Entrevista a Isa Ibaibarriaga, por el proyecto La Gruta

Comenzaste a realizar tus primeras obras y a colaborar en distintos fanzines cuando estudiabas en la Escuela de Arte de Zaragoza, ¿qué fue lo que te llevó a sumergirte en el mundo del cómic?

En casa de mis padres siempre hubo cómics: recopilatorios de Mafalda, Hazañas Bélicas, Súper Mortadelos, números sueltos de Superlópez, etc. Fueron ellos quienes nos traspasaron ese interés por los cómics a mi hermana y a mí.

Con el paso de los años seguí en contacto con el medio gracias a amigas del pueblo a las que les flipaba el manga, pero lo que recuerdo que me generó un mayor impacto fue el cómic underground. Lo conocí gracias a una profesora de la escuela de artes que me regaló muchísimos números de El Víbora y a una compañera que me descubrió autores como Peter Bagge, Clowes o Charles Burns. Creo que fue entonces, al ver la libertad de temas y estilos que ofrecía el medio, diferentes y únicos, al ver ese «todo vale», cuando empecé a hacer historietas propias.

 

Recibiste el Premio a Mejor Cómic Aragonés en el año 2016 por Gummy Girl, ¿cómo recuerdas el desarrollo del libro? ¿Qué supuso su publicación en tu trayectoria?  

Fue algo muy emocionante pero también caótico, era la primera vez que me enfrentaba a un proyecto tan largo y lo hice sin ni siquiera pararme a pensar en qué recibimiento podía tener ni en cómo encarar el proceso. Lo recuerdo ante todo como un momento de aprendizaje a base de ensayo y error, que me sirvió para saber organizar mejor proyectos posteriores.

Su publicación hizo que fuera consciente de que, a diferencia de lo que ocurría con los fanzines, lo que contaba podía resultar interesante a otras personas ajenas a mi círculo más cercano. Desde mi perspectiva, pensar únicamente en el receptor para crear algo no es la mejor estrategia para encarar un proyecto, pero sí que es una fuerza que genera muchísima motivación para poder desarrollarlo.

 

¿Qué otras vertientes artísticas, relacionadas con el dibujo, desarrollas?

Mi principal interés aparte del cómic es la ilustración, dentro de esta he trabajado bajo encargo, en prensa y realizando portadas. También estuve una temporada metida activamente en el mundo del tatuaje, realizando diseños y aprendiendo la técnica. Familiares, amigos y conocidos que se ofrecieron como conejillos de indias pueden dar fe de ello. Aunque hace ya un tiempo que no tatúo, sigo interesada en la profesión y en el lenguaje del tatuaje ya que, por la síntesis gráfica que requiere el diseño, se puede llegar a soluciones interesantísimas muy ligadas a lo simbólico.

 

¿Cómo te has sentido al recibir el Primer Premio El arte de volar-AAAC? ¿Contribuirá al crecimiento de tu propuesta?

Ha sido una alegría enorme, me ha hecho muchísima ilusión. No solo por la ayuda que supondrá a la hora de afrontar la realización del proyecto, sino también por ver el proyecto respaldado por la Fundación, la Asociación Aragonesa de Autores y por el Salón del Cómic. Supone un grandísimo impulso y motivación para seguir trabajando y llevar el proyecto a término con fuerzas renovadas.

 

Háblanos del proyecto premiado, La Gruta. La idea del descubrimiento y de los cambios a los que todos estamos sometidos durante la adolescencia y la juventud aparecía también en Gummy Girl, pero en este caso lo planteas de una forma muy distinta, a través de varias historias interconectadas.

Así es, en esta ocasión quería hablar de diferentes problemáticas asociadas a ese momento vital. Lo planteo a través de historias cortas, desde la perspectiva de cada uno de los protagonistas. Creo que los cuentos clásicos hablan de temas similares, muestran, de manera muy sutil y velada, cuáles serán los problemas y preocupaciones que atravesarán los niños en el proceso de llegada a la vida adulta.

Estos paralelismos también se dan en cuanto a estructura narrativa. De esta manera, utilizar los cuentos de hadas como base me pareció muy buena idea, con el añadido de que ya hacía tiempo que quería hacer alguna historia con alguno de ellos como base.

Lo que une las vivencias de cada uno de los amigos es el propio escenario, un bosque bastante particular. Lo que se nos cuenta que ha ocurrido allí y lo que ocurre simultáneamente a las experiencias que están teniendo por separado es el hilo conductor de la obra.

 

¿Crees por lo tanto que los cuentos de hadas clásicos siguen muy presentes en la cultura gráfica y audiovisual actual?

Sus personajes y temas arquetípicos siguen siendo utilizados, con representaciones más o menos fieles a la obra original, en multitud de creaciones. Me parece algo inevitable ya que son uno de los mayores códigos fuente culturales y de los más antiguos junto a la mitología clásica. También el hecho de que por su propia naturaleza simbólica sea muy fácil hablar a través de ellos de los grandes temas y preocupaciones humanas, hace que sea muy goloso revisitar, versionar y reutilizarlos ad infinitum.

 

¿Por qué utilizas la gama de morados y rosas en tus cómics e ilustraciones? ¿Qué buscas transmitir?

En mi trabajo me gusta jugar con las expectativas del lector e intentar desbaratarlas. Me parece que el color rosa casa muy bien con ese propósito. La propia historia del rosa lo hace ser un color culturalmente muy contradictorio. Anteriormente era entendido como un tono ligado a lo masculino para niños, puesto que no deja de ser un rojo aclarado, color con asociaciones prácticamente idénticas a las de la masculinidad clásica: pasión, agresividad, acción, etc. Posteriormente fue asociado con lo femenino, alterando de esta manera el cómo lo leemos a día de hoy. 

Por eso me parece que es un color que, aunque superficialmente se lea como empalagoso o ñoño, al tener esa unión no tan evidente a día de hoy con el color rojo, esconde otros significados.Me parece perfecto para presentar una idea o planteamiento en principio inocente y dulce pero que en realidad esconde otras verdades bajo su superficie.

El morado es una tonalidad que también me resulta muy atractiva por ser el primo hermano elegantón y menos punki del rosa. El ser  una combinación del azul y el rosa también juega a su favor, pero lo he elegido como base para la paleta cromática del cómic, ante todo, por ser un color nocturno y asociado con la brujería.

 

Entre los referentes que utilizas para construir La Gruta se encuentra la obra de Esther Sarto, que bebe de referentes como El Bosco o el Surrealismo, ¿qué es lo que más te interesa de la producción de la autora?

Cómo superpone la realidad material, más banal y tangible, con el plano de lo subconsciente y cómo consigue plasmarlo de forma tan directa y a la vez tan evocadora me parece impresionante. Es por esa invocación de la esencia oculta del ser humano que veo su obra muy ligada a los cuentos de hadas clásicos. 


Los locos años veinte

Durante el período estival, el Museo Guggenheim ha rendido homenaje a los locos años veinte. Esta década de progreso y cambio vertiginoso produjo una abundante riqueza artística y cultural, pero también auspició el resurgir de los nacionalismos, cuyas consecuencias en los años treinta serían catastróficas. Esta muestra, organizada conjuntamente con la Kunsthaus Zürich, ha sido comisariada en Bilbao por la conservadora Petra Joos y diseñada por Calixto Beito —director artístico del Teatro Arriaga—. Su relato expositivo hace un amplio recorrido desde el trauma de la Primera Guerra Mundial hasta las nuevos enfoques de la danza moderna, sin olvidarse tampoco del impacto de movimientos como la Bauhaus, el Dadaísmo o la Nueva Objetividad. Para ello, se han seleccionado trescientas obras de los grandes protagonistas del momento en Berlín, París, Viena o Zúrich, además de incluir a otros artistas contemporáneos para conectar con la situación actual. Un siglo después conviene mirar al pasado y conocer mejor qué supuso esta época tan intensa, cuyos logros todavía siguen muy presentes en nuestra sociedad. Pero, ¿qué fueron realmente los locos años veinte? ¿y qué representaron para las generaciones venideras?

Estas preguntas son el hilo conductor de la exposición, dividida en torno a siete salas. Nada más entrar, el espacio “Dejando atrás el trauma” sumerge al espectador en una sociedad profundamente afectada por el mayor conflicto que había vivido la humanidad, pero también por los estragos que estaba causando desde 1918 la denominada gripe española. La mirada de Léger nos muestra un panorama desolador, en donde la sociedad estaba ansiosa de vivir y de superar este aciago período. La sala titulada “Nuevos roles, nuevos modelos” nos presenta los profundos cambios sociales que experimentaron, especialmente, las mujeres. Novelas como La Garzona reflejan esta adquisición de nuevas libertades. Por otro lado, el auge del automóvil, las recién implantadas cadenas de montaje y el surgimiento de la radio impulsaron “Nuevos modos de ver”. Este espacio se centra en el cine y la fotografía, dos disciplinas en auge que plasmó audazmente Moholy-Nagyen la exposición Film und Foto.

Pero si algo caracterizaba a los locos años veinte eran el desenfreno de sus fiestas y bailes nocturnos, que se celebraban en París —ya sea en Montmartre o Montparnasse—, así como en Berlín. La gran protagonista de la sala “Deseo” no es otra que Joséphine Baker. La diosa de ébano cautivó al público parisino con su exotismo y sensualidad hasta convertirse en su primera estrella de color. A su vez, el espectador puede visualizar extractos de La edad de oro de Buñuel o sumergirse en el cabaret berlinés Schall und Rauch. A continuación, la danza ocupa un lugar preponderante a través del espacio “Nuevas nociones sobre el cuerpo”, que explora las formas introducidas por Rudolf von Laban y su discípula Mary Wigman —los impulsores de la danza expresionista alemana—. El visitante puede apreciar este cambio de paradigma a través de Palucca-Tanz, una de las ilustraciones que creó Kandinsky en su largo camino hacia la abstracción.

No cabe duda de que los productos gestados tanto en la moda como en la arquitectura han alimentado sustancialmente nuestro imaginario. En la sala titulada “La revolución de la moda”, el público puede contemplar la transformación del aspecto físico de los hombres —cabello engominado y traje informal— y de las mujeres —pelo a lo garçon acompañado de vestidos más reducidos, cómo se aprecia en el icónico Petite robe noire de Coco Chanel—. Pese a que esta prenda fuese creada hacia 1927, todavía sigue siendo sinónimo de elegancia. Por último, el espacio “Trabajo, ocio, diseño y arquitectura” muestra las nuevas construcciones y diseños de la época capitaneadas por la Bauhaus. Para ello, se pueden visualizar bocetos de Le Corbusier, así como diferentes modelos de la icónica silla Wassily. Asimismo, se pone de manifiesto cómo la reducción de la jornada laboral abrió un amplio abanico de posibilidades para la incipiente sociedad de consumo.

En definitiva, esta exposición no solo ofrece un recorrido pormenorizadode los locos años veinte, sino que también nos permite reflexionar acerca de la situación actual. Si bien es cierto que hay similitudes más que evidentes —ambas iniciadas con una crisis sanitaria e inmersas en un momento socio-político de gran volatilidad—, tampoco hay que establecer paralelismos precipitados que nos evoquen a cometer los mismos errores. Nuestra sociedad no tiene que superar el trauma de una guerra, sino que ha de “lograr el equilibrio entre cuerpo, mente y sociedad”, cómo se expresa en la muestra. Sin caer en los excesos de hace un siglo, hemos de aprovechar esta retrospectiva para afrontar un futuro más alentador, los felices años veinte del siglo XXI.


Abrir por este final

Tras ganar el premio de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte a la mejor labor de promoción del arte contemporáneo en 2020, ahora A3RTE –acelerador artístico promovido por ENATE y coordinado por Impact Hub Zaragoza– culmina la primera edición de su beca de comisariado –que ganó la artista e historiadora del arte Lorena Domingo– y de sus becas de producción –otorgadas a Alejandro Azón, Natalia Escudero, Jorge Isla y Leticia Martínez– con una exposición dentro de la sede de Enate en Salas Bajas (Huesca).

Lorena Domingo, estupenda artista y excepcional comunicadora, nos ofreció una locuaz introducción sobre el antropoceno, los ecofeminismos y la problematización de la estética ambiental, a los miembros de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte y público en general cuando visitamos la exposición con motivo de la entrega de premios AACA 2020. Ha titulado la exposición "Open this End", como la indicación que se pone en las cajas de embalaje para asegurar que al trasportarlas se apoyen y abran adecuadamente. Al parecer es una advertencia agorera sobre nuestra cultura de consumo, que está marcando el inicio de un final del mundo, al menos tal como lo conocíamos. Aunque bien podría ser también una alusión al espacio expositivo, instalado en la parte de ingreso a una sala en forma de T, justo delante de la galería transversal donde los visitantes de la bodega pueden contemplar la muestra permanente de su colección de obras de arte contemporáneo –muchas de las cuales se encargaron a artistas de renombre expresamente para ilustrar etiquetas de sus vinos–. Así pues, antes de llegar a los grandes maestros, se abre el espacio dedicado al arte con obras de jóvenes artistas aragoneses… Cada uno podrá interpretar el título como mejor le parezca al hacer su visita.

Yo la comencé con las obras del artista para mí más conocido, Alejandro Azón, muy concienciado desde hace años con la (in)cultura de quienes consumen y tiran cosas por cualquier lado, aunque a él esos objetos encontrados al caminar por parajes suburbanos le inspiran monumentales cuadros de raigambre Pop en su iconografía, aunque no sean para nada planos sus colores, pues su toque personal consiste precisamente en la superposición en relieve de capas que sabe sumar con procedimientos técnicos sofisticados, y que complementa con cartografías localizando con meticulosidad de arqueólogo el lugar donde fue encontrado el objeto representado.

Son muchas las concomitancias temáticas –igualmente alusivas a la cultura contemporánea de consumismo y desperdicio material– con la vecina instalación de Jorge Isla, quien últimamente ha convertido las pantallas rotas de teléfonos móviles en su material de trabajo más característico. Estos objetos omnipresentes en nuestra vida cotidiana son ufano icono de modernidad y también el instrumento más común de nuestra alienación de la realidad, hacia otras vidas o relaciones virtuales… Pero esta vez Jorge ha colocado esas pantallas rotas colgando de unas cepas, como los cuerpos descuartizados que representó Goya pendiendo de árboles en algunos grabados de los Desastres de la Guerra. Según nos explicó Lorena las viñas figuran aquí como alegoría del mundo natural, y también como un homenaje a los viñedos, que rodean a la moderna bodega Enate.  ¡No iba a ser exclusiva de California la fusión de nuevas tecnologías y cultura del vino!

Al lado está la instalación Seismic Scores de Natalia Escudero, que también presenta una pantalla –para visionar un audiovisual– y algunos objetos rotos, pero son platos, cuya presencia no se refiere a peleas conyugales sino a la estética japonesa de la perfección en la cerámica tradicional conjugada con la filosofía wabi-sabi de la belleza de imperfección. Se entiende mejor gracias a la pieza audiovisual titulada Archipiélago, alusiva a la destrucción provocada por los terremotos en Japón, que Natalia vivió durante su estancia en Tokio en 2019. Esta reflexiva actitud de aceptación de que todo accidente es parte de la vida nos deja un poco menos pesimistas.

Y en un tono más optimista culminé la visita con la creación escultórica de Leticia Martínez inspirada en un detalle de El jardín de las delicias de El Bosco. De hecho, con una mezcla de humor socarrón y revisionismo cultural, es una referencia al jardín del paraíso y las utopías ancestrales, de un mundo feliz anterior a la historia humana. Quizá esta parte de mitología originaria sería el comienzo ideal en orden cronológico de la narrativa expositiva, todo depende de con qué final se prefiere acabar. ¿Open this End?


Aquí comienza el camino de las montañas

El Museo de Bellas Artes de Pau, la capital histórica del Béarn, ha sido hasta finales de agosto una de las cuatro sedes de la exposición Ici commence le chemin des montagnes, una sugestiva muestra temporal en la que se reúne un conjunto ingente de obras de arte desde la Edad Media hasta nuestros días, todas ellas con una temática en común: la presencia de la montaña, factor determinante en la identidad de Pau, una ciudad especialmente frecuentada por su cercanía al Pirineo y por su célebre vista de esta cadena montañosa en el conocido como Boulevard des Pyrénées.

Los Pirineos constituyen un marco paisajístico incomparable en Europa, al ser el punto de encuentro de tres países distintos y al conectar el Mediterráneo con el océano Atlántico. Por este motivo, han sido frecuentados desde la Antigüedad y, sobre todo desde el siglo XIX comenzaron a atraer la atención de los pioneros del montañismo y de la burguesía que visitaba las numerosas estaciones balnearias existentes en sus valles. Ambos fenómenos se dieron de forma coetánea en Francia y en España y por ello resultan necesarias relecturas sobre los mismos que permitan poner en relación estas realidades transfronterizas.

Esta exposición, que a priori podría parecer algo caótica en su discurso y en su museografía —recordando vagamente a los salones decimonónicos con sus cuadros apilados en altos muros— tiene como leitmotiv el paisaje, o, mejor dicho, los paisajes en plural, pues es esta riqueza de motivos y planteamientos lo que mejor resume la muestra. El punto de partida es canónico: la invención de la perspectiva por parte de los pintores del Quattrocento florentino, constatable en la Santa Familia de Andrea Solario aquí expuesta. A partir de esta invención, el paisaje emprendió un proceso de emancipación, cobrando un protagonismo cada vez mayor en la pintura hasta su conversió en género independiente. También la fotografía jugó un rol importante al respecto, surgiendo desde los inicios la fotografía de paisaje. El Pirineo fue objeto de numerosas pinturas de paisaje desde el siglo XIX hasta la actualidad y en la exposición podemos contemplar abundantes vistas, algunas de gran fuerza como la romántica visión de Justin Ouvrié de la estación termal de Eaux-Bonnes o cercanas al hiperrealismo del artista actual Didier Lapène, que en lugar de inmortalizar la célebre vista de la cordillera desde el Boulevard des Pyrénées, representa las fachadas de sus elegantes edificios, evocadores de un tiempo ya perdido en el que Pau era visitada por adinerados turistas ociosos.

Inseparable de cualquier visión del paisaje se encuentra la acción humana sobre el mismo. En la actualidad existen pocos lugares en el planeta no intervenidos por el hombre, y las cadenas montañosas suelen salvaguardar espacios poco frecuentados, todavía no dañados por la mano humana. Así, en otra de las secciones de la exposición se reflexiona sobre el papel de los artistas y escritores que reivindicaron la creación de Horizons palois, el primer sitio francés protegido por su interés paisajístico, o de Lucien Briet y su actividad en pos de la creación del Parque Nacional de Ordesa en 1918, tomando el modelo de los parques norteamericanos.

En otra de las secciones de la exposición se reflexiona sobre los fenómenos atmosféricos y sobre la impresión que la montaña genera en el artista. Uno de los mejores ejemplos expuestos es el Carnet des Pyrénées, obra de Eugène Delacroix durante una estancia en Eaux-Bonnes en 1845. En él, Delacroix no solo captura el paisaje sino también las tormentas, la luminosidad y sus propias emociones ante la inmensidad de las cumbres. En este sentido, sorprenden también las bellas representaciones de Rosa Bonheur del Circo de Gavarnie, con un sentido de la luminosidad y una pincelada basada en la mancha que adelanta en décadas los logros impresionistas.

Por último, un discurso también interesante es el de la intención por parte de artistas, escritores y científicos de conocer mejor el mundo a través de la montaña. En la exposición se afirma como Víctor Hugo consideraba la montaña como el gabinete de curiosidades de la naturaleza, como un auténtico laboratorio. Al respecto, se presenta el orógrafo, un invento de Franz Schrader creado para cartografiar las regiones montañosas. Y también se aprecia un poso científico en las obras de fotógrafos como Eugène Trutat o Maurice Gourdon, fotógrafos de grandes bloques de piedra de la región de Luchon. Por último y subrayando la idea de que las fronteras son una invención humana, la exposición incluye también algunas vistas fotográficas de Lucien Briet de pueblos aragoneses a finales del siglo XIX o algunos aspectos del Parque Nacional de Ordesa, generando visiones que serán reproducidas e imitadas hasta nuestros días por los visitantes.


Situando a Linda Nochlin en la Historia del Arte

Ahora que en España están en plena pujanza los estudios feministas, resulta particularmente oportuna la publicación de este libro en el que se recoge una selección de ensayos de Linda Nochlin, una de las pioneras de esta línea de investigación, autora del célebre artículo “¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?” (originalmente publicado en ArtNews en 1971), que encabeza esta antología y era el único hasta ahora traducido al español, pues todos los demás se dan a conocer por vez primera en nuestro idioma. Es una excelente florilegio de textos, muy bien escogidos y ordenados por la profesora Isabel Valverde como homenaje a su admirada colega norteamericana, quien murió en 2017 sin concluir la entrevista con la que iba a abrirse este libro, sustituida finalmente por otra con Abigail Solomon-Godeau, discípula aventajada de la profesora Nochlin, cuya personalidad y carrera profesional quedan muy bien explicadas en este diálogo introductorio. Son muchos los aspectos tratados en su conversación, pero a mí me ha llamado especialmente la atención la caracterización de la autora como alguien ajeno a la tradición “fálica” de escribir para la posteridad alguna gran monografía investida de autoridad, pues a ella le definía más “su opción radical por una visión no totalizadora”, en consonancia con su ojo clínico para el detalle, su interés por el fragmento, su preferencia por el ensayo (p. 19). Una actitud sostenida a lo largo toda su carrera, que comenzó a despuntar cuando ella misma tradujo y editó dos selecciones de textos: Realism and Tradition in Art, 1848-1900: Sources and Documents (1966) e Impresssionism and Post-Impresssionism, 1874-1904 (1966), siendo a lo largo de su vida sus libros más conocidos justamente algunos volúmenes compilatorios de sus ensayos sobre determinados temas: Women, Art and Power (1988) The Politics of Vision (1989), The Body in Pieces(1994), Representing Women (1999), Bathers, Bodies, Beaty (2006),Courbet (2007). Parece natural que sus discípulas hayan continuado esa apuesta con la edición de recopilaciones de homenaje, empezando por Self and History: A Tribute to Linda Nochlin (2000), seguida de dos antologías póstumas tituladas Women Artists: The Linda Nochlin Reader (2015) o Making It Modern: A Linda Nochlinn Reader (2021).

A esta cadena de publicaciones se añade ahora el libro aquí reseñado, que se abre con una sección de ensayos teóricos y concluye un par de artículos sobre Picasso, Louise Bourgeois u otros artistas contemporáneos, así que queda muy cabalmente representada la labor de Linda Nochlin como teórica y crítica de arte, que fue prolífica a lo largo de muchos años en revistas tan prestigiosas como Artforum, Art in America u October. Pero Isabel Valverde ha querido privilegiar sobre todas las demás facetas profesionales de la protagonista su labor como historiadora del arte, que es como a ella le gustaba definirse. Y como por lo visto era una mujer de carácter no perdía ocasión de ironizar sobre los usos censurables en esa profesión, que ella quería renovar para ejercerla con un tono más personal, en vez de  “la voz y la posición normales del historiador del arte, una especie de género neutro castrado" (p. 206). Fue una gran experta en arte francés del siglo XIX, particularmente encariñada con Courbet, a quien dedicó su tesis doctoral; aunque supo mantener un distanciamiento crítico con “Monsieur Réalisme”, de quien quiso elogiar sus representaciones de mujeres fuertes pero reconociendo el machismo dominante en su personalidad y entorno –su amigo el pensador Pierre Joseph Proudhon no sale muy bien parado– hasta el punto de colocar a una pobre madre irlandesa en el lado de los enemigos en su célebre cuadro alegórico presidido por su autorretrato pintando como centro de un “triángulo edípico” cuyos otros vértices compositivos son dos mirones: un niño y una modelo desnuda. A modelos como ella, nuevas profesionales del posado –en su oficio habían sido antes más habituales los modelos masculinos–, y a tantas mujeres que emigraron a la gran ciudad para encontrar empleo como camareras, planchadoras, bailarinas, nodrizas u otras trabajadoras urbanas les convirtieron Manet, los impresionistas y el neoimpresionista Seurat en paradigma iconográfico opuesto al tradicional trabajo en el campo, que siguió protagonizando la pintura costumbrista, en una antítesis a la cual Nochlin dedicó originalísimas reflexiones, alcanzando su punto álgido en el artículo dedicado al cuadro de la nodriza pintado por Berthe Morisot, que ocupa el centro del libro y protagoniza la cubierta.

Por supuesto, como no podía ser de otra manera, esta selección es subjetiva, y aunque en general la encuentro estupenda, hay artículos que yo hubiera descartado u otros que echo en falta. No se recoge en este libro algún otro ensayo donde la autora siguió aplicando diferentes interpretaciones de la iconografía sobre la crianza infantil a los cuadros de Mary Cassat, veta de investigación luego continuada por Griselda Pollock con mayor profundidad. Pero quizá ahí radica uno de los encantos añadidos de la compilación, que es un documento historiográfico en el que se va retratando la evolución argumental de la autora y de su contexto histórico, a veces dejando hilos sueltos para que luego quien sea siga tejiendo ulteriores explicaciones –apenas tocó Nochlin el tema de la “feminidad/masculinidad” de Rosa Bonheur, sobre lo que luego tanto se ha escrito desde perspectivas queer– o con reiteraciones que se van repitiendo en distintos ensayos sin conducir a nada claro –las rayas horizontales negras y verdes de los pantalones que viste Courbet en su más célebre cuadro puede que inspirasen al no menos histriónico Picasso a posar con ropa a rayas, pero no se demuestra; la comparación del cuadro de Manet Baile de máscaras en la Ópera con un “mercado de carne” sería quizá otra provocadora broma de un artista que elevó las blagues a marca de la modernidad, aunque esta brillante idea queda colgando–. Ahora bien, impresiona la perseverancia con la que Nochlin, ya desde la época triunfal de la abstracción greenbergiana, reivindicó siempre el realismo como un lenguaje de todos los tiempos, lo que le llevó luego a advertir en los años setenta a los historiadores del arte que no deberíamos identificar ningún estilo con “el espíritu de una época”, pues tan de su tiempo fueron los impresionistas que exploraban con fidelidad objetiva el mundo real como sus contemporáneos Redon y Moreau, quienes exploraron el mundo de la fantasía y la invención subjetiva (p. 87). Otro tanto cabe decir de su perseverante interés por la pintura de género, a la que dedicó en mi opinión algunas de sus más brillantes reflexiones, especialmente en torno al Orientalismo. Valga como ejemplo su comentario sobre la obra de 1870 Ejecución sin juicio ante los califas de Granada, pintada por Henri Regnault: “se espera que experimentemos un frisson al identificarnos con la víctima, o más bien su cabeza cortada, que, cuando el cuadro está colgado correctamente, queda directamente al nivel de los ojos del espectador” (p. 103). No es a esa gran altura como nos lo presentan en el Musée d’Orsay, museo al que Nochlin dedicó algún texto que tampoco ha sido incluido. Pero era imposible abarcar todas las facetas de una figura tan poliédrica en sus intereses, retroalimentados por tantas otras personas de su variado círculo de relaciones con las que compartió complicidades. Y no solo fueron mujeres, pues también tuvo muchos discípulos a los que profesó amistad y maestros a quienes declaró perenne admiración, señaladamente su influyente director de tesis, Robert Goldwater, a la sazón esposo de Louise Bourgeois, la artista con la que se pone broche final a este libro de tan apropiado título. Ahora todos usamos muchísimo la expresión feminista “situado” o sus variantes, pero pocas veces con el tino que ha tenido Isabel Valverde para idear tan hermoso epígrafe, que es toda una declaración de principios: Situar en la Historia / Mujeres, arte y sociedad.


Ogata Gekkō and his contemporaries

“Todos somo hijos de nuestro tiempo” nos recuerda una frase tan manida como cierta. Esta idea se encuentra grabada en los pensamientos de todo historiador del arte, obsesionados en muchas ocasiones por contextualizar para poder entender. Por ello, al observar y estudiar la obra de Ogata Gekkō (1859-1920), este enunciado parece ajustarse con una precisión milimétrica al artista japonés.

Ogata Gekkō nació durante el Bakumatsu (1853-1868), un periodo de grandes cambios que obligó al País del Sol Naciente a abandonar su crisálida aislacionista y unirse a un mundo recientemente industrializado. La mayor parte de su vida se corresponde con la Era Meiji (1868-1912), una frenética carrera por la modernización del país para adaptarse a los estándares occidentales. Y falleció durante la Era Taishō (1912-1926), en la cual progresivamente se asentaban las ideas nacionalistas y expansionistas que acrecentaron los anhelos expansionistas de Japón en Asia. Durante su vida, el artista nipón observó cómo su país se transformó radicalmente, cambiando los kimono por las corbatas y los templos sintoístas de madera por intimidantes moles de ladrillo; cómo la paz interior conseguida mediante el férreo control de los sogunes se rompía en guerras contra China (1894-1895) o contra Rusia (1904-1905); y en definitiva, cómo Japón luchaba por mantener su idiosincrasia ante los nuevos tiempos.

La exposición Ogata Gekkō and his contemporaries (o en neerlandés Ogata Gekkō en zijn tijdgenoten) celebrada en el Japanmuseum SieboldHuis de Leiden entre el 5 de junio y el 5 de septiembre de 2021 repasa el trabajo del artista japonés, así como de muchos de sus contemporáneos. A través de esta muestra se pueden apreciar las tensiones a las cuales fue sometida la sociedad japonesa a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, convirtiéndose Ogata Gekkō en una suerte de cronista gráfico, a caballo entre la tradición más arraigada del ukiyo-e (escuela de grabado japonés) y el nihonga (literalmente “pintura de estilo japonés”), y las nuevas formas e influencias del arte europeo.

El Japanmuseum SieboldHuis reúne para ello un gran número de estampas diseñadas por Ogata Gekkō y otros artistas contemporáneos a él como Tsukioka Yoshitoshi (1839-1892), Migata Toshihide (1862-1925), Taguchi Beisaku (1864-1903) o Kobayashi Kiyochika (1847-1915), entre otros. Xilografía que abarcan desde imágenes de historias tradicionales, sosegados paisajes del archipiélago o bijinga (literalmente “imágenes de mujeres bonitas”), a violentas escenas de diferentes batallas de la Primera Guerra Sino-japonesa, o joviales y modernas imágenes de los cafés y cabarets, mostrando la dicotomía por la cual la identidad japonesa estaba atravesándose durante aquellas décadas. Además de estos grabados, la muestra también aglutina libros, álbumes y pinturas realizadas por Ogata Gekkō, incluyendo una plancha de madera a través de la cual se puede entender mejor el proceso de producción de los grabados, configurando una visión completa sobre la obra del pintor nipón.

En definitiva, Ogata Gekkō and his contemporaries es una magnífica exposición para adentrarse en esta figura tan relevante e influyente, a la par que nos adentramos en el arte y la historia de Japón de manera pareja, entendiendo mejor los cambios a través de los cuales ha pasado el archipiélago nipón desde mediados del siglo XIX.


Más allá de las estrellas: astronáutica y cultura popular

El 22 de julio de 1969, horas después de que el primer humano pisara la superficie de la Luna, el diario ABC publicaba en portada una fotografía del papa Pablo VI mirando por un telescopio: “A través del potente telescopio del Observatorio de Castelgandolfo, Pablo VI observa al satélite en momento transcendente de la historia de la Humanidad. El Papa ha contemplado la obra de Dios desde la mirilla del progreso”. Esta portada, que desde la distancia puede resultar casi cómica, permite comprender el telón de fondo sociológico y, por tanto, parte del entramado ideológico sobre el que se levanta el recorrido propuesto por David Moriente en «España, ¿me reciben?». Astronáutica y cultura popular (1957-1989). El libro constituye un análisis de los imaginarios de la astronáutica en la cultura popular española desde el año de lanzamiento del primer satélite artificial (el soviético Sputnik) hasta la caída del Muro de Berlín. Esta historia, por tanto, está atravesada por las disputas geopolíticas, tecnológicas y culturales de la Guerra Fría, en la cual España de Franco ocupó una posición semiperiférica, aunque siempre aliada en su furibundo anticomunismo con los intereses estadounidenses.

Este estudio, antes de aterrizar en territorio español, introduce al lector/a en el tema a través de dos capítulos centrados en la carrera espacial y en las representaciones cinematográficas del espacio, respectivamente. Más allá de las ficciones utópicas que, en las obras de Julio Verne o Georges Méliès, situaban al ser humano sobre la faz de la Luna, el inicio de la astronáutica tendría como punto de arranque el desarrollo de la balística durante la II Guerra Mundial y, concretamente, la figura de Wernher von Braun, científico clave en la experimentación armamentística del III Reich. Tras la guerra, no sin la desconfianza del FBI, Von Braun empezó a trabajar para los Estados Unidos en el perfeccionamiento de misiles. La Guerra Fría había comenzado y los líderes del mundo libre necesitaban armas —misiles guiados de largo alcance— con las que poder combatir al enemigo comunista. A principios de los cincuenta, los artículos de Von Braun en varias publicaciones contribuyeron a popularizar un imaginario tecnológico que abriría la puerta a —legitimaría socialmente, despertaría el deseo por— la exploración del espacio.

En esos mismos años (1955-1957), Walt Disney inició una colaboración con el científico alemán para la producción de una serie divulgativa de televisión sobre aeronáutica, de la cual vieron la luz tres episodios. Von Braun necesitaba visibilidad —y apoyo financiero— para sus proyectos, al tiempo que Disney trataba de potenciar el interés de los televidentes hacia los contenidos de su primer parque temático, que abriría en Anaheim, California, en 1955. Moriente sitúa aquí un momento clave en el cruce entre desarrollo tecno-científico y la pujante industria del entretenimiento. Para que Estados Unidos pueda tomar ventaja en la feroz competición propagandística y militar que libra contra la URSS necesitaba una ciudadanía fascinada por la posibilidad de conquistar las estrellas y, con ello, torcer el brazo a los soviéticos. La opinión pública era fundamental en esa batalla y, como explica Moriente, Von Braun fue “uno de los primeros científicos que fue consciente de la relevancia de la imagen pública como motor del proceso de diseminación científica y cuyo impulso podría aprovecharse asimismo para la producción de conocimiento” (p. 51). La divulgación científica y la cultura popular se retroalimentaban en una pugna en la que los rusos iban a tomar la delantera gracias a su Sputnik y a otros grandes logros: el lanzamiento del primer ser vivo al espacio (Laika en el Sputnik II 1957), las primeras fotografías de la cara oculta de la luna (Lunik I, 1959), el primer impacto en nuestro satélite (Lunik II, 1959), y el primer ser humano en órbita (Yuri Gagarin, Vostok I, 1962). Estados Unidos solo tomaría la iniciativa con la llegada a la Luna del Apolo 11 en 1969.

Representar ese espacio exterior, convertido en escenario privilegiado de la guerra de bloques, supuso un reto para la más poderosa de las industrias de la imagen: el cine (capítulo 2). El exoespacio no tiene norte-sur, ni derecha o izquierda. No resulta fácil, pues, reducir su magnitud a una escala humana. Sus dimensiones, temporalidades y ritmo de crecimiento se calculan en unas cifras que nos exceden. Los realizadores interesados en el espacio, desde Fritz Lang (Frau im Mond, 1929) a Stanley Kubrik (2001: A Space Odyssey, 1968), tuvieron que hacer un esfuerzo para que éste fuese una realidad comprensible en pantalla, casi abarcable, o, al menos, asimilable. El autor defiende que “la representación del exoespacio, localizada en una de las franjas de construcción del imaginario contemporáneo, se ha descrito de un modo geográficamente manipulable” (p. 87). Es decir, fue necesario realizar adaptaciones visuales del espacio exterior a unos ejes de coordenadas en los que el espectador pudiese situar la acción, adaptaciones que, como es lógico, han ido evolucionando con la tecnología audiovisual e informática.

Tanto en el territorio de la investigación científica en general —y aerospacial en particular— como en el de las industrias culturales, la España franquista se situaría, en plena Guerra Fría, en una posición muy particular dentro del bloque capitalista, algo de lo que se ocupa el capítulo 3. Como demuestra Moriente, tanto la investigación científica como sus proyecciones sobre la cultura de masas desempeñaron un papel importante en el imaginario modernizador de la dictadura. Ahora bien, el carácter nacional-católico del régimen —como se ponía de manifiesto en la referida portada de ABC— condicionaba la producción tecnológica y cultural y, con ello, agudizaban las contradicciones de nuestro desarrollismo. Aunque “el acceso a la práctica de la ciencia, la investigación científica y las aplicaciones tecnológicas modernas se implantaron en España a destiempo, de modo poco práctico y casi siempre fragmentado” (pp. 120-121), el autor señala como dato revelador la proliferación de referencias y noticias relacionas con la astronáutica en la prensa nacional a partir de principios de los años cincuenta. Es decir, el país no era ajeno a los grandes avances tecnológicos: aunque no podía competir, tampoco podría mantenerse al margen de la carrera espacial que libraban las dos superpotencias en pugna. De hecho, en 1963, el régimen creó la Comisión Nacional de Investigación del Espacio (CONIE) con el objetivo de “analizar los progresos técnicos e industriales y beneficiarse de ellos, evitando quedar retrasados frente a otros países”.

El interés político por aquello que acontecía más allá de la atmósfera terrestre se tradujo en un conjunto de productos culturales que tenían como objeto el exoespacio. En el capítulo 4, Moriente revisa algunos de esos productos aparecidos entre 1957 y 1989. Entre la cultura popular del franquismo, el autor rescata el serial radiofónico Diego Valor (1953-1958), cuya acción transcurría en 2027, coincidiendo con una primera expedición tripulada a Venus. Su audaz protagonista se inspiraba en el cómic británico Dan Dare, lo cual era comprensible y habitual en un contexto mediático muy influido por productos anglosajones. Diego Valor llegaría a convertirse en historieta y a generar un lucrativo merchandising —juguetes, disfraces, etc.—, lo cual evidencia el interés creciente que generaban la ciencia-ficción espacial y la expansión de una cultura de consumo destinada a un público joven.

Curiosamente, el final del serial radiofónico protagonizado por Diego Valor coincidió con el arranque de las emisiones de RTVE. Entre los realizadores que trabajaron en televisión durante la dictadura, Moriente llama la atención sobre la figura de Luis Miravitlles —aunque sin detenerse en ninguno de sus programas—, un divulgador que llegó a ser Director General de Promoción del Turismo en 1980 y que estuvo al frente de varios espacios sobre ciencia (Nueva época, 1962; Visado para el futuro, 1963-1965; Las fronteras de la ciencia, 1966; Misterios al descubierto, 1966-1970), además de publicar algunos libros de ellos derivados.

Ya en el periodo democrático, el capítulo 4 se cierra con un análisis de la revista Muy Interesante desde su nacimiento en 1981 hasta 1989. En esa horquilla temporal, el 50 por ciento de los volúmenes de la revista incluyeron contenidos relacionados con la astronáutica y resulta muy revelador el hecho de que el número de artículos y notas sobre el tema se redujese drásticamente a principios de los noventa, coincidiendo con la desintegración del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría. La revista, que alcanzó una tirada considerable y que sigue publicándose en la actualidad, contribuyó a renovar la imagen de la ciencia entre un sector de lectores que buscaba un producto de divulgación tan riguroso como estimulante: “A modo de hipótesis, se puede explicar que una parte considerable del atractivo de la revista, tal vez, resida en lo que habría que distinguir provisionalmente como la expresión gráfica de la astronáutica y, también, la expresión gráfica de la prospectiva que, combinadas, permitían al lector —con toda seguridad, estrategia dirigida a los más jóvenes— contemplar ilustraciones (fotografías, croquis de montaje e interpretaciones artísticas, muy frecuentes en la NASA) mucho más convincentes que las que se localizaban en publicaciones orientadas a la temática fantástica” (p. 194).

El libro se cierra con un capítulo dedicado a El astronauta, la película dirigida por Javier Aguirre y estrenada solo un año después de la llegada de Neil Armstrong a nuestro satélite. En el filme, un mecánico interpretado por Tony Leblanc trata de construir un cohete con el que emular la hazaña lunar de los americanos, para lo cual contará con la ayuda de algunos amigos agrupados en la SANA (Sociedad Anónima de Naves Espaciales). El filme habla del deseo de alcanzar el nivel de desarrollo tecnológico —sus méritos y reconocimiento— de una superpotencia con un arrojo inconsciente y unos recursos muy limitados que obligan a agudizar el ingenio típicamente español. En un final no del todo feliz, cuando el cohete aterriza en el desierto de Almería —en medio del rodaje de un western—, el astronauta se da cuenta de que los americanos ya estaban allí, en ese paisaje lunar, siempre por delante. La tecnología punta —el «potente telescopio»— que el Papa Pablo VI utilizaba para auscultar las interacciones entre el progreso de los humanos y la obra de dios, aparece aquí desacralizada, como un logro que queda fuera de las posibilidades materiales de esos excéntricos españoles, pero que, al mismo tiempo, desencadena una aventura con tintes quijotescos. En esa particular conquista del espacio —almeriense—, el astronauta es una suerte de antihéroe que desmitifica a Armstrong al tiempo que nos ayuda a reírnos de nosotros mismos.

Aunque en ocasiones resulte desigual en la extensión y profundidad con que analiza cada caso, contexto o problema, el recorrido propuesto por Moriente representa un estimulante estudio de los cruces entre la astronáutica y sus representaciones en el terreno de la ficción o la divulgación, en cine, radio, prensa o televisión. Con ello, el libro desborda los límites disciplinares de la Historia del Arte de la que parte su autor, para enriquecerla con aportaciones teóricas y metodológicas provenientes de los Estudios Visuales, la Historia de la Ciencia y los Estudios Culturales. En ese sentido, «España, ¿me reciben?» Astronáutica y cultura popular (1957-1989) constituye una aportación de calado que abre varias vías de investigación en el cruce entre ciencia, tecnología y análisis cultural.


Imágenes en el Umbral

Los antiguos depósitos de agua del parque Pignatelli de Zaragoza, han sido transformados para dar cabida dentro el escenario artístico de la capital, a una propuesta visual y poética que plantea al espectador la apertura a una experiencia visionaria y onírica. El espacio de ladrillo abovedado es reconducido en una dimensión meditativa mediante el uso de la proyección de la luz con patrones geométricos, vinculándose con la memoria del lugar como depósito de agua.

Para ello, el artista asturiano y comisario de la misma Javier Riera, quien trabaja de manera habitual con la geometría y su proyección en el paisaje, lo concibe como un lenguaje visual capaz de describir "el pulso profundo" de la naturaleza, generando una intervención real sobre el espacio y el tiempo de la naturaleza cercana a las propuestas del land art.

Riera crea una instalación con seis proyecciones de luz que inciden sobre telas semitransparentes distribuidas en el espacio, produciendo un efecto de multiplicación de la imagen y aprovechando la arquitectura especial de la sala. Así entiende la geometría como un lenguaje natural anterior a la materia, capaz de establecer con ella un tipo de resonancia sutil y reveladora, aproximando en este caso naturaleza y arquitectura, a partir del flujo poético de las imágenes.

En definitiva, la muestra juega con la idea del deslumbramiento en el espectador y pretende inducir un estado de reflexión en el público al contemplar algo que está fuera y al mismo tiempo en el interior, en un espacio de recogimiento ambientado con música. Esta sinergia entre ambos entes genera un diálogo entre geometría proyectada y espacio abovedado. Esta exposición se enmarca dentro del conjunto de actividades culturales que forma parte del programa expositivo del festival PhotoEspaña 2021.


En defensa del neo-contemplativismo

Como viene siendo común, Il Mulino acaba de editar la última obra -casi manifiesto estético personal- del afamado profesor boloñés Raffaele Milani. Tras los magníficos, L´arte del paesaggio (2001), I volti della grazia. Filosofia, arte, natura (2009) y L´arte della città (2015), el célebre paisajista italiano diserta, en esta nueva entrega, sobre la llamada experiencia estética de la condición neocontemplativa. Bien ¿Qué es esto? Decía Román Gubern en su espléndido libro, Del bisonte a la realidad virtual: la escena y el laberinto (1996), que, actualmente, “el exceso de imágenes las hace invisibles. En la época de Lautrec un peatón concedía 20 segundos al examen de un cartel, en 1960 esta atención no superaba los dos segundos” (123). Admitámoslo, hoy 2 segundos nos parecería muchísimo. La sobreinformación implica desinformación debido a la devaluación del mensaje y la incapacidad perceptiva de aprehenderlo. Gubern advertía sobre esta problemática, hace ya más de dos décadas, del mismo modo que, echando el freno al vertiginoso ritmo de la sociedad contemporánea, lo hace ahora Milani. Ahora bien, esta crítica antimoderna no se produce desde el ámbito de los estudios visuales como en el caso de Gubern, sino desde la perspectiva de la filosofía del arte y de la estética. El “neo-contemplativismo” que propugna Milani repugna de la modernidad de las nuevas tecnologías, de la infinita reproductibilidad imaginística que se descuelga de la iconosfera y, de la pasividad receptora ante el incesante bombardeo de los medios de comunicación de masas, para acercarnos a una experiencia estética activa, pero también pacificante y reflexiva; visual pero también háptica, olorosa y cercana, en definitiva, real. Por consiguiente, nos encontramos ante un verdadero manifiesto contra la asepsia de lo virtual y la atrofia sensorial que produce lo digital. Para Milani, ambas alejan a las personas de la naturaleza y el arte. Se trata, pues, de recuperar nuestra prístina esencia contemplativa, de restaurar nuestro maltrecho goce estético. La contemporaneidad ha subvertido los cánones, así como suprimido los asideros valorativos del arte. Esa “atrofia mental del mundo humano actual” (9), produce monstruos que la razón no entiende, sumiendo a la sociedad en “un caos lingüístico y antropológico en el que el arte parece haber perdido todo sentido” (160). La civilización se encuentra indigestada de estímulos estéticos, códigos, signos y mensajes, que nadie acierta a discernir. Y ya sabemos que toda crisis epocal produce revisionismos. Puesto que el futuro no existe, el rechazo del presente solo puede ser sustituido por el pasado, -a menudo idealizado, remasterizado y revisitado-. Proponer una pausa en el camino -incluso un desandar el camino-, aunque solo sea para divisar el ocaso desde lejos, parece ser una apostura convincente y contemplativa frente a un mundo perdido. Dado su sentir común y actual, Albe di un nuovo sentire. La condizione neocontemplativa, ha tenido una excelente acogida en suelo italiano. Gabriele Romagnoli, Simone Palama, Marco Filoni, Federico Vercellone, Pier Luigi Panza, Laura Ricca, Massimo Venturi Ferriolo o Elio Franzini, entre otros, han aclamado este libro como uno de los mejores del pasado, triste y pandémico año 2020. Esperamos, con suerte, una buena traducción en suelo español de este ensayo tan certero como actual; un ensayo que es a un tiempo el lamento de los intelectuales descontentos, pero también el brillo optimista de las estéticas luminosas.


Bill Brandt

Bill Brandt (Hamburgo, 1904 – Londres, 1983), es uno de los fotógrafos británicos más influyentes del siglo XX. Tras su formación inicial en Viena, viajó a París en 1930, donde entró en contacto con los surrealistas y trabajó como ayudante de Man Ray. Las obras de este periodo están marcadas por la influencia del psicoanálisis y el surrealismo. Con una gran carga de misterio, sus obras transitan por los límites difusos entre realidad y ficción, haciendo suya la máxima del poeta Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont) al referirse a la belleza surrealista: “Bella como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas”.

En 1934 se traslada a Londres y debido a la animadversión hacia la Alemania nazi, borra sus raíces alemanas y se convierte en un ciudadano británico. La década de los 30 es un periodo de lucha obrera por la dignificación de las condiciones sociales y Brandt las recoge en su primer libro: The English at Home. Fábricas, mineros y las duras condiciones de vida en los humildes barrios obreros de una Gran Bretaña de marcadas diferencias de clase quedan registradas en esta publicación.

Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Brandt inicia una serie fotográfica reflejando las calles vacías de Londres, completamente a oscuras como medida contra los bombardeos alemanes, y el hacinamiento de la población en las estaciones del metro, convertidas en refugio antiaéreo.

En 1943 aborda el género del retrato, con el que persigue, según sus propias palabras, “contar algo del pasado del sujeto y sugerir algo de su futuro”. Un ejemplo de ello es el retrato de Francis Bacon, tal vez su foto más reproducida, o la inquietante serie de “ojos de artistas” en la que encuadra solamente la mirada de sus retratados, como la de George Braque, Henry Moore, Picasso o Antoni Tàpies.

En esta misma década comienza su serie de paisajes, un género inevitable en la fotografía, con el que persigue completar su repertorio temático. Lejos de limitarse a reflejar objetivamente la realidad que la naturaleza le muestra, Brandt dota de una atmósfera especial a sus instantáneas, convirtiéndolas en desconcertantes y, hasta en ocasiones, inquietantes escenarios.

No deja de lado el desnudo, el género clásico de la pintura, al que Brandt le insufla un aire marcadamente surrealista como queda patente en la serie de desnudos en las playas pedregosas del Canal de la Mancha. Para ello, elige encuadres parciales de la modelo, que se confunden con las piedras sobra las que posa, jugando con el oxímoron poético del contraste blando-duro, vivo-inerte o cálido-frío.

Brandt, controló siempre todo el proceso fotográfico, desde la elección del lugar y del motivo hasta el revelado, como él mismo dejó escrito en la introducción a su libro Camera in London (1948): “Considero esencial que el fotógrafo haga sus propias copias y ampliaciones. El efecto final de la imagen depende en gran medida de esas operaciones, y solo el fotógrafo sabe lo que pretende”.

Una generosa selección de instantáneas de todos estos géneros puede visitarse en la Fundación Mapfre de Madrid hasta el 29 de agosto.