“Cigarrillos París” y la publicidad moderna

Desde su inauguración en 2002, las instalaciones de Espais VolART en la sede de la fundación Vila Casas se han convertido en uno de los lugares más dinámicos donde disfrutar del arte actual en Barcelona. Aunque el objetivo principal de esta entidad es la promoción de la cultura catalana contemporánea, su histórico de exposiciones muestra cómo de vez en cuando se toma la libertad de incluir en su programa algún evento que dirija nuestra mirada al pasado. La inauguración de la muestra “Cigarrillos París” y la publicidad moderna es una de estas ocasiones.

A lo largo del recorrido expositivo se explica el viaje que Manuel Malagrida i Fontanet realizó en 1889 a Argentina para convertirse en el principal empresario tabaquero del país gracias a un despliegue publicitario sin precedentes. Una sencilla museografía acompaña a fotografías, cajas de tabaco coleccionables, dibujos, revistas y numerosos carteles. Estos últimos son los protagonistas indiscutibles gracias a los dos concursos que organizó Cigarrillos París, su marca de tabaco, para encontrar la mejor publicidad posible. En el primer certamen celebrado en 1900 se citó únicamente a artistas argentinos, pero en la segunda edición se abrió una convocatoria en la que no importaba el país de origen de las propuestas. Quinientos cincuenta y cinco cartelistas de diversos países de Europa y América enviaron sus creaciones, que fueron posteriormente editadas en forma de revista y se expusieron en el Teatro Nacional de Buenos Aires, en la Sala Parés de Barcelona y en Olot, ciudad natal del magnate.

Gran parte de las obras procede del Museu de la Garrotxa, entidad coorganizadora y en la que los descendientes de Malagrida depositaron las versiones originales de los carteles. Entre los artistas catalanes que se animaron a participar destaca Ramón Casas con Montmartre, donde aparece una de sus elegantísimas damas. Seguramente se trata de su musa Júlia Peraire, enmarcada por el perfil de la inconfundible colina parisina en la que el reconocido pintor y dibujante residió durante largas temporadas. Precisamente desde París envió Javier Gosé su Romanesque, que destaca de entre los competidores por su ambiente lúgubre y, a su vez, una utilización muy contrastada y viva del color. En cuanto a los concursantes italianos ocupa un lugar especial Amor del milanés Aleardo Villa, candidatura ganadora del segundo certamen, que a su vez sirve de cartel a la exposición con su sensual y decadente fumadora de cabellos azulados.

El tono de los carteles es de lo más diverso, mostrando el estilo y la personalidad de cada uno de los creadores: desde la alegría del portugués Pedro Ribera Dutaste, pasando por la sátira del argentino Cándido Villalobos, ganador del primer concurso, hasta llegar a las referencias mitológicas formuladas al óleo por el aragonés Luís Palao Ortubia. Una característica común en muchos de ellos es que los personajes que los pueblan con más frecuencia son los niños, para sorpresa y escándalo de la sociedad actual, y las mujeres. Resulta muy interesante que se haya aprovechado esta circunstancia para organizar parte de la exposición a modo de análisis sobre los distintos arquetipos femeninos que servían como reclamo publicitario en los albores de la sociedad de consumo, algunos de los cuales se mantienen en los anuncios actuales.

Es cierto que los carteles se han exhibido con cierta frecuencia en los últimos años y, de hecho, parte de la serie cuelga en los muros de las salas permanentes del Museu de la Garrotxa. Sin embargo, hay una buena selección de piezas complementarias, el material gráfico y textual es efectivo y accesible y, sobre todo, las obras destacan por su belleza y justifican por sí mismas la visita a la exposición.


Una “oscuridad deliciosa”: Théodule Ribot en los Augustins de Toulouse

El Musée des Augustins de Toulouse, que lleva meses cerrado para restaurar sus vidrieras decimonónicas y para adaptar su sede a las nuevas normas de accesibilidad, es la sede de una brillante exposición temporal sobre el pintor francés Théodule Ribot, un gran desconocido incluso entre los historiadores del arte contemporáneo, a excepción de algunos especialistas en pintura realista del siglo XIX. La muestra ha sido organizada por el museo tolosano, por el Musée des Beaux-Arts de Marsella y el Musée des Beaux-Arts de Caen.

Y es que, tras el éxito de la histórica exposición Manet/Velázquez: The French Taste for Spanish Painting, que pudo verse en el Musée d’Orsay y en el Metropolitan Museum de Nueva York entre 2002 y 2003, pocas muestras han seguido indagando en el impacto que la pintura española tuvo en el realismo decimonónico francés. De hecho, el catálogo de esta exposición sigue siendo la referencia bibliográfica más destacada para todos los que estudiamos el influjo de la escuela española en la pintura francesa del siglo XIX. Por este motivo, esta exposición monográfica sobre Théodule Ribot posee un gran interés, al profundizar en las vías de interpretación de la tradición pictórica española en la Francia decimonónica.

La exposición y su catálogo revelan la necesidad todavía acuciante de dedicar a este pintor más investigaciones que contribuyan a esclarecer su carrera, de la que tenemos pocos datos. A pesar de haber pasado por el estudio del pintor académico Auguste-Barthélemy Glaize, Ribot fue un artista fundamentalmente autodidacta. En su juventud vivió durante tres años en Argelia, un destino que orientó su producción hacia una pintura de género basada en los tipos y el estudio de las costumbres. Más adelante, participó en el Salon en sucesivas ocasiones, aunque algunas de sus obras fueron rechazadas por su estética oscura y por la “banalidad” de sus asuntos, tan alejados de la pintura académica de inspiración histórica o mitológica. El talento de Ribot se encuentra en la sublimación de los pequeños asuntos, en la atención a la naturaleza muerta, al bodegón, al cuadro de costumbres o al retrato de su círculo, fundamentalmente de miembros de su familia y de sus amigos. El entorno del artista fue determinante en su propia producción: fue muy amigo de Fantin-Latour, de François Bovin y recibió homenajes de artistas como Boudin, Monet o Rodin. Sus hijos siguieron la estela paterna: Louise-Aimée y Germain Ribot fueron pintores dedicados a los temas oscuros de la pintura realista, mostrándose herederos de las naturalezas muertas y bodegones florales de su progenitor.

La exposición de Toulouse alberga un gran interés al ofrecer en un mismo espacio un número importante de obras de este maestro francés. Pero, además, es encomiable la labor de los comisarios, que han trazado relaciones muy directas trayendo obras tanto de pintores antiguos —principalmente de la escuela española, francesa y holandesa del siglo XVII— y contemporáneos de Ribot. Además, y aunque el color negro sea el que impere necesariamente en la museografía de la exposición, los comisarios han escogido tres colores de fondo: uno para las obras de Ribot, otro para las de los maestros antiguos y un tercero para las obras contemporáneas al artista. Las similitudes entre la pintura de Ribot y las de algunos cuadros del siglo XVII son tan marcadas que el visitante agradece estas pequeñas pistas visuales.

La muestra se ordena temáticamente presentándonos en primer lugar dos autorretratos del artista, muy en línea de los de Rembrandt. Posteriormente, se aborda la cuestión de la naturaleza muerta, trazando paralelismos con la pintura francesa del XVIII y del XIX, así como con maestros españoles como Juan de Zurbarán. Más adelante, se muestran sus cuadros centrados en la figura humana, desde los retratos de miembros de su familia hasta la representación de tipos propios de la pintura de género. La deuda de los maestros antiguos es evidente, pero también la relación con pintores decimonónicos españoles y, al respecto, cabe destacar un lienzo inédito del gaditano José María Rodríguez de Losada, en el que se representa una magnífica Magdalena penitente en la estética sobria de Zurbarán. La siguiente sección es la dedicada al paisaje, que nos permite comprobar el talento de Ribot en todos los géneros. Por último, la muestra concluye con una sección de pintura de historia y religiosa, trazando unos vínculos directos con la escuela española del siglo de Oro, en especial con Ribera, del que se presentan tres obras.

La exposición se ha complementado por conferencias organizadas por la asociación de Les Amis du Musée des Augustins y por un catálogo de una gran calidad con textos de conservadores como Emmanuelle Delapierre, Luc Geordet, Axel Hémery, Domique Lobstein, Louise Sangla y Gabriel P. Weisberg. Este catálogo está destinado a convertirse en una futura referencia obligada para los estudiosos del hispanismo en el arte francés del siglo XIX.


Goya, génie d’avant-garde. Le maître et son école

En noviembre de 2020 vio la luz el catálogo de la exposición Goya, genio de vanguardia: el maestro y su escuela, que fue celebrada en el Musée des Beaux-Arts de la pequeña ciudad francesa de Agen (Nueva Aquitania). La muestra fue comisariada por Adrien Enfedaque, conservador de dicho museo de Bellas Artes y contó con el comisariado científico de Juliet Wilson-Bareau y de Bruno Mottin, una de las más reputadas expertas en la obra de Goya y un conservador del Centre de Recherche et de Restauration des Musées de France. La exposición generó abundante polémica al atribuir al “taller de Goya” varias de las obras anteriormente consideradas como de autoría única del maestro conservadas en el museo: El globo (una de las más célebres), Caprichos, Escena galante y la Misa; mientras que el Autorretrato y el Retrato ecuestre de Fernando VII fueron mantenidas como obras únicas de Goya.

Uno de los grandes enigmas que han rodeado constantemente la figura del pintor aragonés es la existencia o no de un taller de discípulos que pudieran haber colaborado en la creación de algunas de las obras tradicionalmente atribuidas a Goya. En este sentido, la producción tan extensa del pintor de Fuendetodos ha hecho pensar a algunos especialistas que difícilmente todas esas pinturas saliesen únicamente de su pincel. Ese es el planteamiento de Juliet Wilson-Bareau en su capítulo “Le projet et le propos de l’exposition” en el que justifica con los testimonios de algunos personajes coetáneos a Goya la existencia de un taller de discípulos que trabajaban en colaboración con el maestro y que frecuentemente realizaban reproducciones de los cuadros de Goya y, en ocasiones, obras originales. En esta segunda categoría encajarían algunas tan célebres como El globo del Musée d’Agen o El Coloso del Prado, según Wilson-Bareau o Manuela Mena. Al margen de esta teoría —que ha conseguido tanto seguidores como detractores—, encuentro un gran interés en una de las cuestiones remarcadas por la autora y es la problemática venta de la colección familiar por parte de los herederos de Goya, primero por su hijo Javier y, más adelante y sobre todo por su nieto Mariano. En ocasiones, la atribución a Goya de algunas pinturas se ha basado en el testimonio de Mariano de Goya al final de su vida, quien aseguró haber visto pintar a su abuelo determinadas obras cuando era niño. Evidentemente, la construcción de hipótesis fiables ante datos tan inseguros resulta imposible. Wilson-Bareau reconoce la imposibilidad de llegar a establecer con seguridad la autoría de Goya ante algunos cuadros y aborda la problemática del atribucionismo, rastreando sus orígenes hasta las primeras polémicas sobre falsas atribuciones de Goya en el siglo XIX.

Los demás capítulos del catálogo ofrecen al lector una amplia variedad de visiones desde las que abordar la pintura de Goya. Adrien Enfedaque comienza escribiendo un capítulo sobre el histórico edificio de la iglesia de los Jacobinos de Agen que acogió la exposición. Más interés para la temática de la exposición alberga el capítulo dedicado al conde de Chaudordy, diplomático y político francés, embajador en España entre otros países y responsable de la donación al consistorio de Agen, su ciudad natal, de esta importante muestra de arte español, con una nutrida de representación de goyas y Eugenio Lucas. Chaudordy fue uno de los pioneros de la puesta en valor de Goya en Francia y, como tal, merecía esta reivindicación. También es interesante el capítulo de Bruno Mottin sobre la técnica pictórica de Francisco de Goya, escrito a partir de los hallazgos fruto del proceso de restauración de algunas de sus obras.

El capítulo dedicado a las obras presentes en la muestra alberga interesantes estudios de Juliet Wilson-Bareau sobre cuestiones como los retratos, la relación de Goya con el mundo femenino a través de la figura de la maja, las percepciones de lo real y las invenciones de lo imaginario en la obra del artista, la oposición entre las fuerzas del bien y del mal. A través de estos asuntos tan amplios, el catálogo ofrece un repaso por algunos de los ejes temáticos de la obra de Goya. Por último, esta publicación ofrece interesantes anexos de utilidad para futuros investigadores sobre Goya o sobre su recepción en la contemporaneidad. Entre ellos cabe destacar una cronología de la obra de Goya por Véronique Gerard Powell, el catálogo de obras expuestas, las pinturas existentes en el inventario de bienes de Goya de 1812, la lista de cuadros atribuidos a Goya en la Galerie Espagnole de Louis Philippe d’Orléans en el Louvre y las obras de Goya propiedad de Federico de Madrazo en 1867 según la monografía de Charles Yriarte. A ello hay que sumar una carta autógrafa enviada por Goya a Leocadia Zorrilla en 1827.

En definitiva, al margen de que el lector pueda posicionarse a favor o en contra del “desatribucionismo” de los comisarios de la muestra, el valor de esta publicación reside en la formulación de la hipótesis del taller de Goya para explicar algunas de sus obras de autoría más debatida.


Norman Foster Sketchbooks 1975– 2020

En una magnífica edición, como viene siendo tradición desde hace años en Ivorypress, la célebre casa editora de Elena Ochoa Foster, este volumen se lanza como génesis de un nuevo recopilatorio de varios libros que irán narrando y mostrando la obra del arquitecto Norman Foster, a través de sus cuadernos de bocetos personales, década a década. Asimismo, y de esta manera el estudio de Foster vuelve a exponer el cuidado que dispone en la imagen de su marca, en donde el dibujo del arquitecto, no es tan solo una herramienta para la transmisión de una idea, es el lenguaje que la posibilita.

Como es sabido, el cuaderno de croquis y bocetos arquitectónicos es una herramienta, un espacio donde ocurre un tipo particular de dibujo de carácter particular, introspectivo, abocetado…y gracias a esas notas, los lectores pueden indagar sobre los conceptos complejos del arquitecto británico, Foster que se manifiestan y se desarrollan en papel. Así pues, el proyecto arquitectónico toma forma por y a través del dibujo, en un proceso que permite la recuperación de ideas formales previamente elaboradas a través del hecho de dibujar formas arquitectónicas ya existentes y la posterior reelaboración a través del hecho de proponer soluciones gráficas a los problemas planteados en el proceso de ideación.

Esta premisa es la que plantea el libro Norman Foster Sketchbooks 1975– 2020, fruto de la selección de dibujos que muestran la destreza gráfica de Norman Foster y su evolución a lo largo cuarenta y cinco años, plasmada tanto en el papel como en la arquitectura, y cuya edición ha estado a cargo de Jorge Sáinz, traductor, doctor arquitecto, editor y profesor titular de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid, y encargado de recopilar esta primera selección de más de medio millar de dibujos.

A causa de ello, este primer volumen presenta un contenido gráfico de más de 546 dibujos, lo que lo convierte en una colección completa de dibujos del cuaderno de bocetos de Foster desarrollados desde 1975 hasta la actualidad, y a partir de los cuales ofrece información sobre el proceso de diseño no solo de sus proyectos más influyentes sino también de sus inspiraciones.

Ya desde la primera página del “Prólogo” escrito por el propio arquitecto, se aprecia un gusto determinante por la representación gráfica de la mano de alguien dotado de un don natural para el dibujo, en donde la capacidad de síntesis gráfica es una virtud, y donde Norman Foster manifiesta públicamente; “Todo el mundo tiene su idea del infierno para mí sería no poder coger un lápiz”. Posteriormente, el capítulo titulado “Nulla dies sine linea. Los cuadernos de dibujos de Norman Foster”, o lo que viene siendo la insigne expresión de Plinio el Viejo, en su Naturalis historia; “ni un solo día sin trazar una línea” y que hace referencia a Apeles, pintor de Alejandro Magno, pero que es perfectamente aplicable a la pasión de Norman Foster por el dibujo, nos hace comprender el porque de sus famosos levantamientos acotados, pese a ser conocidos por estar en casi todas sus monografías, de un molino en Cambridgeshire que hizo durante su etapa de estudiante en la Escuela de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Manchester, un modelo de precisión, sencillez y claridad comunicativa, tanto en lo puramente lineal como en lo relativo a los textos descriptivos, y en donde el lápiz se constituye como una prolongación manual de la mano, para responder a patrones gestuales íntimamente enraizados en su propia formación, ya que en la misma, cuando inicia el largo camino de “ser en el mundo”, recurre al trazo gestual para representar el mundo y entenderlo.

Por último, el libro se cierra con el capítulo titulado “Dibujos seleccionados: 1975–2019”, en donde sin duda se aprecia como el grafismo de Norman Foster ha variado con el trascurso del tiempo, pero sigue conservando esa economía de medios tan característica de quien, además de buena mano, tiene muy claras sus ideas.

En definitiva, nos encontramos ante el inicio de una serie de volúmenes que conducen al lector a través del trabajo del arquitecto, desde la perspectiva de sus sketchbooks utilizados en su día a día, y en donde no se deja lugar a dudas a la relevancia así como a la importancia del tema y el interés del dibujo dentro de la vida del arquitecto así como de la historiografía de la arquitectura. Asimismo, debemos matizar que en el momento de escribir este texto, el arquitecto Foster, cuenta con más de 80 años, y aún sigue rellenando cada día páginas y páginas de sus inseparables cuadernos de dibujos.


Les arts et la diaspora basque (XIXe – XXI siècle)

Las diásporas, migraciones y exilios han sido fenómenos determinantes en la historia contemporánea de muy diversas regiones del mundo. La marcha de un territorio al que se pertenece es una experiencia difícil, que depende en buena medida de si la salida es forzada o voluntaria. Por otro lado, quienes abandonan su tierra natal llevan consigo a sus nuevos países unos principios culturales asentados en la identidad colectiva desde tiempos inmemoriales. Lo que el presente libro plantea es el análisis desde una perspectiva histórico-artística de las diferentes manifestaciones surgidas a propósito de la diáspora vasca (entendiendo el País Vasco en sus dos vertientes, española y francesa), desde el siglo XIX hasta nuestros días. La obra queda integrada por trece aportaciones inéditas sobre el tema en cuestión, sin caer en ciertos tópicos manidos como el regionalismo, con los que ha sido tradicionalmente explicadas estas cuestiones de identidad cultural de las comunidades migrantes. El punto de partida de esta obra fue el coloquio internacional Les arts et la diaspora basque (XIXe-XXIe siècles), celebrado entre Bayona y San Sebastián, con el apoyo de la Université de Pau et des Pays de l’Adour (EA 3002 ITEM), de la Universidad del País Vasco (Equipo País Vasco y América, vínculos y relaciones atlánticas) y de Donostia-San Sebastián 2016 Capital Europea de la Cultura.

El libro se encuentra organizado alrededor de varios ejes temáticos. En primer lugar, las obras de arte generadas a partir de la emigración de creadores vascos a otros territorios, ya fuesen franceses, españoles o más lejanos. Así, Juan Luis Blanco Mozo, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, elabora un estudio sobre la nueva iglesia de la congregación de San Ignacio de Loyola de Madrid, un templo de efímera duración (1898-1936) pero muy celebrado en su propuesta arquitectónica neomedievalista de inspiración románica. A pesar de la participación de un arquitecto vasco, Miguel de Olabarría —muy vinculado a la oligarquía vasca en Madrid—, sus formas son neorrománicas, relacionables con la cripta de la catedral de la Almudena, en la que participaron Francisco de Cubas y el propio Olabarría. Continuando con el ámbito arquitectónico, Laura Martínez de Guereñu, de la IE University explora la actividad de Le Corbusier en las construcciones de Villa Ocampo y de la Maison Errázuriz en Argentina en 1928 y 1930, proyectos planteados para comitentes vascos. Concluye este bloque con la aportación de Argitxu Camus Etchecopar de la Universidad del País Vasco, quien reflexiona sobre las artes al servicio de la identidad vasca de la diáspora, interesándose en particular por la identidad de los vascos del Oeste de Estados Unidos.

El segundo bloque del libro se dedica a las cuestiones de percepción e identidad y arranca con el capítulo escrito por Claude Mehats, de la Université de Bordeaux-Montaigne, quien relacionó la emigración vasca con los testimonios escritos y orales que de ellos nos han llegado. Le sigue el texto de Edurne Arostegui, del Center for Basque Studies de la University of Nevada, Reno, quien explora la emigración vasca en Nevada a partir de la obra Sweet Promised Land, editada en 1957 por Robert Laxalt. Siguiendo en esta línea de recepción de la cultura vasca en Estados Unidos encontramos el texto de Óscar Álvarez-Gila, de la Universidad del País Vasco, sobre los estereotipos del emigrado vasco en el cine americano. Completa este panorama la aportación de Zoe Bray de la Hebrew University of Jerusalem sobre sus retratos pictóricos de emigrados vascos.

Arte y exilio son los dos asuntos analizados en el tercer bloque del libro, comenzando por la figura del arquitecto Isidro de Monzón en Venezuela, un estudio llevado a cabo por Maddalen Narbaïts Fritschi, del Centre de Documentation et d’Archives d’Architecture de la Côte Basque. Por su parte, Francisco Javier Muñoz Fernández, de la Universidad del País Vasco, explora el periplo de las piezas del Museo de Bellas Artes de Bilbao durante la Guerra Civil, cuando una parte de la colección fue llevada a París y la otra salió hacia el puerto de La Pallice en La Rochelle. Por último, Nausica Sánchez, del Museo Chillida Leku de Hernani se ocupa de los exilios de Eduardo Chillida, centrándose en una primera salida del País Vasco durante una estancia en París entre 1948 y 1951 y un segundo exilio interior a su regreso a su tierra natal.

Como no podría ser de otra forma, la última sección del libro se ocupa del asunto del regreso. Anthony L. Geist de la University of Washington, aporta información sobre la figura olvidada del pintor vasco Miguel Marina, fallecido en el exilio. Por su parte, José Javier Azanza López, de la Universidad de Navarra, reflexiona sobre el retorno en 1948 a España de Jorge Oteiza. Por último, Viviane Delpech, investigadora de la Université de Pau et des Pays de l’Adour presenta los resultados de sus trabajos sobre la arquitectura del retorno, aquella ejecutada por constructores oriundos del País Vasco que consiguieron fortuna en territorios lejanos y, a su regreso, construyeron brillantes ejemplos de arquitectura doméstica.

En definitiva, la obra ha sido abordada desde una perspectiva interdisciplinar y constituye una importante contribución a la historia de la identidad vasca desde una visión histórico-artística. Ojalá sea el punto de partida para futuras publicaciones que aborden la misma cuestión en otros territorios.


Georgia O’Keeffe

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid, expone más de 80 obras de la artista norteamericana Georgia O’Keeffe (Sun Prairi, Wisconsin, 1887 – Santa Fe, Nuevo México, 1986). Las archiconocidas pinturas de flores, los edificios de Nueva York, sus composiciones abstractas o las series sobre el desierto de Nuevo México, pueden verse en el museo madrileño hasta el 8 de agosto.

Georgia O’Keeffe se crio en una granja de Wisconsin. Un contacto  permanente con la naturaleza que la marcaría y condicionaría su mirada. En 1905, O'Keeffe se traslada a Chicago para comenzar sus estudios artísticos en el Instituto de Arte de esta ciudad. Una formación que continuó fuera del ámbito académico en la Liga de estudiantes de arte de Nueva York. Pero las limitaciones de la formación, enfocada a la reproducción y copia de modelos, desanimó a la pintora, hasta el punto de abandonar su educación superior, agravada por dificultades económicas que la obligaron a buscarse un trabajo como ilustradora comercial y, entre 1911 y 1918, como profesora de Arte en Virginia, Texas y Carolina del Sur.

Durante este periodo ensaya una pintura muy personal, alejada de la figuración, en la que desarrolla composiciones abstractas, ya sea inspirándose en la naturaleza, en los edificios de Nueva York o, incluso, en la música o los sonidos de su entorno.

Sus composiciones se caracterizan por su energía, luz y alegría. Diez de estos dibujos son seleccionados para una exposición en la Galería 291 de Nueva York, dirigida por el fotógrafo Alfred Stiglitz, quien asumió desde entonces la representación de la obra de la artista y con quien acabaría casándose en 1924.

El éxito de la exposición abrió la puerta a su reconocimiento artístico y a un periodo de intenso trabajo dedicado ya en exclusividad a la pintura. Un esfuerzo que vino acompañado de importantes exposiciones individuales, como la del Art Institut de Chicago o la del MoMA de Nueva York, donde fue la primera mujer artista en tener una retrospectiva, en 1946.

Su gran personalidad, su independencia y su fuerte carácter en un ámbito profesional muy masculinizado, contribuyeron, además, a forjar su mito y la consideración fundacional de su pintura en la cultura norteamericana, tal como la poesía de Emily Dickinson o la de Walt Whitman en el ámbito de la literatura. O’Keeffe combatió el papel subsidiario de la mujer en el arte, reivindicando un papel en igualdad con el hombre, con el único criterio comparativo del trabajo realizado. Aunque con demasiada frecuencia se la ha presentado como una “pintora de flores”, aportó una importante visión estética en la construcción de la corriente del arte moderno de Estados Unidos.

Con la intención de centrarse en la pintura, O’Keeffe pasaba largas temporadas en Ghost Ranch y en Abiquiú (Nuevo México), donde compró una modesta casa de barro de la era colonial española que representó en muchas de sus obras con un tratamiento abstracto completamente geométrico. En ellas se repite insistentemente uno de sus elementos, la puerta principal de madera negra. “Compré esta casa por esta puerta”, llega a confesar. Fascinada por la intensidad del paisaje del desierto, encuentra la soledad y la concentración que no tiene en Nueva York. Tras la muerte de Stiglitz en 1949, se instala allí definitivamente, desarrollando varias series de pinturas inspiradas en los recorridos en solitario en su furgoneta, transformada en estudio, y en las piedras y huesos de animales que recoge.

Una seducción por el desierto que compartió con artistas de otras disciplinas, como Jack Kerouac en su libro On the Road o Robert Smithson, el pionero del land-art que intervino en algunos de estos escenarios, como en el desierto de Amarillo, donde encontró la muerte en un accidente de avioneta cuando trabajaba en su obra Amarillo Ramp.

En esta muestra del Museo Thyssen se puede disfrutar especialmente de esta etapa de la artista, de sus obras de inspiración mineral, de la soledad, el silencio y las duras condiciones de vida del desierto plasmadas en sus telas. También de ese menos conocido grupo de composiciones geométricas inspiradas en la arquitectura popular de Nuevo México y, como cierre, un interesante documental de sus últimos años entorno a su vida y a su proceso creativo.


La “España Negra” de Gutiérrez Solana encuentra su sitio en Fuendetodos

Resulta sugestivo viajar a Fuendetodos tras varios meses sin poder salir de la ciudad de Zaragoza. Esta circunstancia convierte al viaje, aunque sea a un paraje de la provincia, en una experiencia casi emocionante. Esto mismo sucedía a comienzos del siglo XX, cuando Fuendetodos todavía no había sido reivindicado como pueblo natal de Goya y Zuloaga y sus amigos emprendieron viajes a la localidad, transitando la pedregosa carretera que la unía con Zaragoza. Las tres primeras décadas del siglo XX fueron un momento clave para la configuración de Francisco de Goya como uno de los astros de la tradición pictórica española y para su encumbramiento como padre del arte moderno. Así supo verlo no solo Zuloaga, sino también toda una constelación de artistas, músicos y escritores españoles como Granados, Falla, Blasco Ibáñez o Emilia Pardo Bazán, Díaz Domínguez o el propio José Gutiérrez Solana, tal como reivindica esta exposición de la sala Zuloaga de Fuendetodos, enmarcada en las celebraciones del 275 aniversario del nacimiento de Goya.

La muestra lleva por título: Solana vs. Goya, máscara y simulación, y es que uno de los asuntos más recurrentes en las obras expuestas es el de la máscara, propia de las celebraciones del carnaval. Solana se aleja de la concepción baudeleriana del maquillaje, como herramienta artificial que acerca a los seres humanos a las estatuas, convirtiéndolas en seres divinos y superiores. Al contrario, para el pintor madrileño, la máscara y el artificio hacen evidente el carácter grotesco de las gentes, ahondando en la visión lóbrega y descarnada de la España Negra que ya plantearon Émile Verhaeren y Darío de Regoyos a finales del siglo XIX.

Resulta curiosa esta visión en un pintor procedente de una familia burguesa de indianos cántabros, formado en el seno de la Academia de San Fernando. Gutiérrez Solana se asentó definitivamente en Madrid en 1917 y a partir de entonces es conocida su participación en numerosas tertulias como la del Nuevo Café de Levante o la del Pombo. En ellas coincidió con Ramón Gómez de la Serna, Valle Inclán, Zuloaga, etc. Ellos dieron a Solana un bagaje literario e intelectual fundamental para desarrollar su obra pictórica y gráfica, pero, además, su estilo personal demuestra la consecución de búsquedas individuales, así como un meditado estudio de la pintura española del siglo de Oro. Su devoción por Goya queda demostrada en las copias que hizo en el Prado de los cartones para tapices, además de citas a las Pinturas negras como la Leocadia Zorrilla representada en un cajetín de cerillas de su célebre cuadro La tertulia del café Pombo. Estos datos son recordados por los textos introductorios a la muestra y resultan de gran interés para comprender mejor la influencia de Goya en Solana, pues la exposición es exclusivamente de arte gráfico y no se exhiben algunas de las pinturas que demuestran de forma inequívoca esa inspiración goyesca.

Los grabados de Solana fueron realizados tardíamente, en la década de los años 30, cuando su estilo ya estaba plenamente definido. Así se comprueba en la sala de Fuendetodos, por la que desfilan mendigos, campesinas, obreros, labradores, frailes y borrachos. Estos grabados, entre los que encontramos aguafuertes y litografías, fueron editados por Rafael Díaz-Casariego en 1963 y la exposición hace su pequeño homenaje al editor exponiendo algunas de las carpetas originales en que fueron comercializadas estas estampas. Los aquí expuestos pertenecen a una colección privada, lo que supone una buena oportunidad para poder admirar la obra gráfica de Solana en su conjunto. Además, se exponen las matrices de tres de los aguafuertes, propiedad de la Calcografía Nacional.

Entre los asuntos más representados sobresalen las escenas festivas, propias de romerías populares y de la celebración del carnaval, patente a través de grotescos personajes disfrazados y enmascarados, generando imágenes siniestras e inquietantes en las que difícilmente podemos distinguir las máscaras de los rostros humanos deformados. Esa mezcla entre esperpento, feísmo y, al mismo tiempo, celebración, es muy propia del artista. El carnaval también obsesionó a Goya, quien lo inmortalizó en una de sus obras más célebres: El entierro de la sardina, perteneciente a la colección de la Academia de San Fernando. En ella Goya llevó a cabo una crítica soslayada de la institución eclesiástica y del ejército, a través a algunos de los participantes en la fiesta del entierro de la sardina. Dicha obra era muy bien conocida por los estudiantes que pasaban por la Escuela de Bellas Artes dependiente de la Academia, como el propio Gutiérrez Solana. Pero, además, la evocación de la máscara y de los disfraces grotescos también fue abordada por Goya en sus series de grabados, tal y como aquí se expone con ejemplares de las colecciones del Ayuntamiento de Fuendetodos y de la Diputación de Zaragoza.

Concluyo celebrando una vez más esta exposición, pues la conmemoración del centenario quedaría incompleta si no se reconociese el papel de Solana, Zuloaga y su círculo en la puesta en valor de la imagen de Goya. Que sirva la España Negra de Solana para recordar la tumultuosa época que inmortalizó el maestro aragonés.
 


Los “restos” enriquecidos de Sheela Gowda

La exposición Remains(Restos), inaugurada el 25 de octubre de 2019, se expone en las naves 3 y 4 de Bombas Gens Centre d’Art (Valencia). La exposición incluye un recorrido por la trayectoria de la artista india Sheela Gowda (Bhadravati, Karnataka, India, 1957) y permanecerá abierta al público hasta el 1 de marzo  de 2020.

Ha sido organizada por Bombas Gens Centre d’Art en colaboración con Pirelli HangarBicoca (Milán) y la han comisariado Nuria Enguita y Lucía Aspesi. Remains (Restos) es la primera exposición individual de la artista en España, e incluye diferentes esculturas, collages, imágenes e instalaciones producidas desde hace casi treinta años a algunas de factura reciente.

La mera enumeración de los materiales utilizados en las obras incluidas en la exposición es ilustrativa de los procesos implicados en la poética de Sheela Gowda. La artista trabaja a partir de materiales de uso cotidiano en el contexto del lugar donde reside, Bangalore (India). Los materiales pueden proceder de un uso práctico y constructivo (barriles de alquitrán, estiércol de vaca, puertas de madera usadas), simbólico, ritual o sagrado (pelo, pigmento (kumkum), incienso) o a modo de argamasa para unir los materiales (gasa, cola). Así, por ejemplo, el componente simbólico de cuerdas trenzadas de pelo humano -como material escultórico- proviene de que estas son utilizadas (y vendidas) en India como talismán contra accidentes y se colocan en la parte frontal de los vehículos. Otro ejemplo sería el significado añadido del uso del estiércol de vaca como material escultórico, dado que es un material trabajado por las mujeres de áreas rurales en la India.

La combinación de la carga simbólica o cultural anterior que aportan los materiales, a menudo de origen orgánico (pelo, incienso, estiércol) junto a una intervención artística lo más sencilla posible (aplanar los barriles, construir ladrillos o formas cóncavas de estiércol, desmembrar las puertas usadas, o añadir o “juntar” cuerdas de pelo humano como modo de obtener materiales escultóricos) o incluso dejarlos tal cual los encuentra como material instalativo (los cuencos de metal utilizados en la construcción en India, junto con los restos de las láminas de donde son extraídos los círculos con los que se fabrican estos cuencos) y una materialización de estética formalista, que bebe tanto de la abstracción moderna (por ejemplo, la pieza Black Square se convierte en una cita obligada al cuadrado negro de Malevich y a los contrarrelieves de esquina de Tatlin, solo que en el caso de Gowda, el uso del caucho, material que la artista trabajó desde su participación en la 31ª Bienal de Sao Paulo (Brasil, 2014) sobre los recolectores de caucho en el Amazonas, le aporta nuevas lecturas críticas; además, se trata de un cuadrado doblemente “blando”, por el uso del caucho, y por el propio cuadrado negro pintado, que es estirado y de ese modo “deformado”) como del lenguaje del arte minimal (por ejemplo, de nuevo usando el recurso al cuadrado negro, esta vez realizado a escala gigante, pero con cuerdas hechas de pelo humano; o el caso de la disposición de los barriles generando estructuras constructivas a gran escala), convierte a estas esculturas e instalaciones en unos artefactos sensuales, complejos y plenos de múltiples lecturas. 

Podemos rastrear en ellas el placer sensorial, añadir el significado simbólico, espiritual, o percibir asimismo la crítica o comentario social y político implícito en el propio uso de los materiales y su tratamiento. Sobre todo se trata de piezas cuya apreciación en directo les añade valor, dado que las texturas, los colores, las escalas… son fundamentales a la hora de percibir y sentir estos matices.

Las obras expuestas son: And… (Y…) (2007; hilo, agujas, pigmento (KumKum); Kagebabgara (2008; placas de barriles de alquitrán, barriles, mica, placas de mica, lona); Untitled (cow dung) [Sin título (Estiércol de vaca)] (1992-2012; estiércol de vaca); Mortar Line (Línea de mortero) (1996; estiércol de vaca, pigmento); Breaths (Alientos) (2002; cuerda, pigmento (kumkum), polvo de carbón, gasa, mesa); Chimera (Quimera) (2004; barril de alquitrán, copos de mica); Sanjaya Narrates (Sanjaya narra) (2004; acuarela sobre papel); Best Cutting (El mejor corte) (2008; collage digital, lápiz para vidrio, impresión inkjet sobre papel); Margins (Márgenes) (2011; madera, pintura de esmalte, metal); Protest, My Son (Protesta, mi hijo) (2011; acuarela sobre impresión en papel, impresión sobre vidrio, cuerno, pieles); Black Square (Cuadrado negro) (2014; caucho, pintura, marco de madera); What Yet Remains (Lo que aún permanece) (2017; planchas de barriles de metal, cuencos de metal); In Pursuit Of (En pos de) (2019; cuerda de pelo de 15 km). En cada caso la lectura poética, simbólica, crítica o metafórica es diferente, empleándose para las diferentes significaciones artísticas una variedad de formatos, recursos, escalas y enfoques, los cuales, a la vez que favorecen la atención individualizada a cada obra expuesta, enriquecen la exposición en su conjunto.

En definitiva, Remains, de Sheela Gowda, resulta una visita altamente recomendable y sugerente para los espectadores, un disfrute que varía según la familiaridad adquirida con el arte contemporáneo dadas las múltiples lecturas que posibilita. No se pierdan esta excelente exposición.


Cristina Gutiérrez Meurs “Eva no fue la primera.”

Cristina Gutiérrez Meurs (Madrid, 1966) actualmente trabaja en el taller y galería “La Taller” en Bilbao, tras licenciarse en Turismo y pasar por Bellas Artes en la Euskal Herriko Unibertsitatea y la Kensington & Chelsea Collage de Londres. Su obra ha sido expuesta en el Art Frankfurt, ARCO y la FIG Bilbao y su primer libro, Lo que no me quisiste contar (2016) es producto de cuatro años de investigación en torno al caso de los bebés robados en la España de la dictadura y hasta nuestros días.

Ante todo, Cristina es una mujer, una madre, una ciudadana y una artista de dos siglos y dos miradas. Es una ansiosa luchadora, con un poderoso estímulo que parte del trato de la mujer antigua y del pasado reciente, en un campo de batalla como el de nuestro tiempo en el que se convierte en una gran jardinera que planta incansable flores en aquella tierra aplastada y cruelmente fertilizada por la sangre de tantas mujeres silenciadas, maniatadas…acorazadas.

En su discurso, tan apasionado como acotado, hallamos la necesidad de denuncia imperiosa que más alláde su obvia empiricidad realista, deja entrever varios destellos incluso autobiográficos que nos hablan de una historia personal tristemente compartida por muchas y que sin embargo, adquiere mágicos tintes de esperanza, como las que irradian sus más relevantes piezas de grabado como “No”(2011) y “CALLA, CALLA// IXO”(2016-2017).

Existe un momento excepcional en toda obra de arte que acontece en el preciso instante en el que la idea se va acomodando con gusto en aquel mueble que una persona llamada artista le construye. Cuanto más se asemeje este aparato a la forma de su prima idea-ideal, más potencia adquirirá en cualesquiera que fuesen sus funciones en la exposición. Es como tener primero el alma/mente/conciencia del niño y tener que construirle después un cuerpecito acorde, condicionando con la destreza de esta función, su buen crecimiento en vida. Cuando nos encontramos ante una pieza de grabado, ocurre una peculiaridad que en ocasiones supera en candores y furias a muchas de las técnicas artísticas. Nos referimos en conciso a lo palpable que en cada pantalla y papel evidencia con claro orgullo la historia procesual que antecede y co-protagoniza a la obra, junto con el propio resultado. La tinta vibra con tanta intensidad como cuando pasó laminada bajo el tórculo. Las marcas del corte de los gruesos papeles siguen cantando tan airadas como un vestido de primavera lo haría en el tendedero de un gran jardín normando. Y la cuidadosa metodología del grabar y estampar connotan en acordes de maternidad recuerdo del agigantado detallismo del amor de una madre por un hijo. En definitiva, para comprender algo o a alguien, conviene conocer su creación, y en ese afán suele ser ventajoso para el artista recurrir a técnicas como el grabado.

Empero, no estamos aquí para centrarnos más en difusos y lejanos antecedentes tanto como para hablar de la exposición titulada Trapos sucios (el 8 de enero –  10 de marzo de 2019) de la Galería Rekalde, donde Cristina Gutiérrez Meurs nos presenta una instalación colgante consistente en una multitud de corbatas, de cuyos reversos se dejan caer como hilillos de sangre los nombres completos de las más recientes víctimas por violencia machista que ha habido en España durante los últimos años. Todos ellos, bordados por la propia artista, describen una atractiva estampa visual que en su ritmo atrapa y en su significado impacta al son del cercano audio de una televisión que emite todo lo referente a la cobertura legal de la mujer según el Código Penal español. Y es que, desde la más elevada situación de la Sala Rekalde (el techo), encontramos naciendo un bosque de corbatas de múltiples estilos y colores, caras y baratas, apuntando como flechas afiladas o despiadadas espadas hacia el suelo, donde vive lo que menos importa y soporta, cada vez mayores cargas. En él, incontables arroyos negros como la sangre recién brotada surcan la bonita baldosa de la galería cual fea maraña, en contraposición a lo que las apariencias de una elegancia deslumbrante no nos deja ver. Tristemente, con esta pieza asistimos a un work in progress cuyo distante y desconcertante fin nos deja a muchos de nosotros con la mirada vacía y los músculos repletos de impotencia.

Por otro lado, resulta curiosa (o no tan innovadora) la forma de tratar el machismo y la mujer a través del recurso de la apariencia. Una ingeniosa alquimia entre el Varium et mutabile semper femina y el Vanitas Vanitatum et omnia vanitas de cuya pócima extraemos interpretaciones tan desveladoras como las que se nos pueden ocurrir cuando observamos en secreto a un guardia civil (u otro oficio fuertemente masculinizado) desnudándose en el baño, y nos damos cuenta de que bajo todo aquel riguroso uniforme se halla un cuerpo tan hermoso, delicado y natural como el de una mujer. Rescatando el reconfigurado concepto de masculinidad que la lucha feminista viene desarrollando, en mi opinión el hombre es hombre porque a su lado hay una mujer. La teoría de la comparación y diferencia establece que la mujer sea la que (imperceptiblemente) construya al hombre y el hombre (pública y descaradamente) a la mujer. Así ha sido hasta hace muy poco y así dejará de serlo pronto, puesto que a esta teoría se le echa encima la lucha LGTBI+ poniendo en duda la perpetuidad de la anterior relación hombre-mujer, para ofrecer esta vez un abanico bastante más amplio en el cual los términos “masculinidad”y “feminidad” dejan de tener peso.

Por mucho que la discursiva de Cristina nos encamine hacia pensamientos preestablecidos por su instalación, o nos de la impresión de que la temática a tratar es lo suficientemente densa y grave como para no hallar sentido a ver más allá, lo cierto es que gracias a este discurso el espectador es capaz de auto-educarse despertando, como viene siendo habitual tras la tendencia neutralizadora en nuestras sociedades, el instinto crítico.

 

“Tan estúpido es quien se lo cree todo como quien no se cree nada.” – Anónimo.


La fotografía “creativa” en Cataluña (1973-1982).

 

            Desde el pasado 16 de junio, y hasta el 30 de septiembre, ha permanecido abierta esta magna exposición en el centro barcelonés, que, como es conocido, se ha ocupado y se ocupa de interesantes muestras dedicadas a la fotografía. Exposiciones de nombres de la actualidad, pero también centradas en retrospectivas históricas que definen los puntos de inflexión hacia la modernidad del medio, como es el caso. Ha sido comisariada por Cristina Zelich, fotógrafa, historiadora, galerista y protagonista de aquella época de cambios en nuestra manifestación y en el ámbito socio-político español, todo ello íntimamente relacionado. En colaboración con Pep Rigol, también activo y polifacético integrante de aquella generación de auténticos promotores culturales que hicieron de la fotografía un ámbito de expresión multiforme como nunca se había dado en su historia. 

            Esta muestra sirve, asimismo, para definir, a pesar de la multitud de formas que acabamos de citar, el controvertido concepto de “fotografía creativa”, que engloba a todas esas voluntades que lo reformularon ampliándolo y proponiendo nuevas condiciones estéticas, de difusión (el papel de las galerías aparece muy destacado, como luego comentaremos) y de aprendizaje, frente a otra serie de prácticas que en su día se plantearon como alternativa al todopoderoso pictorialismo que campaba a sus anchas con la sanción y el sustento de las sociedades fotográficas. Las prácticas a la que aludimos tienen que ver con la asimilación del reportaje documental, con un evidente trasfondo realista, como estilo, después de años de pugna por asentarse en un adocenado ambiente fotográfico, como fue descrito por Luis Conde Vélez (seudónimo de Luis Navarro) desde la páginas de la revista Arte Fotográfico a principios de los años cincuenta. Una fotografía contenidista que hizo primar el mensaje (a veces no exento de crítica social, con lo problemático que resultaba en plena dictadura franquista) sobre la forma, y que, en lo que concierne a la figura del fotógrafo, se procuró orientar hacia los derroteros profesionalizados, más allá del retrato de estudio o la ilustración gráfica, en sintonía con las nuevas necesidades de la creciente sociedad de consumo, para la cual la publicidad fue un rasgo distintivo. Los artífices -muchos de ellos catalanes- de esta renovación, apadrinada por Afal (Agrupación Fotográfica Almeriense), fueron, entre otros, Ramóns Masats, Juan Dolcet, Francisco Gómez, Ricard Terré, Gabriel Cualladó, Oriol Maspons, Xavier Miserachs, etc. Algunos dieron el salto efectivo a la fotografía profesional, siendo consumados fotógrafos de moda (Oriol Maspons) o publicitarios (Xavier Miserachs), en un momento determinante en que todavía se estaba debatiendo sobre la artisticidad de la fotografía. La premisa era clara: asentar la práctica profesional en el medio, evitando la distinción -a su juicio- artificial entre el trabajo elaborado de encargo y otras obras presuntamente más artísticas (y personales) desvinculadas del cliente. Todo ello lo expone muy bien uno de los protagonistas, Xavier Miserachs: “Nuestro eventual talento como fotógrafos iba a manifestarse en el marco del servicio a nuestros clientes, de ningún modo íbamos a adoptar la esquizofrénica postura, luego tan frecuente, del servicio y la docilidad en la vulgaridad del trabajo comercial, para dar rienda suelta a nuestro genio en una producción paralela e inútil de superior rango cultural”. (Miserachs, 1998: 188)

            En el centro de esta discusión asistimos a la revitalización de una vieja dicotomía conceptual ya proveniente de la pintura, acerca de la utilidad o no del arte, entre la vertiente ética (la primacía del mensaje que antes mencionábamos) o el deleite exclusivo en la forma; todo ello como si se tratase de posiciones enfrentadas y excluyentes, y que la propia historiografía (y, en cierto modo, los propios protagonistas) se ha encargado de enfatizar. De nuevo, el testimonio de dos nombres significativos, pertenecientes respectivamente a cada uno de los “bandos”, ilustra bien esta falsa oposición. De un lado, el fotógrafo, profesor e historiador Joan Fontcuberta, ampliamente representado en la muestra que nos ocupa, y del otro, Josep Maria Casademont, director de la galería barcelonesa Aixelà, también presente en la exposición, y editor de la revista Imagen y Sonido. El primero interpelaba al segundo marcando distancias abogando por una renovada subjetividad a la hora de definir el hecho fotográfico: “En los años cincuenta, vuestras aptitudes se decantaban hacia el énfasis por la descripción más o menos literal de la realidad, hablabais de las tragedias pequeñas y grandes; era fundamental una fotografía épica. Actualmente, nuestras  aptitudes nos hacen tender hacia la lírica; el énfasis está en nuestros sentimientos, en nuestros propios fantasmas (…). En las fotografías que hacen mis compañeros o que hago yo, está presente la realidad, pero no de una manera protagonista. El  mundo que nos rodea hace de pantalla y sirve para que en ella se proyecte o se reconozca el autor. La cámara fotográfica se convierte en un instrumento para la introspección y para ejercitar unas experiencias estéticas (Fontcuberta, diciembre de 1982: 19-24)”.

            Ese es el marco en el que se encuadran las nuevas condiciones y condicionantes de la fotografía en nuestro país, a partir de un total de dieciseis salas, con abundante material fotográfico de una extensa nómina de artífices, así como de algunas de las publicaciones en que aparecieron sus portfolios y sus textos teóricos. Una de ellas fue Nueva Lente, curiosamente no gestada desde Barcelona sino desde Madrid, cuyo primer número apareció en 1971. Estando al frente Pablo Pérez-Mínguez y Carlos Serrano en la primera época, y Jorge Rueda a partir de 1975, desarrolló una serie de presupuestos a medio camino entre el surrealismo y la provocación irreverente; la imagen Torero cordero (1973), de Pérez-Mínguez, es un buen ejemplo de todo ello.

            En el seno de la propia revista se acuñó la denominación Quinta Generación para referirse a toda una serie de fotógrafos nacidos ya en la década de los cincuenta que, con sus trabajos, hicieron hincapié en nuevas pautas de actuación. Vemos pues cómo desde pronto se intentó marcar distancias con los autores de años anteriores, buscando la asimilación con las corrientes coetáneas que en el ámbito europeo y estadounidense se encaminaban hacia prácticas más experimentales, introspectivas e imaginativas. En 1978, de nuevo Fontcuberta hablaba del espaldarazo que suponía la presencia española en los Encuentros de Arlés, por primera vez desde que se iniciaron en 1969: “La fotografía española creativa empieza a contar en el mundo” (Fontcuberta, 2008: 39).Una cita que pronto se consideró el referente para conocer la fotografía de mayor actualidad a nivel internacional. Los integrantes de esa nueva hornada fueron, además del mismo Fontcuberta, Pere Formiguera, el citado Pep Rigol, a los que pronto se unirían Manel Esclusa, el zaragozano Rafael Navarro, llegando a conformar el grupo Alabern, sin olvidar a los andaluces del grupo f/8(José Manuel Holgado, Luis Ortiz, Miguel B. Márquez, Justo Ramos, Fernando Manso, Miguel Ángel Yáñez Polo), o los madrileños del Equipo Yeti (Félix Lorrio y Antonio Lafuente). Otros autores que hay que tener muy en cuenta en todo este proceso fueron Jaume y Jordi Blassi, Toni Catany, Koldo Chamorro, Gonzalo Vinagre, José Miguel Oriola, Manuel Falces, etc.

            Las siguentes salas están dedicadas a las galerías y espacios para la exposición de fotografía. Ciertamente, un elemento que distinguió este periodo fue el afloramiento de multitud de lugares que promocionaron en una u otra medida al medio fotográfico, restando protagonismo a las agrupaciones fotográficas, las cuales habían monopolizado dicha labor en tiempos precedentes. Una de las pioneras, inaugurada ya a finales de los años cincuenta, fue Aixelà, a cargo de Josep Maria Casademont. Defendió un concepto aplicado y profesionalizado de la fotografía, y fue órgano de expresión de algunos nombres de la anterior generación, como certifica la exposición colectiva de Terré, Miserachs y Masats, en abril de 1959. No obstante, no cerró sus puertas a los jóvenes artífices de los setenta, de modo que también mostraron sus obras Fontcuberta, Esclusa, Catany o Jordi Blassi. Pero, sin duda alguna, la sala que se asocia a todo este fenómeno fue la Galería Spectrum, abierta en 1973, también en Barcelona, a instancias de Albert Guspi y Sandra Solsona. Es reconocida como la primera galería especializada en exhibición y venta de fotografía de nuestro país. Por ella pasarían los principales fotógrafos tanto nacionales como extranjeros (sin ir más lejos la muestra inaugural fue a cargo del estadounidense Tony Keeler, con un reportaje sobre la isla de Ibiza).

            Vinculado con Spectrum, el propio Guspi creó el Grup Taller d´Art Fotogràfic, que se erigió en una auténtica escuela de fotografía. Además de la labor expositiva y docente, hay que destacar su voluntad comercial mediante la venta de portfolios, es decir, tiradas limitadas de series fotográficas que eran ofrecidas al público. Casi todos los nombres que antes hemos citado, sobre todo los catalanes, recurrieron a este sistema para difundir sus trabajos. Se iniciaba de este modo un camino prácticamente inexplorado y que situaba al medio dentro de una consideración inédita relacionada con la venta de sus productos, algo que venían experimentando otras expresiones artísticas desde siglos atrás. Este espíritu comercial se vio afianzado por otras iniciativas, como la presencia en diversas ferias de arte, principalmente Arte Fiera, celebrada en Bolonia en 1977, que contó con un estand de la por entonces Galería Spectrum-Canon (asumió este “apellido” a raíz de un acuerdo con la compañía japonesa en 1976). Nuevas galerías especializadas se sumaron a la de Guspi y Solsona, como Fotomanía, de la que sería directora artística Cristina Zelich, comisaria de la exposición.

            A partir de la sala 8, se nos refiere el papel desempeñado por grupos de fotógrafos, estrechamente relacionados, como hemos descrito, con las anteriores galerías. Entre ellos, cabe hablar de FOTO-FAD, el Grup Tau, aparecido al calor de la galería homónima o el Grupo Alabern. Grupos que en ocasiones abrigaron la esperanza de funcionar autónomamente, en paralelo a los deseos de autogestión que estuvieron presentes en diversos colectivos de la época, para asegurarse así su libertad e independencia creativas.

            Las últimas salas refieren la contribución de nuevos espacios para la consolidación de la fotografía como una actividad artística, trascendiendo incluso el ámbito estrictamente puramente fotográfico, como la Fundación Joan Miró. Una institución de índole museística que coadyuvaba simultáneamente al conocimiento de los artistas conceptuales, que tanta pujanza tuvieron en el ámbito catalán, los cuales, a su vez, desarrollaron conexiones claras con la fotografía, por el empleo del medio como por el resultado plástico de sus obras. La propia Fundación albergó las Jornades Catalanes de Fotografia, a partir de 1980, un foro de debate con un indudable cariz didáctico, que no se puede disociar de la Primavera Fotogràfica de Barcelona, desde 1982, que no ocultaba sus deudas con los Encuentros arlesianos y con el Mois de la Photo de París (primera edición a finales de 1980), por la puesta en marcha de gran número de exposiciones de los fotógrafos contemporáneos.

            Finalmente, la última sala nos habla de la definitiva expansión y consagración de la fotografía de creación catalana certificada por la salida más allá de sus fronteras. Un buen ejemplo fue la Exposición Límite, que tras ser presentada en España en 1979 fue llevada a Nueva York, o la muestra Vision urbaine, presentada en los II Rencontres d´Art Photographique et Diaporamique de Montpellier, en mayo de 1981.

            En resumen, una exposición sumamente interesante y didáctica que repasa la labor de numerosos fotógrafos de la denominada fotografía creativa en Cataluña, a la vez que establece nexos con centros e instituciones que fueron clave para su conocimiento y expansión. Solo una pequeña apreciación: hemos echado en falta la presencia de otros nombres que no estuvieran directamente adscritos a un tipo de fotografia imaginativa, fantástica, onírica o surrealizante. Nos referimos a nombres como Cristina García Rodero (de la que, por cierto, se ha inaugurado el pasado 19 de septiembre la exposición “Tierra de sueños” en Caixa-Forum), Koldo Chamorro, Fernando Herráiz, etc. Es decir, fotógrafos que trascienden el concepto tradicional de reportaje documental y lo subjetivizan de manera que son capaces de conseguir unas poéticas tremendamente personales e igualmente de subjetivas. En este sentido, estamos de acuerdo totalmente con las palabras del teórico José Gómez Isla, quien afirma: “… ni una imagen deja de ser documental por el simple hecho de constituir un acto de creación, ni, por contra, una imagen documental dejará de poseer cierto carácter creativo, en tanto que esta se encuentra sometida constantemente a un cierto número de decisiones que el ojo creador debe ejecutar para conseguir un resultado apropiadamente expresivo”. (Gómez, 2000: 38).