La admiración de Zuloaga por Goya

No es nuevo, desde luego, ocuparse de los intereses artísticos, emocionales o económicos que la figura del aragonés despertó en el vasco. La vinculación de Ignacio Zuloaga con la personalidad y la obra de Francisco de Goya ha sido tratada por numerosos expertos desde hace más de un siglo, tanto a través de trabajos de investigación como en artículos de prensa, exposiciones y conferencias. Se trata, por lo tanto, de un asunto que ha venido suscitando interés. El primer «encuentro» de Zuloaga con Goya se puede rastrearse al menos desde el curso 1886-1887, en que el jovencito vasco se formaba en Madrid. Por entonces tuvo ocasión de contemplar en el Museo del Prado obras del maestro. De hecho, estuvo inscrito en el registro de copistas del museo, aunque ninguno de los permisos de los que hay constancia fueran emitidos para reproducir cuadros de Goya. Cuando en torno al año 1889 Zuloaga se instaló en París encontró nuevos estímulos goyescos entre los círculos artísticos y comerciales del país vecino, por lo que la crítica francesa pronto lo consagró como una especie de Goya redivivo. Zuloaga construyó un estilo personal, recio, de empastes sinuosos y arrastrados, formas monumentales y sugerentes alternancias cromáticas, entre sordas y encendidas, donde la figura humana ocupa un protagonismo absoluto, sin despreciar las recias ambientaciones paisajísticas. Un estilo que, como en Goya, buscaba ante todo transmitir la vida interior de sus modelos y personajes. Como «coleccionista» de arte, Zuloaga estaba al tanto de las obras maestras de Goya que salían al mercado, aunque quedaran fuera de su alcance por su elevada cotización; sin embargo, realizó el mayor desembolso económico en 1903 cuando compró en París un retrato del general Palafox al marchante Isidore Montaignac por 10 000 francos; según contaba a Lafond, la operación lo había dejado «arruinado». En la venta de la colección Stchoukine (Hôtel Drouot, París, 1908). No hay datos de cuándo adquirió el retrato de un eclesiástico al que tradicionalmente se ha identificado como Camilo Goya, hermano menor de Francisco, pero ya lo poseía en 1908 cuando lo publicó Lafond.

Zuloaga y Aragón

Los fructíferos vínculos con esta comunidad autónoma arrancaron a comienzos del siglo XX con los primeros viajes de Zuloaga a Ansó, así como por la boda de su hermana Cándida, en Graus (Huesca), con el farmacéutico de la localidad Vicente Castán, aragonesista de pro y colaborador de la Revista de Aragón. Bien conocidas son las iniciativas que promovió en Fuendetodos: la adquisición de la casa natal, los festejos goyescos que allí se celebraron, a la construcción de unas escuelas, la erección de un monumento, al reencuentro tras la Guerra Civil, etc. Tampoco podemos olvidarnos de la exposición Zuloaga y los artistas aragoneses (1916), que supuso uno de los momentos másálgidos para el artista; en ese mismo año, le fue concedida lamedalla de oro de la ciudad. Zuloaga volvía a tener relevante presencia en Zaragoza con motivo de la organización de los actos conmemorativos del centenario de la muerte de Goya (1928), entre ellos ocuparse de la ambientación artística de la primera corrida goyesca que se celebró en España.  Con todo este activismo que emprendió el artista vasco por revalorizar la figura de Goya y rendirle los honores que a su juicio merecía, Zuloaga demuestra su deseo de identificarse con Aragón y sus gentes y pone de manifiesto que era muy consciente del cariño que allí le tenían.

La exposición

La Fundación Zuloaga y el Ayuntamiento de Zaragoza han unido fuerzas para diseñar una magna exposición en el Palacio de la Lonja que muestra las sinergias entre estos dos artistas, tan alejados y tan cercanos al mismo tiempo. La muestra titulada Zuloaga, Goya y Aragón. La fuerza del carácter reúne 192 obras, de las cuales 39 son de Ignacio Zuloaga y 18 de Francisco de Goya; también se ha contado con obras procedentes de colecciones particulares, así como de prestigiosos museos a nivel nacional e internacional: Museo Bellas Artes de Bilbao, Museo de San Telmo de San Sebastián, Museo del Prado, Museo Nacional de Arte Reina Sofía, Museo de la Real Academia de San Fernando, Patrimonio Nacional, Fundación Casa de Alba, Museo Carmen Thyssen de Málaga, Diputación de Zaragoza, The Hispanic Society of America, NY…etc.. Y es que esta exposición de la Lonja merece ser vista con tranquilidad y mesura, debido en cierta medida, a los numerosos documentos y objetos presentados porque, como afirmaba en la presentación a la prensa uno de sus comisarios, el doctor en historia del arte y experto en Goya, José Ignacio Calvo Ruata, esta exposición pretende “poner de manifiesto la recepción de Goya por Zuloaga”.  A lo largo de ocho espacios vemos un «diálogo artístico» entre las obras de los dos pintores; por ejemplo, el que mantienen el retrato de María Gabriela de Palafox (1804, óleo sobre lienzo, Fundación Casa de Alba), con el retrato inédito de Zuloaga de Mercedes Achorena de Fernán Núñez (1941, óleo sobre lienzo, colección particular). Pero no es lo único que se puede encontrar en esta muestra; hay un espacio en que se exploran los talleres de las dos familias artesanas. De tal manera que se han reconstruido los ambientes laborales de la familia de Goya (especialmente del dorador José Goya), junto con los dibujos, grabados y armas del Armero Mayor de la Real Armería, Eusebio Zuloaga y González, y el damasquinador Plácido Zuloaga. También hay espacio en esta exposición para recordar al ceramista Daniel Zuloaga, tío de Ignacio, que veneraba la tradición de las artes hispánicas y adoraba a Goya, con una pieza inédita, El baile de San Antonio (1919, panel cerámico, Ayuntamiento de Bilbao). Las modernas tecnologías también se mezclan en esta exposición con las artes plásticas. En el palacio de la Lonja se ha reservado un espacio especial en el que dialogan un enorme cuadro de Zuloaga –La víctima de la fiesta (1919, óleo sobre lienzo, The Hispanic Society Museum & Library, NY, en depósito en el Museo de Bellas Artes de Bilbao), polémico en su día por su carga alegórica, con dos vastas pantallas en cuyas proyecciones se escudriñan detalles a gran escala de la obra gráfica de Goya. La última parte de la muestra está dedicada al impacto que Zuloaga provocó en algunos pintores aragoneses como Rafael Aguado Arnal Plaza de la Seo (1909, óleo sobre lienzo, colección particular, Bilbao); Miguel Viladrich La boda de Fraga (1918, óleo sobre lienzo, Palacio de Moncada, Fraga, depósito del Ayuntamiento de Zaragoza) o Ángel Díaz Domínguez Cuenca del Ebro (Ca. 1916, óleo sobre lienzo, colección particular, Zaragoza).

La fascinación que Ignacio Zuloaga sintió hacia Francisco de Goya se convirtió en una pasión que durará toda su vida, lo que le llevó a prestar un particular interés a la tierra donde nació y a sus gentes. El discurso museográfico amplio y pedagógico que se aprecia en esta exposición, ayuda al visitante a asimilar de forma óptima los asuntos de los cuadros, la personalidad de los modelos representados y la multiplicidad de mensajes que encierran los numerosos documentos y objetos presentados.


Enric Majoral, la joya expandida

Los océanos han sido considerados desde tiempos antiguos como fuente de riqueza, así como el hábitat de criaturas enigmáticas, estimulando la imaginación de literatos y artistas durante generaciones. El interés que siempre han suscitado y la relevancia del comercio marítimo provocó que algunos elementos extraídos de sus profundidades fueran vistos como verdaderos objetos de lujo, como los nautilus montados en plata y oro que protagonizaban los aparadores de la nobleza europea. Las formas orgánicas y sinuosas de la naturaleza marina han inundado la producción de numerosos artífices, con especial importancia entre los joyeros y orfebres. El mar sigue siendo en la actualidad una fuente inagotable de inspiración para ellos y, especialmente en el caso español, el Mediterráneo es un tema recurrente. Muchos de nuestros creadores se han enamorado en algún momento del azul de sus aguas, las formas sugestivas de las calas rocosas, las tradiciones custodiadas por sus gentes, el olor a sal, la espuma o la variedad de la vida subacuática.

Pese a que en las últimas décadas la imagen tradicional del Mare Nostrum ha sido alterada por el turismo de masas, Enric Majoral -protagonista de esta retrospectiva- pudo entrar en contacto con este mundo en la isla de Formentera. Llegado desde la industrial Sabadell en los años 70, el por entonces joven joyero encontró un nuevo entorno en el que poco más de tres mil habitantes todavía preservaban las formas de vida autóctonas.

El establecimiento de una casa-taller en la isla le permitió desarrollar unas joyas de aspecto sencillo, como la vida de sus gentes, basadas en líneas orgánicas e inspiradas en las formas de la naturaleza. Sin embargo, las piezas más antiguas de la muestra datan de los 80, cuando su nombre ya era conocido en numerosas ferias y empezaba a inaugurar sus propios establecimientos comerciales. Esta contradicción entre la joyería artesanal, que Majoral defiende en la práctica, y la joyería de autor, que es la que representa su firma, se resuelve de manera insatisfactoria con el concepto de “joya expandida”, que dudamos que el artista tuviera en mente en el momento de la génesis de su estilo y que no queda convenientemente desarrollado. No obstante, la relevancia de su producción y la belleza de muchas de las piezas expuestas sostienen la exposición de manera más que suficiente.

Las joyas del momento de eclosión de la firma Majoral se basan en la estilización de las calas rocosas de las Pitiusas y de las formas de vida marina y terrestre que las habitan. Medusas, caracolas o lagartos de oro y plata constituyen piezas verdaderamente atractivas, de acabados elegantes, dorados modestos y superficies suaves que modernizan algunos motivos que se venían utilizando desde inicios de la centuria pasada. Los pendientes Drac (1992), que remiten al perfil de dos caracolas, o el collar Rocs (1990) evocan algunos de los adornos más antiguos creados por el género humano, realizados a partir de elementos encontrados en el entorno inmediato como las conchas.

Este interés por el modo de vida primigenio del Mediterráneo supuso un profundo cambio estético a partir de los años 90 a través de piezas más contundentes, con dorados más saturados y un acabado mate, características que remiten a los tesoros hallados en algunos yacimientos fenicios o minoicos. Entre estas alhajas encontramos la colección de joyas-contenedor que enlazan con los relicarios y agnus dei tradicionales en el mundo católico, pero que hunden sus raíces en los antiguos pueblos que guardaban fragmentos de materias sagradas en pequeños amuletos con función apotropaica.

Esta relación de la joya con el ámbito sagrado se desarrolla asimismo en la sugestiva serie Capelletes (1996), en la que se reproducen microarquitecturas que recuerdan a innumerables edificaciones religiosas como las iglesias románicas del Pirineo, las ermitas rurales, las estructuras talayóticas de Menorca y Mallorca o, más concretamente, la arquitectura vernácula de Formentera. Estas primeras capillas cerradas, custodias de lo sagrado, dan paso a nuevas versiones, como la Capelleta Oberta (2003), inspiradas en las barracas y casetas de pescadores hechas con cañizo pero que bien se asemejan a la arquitectura de Mies van der Rohe.

El contraste plástico entre materia y vacío, la experimentación técnica y los referentes artísticos alejan a Enric Majoral de la producción tradicional a medida que avanza el tiempo, aunque haya mantenido su implicación en el obrador. Esto provoca que la inspiración directa en el modus vivendi costero deje paso a una joya propiamente contemporánea que evoca el efecto corrosivo de la salinidad en los metales; en otras ocasiones utiliza formas meramente geométricas y, con mucha frecuencia, se permite rescatar motivos del paisaje formenterano -la posidonia, las nubes, el horizonte- que, por lo general, producen los resultados más interesantes.

El carácter retrospectivo de la muestra permite ver cómo la firma ha transitado desde una producción que hunde sus raíces en la tradición hasta la joyería de autor, convirtiendo una casa-taller en una empresa que encuentra su seña de identidad en el Mediterráneo. Este cambio, que es legítimo y no necesita de nuevos conceptos para justificarse, ha sido posible gracias a la fidelidad que Majoral ha mantenido con sus referentes estéticos. Todos estos valores, que engarzan con una tradición mediterraneista muy arraigada en el Levante peninsular desde el Noucentisme, trasladan al oro y la plata una época mítica y unas costumbres desaparecidas que encontraron en enclaves como Formentera su último refugio.


Cuadros de Asun Valet y una exposición colectiva

Tengo 85 años y esta temporada se ha cumplido mi cincuentenario como crítico de arte. Estas dos breves reseñas serán probablemente mis últimas críticas de exposiciones:

 

En el Torreón Fortea, el 27 de octubre, se inauguraba la exposición con pinturas de Asun Valet bajo el título Marca de agua, que es también como se titulan todos los cuadros de la muestra, pintados con acrílico, pigmento de hierro y alfileres mediante hilo de cobre. Estamos ante manchas expresionistas, con predominio del negro, que trazan muy variadas formas como manchas de gran tamaño o bandas muy estrechas de gran agilidad expresiva. Lo indicado se anima con gran belleza y originalidad mediante las puntas de los alfileres que configuran muy delicadas formas para contrastar con el negro dominante. Fondos de suaves colores. Exposición diferente y de máximo nivel artístico, con impecables textos de Alejandro J. Ratia y de Susana Pardo. 

 

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En la galería Cristina Marín, desde el 10 de noviembre, se puede ver la miscelánea titulada Exposición Navideña. Esta exposición, como siempre cada año, es muy atractiva pues reúne obras de pequeño formato de numerosos artistas, como son los casos, entre tantos, de Víctor Mira, Juan José Vera, Ángel Maturén, Fernando Navarro, Daniel Sahún, Antonio Fernández Molina, Lorena Domingo, Gejo y Edrix Cruzado.  


Como una máquina de coser en un campo de trigo

La salud mental, a pesar de ser uno de los tabúes que más peso ha tenido (y todavía tiene) en nuestra sociedad, ha experimentado un notable cambio desde el estallido de la pandemia de COVID-19. Al mismo tiempo que se acrecentaban los problemas relacionados con ella, comenzó a visibilizarse considerablemente, ganando cada vez más presencia en el debate público. Prueba de ello son las distintas exposiciones que se han realizado recientemente en relación con este tema, entre las que ocupa un puesto de enorme relevancia la propuesta que alberga actualmente el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

La muestra, titulada Como una máquina de coser en un campo de trigo, lleva a cabo un recorrido cronológico por la vida y obra del psiquiatra Francesc Tosquelles (Reus, 1912 – Granges-sur-Lot, 1994), que revolucionó las prácticas médicas de su tiempo, prestando especial atención a su contexto político, social, artístico y cultural. Es fruto de un proceso de investigación liderado por los comisarios de la misma, Carles Guerra y Joana Masó, y ha sido organizada en colaboración con el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), donde pudo visitarse entre el 8 de abril y el 28 de agosto de 2022. No obstante, su itinerario comenzó ya en 2021, en Les Abattoirs. Musée-FRAC Occitaine de Toulouse, y concluirá el próximo 2023 en el American Folk Art Museum de Nueva York.

El título de la exposición hace referencia a la frase de Isidore Ducasse, Conde de Lautrémont, que sirvió de inspiración al surrealismo en su defensa de lo azaroso de la belleza: “bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser con un paraguas sobre una mesa de disección”. Francesc Tosquelles, readaptándola, sintetiza su concepción de la psiquiatría como un vínculo de realidades aparentemente inconexas: el campo de trigo, ligado a la tierra, a la naturaleza y al paisaje; y la máquina de escribir, símbolo del desarrollo y la tecnología. A través de este lema convirtió la escritura, el arte y el teatro en instrumentos básicos de la terapia, acercando estas prácticas a los pacientes de las instituciones psiquiátricas, con el objetivo de transformar así estas últimas y “abrir” sus puertas para fomentar los vínculos sociales de los internos con las comunidades de su entorno.

El recorrido por la figura del psiquiatra catalán, que es también un recorrido por la historia de Europa en el siglo XX, comienza en los años que este pasó en España, desde su nacimiento en 1912, casi contemporáneo a los primeros intentos de descentralización de las instituciones psiquiátricas impulsados por la Mancomunitat de Catalunya, hasta su exilio en 1939. A finales de la década de 1920 comenzó a colaborar con el Institut Pere Mata de Reus, y tras la proclamación de la II República en 1931 se vio influenciado por el psicoanálisis, gracias a los psiquiatras y psicoanalistas que llegaron en este período a Barcelona huyendo del antisemitismo en Europa central. Vinculado también al marxismo, con el que estuvo comprometido políticamente a través del POUM, Tosquelles transformó desde el manicomio de Reus la psiquiatría heredera del siglo XIX, tratando al hospital como un cuerpo enfermo y cambiando su inconsciente autoritario y reaccionario.

Tras su paso por los frentes de Aragón y Extremadura durante la Guerra Civil como jefe de psiquiatría del ejército republicano, donde también desarrolló métodos vanguardistas que hacían posible una relación más comunitaria con el tratamiento de la enfermedad, comenzó en 1939 su largo exilio francés. En septiembre de ese mismo año llegó al campo de refugiados de Septfonds, permaneciendo allí recluido tres meses, y en 1940 se incorporó al equipo del Hospital Psiquiátrico de Saint-Alban-sur-Limagnole, que se convertiría en la entidad más importante de su periplo profesional.

Será aquí donde lleve a cabo una práctica radicalmente innovadora que transformó la vida colectiva en el hospital, gracias a la organización cooperativa y el uso de novedosos procedimientos terapéuticos para abordar la raíz social de la enfermedad mental y reformar, desde la humanización, la institución psiquiátrica. De esta forma, Tosquelles recogió y dio continuidad a algunas invenciones de las mujeres psiquiatras en el hospital como Agnès Masson, antigua directora del centro, o Germaine Balvet, en la lucha contra la indiferencia del personal médico ante el sufrimiento de los enfermos.

Durante la ocupación nazi de Francia, el sanatorio de Saint-Alban se convirtió en un refugio para distintos miembros de la Resistencia —médicos, escritores, artistas y teóricos del arte— comprometidos, al igual que Tosquelles, con el antifascismo, y entre los que se encontraban nombres como Paul Éluard, Tristan Tzara, Gérard Vulliamy, Jean Dubuffet o Frantz Fanon. Será su convivencia con el personal del hospital y los propios pacientes la que cuestionará la división tradicional entre normalidad y patología, creando un espacio de inclusión en el que las personas “normales” y las “marginales” (o marginadas) encontraron un espacio común.

Finalmente, el psiquiatra catalán regresaría a España en los últimos años de la dictadura y el posfranquismo, donde siguió practicando algunas de las iniciativas ensayadas en Francia, pero coincidiendo con la irrupción de la antipsiquiatría y la introducción de los psicofármacos que, en su opinión, destruyeron el trabajo de la institución. Tosquelles murió el 25 de septiembre de 1994, al mismo tiempo que en Cataluña desaparecía la psiquiatría como disciplina independiente y se integraba en la medicina.

Toda esta trayectoria vital y profesional se ilustra a través de diferentes documentos, fotografías y grabaciones personales en las que se exponen su concepción de la práctica psiquiátrica y su vinculación con la política en una época tan convulsa y dramática como la que le tocó vivir; pero también mediante distintas obras y objetos —carteles propagandísticos, revistas, películas y materiales históricos— que permiten contextualizar no sólo el momento histórico sino también el panorama artístico de esos años. En este sentido, tiene una importancia destacada el surrealismo —desde el título mismo de la exposición— por sus vinculaciones con el psicoanálisis y la psiquiatría, que quedan patentes en las obras expuestas.

Además, se presentan piezas creadas no sólo por los artistas ya mencionados, sino también por los enfermos mentales del hospital de Saint-Alban procedentes de la Collection de l’Art Brut de Lausana y de diferentes colecciones particulares, en dos salas dedicadas específicamente al arte psicopatológico y al Art Brut o arte marginal. A estas se añaden otras obras contemporáneas y de nueva creación, películas e instalaciones interactivas de Alejandra Riera, Angela Melitopoulos o Maurizio Lazzarato, entre otros.

La muestra, que se podrá visitar entre el 28 de septiembre de 2022 y el 27 de marzo de 2023, se completa con una serie de actividades (talleres, seminarios y conferencias) destinadas al encuentro, la educación y el estudio en un proyecto de generación de pensamiento paralelo al expositivo y de contacto inmediato con el público, siguiendo las ideas más relevantes del legado de Tosquelles.

Este legado, ignorado y olvidado prácticamente hasta la actualidad, se ha convertido, gracias a la investigación y divulgación realizadas con esta exposición, en un referente para reflexionar sobre el valor de la salud mental y la manera como la abordamos en nuestras vidas, en momentos de crisis tan graves como el actual.


CISNES. Cien años de danza clásica en Zaragoza

Zaragoza ha sido la cuna de la danza clásica en España. Desde aquí volaron grandes estrellas que, generación tras generación, han ido engrosando la larga lista de bailarines aragoneses en la diáspora. Esta Escuela de Zaragoza tiene su origen en la figura de María de Ávila. Sin embargo, la ciudadanía no tenía plena consciencia de ello. Por tanto, la exposición Cisnes. Cien años de danza clásica en Zaragoza era más que necesaria para que su intensa, pero silenciosa, labor no sea olvidada. Su comisaria, la periodista y escritora Ana Rioja, ha recuperado su extenso legado para acercarlo al gran público. Esta idea surgió durante la pandemia. La historiadora del arte y museógrafa Beatriz Lucea se percató de que el nacimiento de la maestra iba a pasar desapercibido y se dispuso a remediarlo. El resultado ha sido esta ambiciosa muestra en la primera planta del Centro de Historias, que incluye un amplio abanico de fotografías, figurines, elementos escenográficos, trajes, programas, carteles, así como objetos personales distribuidos en cinco grandes bloques.

Las palabras de admiración de María de Ávila hacia su ciudad adoptiva sirven de entrada a la exposición. La maestra supo canalizar mejor que nadie la rasmia de los aragoneses al inculcarles disciplina y pasión por la danza. Este coraje, tesón y valentía está presente en cada uno de los ciento cincuenta bailarines aquí representados. Una vez que el espectador ha contemplado su trayectoria como primera bailarina del Gran Teatro del Liceo, los diversos recitales que protagonizó junto a Joan Magrinyà, además de sus numerosos galardones, el discurso expositivo se centra en su labor docente. Desde que fundó su Estudio de Danza en 1954, Zaragoza se ha convertido en un hervidero constante de jóvenes bailarines procedentes de toda la geografía española. En este espacio, también se pone en valor el trabajo realizado por su hija Lola de Ávila tanto al frente de este centro como en San Francisco, lo que posibilitó un importante puente transatlántico que ha nutrido las filas de las compañías estadounidenses.

A continuación, nos adentramos en el extenso tejido educativo de la ciudad. La muestra ahonda en el papel que ha ejercido el Conservatorio Municipal Profesional de Danza en el terreno de la docencia reglada con abundantes imágenes tanto de sus profesores como de sus alumnos. Las academias de Emilia Baylo, Carmen de la Figuera, ESARC, Coppelia Danza, Arantxa Argüelles, Antonio Almenara o Carmen Aldana también están representadas en una sala, que evoca el intenso trabajo que se realiza en el aula. La inclusión de una barra de ballet, unida a la fotografía de un pie esculpido por la zapatilla de punta, sugiere el esfuerzo y la férrea disciplina que se esconde tras la imagen etérea de todos estos cisnes zaragozanos.

El espacio dedicado al Ballet de Zaragoza nos deja un sabor agridulce, no por la falta de contenidos sino por los tristes recuerdos que nos hace rememorar. Su desaparición en 2005 fue un auténtico despropósito cultural que dejó huérfana a la ciudad. Con gran acierto, se ha incluido también a su antecesor, el Ballet Clásico de Zaragoza, así como al Joven Ballet María de Ávila y su etapa al frente del Ballet Nacional de España. Este juego de espejos nos permite visualizar la oportunidad que ha perdido Aragón de convertir al ballet en su seña de identidad. Pese a ello, podemos seguir disfrutando del copioso vestuario de sus producciones —reflejado en el desfile que se celebró en el marco del ciclo de actividades paralelas, coordinadas en colaboración con Inés Turmo—. No cabe duda que el traje del prestidigitador chino, que diseñó Picasso para el ballet Parade, es uno de los más destacados.

Un maestro no es nadie sin sus alumnos. María de Ávila lo sabía muy bien. Se cercioró de que sus pupilos la superasen, lo que supuso un punto de inflexión para la historia de la danza en España. La sala dedicada a sus discípulos es realmente abrumadora. En ese instante, uno llega a comprender la magnitud de su legado. El espectador puede visualizar fotografías, trajes y zapatillas de Ana Laguna, Arantxa Argüelles, Trinidad Sevillano, Gonzalo García Portero o Víctor Ullate, entre otros. Este último tiene un especial protagonismo en este espacio. Aparte de su notable carrera con Maurice Béjart y la compañía que ha dirigido hasta su reciente disolución, su labor pedagógica ha superado incluso a la de su maestra, convirtiéndose en el artífice de la generación con más éxito del ballet español —con Tamara Rojo al frente—.

Esta encomiable exposición abre tres líneas para la reflexión. Por un lado, culmina este recorrido por la historia del ballet en Zaragoza con los herederos de toda esta tradición coreográfica: las producciones neoclásicas de LaMov, la difusión que realiza el Centro de Danza, las propuestas contemporáneas del Festival Internacional Trayectos y la renovación de la jota por parte de Miguel Ángel Berna —propietario de las icónicas castañuelas metálicas de Vicente Escudero, que se exhiben aquí—. Desafortunadamente, todo este ingente trabajo de documentación no va a quedar reflejado en un catálogo. También hace hincapié en la pujante investigación en danza y rememora los estudios pioneros del profesor Enrique Gastón. Y en tercer lugar, remarca las sinergias que se han establecido entre la danza y las artes plásticas a través de los diseños de Antonio Saura, José Luis Cano y Pepe Cerdá. Esta concepción wagneriana de obra de arte total hizo que el catedrático e historiador del arte Federico Torralba llegase a considerar a la danza cómo la forma artística más relevante de la primera mitad del siglo XX. En definitiva, cómo reflejan las palabras de la propia María de Ávila al final del recorrido expositivo: “la danza es la más completa de las artes porque aúna sobre un escenario a todas ellas: la literatura, la música, las artes plásticas, los más bellos movimientos, la expresión y el color”.


Fernando Alvira en clave goyesca: Ejercicios dibujísticos, pasajes bélicos, paisajes poéticos.

Cuando Fernando Alvira estudiaba Bellas Artes en Barcelona, un ilustre profesor les hacía copiar dibujos de Goya para hacer mano, según nos cuenta él mismo en un texto a la entrada de la exposición. Como prueba nos muestra seis de aquellos dibujos, realizados al carboncillo o a bolígrafo, fechados en 1978, que podemos ver en la primera sala a la izquierda, junto a otros trabajos recientes sobre papel, en tinta o acuarela, basados todos ellos en diferentes estampas de la serie Los Desastres de la Guerra. Ella ha inspirado también los cuadros de la sala principal; de ahí el título de esta exposición, Desastres, epígrafe que posiblemente tiene algún deje de socarronería aragonesa, pues con modestia nuestro pintor y académico, eminente crítico de arte, considera que a menudo sus trabajos son malogrados esfuerzos –parece que algunos de esos lienzos son obras anteriores repintadas– en comparación con la efectividad en los trazos de un genio como Goya, de quien es tan devoto. Creo que también admira mucho a Antonio Saura, cuya influencia se nota mucho en mi pieza favorita, el gran cuadro vertical de 2022 donde interpreta en clave expresionista el grabado goyesco Las camas de la muerte centrándose en la figura de la protagonista que deambula entre cadáveres con la cabeza cubierta –tampoco está nada mal el otro gran cuadro, de desarrollo horizontal, basado más detalladamente en la misma estampa. A mí me ha sorprendido esta fuliginosa insistencia en los negros o en colores y asuntos tétricos, pues siempre había identificado el estilo pictórico de Fernando Alvira con obras hedonistas, de alegre cromatismo y plácida estética zen. Más familiares me resultan los óleos de la tercera sala, donde incluso ha reservado un testero para su conocida serie de Paisajes viajados; aunque ha escogido cuadros de fosca coloración, quizá por coherencia con el tono melancólico de la exposición. Son panorámicas amplias apenas pergeñadas entre redondeadas colinas, como los escenarios naturales favoritos de Goya. También en esta sala hay una amplia variedad cronológica, que nos permite comprobar una línea de evolución hacia paisajes de simplificada poética, pues si en 1992 incluía gravilla y tierras naturales en su Montesnegros V, o en 2015 todavía concedía cierto protagonismo romántico a la representación de algún elemento anecdótico como en La cruz de término en Loreto, ya encontramos una sintética composición totalmente abstracta en Somontano, de 2018, con recia potencia épica en Sierra de Alcubierre, de 2022. Las pinceladas son intensas, empastadas, dignas de Goya.


Los dilemas anglo-europeos sobre el patrimonio arquitectónico

Este es un libro muy hermoso por su aspecto –pues tiene estupendo diseño, buen papel y excelentes fotos a todo color– pero sobre todo por su planteamiento, ya que recoge las reflexiones profesionales y vitales de un experimentado arquitecto, que es además un gran comunicador. Rogelio Ruiz Fernández siempre desborda sabiduría y simpatía humana como consumado conversador y crítico de arquitectura, activísimo desde hace muchos años en diversas publicaciones periódicas y blogs, particularmente en sus colaboraciones para la plataforma editorial que publica este volumen, algunos de cuyos capítulos derivan de artículos inicialmente publicados en su revista trimestral.[1]

Es muy conocido su anterior libro de poético título: La arquitectura atravesada por la luz, editado por la Universidad de Valladolid en 2017. No menos inspirada es la redacción de este otro, del cual lo único que no me gusta es el título, pues me parece confuso, porque condensa demasiados conceptos y contraposiciones. Es verdad que en esos contrastes está el quid de este ensayo, pues versa sobre los dilemas entre restaurar –o no– edificios con valor patrimonial e insertar –o no– nuevas intervenciones arquitectónicas en ese patrimonio histórico, confrontando las tendencias británicas con las del continente europeo. Cambridge es, efectivamente, el eje central al que, como caso de estudio particular, se dedica el capítulo central del denso volumen de 235 páginas, aunque en ellas se abarca una amplia panorámica con abundantes referencias al resto de Europa e incluso a otros continentes.

Todo se empieza a entender mejor al leer la introducción, donde nos enteramos de que el autor realizó sucesivas estancias en el Reino Unido durante los años 2013, 2014 y 2015 “encerrado por las mañanas en la biblioteca de la Faculty of Architecture and History of Art of Cambridge University, y por las tardes visitando los edificios e intervenciones” (pág. 11). Evidentemente debió de aprovechar los fines de semana para hacer excursiones a otras partes de la geografía británica y el resto de su vida ha seguido alternando su trabajo como arquitecto con otros frecuentes viajes/lecturas. Sin duda esa última dialéctica, entre textos teóricos y praxis arquitectónica, es otra clave fundamental de este impresionante estudio, basado primeramente en escritos de muchos autores –citados en traducción al español, pero recopilados también en versión original al final del libro– combinados con abundantísimas alusiones a construcciones presentadas como ejemplos correctos o incongruentes, mostrados con las oportunas fotografías, casi todas del propio Rogelio Ruiz.

Siendo él muy anglófilo, no duda en criticarles a los británicos algunos desatinos sorprendentes, a la luz del pensamiento y práctica de la restauración e intervención patrimonial en otros lares, sobre todo en Italia. También es magistral al mostrar los parecidos y esgrimir sorprendentes paralelismos visuales entre edificios de diferentes épocas y lugares, pues todo en la historia cultural es tradición y algunas innovaciones no son sino retornos a los clásicos. El tono es a veces festivo e irónico, otras eruditamente descriptivo y por momentos filosófico, con sugerentes metáforas, como cuando asimila el patrimonio como construcción –física y mental– con los vaqueros o zapatillas viejas que guardamos o las arrugas que nos dejan la edad y las sonrisas (pág. 89).

Entre tantas antítesis, se agradece el esfuerzo por la argumentación equilibrada, sin caer en sectarismos, pues a lo largo del libro se muestran los pros y contras de la no restauración, del collage histórico formado con los añadidos de nuevas arquitecturas, o de las osadas intervenciones rupturistas. Aunque cuando algo se considera erróneo hay firmes tomas de posición, particularmente contra la moda actual de destruir monumentos que han dejado de ser políticamente correctos. No puedo resistir la tentación de citar una opinión que también suscribo plenamente:

El tema, cuando tratamos de patrimonio, no es tanto eliminar el símbolo, que no deja de ser un vestigio patrimonial de otra época que puede gustarnos o no, pero el hecho de que nos ofenda es una muestra de que avanzamos, y ese símbolo, eliminado, puede pasar en su “clandestinidad” a ser considerado un mártir desaparecido y cobrar más fuerza cuando se presenta. Lo que en realidad se debe hacer es actuar sobre el receptor, que es quien debe saber valorarlo como pasado, como pasado que no queremos que vuelva a ser presente (pág. 192)

A veces se advierten ciertas preferencias personales por las casonas, los mercados, por los equipamientos culturales, u otros contextos en los que se nota que ha habido una implicación profesional a través de las obras del estudio de arquitectura formado por Rogelio Ruiz y Macario G. Astorga. Han construido y restaurado abundantemente en su Asturias natal, pero también en otras tierras donde han enviado proyectos que han resultado victoriosos, poniendo una “pica en Flandes”: literalmente es lo que han hecho en el caso de su restauración de la sede del periódico Le Peuple en Bruselas (pág. 94, fig. 109), así que no es de extrañar su apasionada defensa de la cultura arquitectónica y patrimonial belga. Incluso llegaron a proyectar –fuera del concurso internacional– una propuesta para la restauración de Notre Dame de París tras el incendio de su tejado y de la airosa aguja que se elevaba sobre el crucero; nada coincidente por cierto con la decisión que se ha tomado de rehacerla tal como estaba cuando ardió en 2019, pues era una versión neogótica de Viollet Le Duc, poco fiel al diseño original ni demasiado segura tectónicamente. Por esta última razón se rechaza esa solución al final del libro, aunque uno de los temas más apasionadamente tratados, con consideraciones y ejemplos de todo tipo, es el de la clonación arquitectónica, cuyo epítome fue el campanile de la catedral de Venecia reconstruido tras el colapso de 1902 porque el alcalde lo quería ver de nuevo com’era, dov’era –como era y donde estaba–.

Quiero terminar apuntando que la ciudad de los canales se comenta también como un ejemplo de los graves problemas provocados a conjuntos patrimoniales por el turismo y la gentrificación, asunto sobre el que me ha sorprendido gratamente encontrarme citado. Especialmente porque, tras insertar un texto mío sobre la revitalización urbana a través de la presencia de artistas e instituciones artísticas, se añade una reflexión a modo de objeción: “Y es así, cuando la zona ya está destruida, que esta afluencia puede ser positiva. No tanto, si por ejemplo, se vacía un mercado en funcionamiento para crear exposiciones…” (pág. 104). Estoy totalmente de acuerdo, y creo que merecería la pena que en el futuro desarrollásemos ese argumento conjuntamente.

 




Panorama de Madrid y de sus cafés como espacios para la práctica de la sociabilidad pública (1765-1939)

A veces con sillones de rojo terciopelo, grandes espejos multiplicando el espacio, iluminados con quinqués primero y, a medida que la luz eléctrica fue extendiéndose en su uso, con lámparas y apliques con bombillas envueltas en delicadas tulipas. Veladores de mármol con sus patitas de hierro fundido o humildes mesas de madera, sillas quizás en algunos casos tapizadas para acoger con acomodo a sus clientes. Los más elegantes adornados con escayolas en sus techos e incluso con papeles pintados o entelados en sus paredes. Unos más humildes y toscos, otros más sofisticados; pero siempre, en cualquier caso, envueltos en el perfume inconfundible y penetrante del café, ese producto de aroma intenso que presta su nombre a estos establecimientos, mientras nubes de humo flotaban en el aire procedentes de aquellos puros y cigarrillos consumidos de forma lenta y constante, a veces nerviosa, a veces pausada, que dejaron su pátina ocre sobre las superficies, como huella de su tiempo. Es la imagen que conservamos de aquellos viejos y entrañables establecimientos, donde el reloj parecía detenerse envuelto en el incesante murmullo de las conversaciones mantenidas en interminables tertulias, mientras entraban y salían un continuo desfile de esporádicos clientes y adictos parroquianos.

Los antiguos cafés forman parte de nuestra memoria colectiva, de nuestro pasado y algunos de ellos, los más afortunados que han sobrevivido a los vaivenes que marca el paso de la vida, afortunadamente también de nuestro presente. Algunos decorados con esmero, anhelos de distinción y suntuosidad que nos hablan de otras épocas, pensados para el deleite de la mirada, otras veces rudos, humildes y populacheros, incluso los más atrevidos con diseños vanguardistas, como pequeñas contribuciones ofrecidas a la modernidad. En todo caso obras modestas, aparentemente, por serles ajenas tanto la monumentalidad como la fama y prestigio de sus artífices, ya que la mayoría de ellos fueron concebidos por arquitectos, maestros de obras, pintores, ebanistas, escayolistas y decoradores cuyos nombres, con el paso de los años, han caído en el olvido. Pero, sin embargo, esenciales para comprender lo que los pensadores románticos alemanes definieron como Zeitgeist, es decir, el estudio del clima intelectual y cultural y, en definitiva, del espíritu de una época. Porque estos espacios para la sociabilidad constituyeron un escenario para el encuentro, donde personajes destacados del mundo de las artes, la literatura, la política y el pensamiento intercambiaron las ideas que definirán a la sociedad de la era del progreso, instaurada por la revolución industrial.

Las historias y avatares de estos establecimientos pioneros en la capital de España han sido recuperados en el libro Panorama de Madrid y de sus cafés como espacios para la práctica de la sociabilidad pública (1765-1939), por la doctora Mónica Vázquez Astorga, como resultado de una exhaustiva investigación, propia de la sensibilidad y seriedad científica de su autora, una de las máximas especialistas en la materia desde el ámbito de la Historia del Arte. Su método minucioso en la consulta y selección de fuentes literarias, especialmente de datos recogidos extraídos de publicaciones periódicas, tanto diarios como revistas, le ha permitido aportar gran cantidad de detalles inéditos, no sólo sobre sus propietarios, gestores y cambios de titulares, o las fechas concretas referidas a inauguraciones, reformas, traslados o reinauguraciones en nuevos emplazamientos, la mayoría de ellos hasta ahora desconocidos o inciertos. Completados con una certera selección de curiosos detalles, algunos evocando el aspecto de su fachada o de la decoración interior, además de otras curiosidades como el tipo de refrigerios ofrecidos al público, sino también los espectáculos y actividades celebrados para su entretenimiento, entre los que destacaron recitales poéticos, bailes o conciertos musicales. De manera que su trabajo enriquece y completa, de manera extraordinariamente ilustradora, los tradicionales estudios que se centran en el mundo de las tertulias artísticas y literarias que albergaron, al rescatar del anonimato una ingente nómina de artistas y decoradores de interiores que los hicieron posibles, la mayoría de ellos prácticamente desconocidos hasta la fecha.

Una línea de investigación iniciada en el artículo «Los antiguos cafés de Zaragoza en el siglo XIX», publicado en la revista Brocar (2014); al que le sucedieron «La pintura decorativa y el café de San Millán de Madrid: la decoración de Manuel Zapata y Seta en 1891», que vio la luz en Artigrama (2017); «La decoración pictórica del ‘café Calatravas’ (1939) de Madrid y su significado en el contexto político», en De arte (2018); «El café de Fornos (1870-1909) de Madrid, epicentro social y cultural en la calle de Alcalá», en Arte y Ciudad (2018); «Estampa del Madrid antiguo: el café suizo (1845-1919)», en Ars Bilduma (2019); «Casimiro Monier y sus establecimientos para la práctica de la sociabilidad en el Madrid del siglo XIX», curioso gabinete de lectura a modo de club político de filiación liberal, en Revista de Historia Jerónimo Zurita (2020) o «El café de España (1886) de Valencia, un capricho arquitectónico inspirado en la Alhambra», en Ars longa (2021). Sin dejar de lado otras ciudades más modestas, como sucede en «“Ecos… y noticias”: Tarazona (Zaragoza) y sus antiguos grandes cafés», de la revista Turiaso (2016-2017), constatando la importancia que este tipo de establecimientos tuvieron para ellas, como anhelo de progreso y modernidad, al ser reflejo de lo sucedido en otras urbes más grandes y modernas.

Labor constante y minuciosa que ha cristalizado en la publicación de tres libros, dos de ellos dedicados al caso español y uno tercero al italiano. Así, en el mismo año vieron la luz dos obras, la dedicada a los Cafés de Zaragoza: su biografía, 1797-1939, editada en 2015 por la Institución Fernando el Católico, y la monografía Cronaca dei caffè storici di Firenze: 1865-1900, publicada por el Archivio Storico Comunale de la capital toscana, confirmando la solvencia de sus trabajos que incluso traspasan nuestras fronteras y permiten avanzar en su conocimiento, como sucede para el caso italiano en el artículo titulado «El Gambrinus Halle (1894), un café-cervecería a la última moda en el centro de Florencia», publicado en la revista Imafronte (2021). Una estela investigadora seguida por Panorama de Madrid y de sus cafés como espacios para la práctica de la sociabilidad pública (1765-1939), en 2022, que ahora nos ocupa.

Acompañado de más de un centenar de ilustraciones, una bibliografía perfectamente seleccionada y exhaustivas referencias a las fuentes periodísticas consultadas, esenciales para analizar la historia artística y cultural de este tipo de establecimientos en la capital de España, desde mediados del siglo XVIII a 1939, año en que acabó la Guerra Civil, proponiendo como fecha de cierre esta fatídica contienda, puesto que con ella finalizará una forma de entender el mundo, sustituido por el triste y oscuro ambiente de la posguerra.

Tras cada página el lector se va sumergiendo en un sugerente mundo de sensaciones, entre la evocación y el recuerdo, de tal manera que será el propio café, esa «negra bevanda» y su llegada a Europa procedente de Oriente, la que preste su nombre a este tipo de establecimientos para el consumo de bebidas y otras viandas. Considerada para unos, como así refiere la autora, una «bebida intelectual, espiritual y nutritiva, dado que vigoriza la mente, aclara las ideas y el pensamiento y facilita la digestión»; mientras que para otros fue repudiado al ser calificado de pernicioso veneno, sobre todo tras una ingesta sin control. Inicialmente consumido tras los banquetes celebrados por la alta sociedad, dado su alto coste, aunque con el paso del tiempo dejara de ser un producto exclusivo y posiblemente fuera Venecia la ciudad pionera en fundar un café, transformándose paulatinamente en una actividad social, al convertir su consumo en un agradable pretexto para el encuentro, la transmisión de ideas y el debate en estos locales; como así defendió la propia autora en su contribución dedicada a “Los cafés venecianos del siglo XIX, lugares de encuentro de artistas”, presentada en el I Congreso Internacional. Artista y sociedad en el siglo XIX, organizado por el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, en noviembre de 2021, que esperemos sea publicado en breve.

Herederos de las vetustas y oscuras botillerías y de los puestos de venta ambulante de bebidas del siglo XVIII, en la década de 1760 comenzarán a instalarse los primeros cafés en Madrid, aunque todavía en su aspecto fueran espacios modestos, y alcanzarán su esplendor a mediados del XIX y las primeras décadas del XX. Las crónicas periodísticas anunciaron la apertura del Café de las Cuatro Naciones, en el núm. 3 de la céntrica calle de Fuencarral, como el primero en su género en 1812, al que le sucedió al año siguiente el Café de Levante, en la no muy lejana calle de Alcalá núm. 15. Será, con la llegada de la nueva centuria, el momento en el que este tipo de establecimientos comiencen a disfrutar de una época dorada, con la fundación de nombres míticos como el Cuatro Naciones (1838) en la calle de Carretas, el Lardhy (1839) en la carrera de San Jerónimo o el de Oriente (1831) en la plaza de Isabel II, a los que se suma una exhaustiva nómina que evocan nombres como el Pombo, el Espejo, la Fontana de Oro, del Príncipe, de Santo Domingo, de Europa, de la Gran Cruz de Malta, del Universo, de la Unión, de la Cibeles, de Santa Ana, de la Haba de Moca, de la Bolsa, Comercial, de Argüelles, de Gijón, de la Marina, de Valera, de Barcelona, de Zaragoza, de Sevilla, de San Sebastián o de Lisboa, incluso hasta un Café de Madrid, además otros como de la Paz, de Solito, del Comercio, de las Platerías, de la Estrella, de Venecia, de Neptuno, de Correos, el Imperial, el Fornos, el Riesgo, de Venecia, del Buen Gusto, de San Luís, del Norte, de San Isidro, de la Iberia, de las Musas, el Suizo, de los Catalanes, de Diana, Universal, Santa Bárbara, Habanero, de Quevedo, además del Ambos Mundos, Lyon D’Or, de París, el Casablanca o el famoso Chicote y tantos otros, cuyos nombres tuvieron su eco en otras capitales de España. Algunos conservados, otros transformados, muchos desaparecidos, aunque todos ellos integran un importante patrimonio para la memoria.

Inmejorable reflejo de la historia madrileña y española, entre sus paredes se vivieron episodios de agitación política y social, de conspiraciones y proclamas, componiendo un tupido tapiz que entreteje las relaciones, a veces fraternales y otras turbulentas, entre destacados nombres de la política, la filosofía y el pensamiento, la literatura, las artes y, en general, la cultura. Así, como nos recuerda Mónica Vázquez a lo largo de su obra, destacados escritores captaron con su pluma el ambiente vivido en estos cafés, permitiendo al lector de este libro a partir de las citas seleccionadas, elegidas de una manera tan acertada como amena, revivir una época mediante la palabra de los propios protagonistas, quienes en su obra se convierten en inmejorables testigos de la España de su tiempo, al recoger comentarios, descripciones y relatos de literatos y periodistas, como: Gaspar Melchor de Jovellanos, Leandro Fernández de Moratín, José Martínez Ruiz más conocido como Azorín, Benito Pérez Galdós, Mariano de Cavia, Jacinto Benavente, y otros nombres ilustres,que convierten su lectura en todo un deleite para la mente y los sentidos.


Tras los pasos de la Sílfide. Imaginarios españoles del ballet romántico a la danza moderna

El Romanticismo fue uno de los movimientos artísticos y estéticos de mayor proyección en la cultura occidental, dando lugar a un legado que ha perdurado en las artes visuales y del espectáculo de los siglos XIX y XX y ha contribuido a la génesis de identidades nacionales y regionales. La presente publicación se destina al estudio de la pervivencia del Romanticismo en la danza, fenómeno que aquí se aborda de manera interdisciplinar, atendiendo a sus visiones desde otras manifestaciones artísticas como la fotografía, la pintura, la escultura, las artes decorativas, el cine y la literatura.

Tal y como apuntan las editoras de la monografía en su introducción, debido a la falta de estructuras de investigación dedicadas al estudio de la danza en España, este lenguaje artístico no siempre ha recibido, por parte de la historiografía, la atención que merece. Sin embargo, la danza española desempeñó un importante rol en la génesis de imaginarios, repertorios y trasvases estéticos en la Europa del Romanticismo y sus prolegómenos. Así, el campo de estudio de esta publicación se extiende desde el Romanticismo hasta los primeros años de la Segunda República, comprendiendo la Guerra Civil como un episodio que marcaría una clara disrupción en la evolución de estas actividades artísticas. Cabe destacar, además, como esta línea de estudio viene siendo cultivada desde el Departamento de Historia del Arte y Patrimonio del Instituto de Historia del CSIC, especialmente a raíz del proyecto de I+D+i titulado Tras los pasos de la Sílfide. Una historia de la danza en España (19836-1936).

Tras una introducción sobre mujeres y danza en tiempos de Federico García Lorca, escrita por Pedro G. Romero, el libro ha quedado articulado en cuatro secciones. La primera lleva por título “Danza en el Romanticismo. Géneros, circulación y canon”. En ella, diversos investigadores han recorrido fenómenos como el rol de Gautier en la difusión de danzas indias y españolas en el París de la primera mitad del siglo XIX, firmada por Tiziana Leucci; las figuras de Fanny Elssler y Michel de Saint-Léon estudiadas por Cara Gargano e Irène Feste; los bailes de máscaras en Aragón por Irene Turmo; el ballet en las ciudades de Zaragoza, Alicante y Palma de Mallorca por Laura Hormigón; o los jaleos en el siglo XIX, por Guillermo Castro.

La segunda parte de la publicación se dedica al estudio de “identidades, imaginarios y legados en construcción”. Uno de los principales valores del libro son los nuevos datos arrojados sobre el rol de la danza en estas cuestiones identitarias que configuraron las imágenes de España y de los españoles y que tuvieron además una proyección en el contexto hispanoamericano. Aportan nuevas visiones sobre estos complejos fenómenos Elena Matamoros, quien reflexiona sobre feminidad, estética y virtuosismo en la danza del siglo XX; Irene López Arnaiz, cuyo texto se centra en el espiritualismo y orientalismo de las danzas de Tórtola Valencia en Madrid; Alicia Navarro, que aborda el cuerpo flamenco desde la óptica queer; Ana Alberdi y Eugenia Cadús, encargadas de estudiar las figuras de La Argentina y La Argentinita; Idoia Murga, quien reflexiona sobre danza española e hispanidad tras 1898 y Fuensanta Ros quien investiga la obra Paso a cuatro de Antonio Ruiz Soler.

La tercera sección se destina a uno de los fenómenos más interesantes de la danza española de este periodo: su presencia en el panorama internacional. Lynn Matluk reflexiona, desde el contexto de Filadelfia, sobre la presencia de la danza española en la temprana escena americana; Olga Fedorchenko, Mariela Delgado y Gonzalo Preciado abordan el contexto ruso (las dos primeras) y letón (el tercero); Claudia Carbajal estudia la Escuela Nacional de Danza de México y Joellen A. Meglin analiza las reapropiaciones del flamenco por la bailarina de Chicago Ruth Page.

La última parte recibe por título “Imagen y escritura de la danza” y en ella se recogen las aportaciones de Carolina Miguel Arroyo sobre la representación visual de la danza en el Romanticismo español; Guillermo Juberías sobre el imaginario goyesco y los trasvases entre danza, pintura y cuadros vivos; Susana Oñoro, quien ha investigado las relaciones entre fotografía y danza; Rosario Rodríguez, sobre las aportaciones del cine temprano en el análisis del repertorio de la danza; Tessa Ashlin sobre el bolero en la obra de Georges Sand; Alejandro Coello sobre el panorama de la dramaturgia para ballet; Ana Abad sobre la danza como metáfora y Beatriz Martínez sobre Sebastià Guasch como crítico de danza.

Resulta complicado resumir las aportaciones individuales de todos estos capítulos, elaborados por profesionales adscritos a universidades españolas y extranjeras y a relevantes museos y entidades dedicadas al estudio de la danza. Por ello, quisiera señalar el valor global de esta publicación en acceso abierto, que sin duda constituye desde ahora una referencia fundamental, no solo para los estudios sobre danza sino para cualquier análisis sobre la construcción del imaginario de lo español y la imagen nacional de España, fuera y dentro de sus fronteras, en el periodo abarcado.


Cisnes. Cien años de danza clásica en Zaragoza

La propuesta expositiva del Centro de Historias ―ubicado en parte de los terrenos del antiguo convento y cuartel de San Agustín― ha procurado demostrar con cada una de sus propuestas, que es un museo de arte moderno y contemporáneo que apuesta por la diversidad en formatos y temáticas. Por su espacio interior y exterior han pasado variadas disciplinas artísticas tan variopintas como la moda, diseño gráfico, cine, comic, urbanismo, grafiti…, que unidas a las ya tradicionales y su exposición permanente de la Escuela-Museo de Origami (EMOZ), conforman un corpus erendedor en el panorama expositivo de Zaragoza. Igualmente, ha dejado siempre un hueco en su programación para la muestra de músicas y danzas de distintos estilos y procedencias. Sin embargo, en esta ocasión y por primera vez, se ofrece esta danza musealizada.

Precisamente y entendiendo esta musealización en su sentido más canónico ―es decir como una transformación de un bien de interés cultural en museo, con el fin de preservarlo― el equipo formado por la museógrafa y gestora cultural Beatriz Lucea, la comisaria Ana Rioja y el director de arte Anto Moreno, junto con el apoyo del Servicio de Cultura del Ayuntamiento de Zaragoza, se han puesto como objetivo hacer un recorrido por la trayectoria del ballet en Zaragoza, desde María de Ávila hasta la actualidad.

La temática de la exposición surgió durante el pasado confinamiento en 2020 por la Covid. Fue entonces cuando Bea Lucea (Lucea Valero) conoció la noticia del centenario del nacimiento de la bailarina y profesora de ballet María de Ávila (10.04.1920-27.02.2014) y pensó en que un personaje tan relevante para el panorama artístico de Zaragoza, no iba a recibir ningún homenaje visible debido a las circunstancias. A partir de la figura de esta insigne bailarina, reflexionó sobre lo poco conocido para el gran público, de la historia del ballet en Zaragoza, que sin embargo ha contado con figuras internacionales de la danza clásica. Una vez conceptualizada la muestra, Lucea definió y desarrolló la misma, gracias a la colaboración conjunta con la periodista y escritora Ana Rioja, que es autora de la más relevante biografía sobre María de Ávila (Rioja Jiménez, 1992) hasta la fecha y posee además un amplio cocimiento de las figuras del ballet, surgidas desde Aragón en las últimas décadas. Cerrando el círculo creativo de esta muestra, se encuentra el diseñador y director de arte Anto Moreno, el cual aporta la propuesta gráfica y visual.

La exposición Cisnes. 100 años de Danza clásica en Zaragoza, se ha ubicado en el espacio expositivo del nivel 2 del Centro de Historias y ocupa al completo sus tres salas y anexo para proyecciones audiovisuales a través de objetos personales, vestuario, fotografía, diseño gráfico, ilustraciones y esculturas-objeto. La primera sala está dedicada a María de Ávila y su biografía. Es el comienzo de este viaje, en el que se hace un guiño muy especial a su hija, la bailarina, maestra y coreógrafa Lola de Ávila, que sigue con su trabajo perpetuando el legado de la danza. La sala aparece cubierta de fotos e información relacionada con la vida y trayectoria profesional de ambas. Así mismo, se pone a disposición del espectador, gran cantidad de objetos personales, entre los que destaca la silla de madera que utilizaba María de Ávila durante sus clases. Tras esta sala, se accede al mundo que envuelve la práctica y los sacrificios de la danza clásica aragonesa, presentado a través de los ojos de algunos de sus artífices. Gracias a ellos, llegamos a un espacio dedicado a cartelería y vestuario de los grandes estrenos, que enlaza y dialoga con la siguiente sala. En este último espacio, se pueden ver las fotografías de los rostros más relevantes e internacionales de la danza aragonesa, así como un autentica introducción en la representación escenográfica, a través de elementos y recursos de la puesta en escena. El último espacio pretende cerrar narrativamente la propuesta, mostrando a los protagonistas de la actualidad del ballet y danza contemporánea, como un futuro esperanzador ante la incógnita actual de una disciplina artística, que precisa de un mayor apoyo por parte de las instituciones. El visitante puede encontrar en este tramo final, algunas exquisiteces propias de un gabinete de curiosidades, como ilustraciones y objetos escultóricos de propuestas escenográficas firmadas por los artistas Antonio Saura, o Pepe Cerdá entre otros.

Se trata, de una muestra sin precedentes en Aragón, para la que se ha reunido gran cantidad de material de archivo, visual y objetual, que ya es marca de autor de las exposiciones generadas desde Lucea Valero. Desde el punto de vista del espectador habitual, resulta muy curioso ver como de un día para otro, se han cubierto por completo todas las pinturas murales de la anterior exposición efímera, “El color de lo público”. Sin embargo, la sensación de pérdida se atenúa al ver una muestra tan dinámica como la que nos ocupa y si reflexionamos sobre el largo proceso de preparación ―dos años nada menos― durante el que se ha cocinado a fuego lento. En ella prima lo emocional, ya que es un homenaje y busca una narrativa para captar al espectador. Equilibrando la balanza, encontramos el sofisticado trabajo de diseño gráfico de Anto Castro, que utiliza en muchos casos la jerarquización de tamaños y fuentes, para facilitar la lectura del ingente material documental aportado por Ana Rioja en sus cartelas. Y es que, una parte fundamental de la muestra es generar una historiografía que ponga en valor la danza clásica en Aragón, disciplina sobre la que no existen muchos estudios. Intuimos igualmente, la voluntad de alzar una voz reclamando atención para el ballet y en cierto modo, para todas las artes escénicas en nuestra Comunidad.

“Cisnes, cien años de danza clásica en Zaragoza” resulta, en definitiva, una sentida celebración de la vida y legado de la que fuera prima ballerina assoluta del Teatro Liceo de Barcelona ― María de Ávila― y maestra de miles de alumnos de danza, esos cisnes que dan título la exposición. Aquí solo se han podido mostrar algunos de sus rostros, pero son muchos más. Porque esta muestra trata de mostrar al gran público, la riqueza local de esta disciplina a través de sus fotos, tutús, zapatillas de ballet, cartelería, documentos y objetos. Todo ello, aparece dispuesto mediante claves de la puesta en escena: carga expositiva focal en los centros de los espacios, piezas suspendidas desde el techo, objetos-escultura pertenecientes a atrezo auténtico… Se persigue el lirismo y lo etéreo, incluso lo flotante como vehículo más conceptual. La parte más emotiva se disfruta con objetos dispuestos por las salas, como la silla en la que María de Ávila estuvo dando clase hasta los 80 años ―evoca de manera especial su presencia― la chaqueta con la que recibió el Premio Zaragoza y sus icónicas gafas de ver.  A la postre, nos encontramos ante una muestra que, partiendo de premisas clásicas, consigue incorporar a su estructura y contenido, aspectos de la museología más actual. Se trata de, no lo solo conectar con el público general, si no captar y ofrecer propuestas para un público más joven a partir de guiños frescos e interdisciplinares, como la cortina de plástico que acoge un texto del artista Maiky Maik, que sin pretenderlo, se ha convertido en uno de los espacios más instagrameables del Centro de Historias.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:                                                                                                               

Rioja Jiménez, A. (1992) María de Ávila. Zaragoza: Gobierno de Aragón