algunos de los cuales presentan discapacidades físicas o mentales: por ejemplo, Nagamani, de seis años, que padece glaucoma congénito, o Nandini B., una niña albina; peculiaridad que estigmatiza a estas personas, tal como se da en otras partes del mundo, como África.     Todos estos niños estudian y/o son cuidados en centros dependientes de la Fundación.

            En conclusión, podemos decir que no son fotografías pensadas para la compasión fácil, a pesar de tratarse de niños con duras enfermedades, son imágenes, como dice Jordi Folgado Ferrer, director general de la Fundación, que “nos ayudarán a concienciar a la sociedad, porque la pobreza y el sufrimiento no están para ser entendidos, sino para ser resueltos” (Montañés, 2016)


Los sueños de la razón. Goya+Buñuel.

 

            Durante casi tres meses (del 3 de octubre al 30 de diciembre de 2018) ha permanecido abierta esta exposición que, sin lugar a dudas, se ha convertido por méritos propios en uno de los acontecimientos culturales del año, no solo en nuestra ciudad, sino en el conjunto del país puesto que tuvo una primera toma de contacto con el público en las salas del Museo Lázaro Galdiano de Madrid, en donde se inauguró el 13 de diciembre de 2017, siendo visitable hasta el 4 de marzo de 2018. Acontecimiento por la envergadura de los dos protagonistas sobre los que se reflexiona, Francisco de Goya y Luis Buñuel, y por la trascendencia de sus respectivos trabajos, desarrollados en dos épocas muy diferentes, pero especialmente convulsas y de cambio. La muestra ha sido comisariada por Amparo Martínez Herranz, profesora titular de Historia de Cine de la Universidad de Zaragoza, y José Ignacio Calvo Ruata, jefe del Servicio de Bienes Muebles de la Diputación Provincial de Zaragoza. Ambos son expertos conocedores de la trayectoria de los dos artistas protagonistas: la primera ha dedicado sendos estudios a varias películas de la etapa mejicana del calandino (El gran calavera, 1949; Susana (demonio y carne), 1950; Él, 1953; Ensayo de un crimen, 1955, etc.), mientras que el segundo es un gran estudioso de la obra pictórica de los hermanos Bayeu (a Fray Manuel consagró su Tesis Doctoral), además de haber comprendido las relaciones entre éstos y su cuñado Goya, en el contexto de la pintura española del siglo XVIII. Este fundamento científico de total solvencia por parte de los comisarios garantiza la hondura de las ideas planteadas en cada una de las salas.

            La exposición tiene la peculiaridad de presentarse en dos sedes simultáneas, el Museo de Zaragoza y el Museo Goya. Colección Ibercaja-Museo Camón Aznar de la capital aragonesa. En este segundo espacio se dedica especial atención al proyecto de película que Buñuel desarrolló sobre la vida de Goya con motivo del encargo realizado por la Junta del Centenario que tenía como fin conmemorar el fallecimiento del pintor en 1928.

            Cabe decir que, en ocasiones, una relación significativa entre artistas no es suficientemente conocida entre el gran público. Tales y sugerentes concomitancias son convenientemente explicadas en la exposición que nos ocupa. Esta muestra viene a cubrir esa posible carencia a través de un completo (y repleto) montaje de diversos materiales (cuadros, grabados, fotografías, libros, cartas, objetos [destaca en este sentido la navaja-crucifijo utilizada por Buñuel en Viridiana (1961)], guiones cinematográficos, fotogramas de determinadas películas, proyecciones, etc., procedentes, a su vez, de numerosas instituciones que los han prestado para el evento. Enfoque, por tanto, didáctico, en el mejor de los sentidos, es decir, no cerrado a conclusiones establecidas desde los promotores, sino abierto a la interpretación del visitante que, a buen seguro, descubrirá una buena cantidad de nexos de unión entre estos aragoneses universales. Y es que, en efecto, más allá de las más o menos evidentes coincidencias iconográficas que uno y otro pudieron incorporar en sus respectivos medios de expresión, y que importaba resaltar porque nos dan idea de la continuidad de una tradición cultural, se nos  ofrecen quizás otra serie de aspectos que tienen que ver con las contradicciones surgidas en su seno, con los intentos de enfrentarse a los convencionalismos, tanto en el terreno artístico como en el social, y, en estrecha y enriquecedora simbiosis de ambos elementos, la utilización del arte como herramienta de denuncia de los males de la sociedad. Quizás sea ése el rasgo que, de manera más sintética, mejor identifique a los dos creadores. No obstante, y no dejando de ser llamativa la circunstancia, el cineasta renegaba de esta conexión con el pintor de Fuendetodos, como así se explicita en uno de los textos que complementan bien los contenidos, a partir de una cita del guionista Jean-Claude Carrière, colaborador suyo en varias de sus películas de la segunda etapa francesa: “Sé que Buñuel estaba cansado, harto, de que se le comparara con Goya -aragonés como él, sordo como él, y también como él corrompido por los franceses (un afrancesado), pero ahora es ya imposible citar a uno sin pensar en el otro”. Esta colaboración entre Carrière y Buñuel se certifica con la inclusión en el montaje de algunas páginas del que sería el último guion coescrito entre los dos, Agón, iniciado hacia 1978, al que se suma un dibujo salido de la mano de Carrière, y que reproduce una imagen impactante contenida en el texto (la del Cristo que emerge del hongo nuclear). Estas páginas se hacen acompañar de otras de un nuevo guion que tampoco se llegó a filmar, titulado Ilegible, hijo de flauta, que sería escrito junto a Juan Larrea, partiendo de un texto suyo previo redactado hacia 1927-1928. Mención aparte merece el guion sobre la obra de Goya que Buñuel escribiría íntegramente, y del que luego hablaremos.

            Abundando en esta idea del rechazo de Buñuel sobre sus vínculos con Goya, el realizador descartaba esta filiación en el reportaje-entrevista Luis Buñuel. Cineaste de notre temps, filmado en 1964. Ante la pregunta del crítico de cine André S. Labarthe “¿Cuál es su conexión con la cultura española, escritores o pintores españoles? ¿Se siente conectado a ellos?”, Buñuel respondía provocadoramente: “Personalmente, intelectualmente, no me siento conectado a lo español. (…) La gente siempre piensa en Goya. Ellos ven referencias a Goya en mis films. Es demasiado fácil…”  Por el contrario, se veía más vinculado con los artistas de su tiempo, sus antiguos compañeros y amigos de la Residencia de Estudiantes (Salvador Dalí, Federico García Lorca, etc.), y sentía igualmente una íntima sintonía con los miembros de la Generación del 98 y del siglo XIX hispano, como Benito Pérez Galdós. De hecho, algunas de sus películas se basaron en textos del escritor canario, partiendo de la citada Viridiana, y ya antes Nazarín (1958), y posteriormente Tristana (1970). Todo ello es convenientemente estudiado en la exposición.

            La muestra se encabeza con dos retratos de los artistas: en la sede del Museo de Zaragoza encontramos el autorretrato de Goya pintado en 1815, custodiado en el Museo del Prado, junto a una fotografía de Buñuel tomada por Ramón Masats durante el rodaje de Viridiana. Esta imagen formó parte de otra exposición organizada por la profesora Amparo Martínez en el IAACC Pablo Serrano de Zaragoza, del 12 de julio al 3 de septiembre de 2017, y donde tuvimos la oportunidad de ver fotografías de Masats hasta entonces inéditas de estos días de trabajo del director aragonés y su equipo en una finca a las afueras de Madrid. Por su parte, las salas del Museo Goya están presididas por otro autorretrato de Goya fechado hacia 1775, perteneciente a la Colección Fundación Ibercaja, y por el célebre retrato fotográfico de Buñuel tomado por Man Ray en 1929, y que se localiza en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.

            Seguidamente, en la sala del Museo de Zaragoza, encontramos un conjunto de obras (pinturas y grabados) que nos orientan acerca de los inicios y la formación del pintor: trabajos de carácter religioso (una Virgen con el Niño, de hacia 1772-1773), junto con grabados que son copias directas de obras velazqueñas (Los borrachos). Un artista en ciernes que miraba a otro consagrado, dos maneras que, con el tiempo, se van a identificar casi enfrentadas. Ramón María del Valle-Inclán, en una entrevista fechada el 7 de julio de 1927, publicada en Heraldo de Madrid, afirmaba que Goya “es el pintor español por excelencia, infinitamente más español que Velázquez”. El escritor gallego valoraba especialmente del primero la importancia de introducir lo grotesco en su pintura como modo de observación: “Al mundo creado le contempla con una mueca regocijada y trágica a la vez, con algo de conmiseración” (Alesi, 2012: 123-145). La tradición era asimilada por el joven pintor aragonés, pero también se mostró venerador de la heterodoxia a través del tratamiento expresionista de la luz y de las figuras, tal como lo llevó a cabo en sus grabados el holandés Rembrandt. De éste podemos contemplar El descendimiento a la luz de la antorcha (1654).

            Sin dejar la técnica del grabado, hallamos una estampa del británico William Hogarth (La boda, 1735), artista del que tomó la voluntad de hacer crítica con este procedimiento, atacando alguno de los vicios y convenciones asentados en la sociedad de su momento, como los matrimonios de conveniencia o por interés. Ciertamente, este tema estará presente en numerosos grabados de la serie de Los Caprichos (1797-1799), como en el célebre El sí pronuncian y la mano alargan al primero que llega (Capricho 2). De esta primera serie de grabados, Ramón Gómez de la Serna, un destacado goyista, decía: “son periodismo, comentario y amenidad, contraste de lo real con lo imaginado, flotante sátira fácil de reproducir” (Gómez de la Serna, 1928: 91).

            En paralelo, y como es lógico para articular la coherencia del discurso expositivo que pretende describir los vasos comunicantes entre pintor y cineasta, los primeros encargos profesionales de Luis Buñuel: la puesta en escena de El retablo de Maese Pedro, la ópera guiñolesca compuesta por Manuel de Falla, que se llevaría a la ciudad de Ámsterdam en abril de 1926. Junto con fotografías de rodaje de La caída de la casa de Usher (La Chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928), en que el calandino, ya establecido en París, trabajaría como ayudante de dirección. Poco después rodaría su ópera prima, Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929), de la que se da cuenta mediante los primeros fotogramas de la cinta, que conforman la mítica secuencia de la disección del ojo. Esta escena, además de otras -el final impactante- de su segundo film, La edad de oro (L´Age d´or, 1930), los momentos de tentación en Simón del desierto (1965), una particular reinterpretación de la Última Cena de Leonardo da Vinci en La Vía Láctea (La Voiee lactée, 1969) (ya anteriormente había efectuado otra no menos polémica en Viridiana) son proyectadas en bucle en el arranque de la exposición. En todas ellas el componente irreverente y transgresor hacia la religión, dispuesto en paridad junto con la pulsión de los deseos, son los elementos substanciadores de sus argumentos. Algunas de estas ideas en Buñuel provienen de sus lecturas juveniles, como Los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade, publicada inicialmente a finales del siglo XVIII. Queda constancia de ello con la edición en francés, de 1930, de esta obra maldita, y otros textos influyentes como la Introduction au discours sur le peu de réalité, de André Breton, el cual corrobora su inserción en el grupo surrealista. Igualmente hay espacio para grandes obras de la literatura española universal, como el Quijote de Cervantes, o las Obras completas de Benito Pérez Galdós. Pero si Buñuel se mostró admirador de todos estos literatos, no lo fue menos de cineastas que casi contemporáneamente estaban haciendo avanzar un medio expresivo joven, potencialmente lleno de posibilidades sobre todo para todo lo relacionado con la capacidad de ensoñación y de extrañamiento, gracias a la puesta en escena y a la aplicación de diferentes recursos visuales; de ahí que también aparezcan fragmentos de películas del propio Jean Epstein (la mencionada Caída de la casa de Usher), que ya apreció en el aragonés “tendencias surrealistas”, Fritz Lang (Las tres luces, Der Müde Tod, 1921), o Buster Keaton (El moderno Sherlock Holmes, Sherlock Jr., 1924).

            Volviendo con Goya, varios cuadros de las décadas de los 70 y 80, que forman parte habitualmente de las colecciones permanentes del Museo del Prado y del Museo de Zaragoza, parecen enfrentarnos a anodinas escenas de costumbres (La letra con sangre entra; El albañil borracho, etc.), pero contienen una importante carga crítica sobre los modos y las costumbres españolas. Intenciones que se profundizan en nuevos grabados de Los Caprichos, y en el explícito horror de los Desastres de la guerra (1808-1814), donde el artista atacó sin paliativos la sinrazón que se desata en todas los conflictos armados.

            A lo largo de la muestra, son constantes los parangones entre las obras plásticas y gráficas del de Fuendetodos y las películas, sobre todo a partir de fotogramas, del del Calanda; así, algunos grabados de Los Caprichos, los que redundan en el mayor absurdo, que es una forma de irreverencia a lo convencionalmente aceptado, como Ya tienen asiento (26)  Subir y bajar (56) se hacen corresponder, por ejemplo, con ciertos fotogramas de El fantasma de la libertad (Le Fantôme de la liberté, 1974); en concreto con la escena en que un grupo de burgueses se reúnen en un salón sentados sobre inodoros. Esta película aparece glosada en varios momentos de la exposición, con fotogramas y la proyección de la escena relativa a los fusilamientos del comienzo, ambientados en la época de la invasión napoleónica (como refrenda el personaje que dice justo antes de morir “Vivan las caenas¡”). Huelga decir que se trata de un homenaje expreso tanto al famoso lienzo goyesco como a algunos grabados de los Desastres que también evocan sucesos tan terribles.

            El montaje expositivo se complementa con el audiovisual titulado Los sueños de la razón, dirigido por Ana Revilla e Ignacio Lacosta, donde diferentes expertos en la obra goyesca, como Manuela Mena, jefa de Conservación de Pintura del siglo XVIII y Goya del Museo del Prado, o Gonzalo M. Borrás Gualis, catedrático emérito de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza, amén de otros especialistas en la trayectoria buñueliana, como el también catedrático Agustín Sánchez Vidal, prolífico autor de numerosos estudios sobre el calandino, a los cuales se suma el guionista y novelista Jean-Claude Carrière, dan su opinión sobre ambos genios.

            Centrándonos ya en las salas del Museo Goya, se sigue insistiendo en las frecuentes similitudes iconográficas entre ambos artistas (como da a entender el título genérico de Convergencias), a partir del cotejo de obras pictóricas y gráficas con fotogramas y fotos-fijas de películas. En este sentido, son muy variadas las temáticas que se abordan, desde los asuntos religiosos, reinterpretados bajo una óptica muy personal, exentos de trascendencia y volcados hacia la mundanidad, hasta todo lo relacionado con el deseo (en la anterior faceta cristalizará bajo la forma de la tentación, ilustrada bien en Simón del desierto, donde un sensual diablo (Silvia Pinal) provoca constantemente al santo eremita), expresado en títulos tan paradigmáticos como Viridiana.       Un film, como el anterior, que, a pesar de introducir un tema religioso -en este caso, la caridad-, esconde un tratamiento evidente del deseo, encarnado en la figura de D. Jaime(Fernando Rey), tío de la joven novicia. Por otra parte, esta película también desarrolla ciertos aspectos que se asocian a particulares tratamientos del realismo adscritos a la tradición hispánica, y que se clarifican en los personajes de los mendigos. Ello parte del propio texto galdosiano en que se basa, que es deudor -y continuador-, a su vez, de otras iconografías similares presentes en la pintura de Velázquez (sus bufones y mendigos), que serían copiados de nuevo por Goya (por ejemplo, en Menipo, el filósofo, datado hacia 1778, también expuesto), y que toma cuerpo en personajes inolvidables como el mendigo “El Poca” (Luis Heredia) comiendo judías, de la película de Buñuel, que parece recordar, en última instancia, al Capricho 54 (El Vergonzoso) de Francisco de Goya.

            Más allá de todas estas imágenes, la segunda sede de la exposición Goya+Buñuel. Los sueños de la razón es importante debido a que se dedica, casi en exclusiva, a perfilar y a analizar las implicaciones del guion que Buñuel comenzó a escribir en 1926 sobre la vida y obra goyescas. Sin duda alguna, y como es lógico pensar, es el trabajo donde más impronta goyesca podemos advertir.     Ello se percibe en la relación directa entre escenas contenidas en las páginas del guion, cedido para la ocasión por Filmoteca Española, y -una vez más- determinados grabados y/o obras pictóricas. Este interesantísimo texto, que ya ha sido estudiado por diferentes autores (Borrás[1], 1992; Lázaro y Sanz, 2017), no pretendía tanto construir una versión ajustada a los hechos históricos que rodearon a la vida del pintor, sino que, más bien, se dejó llevar por la visión más pintoresquista, muy deudora de la historiografía francesa (como el Goya de Laurent Matheron, publicado en 1858). Tal es así que su autor, Luis Buñuel, durante el proceso de documentación pidió una serie de estudios y otros materiales al librero León Sánchez Cuesta que redundaban en este enfoque esencialmente tópico, como consta del intercambio de cartas entre éste y el cineasta, expuestas igualmente en la sala, y que actualmente se custodian en el Archivo de la Residencia de Estudiantes. Del mismo modo, podemos revisar una serie de nuevas misivas entre Buñuel y la Junta del Centenario, en las que se informa del recibo de diversas cantidades a cuenta del trabajo realizado. Todo ello llegado del Archivo Histórico de la Universidad de Zaragoza, que alberga toda la documentación relativa a los actos en recuerdo del centenario del fallecimiento del pintor en 1928, y entre los cuales estuvo este proyecto de filmación de una película sobre Goya que nunca se llegó a culminar.

            Las salas del Museo Goya acogen igualmente dos audiovisuales con fragmentos de algunas de las películas más goyescas de Buñuel (de nuevo, El fantasma de la libertad, entre otras), más el documental antes citado Los sueños de la razón.

            Finalmente, no queremos dejar de mencionar que con motivo de la exposición se ha editado un extenso catálogo, que además de contener las principales obras expuestas, incluye un valioso conjunto de textos de renombrados especialistas en la materia, que arrojan un poco más de luz sobre las constantes creativas y personales de dos de las personalidades más sobresalientes de la cultura aragonesa, española y universal.

 



[1]   Este mismo autor ha publicado el texto “De nuevo sobre el guion cinematográfico Goya, de Luis Buñuel”, en el catálogo de la exposición. El libro ha sido editado por el Gobierno de Aragón y la Fundación Bancaria Ibercaja, Zaragoza, 2017.


Museo del Prado: Tradición e identidad

Hasta finales del siglo XVIII, el término “museo” no designa una entidad claramente identificable, sino un lugar de naturaleza variable, frecuentemente asociado con la idea de biblioteca. Dicha institución evoca una colección a la que se vinculan las nociones de estudio y de memoria, sin que tengan la menor importancia el propietario, la naturaleza de los objetos u obras reunidas, el público, o la dimensión de la colección. Como es sabido el Museo del Prado se creó a partir de las Colecciones Reales que habían creado, heredado y enriquecido los sucesivos monarcas españoles desde principios de la Edad Moderna. La calidad de las pinturas siempre fue alta, abundaban las obras maestras y había conjuntos de pinturas superiores a los de la mayor parte de los museos, hechas por los pintores más importantes de las escuelas venecianas del siglo XVI, flamenca del XVII y española desde el Renacimiento hasta Goya. A lo largo de sus doscientos años de intensa vida, entre el público, los críticos y los pintores, el Prado, no sólo se ha convertido en un actor importante en la historia contemporánea de España, también es el gran depositario de la historia pictórica nacional, y su nombre, es referencia para las grandes pinacotecas europeas.

Para conmemorar el evento inaugural del Bicentenario, la pinacoteca española reflexiona, en formato expositivo, sobre su significancia histórica. Museo del Prado (1819-2019). Un lugar en la memoria no es solo una exposición importante, como corresponde, es también una exposición necesaria. Lo que se nos presenta, nos enfrenta a muchos de los temas que han condicionado y modelado la historia del fortalecimiento de la conciencia patrimonial colectiva. Desde los mismos orígenes la ha hecho extraordinariamente sensible a los avatares históricos, sociales y políticos por los que ha atravesado el país. La muestra propone un recorrido cronológico que se articula en ocho etapas. El recorrido se sirve de un total de ciento sesenta y ocho obras originales, de las que ciento treinta y cuatro forman parte de las colecciones propias y las treinta y cuatro restantes se reciben en préstamo desde distintas instituciones nacionales e internacionales, junto a una importante presencia de material auxiliar como carteles, mapas, gráficos, reproducciones fotográficas e instalaciones audiovisuales.

Durante el siglo XIX, las crisis bélicas, como la Guerra de la Independencia, la adopción de medidas liberalizadoras como la Desamortización de 1835, unidas a las dificultades generales de la economía, se tradujeron en el cambio de manos, cuando no en la destrucción, de cuadros y otros bienes históricos. Una parte muy importante salió del país, pero otra proporción notable de lo que permaneció en España se fue integrando en diferentes museos locales. Entre esas instituciones cabe destacar el llamado Museo Nacional de la Trinidad, abierto en Madrid en 1838. De la Trinidad procede, por ejemplo, el grueso de la colección de obras de Pedro Berruguete, Vicente Carducho o Juan Bautista Maíno. También con ese museo se vincula el origen de la gran colección de El Greco. 

En el sistema de aprendizaje de las Bellas Artes del siglo XIX la tradición tenía una extraordinaria importancia como fuente de aprendizaje y punto de referencia. De hecho, las academias o estudios del natural seguían siendo el principal horizonte de la mayor parte de los artistas. En este contexto las copias de los artistas del pasado se convirtieron en instrumentos pedagógicos de primera magnitud, al que recurrieron no sólo los jóvenes en proceso de formación, sino también pintores maduros en busca de nuevas fuentes de inspiración. Eso mismo hizo que los museos se convirtieran en escenarios privilegiados de educación artística y los lugares principales en los que se estableció el diálogo entre los artistas y la tradición. Téngase en cuenta que buena parte de los pintores españoles del siglo XIX estuvieron muy atentos a sus antepasados representados en el Prado, especialmente a Velázquez, Goya, Ribera y Murillo. Las referencias a la pintura antigua española formaban parte de la realidad crítica, pues se utilizaban con frecuencia como motivo de comparación, y como medio para buscar una identidad artística. Hasta 1898 el Prado fue un museo moderno, ya que en sus salas se exponía pintura contemporánea. De hecho, fue uno de los principales receptores de las obras que el Estado adquiría en las Exposiciones Nacionales, que empezaron a celebrarse en 1856 y condicionaron la práctica artística en España durante más de medio siglo.Entre los temas tratados en la presente muestra destaca, por su relevancia artística, hasta qué punto los juicios, las valoraciones y los criterios histórico-artísticos están condicionados por la capacidad que las obras del pasado tienen para inspirar o estimular a los artistas que se encuentran representados con obras de Renoir, Manet, Chase, Sargent, Arikha o Pollock, entre los artistas foráneos, y de Rosales, Saura y, muy singularmente, Picasso, entre los nacionales.

En los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX se produjeron cambios importantes en la definición del ámbito histórico que era competencia del museo y se pusieron las bases para una redefinición de las responsabilidades científicas de la institución. La llegada de la Segunda República coincidió en gran parte con la llamada Edad de Plata de la cultura española. En la exposición hay un espacio dedicado a una de las iniciativas más importantes y singulares que se han hecho para difundir el conocimiento de las obras del Museo: el llamado "Museo circulante" que formaba parte de las Misiones Pedagógicas, y que acercó el Prado a numerosos, y en ocasiones recónditos, lugares del país a través de copias de algunas de sus obras señeras. En estos añosla institución vivió algunos de sus momentos más dramáticos y en los que se puso más intensamente a prueba su valor simbólico. Nos referimos, claro está, a la Guerra Civil, con la dispersión de obras que conllevó, y al periplo para que muchas de ellas pudieran volver a Madrid, quizás el mejor referente, que nos muestra hasta qué punto los destinos de la nación y de su principal museo han ido con mucha frecuencia de la mano.

Desde el punto de vista de la perspectiva histórica con la que se organiza esta exposición es posible hacer una historia paralela de nuestra relación patrimonial y de nuestro devenir histórico. Al mismo tiempo, la extraordinaria relevancia que ha alcanzado el museo en sí mismo, así como su contenido, nos permite reflexionar sobre aspectos que rebasan el campo de lo estrictamente histórico-artístico. Cuestiones como sus cambios de titularidad, su política de adquisiciones, las donaciones y legados de los que se ha beneficiado, sus sucesivos regímenes administrativos e incluso los peligros y amenazas a los que se ha visto expuesto y la forma en que los ha afrontado. En los últimos ochenta años, el Museo del Prado ha experimentado cambios importantes en numerosos órdenes de cosas, y se ha convertido en una institución mucho más dinámica y con una relación más profunda con la sociedad, algo que no solo refleja las nuevas circunstancias políticas y vitales del país, sino también el protagonismo creciente que han ido adquiriendo los museos en todo el mundo como agentes de interlocución entre los ciudadanos, la cultura y el conocimiento.


Iturrino, pintor salvaje

Desde finales del siglo XIX y principios del XX los volúmenes simplificados del cuerpo humano se convierten en actores de una corriente de investigación que se constituye en un motivo prioritario para numerosos artistas. Esta preocupación formal es sugerida por  Paul Cézanne, seguido en mayor o menor medida por Matisse, Derain o Picasso. Para otros artistas la reflexión sobre el cuerpo desnudo, generalmente el femenino, es una manera de simbolizar un mundo idealizado vinculado a una estética arcaizante. En el complejo panorama de la plástica española de fin de siglo, encontraremos a diferentes tipos de mujeres que formaron parte del ideario de la España Negra. Las gitanas fueron un tema usual a finales y principios del siglo, incluso para aquellos pintores que evolucionaron de forma muy distinta. Desde la vertiente social, incluida la denuncia, o desde la más folclórica, estos personajes femeninos protagonizaron las obras de numerosos pintores, una temática con buena acogida en el mercado. Para otros artistas, como el pintor Francisco Iturrino, la búsqueda de la belleza arcaizante otorga a la representación de la mujer como símbolo de equilibrio, de proporción y medida, al tiempo que una reconciliación con las raíces del mundo clásico. Inconformista, inquieto, audaz e innovador, con estos cuatro adjetivos podría resumirse la trayectoria vital y artística de este artista santanderino, que sigue siendo un desconocido para el gran público, pese a la radical modernidad que representó en el panorama español de su tiempo. Para resarcir esa desatendida marginalidad, el Museo Carmen Thyssen Málaga, acaba de inaugurar una extraordinaria exposición retrospectiva bajo el título: La furia del color. Francisco Iturrino (1864-1924)

Francisco Iturrino vivió una existencia intensa e inquieta. En su desconocida biografía, se le muestra como un nómada en búsqueda permanente de inspiración y estímulo artístico, a través de un periplo vital que le llevó de norte a sur, tanto en España como en Europa. Tras un periodo formativo en Bélgica, Iturrino se instala en París en 1895. Como buena parte de la crítica francesa, los escasos escritores españoles que se acercaron a la obra de Iturrino en estos primeros años del siglo le consideraron, en gran medida, un imitador, un seguidor de Zuloaga. Tanto Iturrino como Zuloaga realizaron una visión de la pintura de costumbres posromántica, recogiendo una serie de arquetipos sobre lo español. Frente a la presencia enjuta y severa, de gran intensidad psicológica de los personajes de Zuloaga, Iturrino se interesó por mostrar la voluptuosidad y sensualidad del cuerpo femenino, adornado con elementos populares y alejándose de la introspección. Ambos solían escoger formatos generosos para sus cuadros y una proporción monumental para los personajes, de esta forma se diferencian de las diminutas figuras del costumbrismo, génesis de esta pintura. En estos años reafirma su temática y su estilo, protagonizados por motivos andaluces y realizados con probabilidad en Sevilla. Continuaba trabajando con asuntos castizos realizados con una paleta clara y luminosa.

De sus continuos cambios de residencia destaca sin duda el tiempo compartido con Matisse en Sevilla. Con él explora el uso del color para transcribir sensaciones y como elemento compositivo, del espacio y las formas, y se contagia de la fascinación del francés por la figura femenina, sustituyendo Iturrino en estos años sus “manolas” por sugerentes y audaces desnudos de anónimas modelos sevillanas u odaliscas marroquíes. Nos encontramos ante mujeres afables, efusivas, expresivas, que posan alegres con vestidos blancos con los que el pintor juega a mostrar las carnaciones de la piel o las transparencias del tejido. No son damas de la burguesía sino mujeres populares, sus cuerpos se ofrecen con total generosidad. El tema de las bañistas es uno de sus principales motivos pictóricos. Además de la temática del baño, realizará obras en las que sus saludables mujeres se revisten de un mayor erotismo. Al mismo tiempo el pintor acentúa este generoso ofrecimiento representando su imagen desde una perspectiva en contrapicado, acentuando la idea del voyerismo. Son años de plenitud de artista, ya con un estilo propio, absolutamente personal y novedoso dentro del panorama español: el protagonismo del desnudo femenino, la conexión con la naturaleza, la sensualidad y el erotismo, en definitiva, un canto a la alegría de vivir.

Iturrino creó una obra muy singular, furiosa de colorido, libre, espontánea, desinhibida, y vigorosa. Una pintura que exalta la belleza femenina y renueva el folclore español. Su mirada aportó matices novedosos a la pintura de temática española heredera del costumbrismo. Su estética es el resultado de una  apuesta  arriesgada y valerosa en su tiempo, pues supuso la fusión de elementos heredados de los maestros postimpresionistas con la pintura regionalista, y lo hizo desde un tratamiento técnico que mostraba recursos novedosos, con una pincelada líquida, amarga y gestual y una gama cromática intensa y exaltada. Sus obras están dotadas de una energía y expresividad que aún hoy permanecen.


Reseña del libro Memoria visual de Zaragoza. Los grises años 50, Gran Archivo Zaragoza Antigua (2018, El Periódico de Aragón)

En diciembre de 2018 El Periódico de Aragón sacó del universo digital parte del trabajo llevado a cabo por José María Ballestín y Antonio Tausiet en su página web Gran Archivo Zaragoza Antigua (GAZA).[1]Concretamente, desempolvó instantáneas relativas a los años cincuenta en la capital maña; un ejercicio de nostalgia entre la reflexión y el disfrute, que permite al lector sumergirse en la lectura y la contemplación de un pasado (todavía) no tan lejano. Con el título general de Memoria visual de Zaragoza, el rotativo inicia en Los grises años 50 una colección de libros organizada por décadas, un proyecto histórico-artístico en el que se establece un viaje desde la Zaragoza de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad.

La primera parada del recorrido coincide con un periodocaracterizado por la tensión entre la inmediata Posguerra, el desarrollo económico y las paradojas creativas y culturales. En aquellos instantes Zaragoza experimentó, en detrimento de numerosos pueblos de la geografía aragonesa, un notable aumento de su población -al final de la década contaba con más de 300.000 habitantes-. Una circunstancia que le permitió afianzar su posición como capital de la región, convirtiéndose en todo un referente de los primeros cambios que comenzaron a llegar a los principales núcleos españoles. La fisionomía zaragozana se transformó, expandiéndose más allá del centro urbano y dando protagonismo a los nuevos barrios.

Conscientes de esta evolución, Ballestín y Tausiet trazan en la publicación un itinerario compuesto por cinco grandes bloques, que suceden a un breve pero conciso capítulo introductorio: Casco Viejo; Centro y Ensanche; Barrios; Economía y transportes; y Sociedad. Los cuatro primeros ofrecen al lector la oportunidad de reconocer las pervivencias y cambios experimentados por el urbanismo zaragozano a lo largo de los años, pudiendo contemplar -entre otros muchos ejemplos- el antiguo bulevar del Paseo de la Independencia o el irreconocible Arco del Deán.[2] Instantáneas que también sirvieron para capturar a sus protagonistas, ciudadanos que, de forma más o menos consciente, se convirtieron en parte de la historia visual de la capital aragonesa. El quinto bloque sirve para ubicarlos en el espacio que habitan, dibujar una panorámica de un ecosistema caracterizado por la hegemonía absoluta del poder religioso y militar. Una visión heterogénea que incluye desde teatros y cines actualmente desaparecidos -como el Teatro Iris, que cambió su nombre por Teatro Fleta en 1958, o el cine Coliseo-, hasta procesiones de Semana Santa o comparsas de gigantes y cabezudos. A través de este tipo de imágenes el libro se humaniza, trasciende su doble faceta artística e informativa y se adentra en el ámbito de las emociones, los sentimientos y la nostalgia de unos años en los que la huella franquista continuaba muy presente en todo el país.    

Doscientas páginas de recuerdos, anécdotas y curiosidades, resultado de una profunda investigación que queda visible a través de los comentarios que acompañan a cada una de las fotografías, planos, pinturas y dibujos que componen la obra -realizados todos ellos ex profeso para esta edición-. Los autores se muestran honestos en este aspecto, conscientes de la magnitud de la temática abordada: El goyesco lema del Aún aprendo es un espejo en el que no dejamos de mirarnos (p. 8).

Un contenido mimado con una edición limpia y atractiva, que invita a disfrutar de un trabajo destinado a todo tipo de público interesado en conocer desde otra perspectiva la historia de Zaragoza.    



[1]Gran Archivo Zaragoza Antigua (GAZA):

http://adioszaragoza.blogspot.com/(Fecha de consulta: 23 de diciembre de 2018).

[2]Adquirido en esta década por la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, su restauración fue llevada a cabo por Teodoro Ríos Balaguer y Teodoro Ríos Usón, concluyéndose en 1958.


Del barro a la madera. Esculturas de Elvira Adiego, que merecerían una versión monumental

Tras muchos años de brillante trabajo como arquitecta y urbanista municipal en Zaragoza, Elvira Adiego ha encontrado por fin, ahora que está jubilada, el tiempo necesario para montar una muestra antológica de sus esculturas, muy variadas en materiales y estilos. De entrada lo más impresionante es, como bien indica el título de la exposición, el amplio registro de técnicas escultóricas que domina la autora, lo cual evidencia el gran esfuerzo de formación y tiempo dedicados al paciente modelado del barro, a la creación de cerámicas, al metal fundido o recortado, a la talla de madera… Quizá fuera una manera de combatir con esa sudorosa actividad manual el estrés psíquico de tantas horas concentrada en el meticuloso dibujo de planos arquitectónicos, como Ingres encontraba descanso para sus dedos tocando su violín cuando se fatigaba de pintar. No traigo a colación por mera casualidad al pintor francés, pues parece evidente la influencia estética francesa, sobre todo de la llamada Escuela de París. Hay homenajes a sus escultores aragoneses, como Honorio García Condoy, cuyos tótems estilizados y primitivistas han inspirado algunas estatuillas dedicadas a parientes de la artista, como la esbelta talla que protagoniza el cartel anunciador de la muestra, pero el magisterio preponderante es sobre todo del gran Pablo Gargallo, tanto en los trabajos a base de chapas recortadas como en las esculturas de bulto redondo donde Elvira juega poéticamente con efectos de hueco y volumen. Algunas son muy dinámicas, pero me parecen mejores las de estructura reposada, y si bien algunas pocas obras han sido sabiamente construidas a base de geometrías analíticas yo creo que destilan mayor inspiración las esculturas biomórficas. Entre ellas abundan mucho las composiciones centrípetas, dominadas por formas replegadas, con oquedades a las que se otorga gran protagonismo; quizá un guiño feminista, pues se trata mayoritariamente de figuras de mujeres. A mí me han gustado muchísimo las de joteros y joteras bailando, cantando o tocando la guitarra, que por lo visto ya triunfaron en otra exposición previa en la Casa de Aragón en Madrid: allí el efecto de la nostalgia de la patria chica o de lo exótico a ojos foráneos las haría aún más apreciables, mientras que en tierras mañas tenemos ya la sensibilidad más encallecida frente a estas temáticas, sobre todo por la saturación de monumentos con baturros de escaso encanto que atestan nuestros entornos urbanos. ¡Mucho ascendería el nivel medio de calidad si se ampliasen para algún encargo de estatuaria pública algunos de estos trabajos de Elvira Adiego, que a mi juicio son pequeñas crisálidas con vocación monumental! Ya hace años que otros funcionarios municipales cercanos en edad y negociado, como Antonio Asensio o Andrés Álvarez tienen plantada alguna escultura en espacios públicos de Zaragoza así que con mayor razón los responsables de urbanismo podrían rendir un merecido homenaje a una ilustre compañera ya retirada que tanto ha trabajado por esta ciudad.


Historia de la Colección Santamarca

En nuestro país, entre mediados del siglo XIX y la Guerra Civil de 1936, la imagen del coleccionista de obras de arte encarna la de un personaje de prestigio, que da rienda suelta a sus pasiones privadas, con acceso a las élites del poder político, y que a veces contribuye a salvaguardar y engrandecer el patrimonio del país. Estas grandes colecciones artísticas formadas entre los siglos XVIII y XIX, que contaban con obras de artistas italianos, flamencos, alemanes y holandeses, empiezan a verse despojadas, bien por la falta de sensibilidad o desconocimiento, de obras de la llamada Escuela Española, obras de arte que comienzan a despertar un interés por parte de coleccionistas extranjeros –no podemos olvidar un nuevo contexto que se produce en toda Europa en ese momento, la aparición del mercado, que trae consigo la figura del marchante, que actúa de puente entre el artista y el coleccionista burgués–. En los últimos años desde la óptica de la historia del arte y museística, el estudio del coleccionismo de arte creado  en la época contemporánea, ha sido objeto de gran interés, como lo demuestran el gran número de publicaciones, exposiciones y otros proyectos de investigación que se han llevado a cabo con este propósito. Una de estas colecciones, que ha sido objeto de estudio y revalorización recientemente, ha sido la colección Santamarca

La colección de pintura Santamarca es una de las más importantes de España de propiedad privada. Fue formada por Bartolomé de Santamarca a mediados del siglo XIX. A lo largo de los años, y como signo de prestigio social, el conde de Santamarca reunió en las casas de su propiedad en la calle Alcalá una importante colección de obras de arte que servían de decoración a su residencia y en la que destacan las pinturas, por su importancia numérica y por la alta calidad de gran parte de ellas. Colección muy amplia, desde el punto de vista cronológico (siglos XVII al XIX). Por lo que respecta a las escuelas, destaca por su importancia la española, seguida de la flamenca y la italiana, estando menos representada la francesa. La colección fue incrementada por su hija Carlota de Santamarca, que falleció en Madrid en 1914, y estableció en su testamento que se dispusiera toda su fortuna, incluida la colección artística, para la institución de una fundación benéfica para huérfanos de Madrid. Durante la guerra civil, la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico se hizo cargo de parte del patrimonio artístico de la Fundación Santamarca, almacenando las pinturas en los depósitos establecidos en el Museo del Prado y en el Museo Arqueológico Nacional. Concluida la guerra, fueron devueltas al asilo Santamarca las obras de la colección que habían sido incautadas. Todo ello se volvió a instalar en las dependencias de la fundación. El conjunto de obras, formado en su mayor parte por pinturas y algunas notables esculturas, muebles y objetos de artes decorativas ha sido poco divulgado. Casi desconocida la colección salvo por unos pocos eruditos y especialistas de historia del arte. Estas circunstancias favorecieron el olvido de la colección, perdiéndose  la memoria de algunas de las obras. Pero sin lugar a dudas, el “redescubrimiento” de la Colección Santamarca tuvo lugar con la magnífica exposición titulada: Colección Santamarca. Pinturas restauradas en 1983 por la Fundación Banco Exterior, que se celebró durante los meses de febrero a marzo de 1984 en la Sala de exposiciones del Banco Exterior, en el paseo de la Castellana de Madrid. Zaragoza, tiene la oportunidad  de verpor primera vez,una exposición antológica de la colección de pintura de Fundación Santamarca de Madrid. La exposición organizada por la Diputación Provincial de Zaragoza, diseñada bajo la dirección técnica y científica del comisario de la exposición, Wifredo Rincón, historiador del arte y Profesor de Investigación del Instituto de Historia del CSIC. Las obras poseen una cronología que abarca casi tres siglos, desde comienzos  del siglo XVII hasta la segunda mitad del ochocientos. Está integrada por 98 pinturas repartidas por once espacios distribuidos por las dos plantas del Palacio de Sástago.Los temas representados en su amplia temática destacan la pintura religiosa, los paisajes y bodegones de flores, además de algunos retratos, todos de carácter general.

 

De Goya al paisaje romántico

De toda la colección sobresale la serie de cuadros de gabinete con escenas de niños pintados por Francisco de Goya. La de la colección Santamarca de Madrid es la única de las posibles series que representan escenas de juegos de niños que está completa, con seis cuadritos. Se trata pues de obras acabadas, las figuras de los niños están ejecutadas con toques sueltos y nerviosos, llenos de vigor, pinceladitas precisas para resaltar los efectos de las luces sobre esas figuras y objetos, tratadas como si fueran miniaturas. Por lo tanto no estamos ante bocetos para cartones para tapices, pues los seis cuadritos tienen el mismo formato y dimensiones. Goya las pintaría no sólo como un divertimento, como una expansión pictórica, en la línea de los asuntos jocosos, alegres y campestres que se pedían para los cartones para tapices, sino con la intencionalidad ilustrada y pensado en su venta a particulares, nobles o burgueses, que podían colocarlos en gabinetes de sus casas como adorno, dentro de una ambientación adecuada para tertulias, conversaciones, etc. Según la investigación del historiador del arte Arturo Ansón Navarro:

De las seis escenas tres están ambientadas en España: Niños jugando a soldados, Niños jugando a pídolay Niños jugando al toro, y las otras tres en Roma, con ruinas clásicas como fondo: Niños peleándose y jugando con un balancín, Niños peleándose por castañasy Niños buscando nidos de pájaros en las ruinas. Los niños representados en estas escenas pertenecen a familias pobres, de la clase baja o popular. Son niños de Madrid, de pueblos de Castilla, o pobres romanos del Trastevere o del Campo dei Fiori. Los representados en estos seis cuadritos de juegos infantiles son hijos de artesanos y de campesinos pobres o humildes, salvo dos niños que, vestidos con unos uniformes escolares azules, se burlan de los niños que pelean y riñen entre ellos en la escena Niños peleándose y jugando con un balancín. Estos niños más ricos, posiblemente alumnos de un colegio romano de los jesuitas y de extracción burguesa.

Un aspecto que aleja de otros coleccionistas del momento al primer conde de Santamarca, fue su particular interés, y posible mecenazgo, por algunos de los pintores coetáneos: como los hermanos Antonio y José  de Brugada, Vicente Camarón y Torra y Jenaro  Pérez Villaamil, por citar algunos. El género utilizado por la mayoría de estos artistas, será el paisaje romántico. Quizás de todos ellos, sea Pérez Villaamil, pionero de los temas “orientalistas” en la pintura romántica española, el autor español de quién más obras se encuentren en la colección Santamarca, seguido de los hermanos Antonio y José Brugada. Quizás sean las marinas de Antonio, las que mayor interés para nosotros puedan tener, por ser un aspecto poco común en la pintura romántica española, y del que conocemos muy pocas representaciones. Como en la mayoría de sus cuadros, la factura del mar es dura en los primeros términos, mientras que  en las lejanías del paisaje esas durezas lineales van cediendo a favor de una suavidad evanescente que se confunde con las brumas de las lejanías. También se conocen encargos que fueron pintados juntamente, y de forma expresa, para la colección del conde de Santamarca. Tenemos los casos de Dióscoro Teófilo de La Puebla, con dos tablas de misma dimensiones e idénticas firma y fecha, así como similar técnica. En ambos casos se nos presentan escenas costumbristas inspiradas en una época que pretende ser de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Ángel Lizcano, con tres tablas que forman un grupo de características similares: poseen las mismas medidas e idénticas características estilísticas y temáticas. De ellas, sólo la titulada Jugadores de naipes está firmada y fechada en 1867. Para finalizar, en lo que respecta a los retratos familiares, destacaremos la  maestría de Bernardo López como pintor al pastel, por ofrecer la imagen de los condes, padre e hija, de esmerada destreza y gran finura, lo que se manifiesta sobre todo en este retrato de la joven Carlota, y del mismo personaje, ya en edad adulta, un retrato excelente de Moreno Carbonero, considerado uno de los más prestigiosos pintores de la alta sociedad del Madrid de su momento.