El collage es, más allá de la consideración de una mera técnica, un motor de cambio imprescindible en el arte del siglo XX. Incluso se desprende de un conjunto de cambios y factores muy difíciles de hacer confluir en una simple historia del arte, puesto que con el collage irrumpen en el arte elevado una serie de prácticas de las artes populares poco definidas, además de las llamadas artes aplicadas, incluso de las industriales y de los medios de comunicación. Ahora forman parte del arte objetos e imágenes preexistentes que cambian sustancialmente el concepto de creación, acercándose a actos como la elección, la selección y, en última instancia, la construcción o el montaje, en contra de la concepción idealizada de una creación a partir de la nada. La historia del collage no puede restringirse simplemente a los collages en sí mismos, si bien es prioritario acometer la complicada tarea de establecer unas fronteras entre lo que es un collage y lo que no lo es. En cualquier caso, el collage ha desvelado muchas características de la creación que en el pasado permanecieron latentes tras los principios de la representación, y aporta un nuevo punto de vista contemporáneo frente al arte, del cual debemos tomar conciencia.
BREVES APUNTES SOBRE METODOLOGÍA Y DIALÉCTICA
En el seno de la Table ronde internationale du C. N. R. S. (Centre Nacional de la Recherche Scientifique), y su publicación Collage et montage au théâtre et dans les autres arts durant les années vingt, no se eligió directamente el collage y el montaje como objetos de estudio sino que, tras una búsqueda del nexo que permitiera relacionar el teatro con otros registros expresivos, concluyeron que era precisamente la interdisciplinariedad de esos registros, el punto de unión que buscaban (Denis Bablet, 1978: 10), siendo, tal y como lo ha propuesto Erika Billeter en esta misma publicación, no únicamente una cuestión técnica, sino un problema artístico nuevo, “la integración de la realidad en el mundo de los cuadros artificiales” (Denis Bablet, 1978: 20). Tampoco en las jornadas de estudio organizadas por Claude Amey y J. P. Olive en la Universidad Paris y la MSH Paris Nord en noviembre del 2002, se estableció el fragmento como objeto en sí, sino en tanto que elemento susceptible de sintetizar la nueva situación cultural, caracterizada por haberse enfrentado a un cuestionamiento inaudito de las fronteras que separan el arte de la vida (Claude Amey et J. P. Olive,2004: 9).
En cambio, todo apunta a que, cuando se hubo tomado plena conciencia del collage y pudo citarse algunos de sus precedentes literarios, desde Baudelaire y Rimbaud hasta Lautréamont, Mallarmé y Jarry, es decir, con la revisión del surrealismo, se supo que, más que conformar un lenguaje nuevo, el collage buscaba la disolución misma del lenguaje. Esta ofensa a lo establecido, que empieza de lleno con la vertiente pictórica, ya se centró mucho antes en preocupaciones similares dentro del terreno literario -por ejemplo la confrontación de la imprenta y del periodismo con la alta literatura por parte de Mallarmé (Del periodismo lamenta Mallarmé su función de reportaje basado en “narrar, enseñar, incluso describir”, contagiando a otros géneros literarios. En cambio, él se apropia de la tipografía en Un coup de Dés para sus propios fines metalingüísticos: “Un libro como no me gustan, los desparramados y privados de arquitectura. Ninguno escapa decididamente, al periodismo… La excusa, a través de todo este azar, que el ensamblaje se ayudó, solo, por una virtud común”, y “hay que cortar siempre el comienzo y el fin de lo que se escribe. Nada de introducción, nada de final”, Stéphane Mallarmé, 2002: 29y 39. Ver además las pp. 33 y 78-79. Mallarmé no desprecia la imprenta pero sí el hecho de que el periodismo, consecuencia de su mecánica, tan sólo haya legado a los otros géneros un afán representativo que niega la autonomía, no de la narración ni de la poesía tan siquiera, sino del libro mismo, principal objetivo en su carrera poética.) -, no puede responder únicamente a razones artísticas incapaces de explicar por sí mismas los cambios acaecidos en la Historia del Arte. El lenguaje, tanto literario como plástico, es atacado por ser la emanación de un estado de separación que acarrea cierta sociedad en una determinada época y, por tanto, hablando de alienación, atañe a la dialéctica fundamental existente entre el sujeto y el objeto. El lenguaje artístico es atacado en tanto que es el producto de un desajuste general entre la expresión cultural y su época. Es en este fenómeno donde radica nuestro punto de vista histórico.
No se trata, en lo referente al collage y sobre todo al ready-made, de diferenciar y suponer qué es una obra de arte y qué no lo es (Hans Sedlmayr sitúa la superación del querer hacer arte como una de las consecuencias de lo que él denomina “revolución del arte moderno”. Hans Seldmayr, 1990: 121.). Más al contrario, es necesario buscar los puntos comunes que el arte tiene con los restantes trasuntos vitales, y éstos se encuentran indudablemente en la dialéctica sujeto-objeto que, hasta el siglo XIX, se había resuelto según los principios aristotélicos de mimesis y diégesis. Hegel, al ubicar el trasunto estético en esta dialéctica, vuelve a unificarlo con el resto de las disciplinas de la filosofía y con los demás aspectos fenomenológicos de la vida, mientras que Kant hizo depender la estética del juicio en función de los principios de placer y displacer. Para Hegel hay un soporte universal objetivo que se define por la dialéctica misma. Es más, su filosofía es una filosofía de la estética y se desprende de ella: “La filosofía del arte constituye un anillo necesario en el conjunto de la filosofía” (G. W. F. Hegel, 1997: 16.), junto con la religión y la filosofía misma, tres estratos del desarrollo del espíritu que podemos identificar con tres niveles de conocimiento: en el mismo orden, el arte es la manifestación sensible del Espíritu Absoluto, la religión su manifestación sentimental y la filosofía el concepto sistemático racional (G. W. F. Hegel, 2003: 47-49). Según este argumento, el arte en su evolución busca la reconciliación de la idea con la materia, siendo esta última la necesidad del sujeto en su superación. El arte surge de este enfrentamiento, por lo que el sujeto necesita del objeto para conocerse a sí mismo (el hombre, al ser consciente necesita materializarse, y en ocasiones encuentra en los objetos la manera de hacerlo: “a través de los objetos exteriores, intenta encontrarse a sí mismo”. G. W. F. Hegel, 1997: 72) y -utilizando con este fin el pensamiento- para que la idea se manifieste a los sentidos, constituyendo ella la forma que actúa sobre la materia objetiva y que bien puede acoplarse de manera simbólica, artificial o independiente. Es así que el arte constituye una segunda naturaleza, pero que, frente a la estética de Kant, necesita de la autonomía del objeto para poder vislumbrar la dialéctica base (respecto al idealismo subjetivo de Kant, Hegel apunta: “Pero incluso esta conciliación total o en apariencia es, a fin de cuentas, sólo subjetiva, es decir, realizada por el sujeto, y existe sólo en virtud de su juicio; no responde a la verdad y a la realidad en sí”, G. W. F. Hegel, 1997: 111). La belleza natural ya no es el fin de la estética en tanto que filosofía del arte, sino la particularización sensible del concepto, el acoplamiento de la idea a la forma sobre la materia (“Esta filosofía del arte comprende … la idea de lo bello en el arte, o el ideal considerado en su generalidad”, G. W. F. Hegel, 2003: 43). Sólo atenderá a la belleza que emana del Espíritu mientras que el objeto sólo saldrá de su finitud y de su dependencia de sí mismo en el momento en que el sujeto lo hace bello, acto por el que este último -entendido como abstracción- perderá su condición (G. W. F. Hegel, 2003: 51-52).
Para poder realizar una relectura del collage tras la desmaterialización del arte que el propio Hegel anunció como fin de su último periodo -su forma romántica determinada por la acción del siguiente nivel de desarrollo espiritual, la religión-, retomaremos lo que hasta el día de hoy ha quedado más relegado por un juego de representaciones consensuado y objetivado, la recuperación de la libertad del objeto: “Se entiende por objetividad, la verdad exterior o el carácter que presenta la obra de arte, cuando un asunto está conforme con la realidad, tal como lo hallamos en la naturaleza, y se ofrece así a nosotros con rasgos que nos son conocidos” (G. W. F. Hegel, 1988: 98). Quizá coincida Juan Eduardo Cirlot con esta liberación de la realidad exterior cuando comenta la atención que Marcel Duchamp prestó al objeto: “Más allá de una ‘Sociedad protectora de animales y plantas’, Marcel Duchamp se acercaba a la previsión de una ‘Sociedad protectora del objeto” (Juan Eduardo Cirlot, 1986: 79. En 1927, el futurista italiano F. Azari lanza el manfiesto Por una sociedad de protección de la máquina. Facsímil en Ada Masoreo, “Il dominio della machina”, en Giacommo Balla…, 2003: 87-88).
Las interpretaciones que se han ido sucediendo a lo largo del siglo XX, la psicología de la percepción, el formalismo de Greenberg y la aplicación de la lingüística de Saussure al arte mediante la semiótica, tienen en común la necesidad del subjetivismo para que se produzca un juicio estético, una supremacía del sujeto que lleva a desvirtuar la realidad exterior, y cuyos medios impositivos sobre el objeto han llegado a presentarse como objetos en sí mismos, mientras que se tornan en instrumentos con el análisis postestructuralista de Barthes, Derrida y Kristeva. El proceso de autonomía del lenguaje retrocede, según Michel Foucault, al siglo XIX, entre otros factores por el nacimiento de la gramática, que deriva en la lingüística como ejercicio metalingüístico. En realidad, cuando la semiótica se desarrolle durante los años sesenta del siglo pasado, el lenguaje ya está objetivado. Como este último pensador citado señala, en el siglo XVI el lenguaje no era “un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar. La gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Michel Foucault, 2004: 43). Es en aquel entonces cuando el lenguaje adquiere, ante todo, la naturaleza de ser escrito, mientras que los sonidos de la voz pasan a ser su traducción precaria. En cambio, es en el siglo XIX cuando el lenguaje se repliega sobre sí mismo, “adquiere su espesor propio, despliega una historia, unas leyes y una objetividad que sólo a él le pertenecen. Se ha convertido en un objeto de conocimiento entre otros muchos: al lado de los seres vivos, al lado de las riquezas y del valor, al lado de la historia de los acontecimientos y de los hombres” (Michel Foucault, 2004: 289). Enseguida se impone sobre la comunidad que lo practica, dada su responsabilidad histórica en el conocimiento de la realidad: “La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo (cosas y textos a la vez) a la Palabra Divina que se descifraba en él; la nuestra, en todo caso la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de Dios, de los conocimientos o de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero, es el hecho de que nosotros estamos, antes aun de la menor palabra nuestra, dominados y transidos ya por el lenguaje” (Michel Foucault, 2004: 292). De esta manera las alternativas respecto al objeto exterior, cercado por “un acto de conocimiento puro de toda palabra”, se reducen a dos: “hacerlo transparente a las formas del conocimiento o hundirlo en los contenidos del inconsciente”, de ahí el formalismo del pensamiento y el psicoanálisis. Incluso ambas finalidades pueden imbricarse en un terreno común, el del estructuralismo y el de la fenomenología, por ejemplo en la “tentativa de poner al día las formas puras que se imponen, antes de todo contenido, a nuestro inconsciente; o a un esfuerzo por hacer llegar hasta nuestro discurso el suelo de la experiencia, el sentido del ser, el horizonte vivido de todos nuestros conocimientos” (Michel Foucault, 2004: 293).
Así como Marshall MacLuhan encuentra la objetivación moderna del lenguaje a partir de la imprenta, Jean Clair localiza esta cosificación a finales del siglo XVIII en el nacimiento mismo de la lingüística (con los estudios de J. G. Herder y Johann G. Hamann) dentro del marco del primer romanticismo alemán y de sus investigaciones sobre la identidad nacional a partir de los caracteres del idioma (Johann Gottlieb Fichte). Se trataba de buscar un origen natural al lenguaje, un carácter orgánico impropio por su idiosincrasia constructiva. Esta confusión coincide en el tiempo con el comienzo de la industria que presenta sus productos de fabricación desconocida al consumidor como si existiesen desde la eternidad, aspirando a imitar el comportamiento orgánico de las formas naturales. Es más, estas investigaciones de tipo romántico tienen como precedente las de Giambattista Vico que, un siglo antes, ya había intentado encontrar el origen de las palabras en las onomatopeyas y en las palabras monosilábicas, de las cuales se desprende su carácter meramente emocional. Cuando Jean Clair distingue en el lenguaje la función comunicativa de la expresiva, y encuentra la abstracción de la expresión en las consecuencias de estos primeros pasos hacia la lingüística, nosotros entendemos que la función expresiva es la manifestación de la palabra misma, que corre de forma paralela a la función del collage y del ensamblaje consistente en manifestar unos objetos que se nos han presentado absolutamente opacos dentro de una nueva naturaleza. Así que si Clair piensa que por esta razón el expresionismo ha sido el único lenguaje del siglo XX que ha permanecido en el tiempo, nosotros creemos que esta función expresiva es en el fondo manifestante y, por lo tanto, se encuentra en la base de los restantes ísmos. De esta función únicamente reveladora de la palabra y del objeto del pensamiento romántico alemán, nace la fenomenología de Hegel que estudia la relación del sujeto con el objeto. Ya no habrá valores universales, pero tampoco por esta razón éstos deben ser sustituidos por otros subjetivos, sino desconocidos, impenetrables (Jean Clair, 1998: 103-110).
Si entendemos el arte como el encuentro de dos categorías opuestas, la materia y la forma, la atención tanto tradicional como de sus derivaciones actuales ha tendido a centrarse en la forma, por entender que es ahí donde se localiza la acción del artista, el lado subjetivo de la creación. El predominio de unas técnicas muy definidas hasta el siglo XX -en pintura ante todo el óleo sobre lienzo, la acuarela, etc.-, también ha condicionado considerablemente este punto de vista; incluso es necesario para establecer un paralelismo entre lenguaje y artes plásticas, entendiendo las palabras, los fonemas y sus códigos, como correlatos de la materia empleada en las artes plásticas, que hasta el siglo XIX era muy concreta y cuyo manejo era fruto de una formación en principio artesanal y luego académica.
No sólo la aplicación del lenguaje, también la psicología de la forma, pues lo que sostiene el uso lingüístico es la psicología tal y como advierte el propio Saussure. El predominio del kantianismo en las corrientes de interpretación enturbia la dialéctica sujeto-objeto así como la de la forma-idea derivada. En este ocultamiento, la materia queda relegada y olvidada sin permitir calibrar y ahondar en las aportaciones del arte contemporáneo en toda su magnitud porque, al margen de la abstracción, de la pérdida formal de la representación, la introducción de nuevos materiales es lo que ha propiciado la conexión de la obra con el exterior y su posterior disolución, si bien también la abstracción llevada a su último grado (por ejemplo la tela monocroma, Denys Riout, 1996: 126-127), ha convertido el cuadro en un objeto más que se agrega a la realidad objetiva, perdiendo su ficción potencial al hacer de su superficie una opacidad que no permite que la visión penetre en ningún espacio irreal, y todo esto unido a la importancia del gesto, que concibe la pintura sin principio ni fin, como un ensayo, la materialización de un ejercicio que se prolonga en series de cuadros perdiendo éstos un valor per se. La primacía de la forma no sólo atañe a la semiótica del arte, a la psicología de la forma y al formalismo en general, se remonta a la historia de los estilos de Wölfflin y a los estudios simbólicos e iconográficos de Gombrich y Panofsky. Y no sólo eso: al ignorar la crítica y la historia la importancia de la materia al margen de su manipulación, al sistematizar los recursos materiales en un lenguaje -muchas veces por la misma actividad del artista al repetir los medios por él descubiertos hasta convertirlos en una técnica-, se desecha la selección como acto creativo.
Llegados a este punto formulamos la siguiente pregunta: ¿forma parte el collage de la historia material del arte contemporáneo? Si contestásemos afirmativo de manera rotunda sesgaríamos la dialéctica forma-materia. Y aunque es cierto que la aportación del collage al arte es sobre todo material por extenderlo a todo tipo de sustancias y objetos posibles, este hecho tan sólo constituye una base que necesita ser confrontada con la manipulación que posteriormente sufren estos materiales por parte de los creadores. Verdaderamente, a partir de esta apertura de límites, el artista podrá crear sus propios materiales, que además pasarán a identificarlo en cierta manera, o simplemente podrán ser escogidos y descubiertos; pero con el concepto de collage se puede tomar un material que ya esté íntegramente constituido formalmente (un ready-.made o un objeto natural), incluso con su propia iconografía preexistente (una fotografía o una ilustración). De esta manera, el collage se desplaza desde el material hasta la propia iconografía. Las imágenes visibles tanto en un collage novelado de Ernst como en un fotomontaje, incluso en los combine-paintings de Rauschenberg, lógicamente no tendrán el mismo funcionamiento que en la pintura ilusionista anterior, aunque esto no impide su valoración plástica e iconográfica. El collage supone la apertura a cualquier tipo de materiales y componentes con tal de que sean enfrentados en la obra, tanto por ser distintos (desde el papier collé cubista hasta el combine-paintig) como por contener imágenes que no se corresponden lógicamente (collages de Max Ernst), o por contraponer irracionalmente distintas formas (fotomontajes dadaístas). No se trata sólo de una cuestión material (tampoco se restringe a lo formal y a la negación de la imagen, tal y como creyeron Clement Greenberg y sus sucesores), pero el collage rescata las posibilidades materiales como contenido connatural a él en todos los sentidos posibles (discursivo, poético, sígnico, narrativo, simbólico… y sobre todo constructivo), tras haber permanecido ocultas desde la sistematización de las técnicas en la artesanía y posteriormente en la Academia. Así, el collage es capaz incluso de romper el concepto técnico. Esencialmente la obra artística se disuelve por una ruptura de los marcos, ahora que su propio concepto es susceptible de ser aplicado a la realidad misma.
De esta dialéctica entre materia y forma se desprende una dualidad crítica: el idealismo objetivo de Hegel y el materialismo histórico de Marx. Como bien señala Florence de Mèredieu, la historia material del arte atañe tanto a la “realidad física concreta” del idealismo objetivo, como a las “infraestructuras socio-económicas” del materialismo histórico. Ambos mantienen en cierta medida un punto de vista histórico, al menos evolutivo, si bien con el materialismo histórico éste pasa a formar parte intrínseca de los fenómenos. Este punto de partida permite analizar el trabajo de aquellos artistas que se han mantenido tanto en la tradición dialéctica como los que no, es decir, los que han buscado la liberación del concepto (minimalismo y arte conceptual) como a los que persiguen la liberación del espíritu (Malevitch, el surrealismo, Klein, Beuys…) (Florence de Mèredieu, 2004: 663 y 665), siempre que partamos de la obra misma con el fin de desvelar los factores históricos que participan de su creación.
Nueva concepción de la realidad
El componente social del objeto -la solidificación de un proceso humano de fabricación- es el medio por el que éste entra en una red universal de valores de cambio que lo hace opaco una vez adoptada la forma de mercancía, que es enigmática y por tanto fetichista. El objeto se cierra en sí mismo para percibirse ya no social sino naturalmente, por lo que el orden social se presentará también como natural (Marx lo compara con las pulsiones nerviosas ópticas que son percibidas por cada uno como si fuesen la naturaleza exterior en sí. Karl Marx, 2000, Libro I. Tomo I: 102-103). Y al revés, el sujeto puede comenzar a descifrarlo como si de un jeroglífico se tratase, reconstruir a ciegas el proceso de trabajo que queda tras él, su contenido social (Karl Marx, 2000, Libro I. Tomo I: 105). Las mercancías contestan así: “El valor de uso tal vez interese a los hombres. Pero a nosotras, en cuanto objetos, nos tiene sin cuidado. Lo que nos interesa objetivamente es nuestro valor. Nuestra propia circulación como cosas-mercancía así lo demuestra. Sólo nos referimos unas a otras como valores de cambio” (Marx, 2000, Libro I. Tomo I: 116). ¿No podría ser relativa esta superposición de valores a las cadenas sintagmáticas del lenguaje por tomar al signo por arbitrario, es decir, sin mantener relación alguna con la identidad? Objetivando el significante desvelamos sus relaciones ideológicas, tal y como comenzamos a reconstruir los valores sociales de la cosa-mercancía una vez que tomamos conciencia de su opacidad. Antes de este primer paso, el objeto de producción capitalista es para nosotros tan natural como una piedra o la hoja seca de un árbol (Pierre Francastel, 2000: 117).
“El poeta disfruta del privilegio incomparable de poder, a su gusto, ser él mismo o ser otro. Como esas almas errantes en busca de un cuerpo, entra, cuando lo desea, en el personaje de cada cual. Sólo para él está todo vacante (…)
El paseante solitario y pensativo obtiene una embriaguez singular de esta comunión universal (…)
Eso que los hombres llaman amor es muy pequeño, muy limitado y débil comparado con esa inefable orgía, con esa santa prostitución del alma que se entrega entera, poesía y caridad, a lo imprevisto que se muestra, a lo desconocido que pasa.” (Charles Baudelaire, 1983: 39-40)
Respecto al arte en particular, “¿Qué es el arte puro según la concepción moderna? Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior del artista y el artista mismo.” (esta máxima define el asunto interno de la pintura, aquél que le es propio. En cambio, el contenido filosófico y moral es la preocupación exterior del arte desde el momento en que compite con el libro. Charles Baudelaire, 2005: 399. Sartre extrae la dialéctica sujeto-objeto de su obra poética, de la que deduce su constante narcisismo. J. P. Sartre, 1947: 26-28).
El collage, constituido así como un fenómeno histórico que suscitó -junto con la abstracción- el gran cambio del arte del siglo XX, responde a una nueva situación del objeto que acontece más allá de las fronteras del arte. Por esta razón, la visión ofrecida generalmente por la historiografía y la crítica acerca del extrañamiento de las partes constitutivas de un collage, sea al nivel que sea (iconográfico, formal o material), no se corresponde con la realidad del gesto constituyente, dado que es la realidad la que se presenta extraña de antemano en el marco del mercado, mientras que el collagista en cuestión intentará otorgar nuevas funciones a los objetos alienados que, no obstante, escapan de los anteriores medios de conocimiento racional y de las disposiciones miméticas o narrativas aristotélicas. La salida que la obra artística del siglo XX ha escogido frente a esta crisis de la realidad ha consistido, en un principio, en huir de su propia condición artística para alcanzar la coherencia entre su forma y su contenido, entre su forma y su materia, porque ésta es la única vía de hacer reconocible la realidad arrebatada: el collage y la producción artística contemporánea en general, tan sólo podrá hablar de su propio proceso de elaboración, de sí misma, y nunca de referencias que les son ajenas por nacer de la escisión de sus niveles de comprensión, y con ello nos referimos a los análisis iconográficos, lingüísticos y formales llevados a cabo en vistas a su recuperación institucional y artística. Por encima de si es arte, lo decisivo en el collage es la reconstrucción del tiempo vivido, la construcción -o la solidificación del gesto- de uno mismo.