Dibujos de Pilar García Verón

En la galería Arte Roma el 20 de julio se inaugura la exposición de Pilar García Verón, nacida en Calatayud (Zaragoza) el año 1974. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, año 1997, con la especialidad de Pintura. Tal como indica la artista en su prólogo “es un conjunto de obras realizadas durante el confinamiento que buscan conectar con el despertar de la naturaleza en primavera, la belleza de las formas y su interacción con los insectos”.

Obra sobre papel basada en muy variadas flores blancas con ramas grisáceas. En un dibujo se posa una mariposa de bellos colores que rompe el conjunto con insultante belleza. Flores y flores que estallan por su categoría artística. Con tan sencillo tema Pilar García Verón demuestra que es una indiscutible artista. Para su próxima exposición nos gustaría palpar cuadros con los temas que sean.


El padre de la modernidad

Francisco de Goya es uno de los grandes referentes de la Historia del Arte. Sobre su obra se ha producido una literatura científica y divulgativa amplísima, que ha explorado numerosos aspectos de su vida, producción o relaciones con otros artistas. La larga sombra de su influencia ha sido explorada también en textos que han profundizado en la literatura actual, el cine o el cómic, como Goya en el audiovisual: aproximación a sus constantes narrativas y estéticas en el ámbito cinematográfico y televisivo (2017), firmado por Francisco Javier Lázaro y Fernando Sanz o las Actas del Seminario Internacional Goya en la Literatura, en la Música y en las Creaciones Audiovisuales (2019), coordinado por José Ignacio Calvo. Numerosos artistas visuales han recibido asimismo el influjo del padre de la modernidad artística. Desde sus aguafuertes hasta las pinturas negras. El sueño de la razón ahonda en esta huella que se extiende a lo largo de los siglos XX y XXI. 

 

Se trata de un proyecto original de La Fábrica producido por Fernán Gómez, Centro Cultural de la Villa de Madrid. El comisariado está a cargo de Oliva María Rubio, doctora en Historia del Arte por la Universidad Autónoma de Madrid y directora artística de La Fábrica. Reúne un amplio grupo de obras realizadas en distintas técnicas y soportes, desde el audiovisual hasta la serigrafía. Cincuenta y tres artistas distintos entre los que se encuentran Ricardo Calero, Cristina Lucas o Eva Lootz. Juan Genovés con Figuras (1960), dialoga con las obras de Víctor Mira (Amarrados a un pedazo de cielo, 1987) o Antonio Saura (El perro de Goya I, 1985). Aunque los vínculos van más allá de la pintura y se desbordan hacia la tridimensionalidad de Cronos vomitando a su hijo (2014), firmada por Francisco Leiro o el audiovisual de William Kentridge. Cuatro films reunidos bajo el título de Four Soho Eckstein (finales de los años ochenta-comienzos de los noventa), firmados por un artista que reconoce abiertamente el influjo del aragonés.  

 

La diversidad de técnicas y propuestas que reciben la alargada sombra goyesca se hace  patente en el impacto que supone Asnería (2010), de Pilar Albarracín. Instalación que parte de los Caprichos de Goya y que impacta en el cambio de una sala a otra. Concretamente reinterpreta la estampa número treinta y nueve, titulada Asta su abuelo. Impresionante resulta también Farsa-Goya. Fusilamiento del 27 de agosto de 1979 (2014), obra desarrollada por Dora Longo en la que refiere el asesinato de once nacionalistas kurdos durante la revolución iraní. Una gran mancha de sangre atraviesa toda la pieza y se desborda en el suelo. Los fusilamientos goyescos alcanzan así un eco actual, vinculados a la prensa de masas. La imagen contrasta con el 3 de mayo (2008), que pinta José Manuel Ballester. Los calmados restos de la masacre dejan un cuadro vacío de figuración, pero cruel en su contenido. 

 

El diálogo entre las obras es una constante en la propuesta curatorial, que bucea en las amplias aguas del arte contemporáneo para rescatar las pinceladas de óleo que Goya ha transmitido a la modernidad. Uno de los cuadros de la serie de desnudos en el museo de la artista Cristina Lucas cierra la exposición, acompañándose de una reinterpretada familia de Carlos IV a cargo de Fernando Bellver. La sombra del genio es larga. Y continúa prolongándose. 


Conexiones desde el encierro

 ¿Cómo desarrollar muestras en plena pandemia? ¿Es posible sortear el encierro y llegar al público? ¿Revisten interés las exposiciones digitales? Tras los acercamientos que realizamos en AACA Digital a las exhibiciones virtuales de Tebeosfera, el Salón del Cómic de Barcelona y Humoristán, no podía faltar la sala web desarrollada por el Instituto Quevedo de las Artes del Humor (IQH), perteneciente a la Fundación General de la Universidad de Alcalá de Henares. El instituto cuenta con un espacio físico (La Fábrica del Humor, situada en Alcalá) y su ámbito en la red responde tanto a la nueva situación configurada por la crisis del coronavirus COVID-19, como a la posibilidad de explorar nuevas opciones de llegar a los espectadores potenciales. 

 

La exposición que inaugura la idea está compuesta por obras desarrolladas por setenta y cinco autores de catorce países, con una mayoritaria representación española. Desde el IQH resumen que en la exposición:

 

Se da un repaso a los distintos momentos vividos en estas semanas, desde el sobreabastecimiento de productos como el papel higiénico [… hasta] la otra epidemia: los bulos y la desinformación […] y por supuesto, el reconocimiento a todas las personas que han estado trabajando durante este tiempo por ser de los servicios esenciales, con especial atención a nuestros sanitarios.

 

El profesional de la salud que doma a un coronavirus como si se encontrase en un rodeo americano fue realizado para La voz del sur por Miguel Parra y sirve de imagen para Balcones. Viñetas de la pandemia. Entre las obras que siguen este hilo epidémico se encuentran humoristas gráficos como Bernardo Vergara, Javirroyo, Kap, Manel Fontdevila o Mel. Firmas internacionales como la francesa afincada en España Adene (Anne Derenne), Mauro Biani, EDO (Eduardo Sanabria) o Milo Manara, se dan cita también en la reunión de creativos. Encontramos propuestas irónicas y referenciales: el siempre ácido LPO (Luis Pérez Ortiz) presenta al muñeco que sirve como imagen gráfica de Michelin, compuesto por rollos de papel higiénico en lugar de por neumáticos. Su estética recuerda a los retratos desarrollados en la Movida Madrileña por Ouka Leele. El humor nos ha acompañado en todos los momentos de actualidad. Las redes sociales han acogido al propio virus, reconvertido en persona física que habla sobre sus viajes a través del mundo, las ciudades que visita y los días que se encuentra peor en base al avance científico o el cerco sanitario. La risa ayuda a la evasión. Balcones. Viñetas de la pandemia recoge un poco de esa necesidad que seguimos sintiendo por hacer que nuestra convivencia con la catástrofe sea algo menos dura. 

 

La exposición recoge trabajos de numerosos medios que van desde el ámbito internacional hasta el regional. The Washington Post, The Guardian, El País, Diario de Jaén o El Norte de Castilla se reúnen para trazar un mensaje común. Como hemos comentado en otros textos, la propuesta virtual posee varias ventajas, entre ellas la posibilidad de leer cada texto desde la comodidad que proporciona encontrarse frente al ordenador. Este hecho ofrece al lector la posibilidad automática de explorar más sobre lo que está viendo, gracias a internet. El viaje diario a través del ciberespacio permite contemplar las conexiones que ha permitido el encierro, temáticas y de orientación. Un tipo de humor que apela al vínculo emocional y que resulta crítico con aspectos como el teletrabajo o la forma en la que han tenido que trabajar los sanitarios. Al mismo tiempo, evita caer en la frivolidad al reflejar unos meses dolorosos. Su retrato de la vida cotidiana continúa día a día, a través del papel y de internet. La idea a mantener es clara: reírse es el mejor medicamento contra el desánimo. 

 

 


Diversión y trabajo

Sabores, ruidos, olores, sensaciones concretas que hablan de la infancia y la adolescencia. De momentos de algodón de azúcar y esperas en la cola para subir a una atracción. Las ferias forman parte del imaginario colectivo de miles de personas que las esperan año tras año, fiesta tras fiesta, en las afueras de los pueblos y las ciudades. Para hacerlas posible es necesario trabajo duro y dedicación constante. Las emociones del público y los desvelos del feriante se reúnen en el Centro de Historias a través de Feria, ocio y vida. 

 

La exposición se organiza en distintas etapas que parten del propio montaje de la feria o de la burocracia necesaria para hacer posible el negocio. Los diferentes espacios reúnen más de 500 fotografías. La mayoría de ellas han sido recopiladas (o incluso realizadas) por José Antonio Pérez, alma de la idea y diseñador gráfico perteneciente a una familia con extensa tradición en el oficio. La propuesta incluye también bocetos de atracciones firmados por el artista José Cerdá y una gran cantidad de elementos relacionados con las ferias, como caballitos de madera, motocicletas y vagones o coches de atracciones. Una recreación que llega a la propia música, al sonido y las luces de los autos de choque, dentro de un concepto expositivo que logra sumergir completamente al espectador y que aprovecha muy bien el espacio proporcionado por el Centro de Historias.

 

 El apartado de “familia” es quizás el que mejor define la esencia de la feria. El negocio se pasa de generación en generación y supone un verdadero estilo de vida: convivencia cercana de todos sus miembros, desde abuelos hasta nietos, y movimiento continuo. Montaje, desarrollo y final en localidades distintas pertenecientes a una, varias o casi todas las regiones del país. De pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta. Las ferias constituían un ambiente recreativo y de libertad especial. Durante mucho tiempo, fueron los únicos lugares en los que se podía soltar adrenalina, comprar juguetes singulares o salir sin apenas control. Los cambios sociales, económicos y de consumo de ocio de las últimas décadas han hecho competencia a estos rincones de la infancia: el auge de parques de atracciones como Port Aventura es un buen ejemplo. La crisis potenciada por la enfermedad por coronavirus COVID-19 ha resultado especialmente dura para el colectivo: le impide trabajar mientras muchos de sus gastos se mantienen. 

 

Las imágenes del desmontaje de la feria entran dentro de las más entrañables por ese recuerdo que todos tenemos de la clausura. El día en que empezábamos a contar lo que quedaba para el siguiente. Una imagen de Santa Bárbara fechada en el siglo XVII, de autor anónimo y cedida por el Arzobispado de Zaragoza, sirve de cierre en la última sala. La patrona de los feriantes, cuya festividad se celebra el 4 de diciembre. La exposición se completa con la proyección de un documental con más de diez entrevistas sobre el tema. Muestran la memoria oral de una forma de vida y de un referente para muchas generaciones que se constituye una parte indispensable de nuestra sociedad.


Entrevista a Lorena Domingo, Premio AACA al artista aragonés o residente en Aragón menor de 35 años que haya destacado por su proyección artística

 

Lorena Domingo es Licenciada en Bellas Artes y en Historia del Arte por la Universidad de Salamanca. Ha realizado exposiciones individuales y formado parte de colectivas en numerosas instituciones. Además, ha participado en ferias como ARCO o Arte Abierto, Feria de Arte Contemporáneo de Casa Decor. Su obra ha sido adquirida por fondos públicos y privados entre los que se encuentran el Museo Pablo Serrano o la Fundación Uncastillo. 

 

La entrevistamos por la concesión del Premio AACA al artista aragonés o residente en Aragón menor de 35 años que haya destacado por su proyección artística, recibido ex aequo junto a Alejandro Azón. 

 

 

En primer lugar, enhorabuena por el galardón, ¿cómo te has sentido por la recepción del premio?

 

Muy ilusionada porque lo otorgáis los críticos de arte de Aragón y es gratificante ver como se valora positivamente tu trabajo en un sector tan profesional. Los premios para mí siempre son impulsos de energía, pero este me da una mayor alegría ya que no aplicas para ello, así que en este caso ha sido mayor, sobre todo porque era mi última oportunidad por el límite de edad.

 

 

El galardón se ha entregado ex aequo junto a otro artista aragonés, Alejandro Azón, ¿qué piensas que os une y que os separa como creadores?

 

He conocido personalmente a Alejandro gracias a este premio, su trabajo ya lo conocía porque hemos compartido en muchas ocasiones espacio expositivo. En estos momentos, estamos trabajando en un proyecto artístico del cual voy a ser comisaria así que hablamos asiduamente de inquietudes y referentes. Nos une la capacidad de trabajo y dedicación, pero sobre todo el respeto que tenemos hacia el mundo de arte y por supuesto también las dificultades. Nos separa nuestra manera de abrazar lo pictórico, porque cada uno tiene sus inquietudes y búsquedas en este campo tan amplio.

 

 

Has realizado numerosas exposiciones individuales en Aragón: en la Galería Cristina Marín, el IAACC Pablo Serrano (Presencias y Las raíces del vuelo), el Espacio Zamorano (People to see) o el Centro de Artesanía de Aragón (De aquellos barros). Aunque sé que es difícil elegir, ¿hay alguna muestra de la que guardes una imagen especial? ¿Recuerdas algún momento en concreto que haya resultado un punto de inflexión en tu carrera? 

Uff, ¡cómo elegir una! Es muy difícil quedarme con una porque esa me ha llevado a la siguiente…

 

Es emocionante ver como un proyecto que llevas gestando tanto tiempo de una manera teórica y práctica va cogiendo forma y como al final se recoge en una exposición. Cuando hago memoria no puedo olvidar que todas ellas responden a momentos de tu vida. Recuerdo con mucho cariño mi primera exposición en la Galería Cristina Marín cuando yo era muy jovencita y ni siquiera había acabado la carrera. Las Raíces del vuelo en IAACC Pablo Serrano me ha dado la oportunidad de poder contar con muchas facilidades y la posibilidad de desarrollar unas propuestas gracias al apoyo económico y logístico, pero sobretodo valoro la posibilidad de poder trabajar con otros profesionales del sector a nivel nacional. 

 

 

¿Cuál es tu opinión acerca del panorama expositivo en Aragón? ¿Existen suficientes medidas para apoyar a los artistas jóvenes? 

 

Estamos en momentos de mucha incertidumbre, hace meses empezamos a cancelar muchas de nuestras exposiciones o proyectos por el Covid y lamentablemente seguimos ahí.  A mí esta semana se me ha caído mi siguiente exposición individual en Zaragoza y mañana cuando vuelva al estudio sé que se me va a hacer duro ponerme a trabajar mirando a ese vacío en el futuro. Pero quiero ser positiva, ver cómo se desarrolla la primera acelerada de arte Aragonés, tener en mis manos la nueva revista cultural que ha nacido en Zaragoza y visitar la nueva galería de arte que abrió la semana pasada. 

 

 

¿Qué significa para ti la pintura figurativa? ¿Qué referentes artísticos tomas en consideración para su planteamiento? 

 

Para mí es difícil clasificar una pintura como figurativa o abstracta, porque muchas veces veo más realidad en una abstracta. Son conceptos con los que trabajamos y muchas veces mal definimos, pero en mi caso se hacen difusos porque las dos líneas las trabajo por igual, con la misma búsqueda.

 

Un referente que me he vuelto a encontrar este año en directo es Luc Tuymans. En noviembre vi su exposición individual La pelle en Venecia y desde entonces reviso el catálogo de ese trabajo pictórico cada vez que voy al estudio. 

 

He podido observar con detalle el trabajo de Miriam Cahn en la exposición que hizo  en el Museo Reina Sofía Todo es igualmente importante y me he quedado con ganas de ver el Alex Katz en el Museo Thyssen, que iba a ser este verano. Tendremos que esperar el encuentro con sus figuras, ¡ojalá sea pronto!

 

 

La abstracción se encuentra también muy presente en tu producción. En el catálogo de la muestra Las raíces del vuelo, el comisario y gestor cultural David Barro vincula tu producción con artistas como Silvia Bächli o Mondrian, ¿qué otros creadores actuales enmarcarías también entre tus posibles referencias?  

 

Imi Knoebel, Otto Zitko, Ángela de la Cruz, Katharina Grosse, Herbert Brandl, Vicky Uslé, André Butzer, Thilo Heinzmann, entre otros muchos. Lo bonito es perderlos de tu vista y volvértelos a encontrar. 

 

 

Trabajas asimismo manifestaciones como la cerámica. Has comentado en varias ocasiones que llegaste a ella a través de la tradición familiar y aragonesa (en la comunidad existen alfares tan importantes como los de Teruel o Muel), ¿podrías ahondar en dicho aspecto? 

 

Mi relación con la cerámica nace de tradición familiar porque mi madre es de Muel y ella desde muy jovencita se decidió a aprender este oficio. Durante mi carrera de Bellas Artes me fui de erasmus a Florencia, y allí se practica la misma técnica. Fue entonces cuando aprendí a pintar yo, porque me encontré con un tiempo y un taller que me facilitó el comienzo por esa andadura. Cuando volví a España, mi madre se había montado su propio taller en Zaragoza y desde ese momento mi hermana y yo trabajamos nuestra línea de cerámica de autor continuando el concepto artesanal. Muchas veces llevo mis inquietudes a este soporte, que me hace trabajar de una manera muy distinta en la toma de decisiones por la diferencia de los materiales, sus resistencias con el pincel, pero sobre todo por el tiempo que lleva todo el proceso productivo.

 

 

Has sido la comisaria seleccionada para el primer programa A3RTE, impulsado por Impact Hub Zaragoza y la marca Enate, con la propuesta Open this End. Los artistas elegidos han sido el propio Alejandro Azón (con el que comentabas antes que habías empezado ya a trabajar), Jorge Isla, Natalia Escudero y Leticia Martínez, ¿podrías hablarnos de este proyecto?

 

Contando con la capacidad del arte para condicionar nuestra mirada hacia el entorno, tenía claro que las obras reunidas en este comisariado se organizarían por la comprensión y el debate a partir de miradas múltiples. Esas miradas podrían venir de los artistas presentados en mi proyecto, pero también de otras solicitudes presentadas de manera individual para la Beca de producción. De ahí que el tema tuviese que ser amplio y contemporáneo, ya que lo importante del proyecto sería generar un espacio en el que nos acerquemos al problema de la Naturaleza en el momento contemporáneo. A lo largo del último siglo se ha reconfigurado la forma en que el pensamiento problematiza lo natural a través de las consecuencias de la acción antrópica, la pérdida de centralidad de lo humano, la estética ambiental, generando así una discusión. Es a partir de esas miradas múltiples, donde nos encontramos con el análisis de conceptos y términos como el Antropoceno, los ecofeminismos y el perspectivismo, por destacar alguno de ellos. 

 

Con esta convocatoria se sigue el ejemplo de otras comunidades en España en las que se crea un tejido artístico joven que aporta mucho movimiento. Se produce además una descentralización del foco creativo. Espero que tenga muchas convocatorias más y que con el tiempo sea una cita obligada en el calendario.

 


Between Debris and Things

La exposición “Between Debris and Things”, inaugurada el 14 de febrero de 2020, se expone en la Sala 2 del Centre del Carme (Valencia) hasta el 30 de agosto de 2020 (tras el parón debido a la pandemia del coronavirus). La exposición colectiva, comisariada por Antonio R. Montesinos, también artista, es un proyecto expositivo seleccionado en la convocatoria pública V.O. de Comisariado del Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana. Incluye obras de los artistas Jørund Aase Falkenberg, Elena Aitzkoa, Anaís Angulo Delgado, Lucía C. Pino, Alberto Feijóo, Albert Gironès, Christian Lagata, Julia Llerena, Jesús Palomino y Julià Panadès. 

Los artistas de la muestra plantean diferentes ejercicios de ensamblaje, con materiales y objetos encontrados o cotidianos a los que se aplican técnicas y gestos escultóricos más o menos complejos (apilamientos, mezcla de materiales (escayola, cemento, maderas…), atados, plegados, tapizado…) así como la inclusión de tecnologías de uso cotidiano (uso de la tablet como soporte, fotografía, impresión gráfica…) y una organización o clasificación de los materiales/objetos que da lugar a otras lecturas y significados. Se crean de este modo yuxtaposiciones poéticas y objetos híbridos que sirven para replantear lo mundano, y que funcionan como herramientas para explorar cuestiones emocionales, críticas o sociales. 

Así, podemos ver en una primera sala unos hatillos escultóricos situados en el suelo realizados con materiales diversos, como tela, palos… y compactados con escayola o cemento obra de Elena Aitzkoa (Zarza amarilla, Liquen, Ascua, Oxígeno, Noche en la luna, 2019); la instalación de Lucia C. Pinto que presenta piezas circulares jugando con dobles simetrías, bien colgando del techo (Irdial II -madera, teselas de espejo, resina de polyester, pintura, plumas, silicona, cadenas, hilo de acero, tensores…otros-, 2015), o las dos piezas circulares unidas por acero, también situadas en el suelo (Plodding Power poder andar con paso pesado -escayola, pintura, acero-, 2016) o bien un bombo situado en el suelo con dos tubos fluorescentes colgando del techo (Voluptuoso -bombo, barro encajados, dos fluorescentes-, 2015); comparte ese mismo espacio la instalación de Christian Lagata (Salir del surco al labrar la tierra II (instalación) -objetos y materiales recuperados e intervenidos, aluminio madera, hormigón y azulejos-, 2020, Sin título (Haría) –fotografía-, 2017) en la que se ensamblan distintos materiales y objetos que en los que sus usos públicos son transformados por otros de orden privado; y, por último, los muebles abandonados y re-tapizados con guata o gomaespuma de Anaís Angulo Delgado (Sorolla – Leví, -de-construcción y tapizado-, 2018/19), cuyos títulos hacen referencia a las calles en las que fueron encontrados. 

En la sala continua y comunicada de modo amplio con la anterior, se muestran la escultura/instalación de Julia Llerena Iñesta, una caseta hecha de listones de madera con hilos horizontales a modo de pentagrama en los que cuelgan de pequeños objetos encontrados en sus deambulaciones que nos habla de la esencia del habitar humano: la casa y el lenguaje (La habitación propia -técnica mixta: objetos y madera-, 2020), la pieza Rituales antropocenos (ensamblaje: plástico, cemento, conchas, Fotografía digital, 2018) de Julià Panadès, apilación de objetos encontrados en las playas de su Mallorca natal expresión del sagrado consumo- a modo de tótems contemporáneos, de la serie Atlas of abandoned objects, Jesús Palomino presenta la edición de Posters de Sevilla (2019-2020), en la que se documentan y clasifican encuentros con objetos por diversas ciudades del mundo que luego son clasificados. 

Asimismo, el artista Albert Gironés documenta pequeñas esculturas efímeras que realiza in situ en sus paseos y viajes en @espontani (plataforma digital activada mediante una Tablet, 2019) y 

que son presentadas en una Tablet. También con telas y harapos encontrados realiza su escultura con un discurso ecologista el artista noruego Jørund Aase Falkenberg (Supernova (Bilbao) –madera, tornillos y tela encontrada, rasgada, lavada y secada en secador-, 2014). Y, por último, Alberto Feijoo (Banco de sala / estructura de almacenaje. Mod. 1 -madera (DM) e impresión digital sobre tela 120 x 85 cm-, 2019-2020), presenta un banco que es obra de arte y, a la vez, puede mantener su uso funcional, en el que introduce unas telas impresas que pueden servir de colcha con la que cubrirse. 

El comisario, Antonio R. Montesinos, afirma que los artistas no imponen una intencionalidad sobre los objetos y materiales con los que trabajan, sino que más bien les interesa generar otras narrativas a partir de las nuevas relaciones creadas entre ellos. Quizás ese planteamiento refiera a un modo de trabajo en cierto modo más intuitivo, sensorial, que atiende a las características de los objetos y materiales, abiertos a nuevas conexiones. En este sentido, se podría decir que los artistas funcionan como “bricoleurs”, en el sentido del concepto que acuñara el antropólogo Levi-Strauss, quien equiparaba en valor, pero distinguía, el pensamiento mítico del científico pues el bricoleur (pensamiento mítico o salvaje) parte de fragmentos y restos de estructuras preexistentes que sirven para crear taxonomías y clasificaciones que ordenan el mundo, al contrario de la ciencia que parte de teorías y estructuras. El bricoleur recoge o conserva los elementos en razón del principio “de algo habrán de servir”, pudiendo ser reordenados a posteriori. De hecho, en muchos de los casos se parte de paseos, derivas o deambulaciones urbanas en las que se recopilan materiales y objetos, que luego son intervenidos, clasificados u organizados para su presentación. 

Se ha hablado sobre la precariedad como una de las posibles motivaciones de esta tendencia actual del arte contemporáneo en la que los artistas trabajan a partir de materiales encontrados: desechos, basura, restos y residuos de todo tipo (incluido el concepto de “imagen basura” o residuo digital que incorpora por ejemplo Hito Steyerl). Se puede también entrever en estos modos de creación artística una crítica más o menos velada a la sobreproducción capitalista, al consumo, o a la obsolescencia programada, subyaciendo un cierto planteamiento de sostenibilidad. Asimismo, partiendo del concepto “bricoleur”, se puede vislumbrar quizás una cierta necesidad de trabajar con lo intuitivo, lo matérico, lo cercano, en una vuelta sensorial más allá del exceso conceptual y digital-desmaterializado de otra buena parte del arte de los últimos años. También hay quién ve en ello una enésima vuelta a un formalismo más o menos elaborado. Quizá algo de todo ello concurra en estas obras que reflejan intereses y preocupaciones de artistas actuales.


Para calmar la sed, Pedro Avellaned

Si por algo se caracteriza la personalidad creativa de Pedro Avellaned (Zaragoza, 1936) es por su aspecto polifacético y multiforme, algo que, por muy sabido y comentado en múltiples ocasiones, no debe ser obviado a la hora de comprender la exposición que nos ocupa. Su trabajo ha consistido -y sigue consistiendo- en una constante búsqueda de sí mismo, no es casual que su autorretrato (con los ojos abiertos y cerrados) presida la muestra, y que el autor reconozca ese carácter íntimo de su última exposición hasta el momento, que permanecerá abierta hasta el próximo 21 de diciembre. Búsqueda autoexigente que está también en la continua experimentación técnica y formal, desde el propio ámbito de la fotografía, pero también en otros medios, dispares entre sí, que transitan desde la literatura, pasando por el teatro y el cine. Una dedicación multidisciplinar que lo emparenta con algunos de los artistas de las primeras vanguardias, como Man Ray, con el que tanto tiene en común.

Toda esta diversidad no es obstáculo para definir el conjunto de su obra como un logrado ejercicio de coherencia estética pero también personal, sin ceder a la imposición externa de modas que hacen prevalecer una determinada temática o procedimiento, que son expresión de lo que se lleva y que, las más de las veces, esconden oscuros intereses comerciales. En este sentido, Avellaned ha sido poco amigo de proselitismos, si bien es verdad que nunca ha negado sus gustos y preferencias, y siempre se ha guiado por una máxima que substancia su práctica artística, el predominio de la subjetividad y de la independencia creativa. En efecto, desde que comenzó a practicar fotografía de acuerdo a un afán conscientemente autoral, a comienzos de los años setenta con la serie sobre las Brujas (junto con Rafael Navarro y José Antonio Duce, otros dos nombres clave en la fotografía de creación aragonesa de los últimos cincuenta años), ya manifestaba ese interés por desmarcarse de los motivos naturalistas, de la mera observación del mundo circundante, para “demostrar que la fotografía es algo más que una simple reproducción del natural, de la realidad”. A lo cual apostillaba: “Ha sido también muy interesante trabajar un tema (el de las brujas) que no existe, irreal” (Henríquez, 1973: 10). Una ausencia de realidad en el sentido  fenoménico, reconocible, empírico, y una apuesta decidida por lo subyacente, por lo sugerido, muchas veces llevado por la fantasía de corte surrealizante y de la que el autor sabe sacar el máximo partido en términos creativos. Dicha actitud parece confirmar uno de los comentarios (el procedente del Manuscrito del Museo del Prado) en torno al grabado goyesco El sueño de la razón produce monstruos, que dice que “La fantasía abandonada de la razón produce monstruos imposibles: unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas”.

Ciertamente, Avellaned se mueve bien entre los estratos íntimos de la imaginación que dejan aflorar pulsiones no evidentes. Es por ello que desdeña ese presupuesto del reconocimiento comunitario, de referencia al colectivo, que exigía el reportaje documental de los años sesenta, y se decanta por la mirada introvertida, por el gesto individual que revela una identidad, que reclama para sí la atención de los demás. Por otro lado, se trata de una mirada que mira también a los que le rodean, de ahí que sea un consumado retratista desde prácticamente el comienzo de su trayectoria, de acuerdo a unos parámetros donde la sencillez y la concisión son las notas predominantes, en llamativo contraste con las abigarradas composiciones de sus famosos collages que más adelante comentaremos. Curiosamente tales retratos no aparecen apenas en la muestra que nos ocupa, que acoge un tipo de trabajo más experimental, y centrado cronológicamente sobre todo en las dos últimas décadas, no obstante también encontramos obras de épocas anteriores. Decimos que no hallamos retratos, pero destaca uno en el que no figura el rostro, pero sí las manos de la madre del artista, el célebre Las manos de Anita en reposo (2001), de gran formato, que son tan elocuentes o más que los rasgos faciales, y que nos sitúan ante una vida experimentada. En esas imágenes de rostros más o menos conocidos, queda descartado el tradicional -y casi tópico- axioma, llevado a su máxima expresión durante la modernidad, según el cual todo retrato, ya sea pictórico o fotográfico, contiene algún rasgo del retratista, como si fuera una especie de autorretrato. En el caso de Avellaned esto no es así, y cede todo el protagonismo a la persona que tiene delante, que se ofrece con la máxima naturalidad posible aun teniendo en cuenta que toda sesión de posado, por muy pocos elementos que presente en cuanto a decorado e iluminación, no deja de ser una puesta en escena.

Por su parte, los fotomontajes y collages son los que realmente permiten entrever la naturaleza íntima, probablemente autobiográfica, del autor a partir de la mezcla heterogénea e inconexa, solo en apariencia, de materiales diversos. También es verdad que, como buen buñueliano, juega al despiste al afirmar en alguna oportunidad que “en mis collages doy muchas pistas falsas, para confundir y guiar al espectador hacia caminos inesperados. En ocasiones ciertos” (Ansón, 2002: 9). El fotomontaje tiene un cariz fragmentario y complejo, de obra re-elaborada y construida, que reedita la polémica conceptual sobre su consideración estrictamente fotográfica frente a la toma única. Como si ésta no fuera una construcción mental, significativa (y muchas veces ideológica) por parte del artífice que está detrás. De este modo, Avellaned se erige en un auténtico heredero de las prácticas ya iniciadas en las citadas vanguardias de la mano de insignes nombres como John Heartfield o Josep Renau, pero sin la carga política de éstos. Los primeros collages de Avellaned datan de mediados de los años setenta, y asumen, según afirma una de sus estudiosas, la también fotógrafa Vicky Méndiz, en el catálogo de la exposición, un verdadero “acto terapéutico”. Estos trabajos pioneros se ubican en un momento especialmente interesante de nuestro país, de cambio en todos los sentidos, y donde la fotografía no iba a ser excepción, reorientada hacia unas prácticas más subjetivas, participante de hibridaciones con la plástica y con un fuerte sentido experimental. Es así como se recuperaron técnicas de manipulación, propias de décadas pasadas, entre ellas el fotomontaje, como materializaron a la perfección Avellaned, el sevillano Miguel Ángel Yáñez Polo o Jorge Rueda, éste último desde las páginas de la mítica Nueva Lente. En este nuevo contexto, definido por “la asimilación de la autonomía artística a la libertad democrática (…), en la segunda mitad de los setenta, (produjo) una eclosión de prácticas fotográficas inclinadas a lo fantástico, al delirio imaginativo, en detrimento de postulados documentales, que están históricamente vinculados a posturas de resistencia política. Estas prácticas fantásticas retoman conceptos del vanguardismo surrealista español y están dominadas por el patrón del fotomontaje y la escenificación fotográfica. Las referencias a Buñuel y Dalí son pertinentes aquí, como también al fotomontador Josep Renau” (Ribalta, 2001: 160).

Con esos materiales preexistentes, derivados las más de las veces de los medios de comunicación de masas en el caso de los clásicos internacionales antes mencionados, el artista recrea una suerte de nueva realidad y reinterpreta los significados otorgados a esa imagen en otro lugar dotándole de distintas connotaciones que a veces pueden caer en el hermetismo. El artista reta al espectador, le conduce por “caminos inesperados”, llenos de caleidoscópicas implicaciones. Nos situamos ante el mismo hermetismo fulgurante y liberador que los hallazgos de Marcel Duchamp y sus Ready-Mades proporcionaron en el ambiente de ruptura que supusieron las vanguardias. Huelga decir que la sombra del Conde de Lautréamont y sus Cantos de Maldoror siguen vigentes.

En algunos de esos fotomontajes, Avellaned hace uso de la “cita” apropiacionista, plenamente postmoderna, conformando la entidad visual del conjunto. En ciertas ocasiones va a recurrir a obras muy famosas de la Historia del Arte, como sucede en El Cristo moderno (2009), un tríptico que, mediante la inclusión del Cristo Crucificado de El Greco (h. 1590), el de Velázquez (1632) o el de Goya (1780), entre otros, semeja querer establecer una suerte de evolución en los modos representativos de un tema  tan importante y trascendente dentro de la imaginería religiosa. En el centro, su particular interpretación, transgresora, mediante una fotografía de un hombre desnudo frontalmente. Está claro que la posición de Avellaned no se asienta sobre la espiritualidad y serenidad de los anteriores, sino que crea conscientemente un sentido de incomodidad, una búsqueda de resultados alternativos a lo convencional y asumido desde la tradición. No hasta el extremo de JAM Montoya y su revisión de las iconografías clásicas del Cristinianismo, pero sí con una voluntad similarmente iconoclasta que pretende no dejar indiferente.

Otro ejemplo de cita de una obra cumbre de la Historia del Arte es “La Fornarina”, de Rafael  (1518-1519), localizada en su serie Obras Mínimas, y que es intervenida con una irreverencia que evoca a los célebres bigotes pintados por Duchamp a la Gioconda en su L.H.O.O.Q. (1919). El rostro está parcialmente cubierto por un antiguo billete de 1 peseta, con la efigie de Fernando “El Católico”, y el perfil de la modelo rafaelesca se recorta sobre un fondo de paisaje desértico y nuboso, mientras que el primer plano ofrece un suelo de cemento, sobre el que se apoya un somier de muelles? Este elemento procede de la primera imagen de su serie La cera y la sangre queman (2019), con lo que vemos un claro reaprovechamiento de obras propias en contextos muy diferentes. Esta serie tiene como factor protagonista al pavimento, sobre el que se despliegan objetos indefinidos (el efecto borroso contribuye a esta sensación), como de desecho, así como las manchas y las huellas.

Por otro lado, hay alusiones a la contemporaneidad en 129 Die in Jet (incluida en la serie Obras mínimas), en la que se apropia de una imagen que ya había sido reutilizada, a su vez, por Andy Warhol en 1962, dentro de esa especial fascinación que por los hechos luctuosos sentía el artista estadounidense. A Avellaned, además de re-presentar la obra warholiana, le interesa el detalle específico del ala rota del avión que se estrelló en junio de 1962, junto con la palabra inglesa “Die” (“Muertes”). La imagen, más allá de su terrible origen, vuelve a recuperar el dramatismo que tuviera en el ámbito informativo (periodístico) del que surgió, frente a la desactivación de ese componente, no exenta de polémica, llevada a cabo por el artista Pop en su interpretación plástica. Hay una constatación de la muerte, como en un sentido elíptico, latente, mediante una articulación secuenciada, tal como se da en su escalofriante serie de tres fotos El maldito cuarto de baño (2009), que oscila del blanco inmaculado de las baldosas a unos inquietantes chorretones de sangre. No sabemos y no queremos saber más, o tal vez sí, porque muchas de las imágenes de Avellaned nos conducen a cierto desasosiego, a una falta de complacencia, donde lo abyecto puede ser una categoría estética más. No es el único fotógrafo que ha recurrido a ella, como es el caso del siempre turbador Joel-Peter Witkin, con el que comparte, en ocasiones, una concepción barroca, escenográfica a la hora de componer la toma fotográfica.

Estos devaneos con la muerte siguen dándose en Rocco bajo el agua (2001), un cuerpo desnudo masculino sumergido, que es “la ensoñación del guardián de la puerta de acceso al tempietto de Bramante en Roma”, según palabras del propio Avellaned. La carne y su destrucción, el cuerpo y su desaparición, Eros y Thánatos, que, como propone Ana Puyol en uno de los textos del catálogo, “son concebidos, asimismo, como extremos cuya separación se une por medio de un abismo de posibilidades intermedias entre las que deambulan formas henchidas de deseo que coquetean, a su vez, con el ansia de destrucción”. Consideraciones éstas que nos recuerdan a los (contra)valores del surrealismo, y sobre los que teorizaron y llevaron a la práctica en sendas obras de pensamiento y de poesía nombres como Georges Bataille o Antonin Artaud, muy admirado igualmente por Avellaned, hasta el punto de que le ha dedicado una obra en su serie Memoria íntima (2001), que forma parte del Fondo Artístico de las Cortes de Aragón. A esta misma serie de pequeños fotomontajes, también se adscriben otros artistas, escritores o cineastas que son homenajeados, y cuya referencia  igualmente nos da pistas acerca de sus intereses estéticos: el Marqués de Sade, David Lynch, Edgar Allan Poe, Federico Fellini, El Greco, John Heartfield, Goya o Luis Buñuel, entre otros. Sin dejar de hablar de Artaud, cabe decir que en la exposición podemos contemplar un ejemplar de su obra Heliogábalo, el anarquista coronado (1934), que le inspiraría a Avellaned para componer uno de los fragmentos fílmicos (de proyectos iniciados tiempo atrás pero que no llegaron a terminarse) que finalmente compusieron su película-collage Dulces aguas amargas, presentada en 2006. No es éste el único objeto expuesto en vitrinas ya que también se pueden ver otros libros, así como materiales empleados en algunas filmaciones.

Pero no solo de retratos y de fotomontajes se compone la obra de Pedro Avellaned, también integran esta exposición otros trabajos que se caracterizan por el uso de técnicas de laboratorio, y, por tanto, siguen profundizando en la manipulación -en un sentido creativo- de la realidad a la que antes aludíamos. Ejemplo de ello son sus Moscas (2008), a las que aplica la solarización y el “rayograma”, procedimientos muy habituales en su admirado Man Ray. Un motivo heterodoxo, banal, el de los insectos (muy del gusto surrealista, por cierto), que se manifiesta ante el espectador mediante unas técnicas que generan contrastes tonales, ambivalencias, claroscuros, acciones contrarias. La apariencia en negativo de las siluetas de estas moscas configura una sensación de extrañamiento muy propio del autor, pero a la vez tiende a homogeneizar precisamente por “perder su apariencia externa natural” (Sánchez, septiembre de 2013). Esta obra se presenta en formato políptico, que es muy numeroso a lo largo de la muestra, como si Avellaned pretendiese gracias a la serialización construir un intento de secuencialidad, que no sería extraño dada su faceta de cineasta, pero en la que no hay relato, tan solo sugerencia y elipsis, como hemos referido con El maldito cuarto de baño. Similares tonos invertidos y un acrecentado sentido de la secuencialidad advertimos en El hombre que pretendía escapar (2009), cuya disposición recuerda los experimentos de la imagen en movimiento (descomposición) desarrollados por el investigador Eadweard Muybridge a finales del siglo XIX.

También se da el políptico en Calandina (2009), con la que penetra en el terreno de la imagen abstracta, fragmentaria (de nuevo), pero no con la idea de constituir un conjunto sino por el simple hecho de trabajar con las texturas y las superficies. Lo mismo podemos afirmar en sus obras más recientes, como la serie Soles (2016), en sendos formatos circulares, que apenas dejan adivinar nuevas superficies, casi manchas, o en El radiador de Henry Spencer (2020), un conjunto de líneas verticales paralelas, como si se tratase de una superficie acartonada. Así como en otras de finales de los años 90, como Visceral (1998), series de haces de material indefinido, cercanos en apariencia al plástico o a la goma. Y ya, por último, en Natura morta (2018), una serie de fragmentos, de nuevo, de árboles, todos idénticos, en un depurado blanco y negro, sin efectos, sobre un fondo neutro, que nos recuerda la asepsia formal y significativa, depurada, de los alemanes Bernd y Hilla Becher.

Por otro lado, el trabajo sin cámara, se aprecia de nuevo en sus Papeles modificados (1980-2019), que rememoran los tratamientos de los papeles pegados y posteriormente pintados de los artistas de vanguardia (primeras y segundas).

Gran aficionado a la historia, algunas de sus obras recogen ciertos pasajes en los que, por lo general, la muerte cobra un protagonismo por el desenlace ocasionado. Así ocurre en Retrato imaginario de Simón Bar Giora (2016), un militar judío que protagonizó una serie de luchas intestinas en el interior de Jerusalén, justo antes de la toma y saqueo de la ciudad llevada a cabo por el emperador romano Tito, en el 70 de nuestra era. Finalmente Bar Giora sería capturado y ejecutado en la Roca Tarpeya de Roma, sobre la cual también hay una obra, junto a un mapa de la capital italiana, que la recuerda. El rostro del personaje es una silueta con las cuencas de los ojos vacías, la boca entreabierta y amenazante, prácticamente un espectro.

Finalmente, cabe mencionar que Pedro Avellaned también hace uso de la tecnología digital. Así lo comprobamos en Hombre atrapado (2012), que tiene una versión en color en Sudario rojo (2012). Unas imágenes que ilustran a la perfección algunas de sus particulares obsesiones y búsquedas: la necesidad de romper con lo establecido, de expresarse libremente, sin tener que  acomodarse a convenciones formales o morales, la manifestación de un “universo desgarrado, en donde domina una percepción del cuerpo marcada por el dolor y el conflicto” (Ansón, octubre-diciembre 2014: 129).


Una selecta antológica de obras de Ignacio Mayayo

Siempre es agradable volver al antiguo Casino Mercantil, aunque los horarios de apertura no lo pongan fácil, pues su sala de exposiciones solo abre de lunes a viernes un par de horas cada tarde. Y con la dificultad añadida del confinamiento, por la pandemia de Covid19, muchos no habíamos tenido oportunidad de ver esta antológica que afortunadamente ha vuelto a abrir en septiembre. Menos mal, porque Ignacio Mayayo tiene muchos admiradores, que se han prodigado en buen número para aprovechar la oportunidad de visitar esta exposición donde ha habido una hermosa selección de sus obras de años, técnicas y temas diversos. Basta ver dónde se concentra más público para confirmar que la reputación del artista se vincula sobre todo al género del paisaje, así que no es de extrañar que a esos cuadros campestres, tema por otra parte muy apropiado para una Caja Rural, se haya dedicado la amplia sala principal, donde podemos encontrar desde sus típicas vistas de las riberas del Ebro en Zaragoza, a estupendos paisajes del Pirineo, u otros terrenos campestres en los que la mirada se pierde en la contemplación de los efectos atmosféricos o la perspectiva aérea, pero también llaman la atención algunos toques empastados, muy isioaincrásicos de este autor. En esta ocasión presenta paisajes en los que no suele haber personas, aunque sí maquinaria, maderos, construcciones, u otros elementos que son testimonio indirecto de la presencia humana. Son panorámicas en las que se evita cualquier anécdota o narrativa, para no despistar nuestra atención mirando al paisaje o, mejor dicho, a su representación pictórica. Lo curioso es que ocurre otro tanto con las pinturas de figuras, expuestas en la otra sala grande, donde hay retratos de amigos/as que posan como modelos, a menudo gente bohemia en actitudes solemnes, sin evocar tampoco ningún acontecimiento o circunstancia especial. Algunos son actores, pero Ignacio Mayayo nunca los representa en plena acción, sino agazapados en actitudes meditabundas antes de salir a escena, incluso durante los ensayos, como ciertas bailarinas pintadas por Degas, a quien igualmente parecen rendir homenaje las composiciones de punto de vista descentrado, muy propios también de la fotografía o del cine, con sus encuadres en contrapicado. Evidentemente, nada de eso es improvisado, hay muchas horas de investigación compositiva detrás, como también en las vistas de paisajes, que en absoluto hay que confundir con imágenes tomadas al azar, pues este artista es un trabajador paciente, a partir de apuntes, dibujos, bocetos u otros estudios preparatorios, a los que se dedica otra sala especialmente íntima y reconcentrada… Todo esto yo ya lo sabía previamente y ha sido estupendo corroborarlo; pero mi mayor sorpresa ha sido descubrir, en el sector que sirve de oportuna transición entre esos estudios, el espacio protagonizado por los cuadros de figuras introspectivas y la sala grande con los panoramas exteriores, una modesta superficie de pared con nada menos que tres magistrales naturalezas muertas o, mejor dicho, domesticadas, porque no son bodegones de frutas o seres inertes, sino que centran la atención en unas plantas domésticas de vivo cromatismo. Muchas mujeres artistas suelen tener una relación especial con las macetas, para cuidarlas y/o para pintarlas; pero también la demuestra Ignacio Mayayo, quien quizá sea jardinero aficionado, pues revela una gran sensibilidad poética para estos cuadritos tan estupendos. Bien merecerían ser el tema monográfico de su próxima exposición monográfica: ojalá que no se haga esperar tanto y, sobre todo, que no sea tan accidentada.  


Cuadros de Fernando Estallo

Mi primer contacto con los cuadros de Fernando Estallo, nacido en Barbastro el año 1952, comienza  con motivo de su exposición en la Sala Actur, de Ibercaja, inaugurada el 5 de septiembre de 2017, con la correspondiente crítica en AACA. La presente exposición, titulada “De lo sacrificial”, consta de ocho cuadros sobre papel de gran formato pintados ente 2018 y 2020, que en teoría se pensaba inaugurar el 13 de marzo en el Centro Cultural Benito Moliner de Huesca pero el Corona Virus obligó a su retraso. Muy excelente prólogo de Juan Ignacio Bernués Sanz. Comenta lo siguiente: “De forma muy específica, Estallo centra su mirada en las obras de dos grandes literatos que se consideran clave en sus respectivas producciones; de una parte, los poemarios “La tierra baldía” y “Cuatro Cuartetos” del poeta T. S. Eliot (1888-1965) y, de otro, la tragedia “Titus Andrónicus” del dramaturgo británico William Shakespeare (1564-1616). Poesía y dramaturgia sirven de base, con una vocación interdisciplinar, a una reflexión pictórica de gran intensidad que persigue por un lado, expresar el “malestar” de nuestra cultura actual y la impotencia de nuestra sociedad por poner orden en el caos que emana de la intensa pluralidad que la caracteriza y, por otro, reflexionar sobre aspectos que atañen a la naturaleza íntima del artista y a su papel “sacrificial” en el mundo fragmentado, materialista y trivializado que nos ha tocado vivir”. Conviene recordar que Fernando Estallo es poeta y gran lector.

Las ocho obras de la exposición tienen los siguientes títulos: “Pétalos de rosa”, “El tiempo y lo intemporal”, “Secuencia de un temblor”, “Despertar”, “El río interno”, “Aguas sacrificiales”, “Las ninfas se han ido” y “Titus Andrónicus”. De los ocho cuadros sobre papel, “Titus Andrónicus” es un políptico con técnica mixta sobre papel y aluminio. Su dimensión es de 130 por 600 cm. Formas verticales a la base con una de aluminio que traza rectángulos y cuadrados, en una suerte de misterioso juego formal mediante sutiles transparencias conducentes a lo cercano y al espacio sin medida. El resto de las formas obedece al mismo criterio que el conjunto de la obra. Estamos, por tanto, ante un muy cambiante juego formal, cambiantes colores, texturas y frenético movimiento, siempre al servicio del azar con altas dosis de drama. Magnífica obra que avala a un artista total.


Lúcida y bella demostración de cómo con la fotografía somos capaces de construir una imagen de nuestra trayectoria individual y colectiva

El presente trabajo, a cargo del profesor Antonio Ansón, representa el segundo en la colecciónTextos inevitables”, lanzada por la editorial PROAP, habiendo sido el título inaugural Disputas sobre lo contemporáneo. Arte español entre el antifranquismo y la postmodernidad, firmado por Juan Albarrán. Como se explicita en la página web de la editorial, la colección aborda “textos que enriquecen y confrontan las narrativas tradicionales del arte”, y es que, en efecto, los diferentes capítulos que conforman la obra adoptan la fórmula genérica del ensayo (habitual en nuestro autor, como ya tuvimos la oportunidad de apreciar en su magnífico Novelas como álbumes. Fotografía y literatura, editado en 2000) descartando el discurso historicista, aunque sus páginas hablan mucho de historia y de algunos condicionantes que determinan y han determinado la creación artística, en este caso, fotográfica, en nuestro país. Igualmente también se habla de ciertos modos de recepción de tales obras y de ciertos modos de comprender y (re)conocer los hechos históricos, concretamente la Guerra Civil, por parte de distintas generaciones. El papel de la memoria y cómo ésta se materializa o no en los proyectos artísticos, cobra un especial protagonismo en una época de vaivenes en lo político que, desafortunadamente, han llenado y vaciado de contenido (y de financiación) la controvertida noción de la “memoria histórica”. Un concepto, el de “memoria” y su contrario, que substancia buena parte de las páginas de este libro, como aparece ya indicado en el propio título, y que aparece también en los proyectos artísticos donde lo fotográfico adquiere una dimensión protagonista. 

El texto no es una historia de la fotografía “al uso”, aunque, insistimos, tiene mucho de histórico, con nombres propios en el ámbito del reportaje fotográfico patrio (con una clara presencia de Agustí Centelles, sin ir más lejos) citados aquí y allá, y que suponen el anclaje conceptual a partir del cual partirán otros fotógrafos de generaciones posteriores para desarrollar algunos de esos proyectos, como tendremos oportunidad de comentar. No obstante, es cierto que la Guerra Civil apenas ha tenido un tratamiento específico en la historia de la fotografía española, más allá de esos artífices puntuales (nacionales y extranjeros, en este segundo caso, siempre a vueltas con Robert Capa) que, desde la vertiente del reportaje de actualidad, por tanto periodístico, tomaron esas imágenes en el campo de batalla (o no) que dieron la vuelta al mundo de la mano de semanarios ilustrados. En este sentido, el propio Ansón, se pregunta: “¿Cómo era posible que el asunto que había marcado la historia de España de manera profunda y dramática hasta hoy mismo no tuviera la menor incidencia en la historia de la fotografía de este país” (p. 11). Esta cuestión es la que mueve sin duda al autor a iniciar su discurso que, más que centrarse en esos nombres conocidos, cronistas coetáneos al conflicto, se va a ocupar de las experiencias inmediatamente posteriores y, sobre todo, ya en democracia. Así, establece una interesante y novedosa articulación generacional a partir de tres conceptos que se adscriben, respectivamente a cada una de estas generaciones: el “silencio”, que se asocia con los nacidos al poco de terminar la guerra o que eran niños durante la misma, el “olvido”, que formaría parte de la generación activa ya en los últimos años del franquismo, y la “memoria”, vinculada con las fotógrafas y fotógrafos nacidos precisamente en este periodo y que desarrollan sus trayectorias en los años ochenta, noventa y siglo XXI, en plena democracia (pp. 13-14, 24 y 43). No son nuevos estos tres conceptos (glosados en el apartado 2 del libro) en la reflexión de Ansón, puesto que el que firma estas líneas tuvo la oportunidad de escucharlos por primera vez de su boca en la conferencia “Una arqueología de la mirada”, impartida a finales de noviembre de 2013 en el contexto de la exposición Todo Centelles (1934-1939), instalada en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. Asimismo, también fueron analizados en letra impresa en su artículo “En busca de la memoria perdida. La guerra civil y la fotografía española contemporánea”, aparecido en la revista Archivo Español de Arte (Ansón, 2016: 151-164), que supone una especie de embrión del texto que aquí estamos considerando.

Brevemente refiere el ensayista la labor de los “fotógrafos del silencio”, cuyos máximos representantes fueron a su juicio los integrantes de Afal (Agrupación Fotográfica Almeriense) (Terré, 2006), cuya estética “recuerda al neorrealismo, pero no su contenido”. Es decir, que las fotografías de éstos “reflejan la pobreza, los terrenos baldíos y los descampados que aparecen en las películas neorrealistas italianas”, sin olvidar el neorrealismo falangista “hedillista” de Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951) (p. 31), pero no acaban de orientar sus fotografías hacia la crítica social o hacia la denuncia de una realidad injusta. Está claro que las cortapisas censoras hicieron mucho por evitar una visión contraria al régimen.

Por el contrario, los años setenta son los de la “rebeldía”. Aglutinados en torno a la revista Nueva Lente, nombres como Pablo Pérez-Mínguez o Jorge Rueda encarnaron a la perfección los nuevos aires irreverentes de la contracultura, en estricta sintonía con el resto del panorama internacional (VV.AA., 1995). Si bien es cierto, según aprecia Ansón, tampoco en ellos “existe un compromiso social y político con la situación que vive el país, y mucho menos el menor rastro que recuerde o señale nada que tenga que ver con la Guerra Civil”. Y acaba sentenciando con una relación de jugosas y polémicas implicaciones: “La transición política española y la transición fotográfica comparten una misma voluntad de olvido premeditado” (pp. 38-39). Un olvido que será mitigado al hacer memoria, gracias a los fotógrafos de la tercera generación. Ciertamente, el interés principal se centra en éstos, casi todos españoles, a los que Ansón ha seguido la pista para describir cómo han hecho uso de la memoria, cómo ésta se ha constituido en el substrato para mover a las conciencias en aras de una reivindicación que no ha aspirado más que a recuperar, a su vez, la dignidad orillada por décadas de ignominia, la de las víctimas. Memoria, por tanto, soterrada en un primer momento por el silencio, el largo Tiempo de silencio que titulaba Luis Martín-Santos, evidentemente emanado de las políticas censoras, y que suele sobrevenir después de “experiencias traumáticas”, como sucede con el caso de la shoah, de manera que el recuerdo doloroso, la “recuperación de la memoria”, solo es posible mediando una generación, es decir, que son los nietos los encargados de rendir homenaje a las víctimas o de acusar a sus verdugos. En la línea del artista francés Christian Boltanski, que ha abordado en diferentes ocasiones en sus instalaciones, con un importante componente fotográfico, el tema del holocausto judío, como podemos ver en su obra Sans-Souci (1991).

Esa gestión de los hechos del pasado y su recuerdo, que define una estrecha relación, a veces no exenta de problemas, entre sus protagonistas y los que han venido después, es lo que la investigadora estadounidense Marianne Hirsch, citada por Ansón (p. 15), ha definido como “postmemoria” (Hirsch, 2009: 20-43). El paso del tiempo y la transformación de las ciudades parece que ha ocultado las terribles circunstancias que una vez acontecieron en ellas, pero la labor pertinaz de estos fotógrafos, que tienen mucho de historiadores por cuanto algunos han buceado en ocasiones en los archivos, se empeña en hacer aflorar esa realidad prácticamente ignorada sobre todo para los más jóvenes. Es así como se comprende el proyecto de Ricard Martínez Forats de bala (2009) o Madrid, qué bien resistes (2015), de Javier Marquerie, por tanto, pertenecientes a autores de la tercera generación, la de la memoria. El primero retoma las famosas imágenes de Robert Capa o Agustí Centelles ambientadas en Barcelona, y las reproduce a escala 1:1 para colocarlas en los lugares exactos donde tuvieron lugar algunos tiroteos. Entre las imágenes, no podía faltar quizás la fotografía más conocida de Centelles, en que aparecen tres guardias de asalto parapetándose tras unos caballos muertos en la Calle Diputació. De este modo se hace partícipe al transeúnte anónimo de unos hechos que puede perfectamente desconocer; se (re)construye visualmente el pasado, se le hace ocupar un espacio físico que en su día fue suyo.

Anterior a Martínez, Ansón alude a la obra pionera de Francesc Torres, nacido en 1948, por tanto, perteneciente a la generación intermedia, pero que por sus inquietudes puede ya incluirse en la tercera. Uno de los nombres más significativos del videoarte y del conceptual barcelonés de los años setenta, y del cual destaca su Residual Regions (1978), una instalación localizada en el ámbito rural, asentada sobre diferentes estratos arqueológicos (históricos) que confluyen en la Guerra Civil. Esta obra tiene la importancia de que “por primera vez, en la historia de la fotografía y del videoarte, la Guerra Civil española se convierte en objeto principal del trabajo de un artista” (p. 55), si bien el propio Torres llevaría a cabo en 1975, el año de la muerte de Franco, la instalación La casa de tothom es crema (La casa de todos se quema), ubicada en un búnker de la Guerra Civil, amueblado como un sala de estar y donde proyectaba imágenes de películas bélicas en Súper 8. Además, había un texto mural sobre el estraperlo y las vicisitudes de María Iturrioz, madre de Torres, esquivando a la policía con sacos de arroz escondidos bajo las vestiduras durante el trayecto de Tortosa a Barcelona (Parcerisas, 2007: 277-278).

Sin dejar de considerar la obra de Torres, Ansón utiliza otros ejemplos de sus instalaciones que siguen profundizando en estas particulares relaciones entre historia y memoria colectiva, teniendo siempre como fondo la Guerra Civil; así ocurre en Belchite/South Bronx: A Trans-Cultural and Trans-Historical Landscape (1988) (p. 55), Oscura es la habitación donde dormimos (2007) (p. 56) y ¿Qué sabe la historia de morderse las uñas? (2016) (p. 57).

Como antes hemos apuntado, la labor de archivo es muy importante para muchos de estos artistas que, sin aspirar a ser historiadores, fundamentan algunas de sus propuestas en un profundo trabajo de documentación. Es lo que hace Clemente Bernard (nacido en 1963), en Desvelados (2011), donde se interesa por las fosas existentes por todo el país (p. 61), una iniciativa que tiene mucho que ver con la vídeoinstalación de Montserrat Soto (Barcelona, 1961) titulada Secreto 1. Las fosas comunes de la Guerra Civil española (2004), integrada, a su vez, en un proyecto mucho más amplio y de largo recorrido denominado Archivos de archivos (1998-2006) (p. 62).

También hace gala de un exhaustivo trabajo de documentación, que se erige en auténtica fase, no solo preparatoria sino con entidad propia, en el transcurso del proyecto fotográfico, Ana Teresa Ortega en Cartografías silenciadas (origen del proyecto en 2005). Consiste en la “localización e identificación de espacios naturales y civiles que albergaron campos de internamiento y concentración de presos republicanos, durante y después de la Guerra Civil” (pp. 131-132). El conjunto de imágenes, edificios, algunos de ellos, que acogen hoy día funciones que nada tienen que ver con las que tuvieron en origen, espacios descontextualizados, solares, etc., está acompañado de textos que explican lo que fueron y lo que son. Unas cartelas que, de no estar, según la valoración de Ansón, convertirían a esas fotografías en “doblemente mudas, por la historia y por la fotografía” (p. 134). De este modo el texto contribuye a dotar de voz a la imagen, no es tanto un complemento, es un elemento sin el cual el significado de la fotografía queda incompleto y puede llegar a interpretarse como un vacío ejercicio formalista.

Sobre este proyecto, la misma autora habló en su conferencia “Lugares de la memoria. La historia y su construcción”, dentro del ciclo organizado en abril de 2018 por Antonio Ansón y Amparo Martínez, titulado Vida en ficciones. Fotos como novelas, en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. 

Igualmente participó en este evento el fotógrafo barcelonés Martí Llorens, que es referenciado en el libro que reseñamos a raíz de sendos trabajos como Viaje a Icària. Barcelona 1987-1992, que no tiene que ver con la Guerra Civil, pero sí con la transformación de la ciudad justo en el periodo que precedió a la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992. Los cambios en la faz de la capital catalana certifican un interés por el tiempo y la memoria, “la visualización del tiempo en constante devenir” (pp. 69-70), como dan buena cuenta otros tantos proyectos de Llorens. 

Y todo ello por medio del recurso a procedimientos técnicos totalmente superados,  decimonónicos, como el colodión húmedo, en el que es un verdadero experto. Se trata de técnicas auténticamente artesanales que están detrás de un concepto en torno a lo fotográfico y su proceso de creación muy diferente al actual, dominado por las herramientas digitales. Es en este punto en el que Antonio Ansón plantea en unos pocos párrafos una serie de interesantes reflexiones sobre el predominio de la imagen digital en nuestros días, y cómo ésta “elimina por completo los tiempos de espera. La voracidad de imágenes está a la altura del frenesí con el que se destruyen” (pp. 78-79). Con estos comentarios se sitúa en la línea de pensamiento de otros teóricos como Joan Fontcuberta en La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía (Fontcuberta, 2010).

Además del proyecto centrado en Barcelona, Llorens ha materializado otros trabajos en los que sí aparece la Guerra Civil como leit-motiv. Así se da en Memorias revolucionarias (1997), que parte de imágenes del rodaje de la película Libertarias (Vicente Aranda, 1996), y que, gracias a sus extensos conocimientos en técnicas antiguas, “hace pasar” por fotografías auténticas tomadas en el contexto de la marcha de la Columna Durruti de Barcelona hacia Aragón. Publicadas en formato libro, cada una de las tomas se acompaña de textos manuscritos y mecanografiados que las “explican”, como si, de nuevo, de un archivo histórico se tratase. Fotografías que, “lejos de ser un artificio fotográfico al servicio de la ficción, trata de la construcción de un imaginario que se propone recuperar y restituir una memoria transgeneracional y heredada” (p. 89).

Un poco más adelante, concretamente en el capítulo Paisajes sin paisaje, Ansón parece detener momentáneamente su análisis sobre los proyectos fotográficos en torno al papel (y al rescate) de la memoria asociada a la Guerra Civil, para incluir una aparente digresión sobre la fotografía aplicada al paisaje y a la arquitectura durante el siglo XIX. Un medio que, tras sus usos orientados para ampliar el conocimiento del mundo por su cualidad de registro y de archivo, también asumió pronto una función para la apropiación de otros territorios, de otras realidades culturales, a través de la imagen. Antes de la aparición de la fotografía, dice Ansón un poco más adelante, estaban los relatos de viajes, que eran “una invitación al ensueño”, con la fotografía la mirada se impone, se exhorta al observador a tener una consideración unívoca de la realidad circundante: “el relato (visual y fotográfico) parece decir «mira, así es», y basta” (pp. 126-127).

No lo concreta el autor, pero puede deducirse que en el contexto sociopolítico del colonialismo, la fotografía se define “como un proceso de imposición primero y de apropiación visual a continuación al servicio del Estado” (p. 101). Algunas de estas ideas no está de más cotejarlas con el libro editado por Juan Naranjo Fotografía, antropología y colonialismo (1845-2006) (Naranjo, 2006).

En las páginas siguientes, Antonio Ansón se muestra retador desde el punto de vista metodológico, y abre un debate teórico que se imbrica directamente con los aspectos anteriores sobre los usos del medio fotográfico y que  atañe también a su propia historiografía. Y lo hace en el sentido de lanzar una acusación hacia los contenidos de las “historias” de la fotografía; contenidos selectivos que se acomodan a los intereses del poder, que “dicta las normas y las condiciones de la visión y las explicaciones sobre el pasado que justifican el presente”. Que favorecen unos temas o nombres concretos en detrimento de otros, y que, entre otras consecuencias, influyen en la interpretación y valoración de los hechos del pasado que han sido recogidos en imágenes: “Las historias de la fotografía no dejan de ser, en este sentido, una perversión que reinterpreta el pasado para justificar el presente del arte fotográfico vaciándolo, sustancialmente, de su función instrumental y mercenaria” (p. 103). Por otro lado, al hilo de estos comentarios, el autor también incide en otro concepto sugerente que es la naturaleza social de la fotografía. La cual, a su juicio, una vez ha adquirido el estatus artístico ha quedado desactivada (“fue expropiada de su función simbólica”), en favor del predominio de lo individual y de lo subjetivo que asume la expresión personal (esteticista las más de las veces), y dejando a un lado la vertiente colectiva, de representación de la comunidad (de su memoria) que había tenido antaño. Citando sus palabras: “El álbum de familia como depositario de una memoria compartida ya no ocupa un lugar privilegiado en el corazón de la tribu. La fotografía ya no está en el centro de nuestras ceremonias y nuestros ritos” (p. 104). Ese mismo álbum de familia se convierte en un instrumento propio de la modernidad, antes del cuestionamiento definitivo de la entidad de la imagen con lo digital y la expansión del individuo por medio de las redes sociales (p. 115).

El capítulo siguiente, “Todo aquel que hace fotografías es además culpable”, continúa ahondando en torno a una posible definición de la fotografía en la que el autor participa de la clásica dicotomía que ha planeado históricamente sobre las prácticas artísticas, la utilidad, lo aplicado, y lo no útil, lo pensado para el goce estético. La fotografía, como ingenio mecánico nacido en el siglo XIX, en plena revolución industrial, es hija del positivismo, y desde su surgimiento se convierte en una herramienta para el mejor conocimiento del mundo. Luego viene el arte. Los archivos configurados a partir de imágenes de edificios, paisajes, costumbres y gentes, todos esos materiales pasan a ser considerados arte porque cambia la mirada y el tipo de apreciación. Lo que en un primer momento fue documento, fruto del encargo de una entidad pública o privada las más de las veces, se ve ahora con ojos estéticos. La fotografía rompe con ese tradicional apriorismo que afirmaba que el arte nace del espíritu libre, sin mediaciones, mientras que se miraba con recelo al trabajo de encargo, olvidando quizás que “la Capilla Sixtina es el encargo más célebre de la historia del arte” (p. 109). Estas consideraciones nos recuerdan otras del fotógrafo catalán Xavier Miserachs, que hablaba de una especie de esquizofrenia que aquejaba a buena parte de sus compañeros de generación allá por los años sesenta del pasado siglo. Parecía que había que tomar partido entre la fotografía creativa, artística y la del encargo profesional, y que una y otra eran incompatibles. Él en absoluto estaba de acuerdo: “El futuro era de una incertidumbre total, pero en la base de nuestra decisión estaba nuestro compromiso de progresar en el conocimiento de la fotografía desde la práctica diaria, y también dse ella dar a conocer que la fotografía útil no tenía por qué estar marginada del mundo de la cultura” (Miserachs, 1998: 188).

Asimismo, este capítulo integra otro aspecto decididamente polémico y que, por sí mismo, podría ser objeto (como de hecho ya ha sido) de numerosos ensayos: la presencia de la ficción en la fotografía. Una noción aplicada con notable profusión y éxito en muchas experiencias de la fotografía de creación desde los años setenta en adelante, y que de manera intermitente ha despertado no pocos recelos incluso entre la crítica especializada, “será porque a la fotografía se le exige siempre la verdad” (p. 113). 

A partir del capítulo titulado “Cien pequeñas muertes”, Ansón retoma su estudio sobre diferentes obras, sobre todo ubicadas cronológicamente en los primeros años del actual siglo, en que aparecen implicadas la fotografía, la memoria y la Guerra Civil. Para no hacer demasiado prolijo el texto con la mención de cada una de ellas, queremos ir concluyendo con una última reflexión que el autor aborda en el capítulo “Del dolor como objeto de exhibición”. Se basa en la recepción -que citábamos al principio de este texto- de ciertas obras, y asociadas a éstas de los hechos históricos que se narran, en este caso, y en coherencia con el tema principal del libro, la Guerra Civil española. Aquí observa un cierto fenómeno instaurado en fechas recientes que tiende a vincular cuestiones tan dispares como el turismo, la guerra y su memoria y el puro espectáculo. Y en todo ello hay un componente que se orienta hacia la trivialización, hacia la frivolidad que algunos historiadores, como Jordi Font Agulló, citado por Ansón, han advertido igualmente para algunos lugares especialmente relevantes por lo terrible de lo acontecido en ellos, como el caso del Camp de la Bota en Barcelona, donde fueron fusiladas casi dos mil personas. El recuerdo, por luctuoso que sea, se convierte en mercancía, en auténtico reclamo donde “los turistas de la historia se hacen fotos posando en las trincheras” (p. 153). Un ejemplo evidente de esta situación es, según Ansón, el recorrido histórico por la ciudad de Barcelona organizado por el mencionado fotógrafo Ricard Martínez, autor del proyecto Forats de bala, y que busca recorrer los lugares que inmortalizó Centelles en los primeros momentos de la Guerra Civil en la Ciudad Condal. Antonio Ansón parece haber sido uno de los participantes en esas excursiones que aúnan lo fotográfico con lo histórico y, por ello, parece haber presenciado algunas actitudes quizás discutibles que tienen como protagonistas a “jóvenes (que) se proponen imitar a los guardias de asalto tras unos caballos imaginarios muertos, con una sonrisa entre la satisfacción, el divertimento y la chanza”. Esos gestos que no pueden por menos de “chirriarle”, según confiesa el autor, inevitablemente le conducen a dudar de la verdadera conciencia que tienen las “generaciones alejadas del conflicto” sobre el pasado y sobre el enfrentamiento bélico que tanto marcó de manera indeleble a la sociedad española de ahí en adelante.

El libro de Antonio Ansón es una lúcida y bella demostración de cómo con la fotografía somos capaces de construir una imagen de nuestra trayectoria individual y colectiva, y de que la memoria dispone de esas imágenes para hacerse presente a pesar de los olvidos forzados o intencionados.

Este sugerente texto nos ayuda a comprender que esa misma memoria es frágil y selectiva, que puede ser ocultada o reinterpretada, y que las imágenes, que son su cristalización, necesitan de una voz que les haga hablar y hacernos recordar lo que un día ocurrió por muy duro que fuera.