África: Cherchez la femme
Vicky Méndiz: fotografías de un viaje al corazón de Japón
El cine de los Hermanos Marx, una visión de vanguardia
Bajo el título Terapia Marx, teatro, poesía, surrealismo, se acomete un riguroso análisis de la producción cinematográfica de estos míticos especialistas en la hilaridad más variopinta y desternillante. Esta vez, el punto de vista es amplio, pues el autor del mencionado libro, Manuel Sánchez Oms, localiza con una argumentación certera el cine de los Hermanos Marx como un hecho cultural dentro de un contexto que sobrepasa el suceso artístico, para despuntar en un marco de creación de múltiples adjetivos y condicionamientos diversos, dentro del devenir de la vida.
Esto, para empezar, integra el cine, el arte cinematográfico, como un apartado esencial dentro de la historia del arte, dentro de la historia. Sánchez Oms logra ubicar el cine de los Marx mediante un ejercicio de contextualización completo y, asimismo, mediante el despliegue de una colección de referencias culturales fuertemente conectadas y riquísimas que aportan al cine de los Marx una nueva dimensión.
Episodios como el crash de 1929, las guerras mundiales, el auge de los regímenes totalitarios, o el advenimiento de los instrumentos de censura (Código Hays y sus derivados), son puestos sobre la mesa como realidades que un ente intelectualizado como los Hermanos Marx, necesariamente había de reflejar, y de producir a partir de ellas, pues la cotidianidad tiene en los Marx un enorme peso, lo que les hace llegar de una forma especial a un conjunto heterogéneo de peatones que se ven arrastrados por un verdadero torrente de delirios de realidad concentrada y fuertemente alterada.
Un ingrediente básico en el estudio que lleva a cabo este autor, es la literatura, la aproximación a los presupuestos novelados y poéticos desde la perspectiva peculiar del cine de los tres actores, a saber, aquellas realizaciones escritas que han basado sus gags desde el teatro (Shakespeare, Jarry), así como desde sus puntos en común con las realizaciones de las vanguardias históricas (futurismo, dadaísmo, surrealismo) -con el mismo arraigo en el entorno del que hicieron gala los Marx, sea para ensalzarlo, mancillarlo, destrozarlo y hacerlo casi irreconocible pues, como cita Sánchez Oms, La capacidad de la posibilidad absoluta que otorga la apariencia objetiva es el gran reclamo unitario de la comicidad (p. 68)-.
Aquí radica uno de los puntos fuertes de este trabajo: sus puntos de anclaje con el panorama creativo global. Pero este punto de vista no sólo se extiende al arte en mayúsculas, sino que incluye manifestaciones como el vaudevil, el teatro de variedades, y demás manifestaciones más humildes y populares, que chocan con otro componente, también explorado por Sánchez Oms, que se localiza en Estados Unidos y su floreciente industria cinematográfica. De aquí la particularidad desternillante del cine de los Marx, que nace del intento de pergeñar fusiones rocambolescas.
El autor no descuida los componentes propiamente cinematográficos y más técnicos como entidades creadoras dentro de la película, como unidades que dan sentido a la imagen. Y extrae un amplio abanico de significados para cada imagen, en cada plano, en cada secuencia, en cada película.
El simbolismo de elementos tiene un protagonismo de peso en este libro, partiendo de las recopilaciones de Cirlot, pasando por la simbología más tradicional e incluso, en otro estadio, por los contenidos atribuidos por Jung a las imágenes oníricas y su establecimiento de arquetipos. En este sentido, queda de manifiesto la gran profusión de enfoques que nos ofrece este análisis único del cine de los Hermanos Marx.
Es de obligada mención la calidad del libro como soporte físico, y el diseño del mismo, a cargo de la editorial zaragozana Mala Raza, todo lo cual aporta valores añadidos a esta pieza esencial para comprender en todo su alcance las connotaciones del humor de los tres hermanos, y el momento en que desplegaron su inmensa imaginación. Y hoy más que nunca, con gran urgencia.
Perellón. la ilustración al desnudo
En Arte estamos acostumbrados a las grandes distancias sagradas, a los basamentos, pedestales y marcos, sin darnos cuenta de que concretamente la plástica -por no hablar de la literatura y la arquitectura-, ocupa constantemente nuestro entorno en todo tipo de recubrimientos arquitectónicos, en el diseño y, de una manera aún más evidente, en la ilustración que abarca desde la publicidad, las novelas, los cómics comerciales y los libros de texto de los pacientes escolares, hasta las ediciones más selectas, ámbitos que Celedonio Perellón viene cosechando desde 1951 hasta el punto de que muchas de sus imágenes, soberbias desde un punto de vista técnico y estético, han acompañado a generaciones enteras de españoles. Al desarrollo de las sociedades corresponde la calidad de sus imágenes, y precisamente éste no ha sido el caso de la España de la segunda mitad del siglo XX, lo que aumenta aún más si cabe el mérito de este artista, entregado por completo al concepto de la línea y del erotismo, de tal alquimia que dos simples elipses negras evocan en nuestra experiencia el relieve de los glóbulos oculares.
La calidad de este artista demostrada por la misma autora Ana Puyol en Celedonio Perellón. La línea desnuda (2007, segundo volumen de esta trilogía dedicada a la obra de este pintor de Lavapiés), se dispone al servicio de la reproducción, de la ilustración, de la pedagogía, de la historia y sus ambiciones. Los colores se recortan como plantillas que subsanan figuras de la materia de la experiencia. Como muy bien dice la autora, Perellón “llama la atención hacia el olvido totalmente provocado de nuestra esencia sensible y sensitiva, desatendida para facilitar nuestra inclusión en una cadena de montaje universal donde por fuerza se han de despreciar las inoportunas y gratuitas pulsiones que nos constituyen, cada día menos”. Descubriendo figuras a partir de lo que en verdad son meros trazos, estremeciéndonos a partir de un catálogo de sensualidades, obtenemos enseguida una sucesión de instantáneas hasta conformar el mapa de nuestros anhelos, fortalezas y debilidades.
Libro que viene a sumarse a la inevitable reflexión y recogimiento de una centuria expirada, colección positivista de misterios y maravillas de la realidad, publicación fundamentada en las evocaciones de los entresijos de la memoria, se estructura en una inteligente argumentación que combina sutilmente el devenir cronológico de las ediciones más paradigmáticas de Perellón, a la par que nos desvela las claves dialécticas que animan sus producciones, las relaciones entre la figura y la materia, entre la idea y la práxis, la irrealidad y la realidad, entre la bibliofilia y la ilustración popular, entre la maestría y la ingenuidad suspicaz con la que Perellón percibe sus modelos, etc., sin duda todo un redescubrimiento de una gráfica que quizá nos pertenezca bajo una intensidad inexistente en los programas culturales oficiales, un calor que desvela las verdaderas inclinaciones del organismo humano.
Leandre Cristòfol
Exposición: Leandre Cristòfol. Metamorfósis de la escultura
IberCaja Patio de la Infanta, Zaragoza, 20 de febrero al 12 de abril de 2009
Comisariado: Daniel Giralt-Miracle y Jesús Navarro Guitalt
Se nace, normalmente, capacitado para dibujar
Ángel Ferrant, Gaceta del Arte nº 38, Tenerife, 1936.
Con motivo de los cien años de su nacimiento en Os de Balaguer, asistimos en la zaragozana sala de exposiciones de IberCaja a una breve pero jugosa muestra de un todavía desconocido a pesar de los determinados esfuerzos en hacer publica toda su envergadura creativa. Nos referimos al escultor Leandre Cristòfol, representante de la vanguardia ilerdense de la década de 1930 junto con Josep (Manuel) Viola, Antoni G. Lamolla y Enric Crous.
Sin embargo y por otra parte, Cristòfol fue uno de los representantes de la muy peculiar escultura orgánica que se desarrolló en España durante aquellos años, con representantes tan importantes como Ángel Ferrant o Alberto Sánchez, vertiente orgánica, insisto, ocasionalmente eclipsada por la aplastante omnipresencia editorial y expositiva de los grandes “genios” que acabaron por concentrar en sus nombres todos los logros del arte del siglo XX (España ha sufrido aún más esta realidad institucional por contar entre sus ciudadanos históricos a la Triada Picasso, Miró y Dalí), tal y como hemos venido subrayando en alguna otra ocasión (Manuel Sánchez Oms, Dalí y la Historia, El Aragonés 1-15 mayo 2005, Zaragoza). Desde que en este país se ha intentado rescatar la plástica y la literatura inmediatamente anterior a la Guerra Civil y la dictadura resultante, hemos asistido a la conformación de un surrealismo local bajo premisas ocasionalmente algo generales y ligeras, trayendo consigo no sólo el empobrecimiento de las aportaciones de Breton y de otras entidades declaradas firmemente surrealistas como el grupo surrealista belga, el de Praga o incluso otros alejados de las posturas oficiales bretonianas como el Surrealismo Revolucionario de Christian Dotrémont y Noël Arnaud, o el anterior grupo constituido en torno a las publicaciones de La Main à Plume durante la Francia ocupada y del que formó parte Manuel Viola, sino también de la aportación plástica autóctona, especialmente en materia escultórica por ser uno de los casos que en Europa (junto con el artificialismo checoslovaco) sintetizaron de manera más evidente dos vertientes que la crítica comúnmente ha tendido a separar: una constructiva y racional, y otra poética y subconsciente, o los modelos primitivos de la modernidad maquinista, distinciones éstas que se extienden a lo que todavía es peor, la escisión de lo orgánico e inorgánico: se nos dice que la maquina es en esencia inorgánica, pero si la sometemos a la perspectiva histórica, tal y como ha procedido entre otros el historiador Francastel, comprenderemos que ésta tiende y evoluciona hacia la constitución de formas vivas por derecho propio. ¿Acaso no fueron estas dos vertientes las que animaron conjuntamente a grupos como L’Amic de les Arts y A.D.L.A.N., o a publicaciones como La Gaceta del Arte de Tenerife, A. C. o la misma Art (marzo 1933 – abril 1934), revista ilerdense dirigida por la personalidad del dibujante y tipógrafo Enric Crous, y a la que estaba inscrito como colaborador el propio Cristòfol? En este último ejemplo encontramos el problema que subyace tras su escultura, partiendo de un grupo vinculado a la gráfica, la poesía y el dibujo (Crous, el lorquiano Viola), pero incapaz de concebir la escultura como “expresión real del pensamiento“ (Viola, Art nº 7, Lérida, 1934), la misma disciplina a la que se dedicó Crisòfol (formado previamente como carpintero, ebanista y tallista) y que Lamolla no dudó en experimentar con maderas y yesos. La escultura podría aportar una cualidad esencial a esta voluntad por materializar ese “interior”, y ésta es precisamente su condición de objeto.
La transformación de la escultura en realidad objetual ya fue experimentada por Ángel Ferrant, escultor por el que Cristòfol no dudó en confesar su admiración, el mismo que partió del dibujo -esencial en la docencia artística- hasta abordar la escultura en tanto que creación real, dado que son varios los historiadores que han coincidido en abordar tres terrenos de experimentación en la plástica de Ferrant, aunque rara vez de manera compenetrada y unitaria: el dibujo o la línea (intervención subjetiva), la materia o el objeto encontrado (participación de la realidad objetiva y en un principio independiente) y la alteración del espacio (la creación tridimensional propiamente dicha), ámbitos de experimentación que desde finales de la década de 1920 llamaron la atención de algunos de los grandes representantes del arte contemporáneo europeo, pues no hay más que recordar las construcciones de hierros soldados en las que trabajaron conjuntamente Julio González y Pablo Picasso en 1928, por ejemplo, aunque antes tengamos que nombrar como precedentes las esculturas futuristas de Balla, el nuevo realismo ruso de los hermanos A. Pevsner y Naum Gabo, y ciertas construcciones tempranas del dadaísta rumano Marcel Janco. El trabajo desde la línea permite intervenir ampliamente mediante el elemento más inmediato de la expresión. De esta forma la materia queda apartada de la construcción, dando vía libre a la utilización de todo tipo de objetos y materias de la vida cotidiana que, así como el mármol y el bronce ya existen antes de la intervención del artista, ante todo acercan las posibilidades espaciales y su poética a la vida real desde la monumentalidad de la escultura. Éstas son las posibilidades que Ferrant pudo descubrir tempranamente en la escultura, las mismas que, por esta última razón expuesta, no dudó en aplicar a la docencia, como ya hicieran Joaquín Torres-García con sus juguetes constructivos de finales de la década de 1910, y Ramón Acín a partir de sus inquietudes pedagógicas y libertarias. La escultura permite al alumno crear el espacio una vez que el objeto ha sido liberado de sus funciones (Ángel Ferrant, Els Objectes, l‘escultura y l‘amistat, La Publicitat, 23-XI-1932), es decir, una vez que éste ha sido redescubierto. Es desde esta conversión del objeto y de la realidad ya dada que comenzamos a comprender el concepto de “metamorfosis” que da título a la actual exposición de Cristòfol: Metamorfosis de la escultura, bien palpable por ejemplo en los nuevos usos espaciales que reciben las estructuras metálicas de paraguas en algunas de sus últimas construcciones.
Ahora no nos cuesta reconocer la ausencia de erotismo en la escultura de Cristòfol, lo lejos que queda de la avidez bulímica de Dalí y sus objetos comestibles, del automatismo que le valió a Joan Miró el título del “más surrealista” otorgado por el mismísimo Breton. No debemos defender forzosamente un Cristòfol surrealista, aunque no por ello su producción carece de un origen automático, el mismo que determina la forma de sus yesos, y de ello dan buena cuenta sus tempranos dibujos orgánicos en carbón de 1931, 1932 y 1933, conservados en el Museo de Arte Jaume Morera de Lérida y en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). Éste automatismo es ya apreciable en los dibujos de Ángel Ferrant y Benjamin Palencia, así como en los de sus compañeros y amigos Viola y Lamolla. Concretamente, si a principios de los años treinta se difundían en Cataluña noticias acerca de las actividades de Dalí y Miró en París por parte de confidentes como Sebastià Gasch o J. V. Foix, Ferrant daba a conocer sus primeras producciones con materiales cotidianos y ejercía una notable influencia con sus clases en la Escuela de Bellas Artes de Llotja, tal y como luego se apreciaría en la producción de Ramon Marinel·lo, Eudald Serra y Jaume Sans. Sin embargo, si en verdad está contenido en los trazos de los dibujos de Ferrant, aún cabría preguntarnos de dónde procede este automatismo. Más que al surrealismo deberíamos señalar a uno de sus precedentes automáticos, Jean Arp, pionero en la materia desde sus postulados dadaístas. Quizás por esta razón se mantuvo a medio camino del grupo de Breton y el arte concreto promulgado y abordado por sus amigos Theo van Doesburg y Kurt Schwitters.
El automatismo de Arp y su interés por los materiales preexistentes ya hicieron eco en Miró a mediados de la década de 1920 a través del surrealista suizo Kurt Seligmann. El mismo Gasch, quien nunca consideró a Ferrant surrealista, lo trató con los mismos términos que a Arp: “la obra de arte brota y crece en el artista como el fruto en el árbol”. La obra de este artista alsaciano fue conocida en Barcelona en la Exposición de Arte Moderno Nacional y Extranjero de 1929 en las galerías Dalmau. En sus primeros collages y relieves de madera recurrió a técnicas automáticas procedentes tanto del interior (el automatismo de la línea y de las tijeras, así como el rasgado y el arrugamiento de papel) como del exterior real (la guillotina). También se conocieron los móviles de Alexander Calder en la exposición consagrada a este artista en las galerías Syra, escultor que adoptó la línea orgánica de Arp junto a los colores primarios de la nueva plasticidad holandesa. En la producción de este artista norteamericano Cristòfol pudo apreciar el cinetismo natural de las figuras en suspensión que abordaría a partir de 1957, posiblemente antes que en la Bola suspendida de Giacometti (1932), cuyo boceto ilustra un artículo suyo bajo el título “objetos móviles y mudos” en Le Surréalisme au service de la revolución nº 3 de diciembre de 1931. Por entonces Giacometti concebía sus esculturas como objetos no diferenciados de la vida real para incidir en ella mediante el shock que caracteriza al surrealismo. Cuando Breton aportó en su Introducción al discurso sobre la poca realidad de 1924, su primera idea de objeto surrealista, expresó su deseo de poner en circulación (en la vida real o en el mercado) objetos gestados en los sueños. De esta manera la escultura surrealista sólo existirá en tanto que objeto, implicando su condición reproducible casi en calidad de imagen, siendo ésta verdaderamente la finalidad más extendida tanto entre su plástica como entre su poética. Es en la reproducción mecánica donde tiene cabida el shock, el mismo que muere en la unicidad artística. Sin embargo, así como la escultura surrealista sólo alcanza a ser objeto, el objeto surrealista no requiere necesariamente de la realidad exterior y puede ser elaborado por el sujeto con tal de que su procedencia sea el subconsciente liberalizador, es decir, ahí donde tradicionalmente se ha ubicado la subjetividad. La materia desaparece engordando a la imagen y, de hecho, Dalí concibió en 1936 para la exposición surrealista de objetos de la Galería Charles Ratton de París, un no conservado “Monumento a Kant”, paradigma del relativismo subjetivo del juicio estético. Sin embargo el surrealismo, inspirado en el método psicoanalítico de Freud, concibe esta fuerza interior como un motor automático y por lo tanto objetivo, una vez instaura la objetividad en lo desconocido, el misterio de los simbolístas que en su seno se torna en lo maravilloso, el azar objetivo del que surge el humor negro bretoniano. Esta última inclinación desvela los precedentes dadaístas de la plástica surrealista anunciados previamente por Arp y Max Ernst entre otros, al tiempo que André Breton y Philippe Soupault inauguraban sus primeras incursiones en el automatismo escrito. Se trataba de reconciliar un automatismo interior con el exterior, una objetividad con otra para intentar una vez más salvar la separación del individuo con su entorno, determinado ante todo por el cambio de la realidad propiciado por la implantación de un nuevo mercado que valoriza abstractamente los objetos que nos rodean. No obstante, la importancia concedida por el dadaísmo al azar es mayor que la ostentada por el surrealismo, quien lo valora siempre desde su comunicación con las fuerzas subconscientes. Por esta razón la presencia de los objetos prefabricados se impone con más contundencia con el dadaísmo, mientras que en el surrealismo se somete a una mayor manipulación, automática si se quiere, pero en cualquier caso procedente del individuo. El humanismo del surrealismo resulta extraño a la cautela dadaísta ante la única certeza de un individuo instaurado en una realidad dominada por el azar, convicción por al que Schwitters pudo servirse de una infinitud de desechos industriales para desvelar sus facultades formales, tal y como Ferrant y Cristòfol descubrieron sus posibilidades espaciales. La tabla rasa Dada dio paso a los constructivismos occidentales, así como el futurismo y el suprematismo rusos permitieron el desarrollo del constructivismo orgánico de Matyushin y Miturich. Si para el surrealismo se trataba de manifestar materialmente el inconsciente mediante asociaciones imprevistas, para el dadaísmo de Zurich primero y luego para las tendencias constructivistas y concretas occidentales, la actividad plástica consistía, una vez desmentida la representación de lo preexistente, incluso el proceso de estilización y abstracción de las formas naturales, en hacer confluir la materia ya dada con el automatismo gestual o los procedimientos matemáticos objetivos, con el fin de construir nuevos conjuntos espaciales, en lo que participaron Cristòfol y Ferrant. Desde el expresionismo hasta Arp tan sólo acontece un proceso por el que las fuerzas expresivas interiores se objetivan hasta colocarse a la altura de la realidad exterior, y en esto consiste el reconocimiento de Jean Arp y Max Ernst a Paul Klee, pintor que en cierta manera clausura el primer desarrollo del expresionismo. Por esta misma razón Ferrant y Cristòfol no dudaron en referirse sin problemas a los objetos como “motivos de sensación”, y a una “expresividad interior anímica”.
Muchos de los objetos geométricos, esculturas espaciales y situaciones que Cristòfol creó en la década de 1960 tras un periodo de abandono de la investigación y dedicación a la temática religiosa, podrían hacernos pensar en La máquina de trinar de Paul Klee (1922). El artista es un agente más en el constante proceso de transformación de la materia y del espacio. El shock mecánico y reproducible del surrealismo, cinematográfico tal y como afirmaría Walter Benjamin, viene ahora a ser el punto de partida de la materialización orgánica (tanto Ferrant como Cristòfol se interesaron vivamente por la naturaleza del cine, y la revista Art se fundó en Lérida mientras se planteaba la apertura de un cineclub). Si el grafismo del dibujo se reproduce en infinitas materializaciones tridimensionales, los objetos de producción seriada se singularizan en su manipulación plástica. El grafismo se cosifica dando lugar a la superposición de las formas que caracterizan el desarrollo de la plástica posterior a la Segunda Guerra Mundial y el retorno a la obra de arte en tanto que objeto único, en lo que Cristófol (influencia reconocida por el propio Antoni Clavé, y precedente indiscutible de las construcciones de Moisés Villelia, por ejemplo) cumple durante los años treinta un papel intermedio y paralelo al de Ángel Ferrant, Joan Miro con sus ensamblajes de materiales con los bordes levantados, Barbara Hepworth, Henry Moore y un largo etcétera. ¿O más bien deberíamos hablar de una concepción de la pieza escultórica no como objeto ni como máquina, sino como organismo vivo?
Ignoramos qué quiere decir escultura. No está en nuestro diccionario
Enric Crous, primer número de la revista Art, marzo de 1933
Entrevista con José Prieto, nuevo vicedecano de Bellas Artes en Teruel
Entrega de los premios AACA 2008
El pasado día 12 de marzo tuvo lugar la entrega de premios AACA 2008 por parte de la Junta Directiva de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte. Aunque el año pasado la entrega se realizó en un acto público en el Casino de Huesca y este año habíamos previsto convocar al efecto una Asamblea General de AACA en el salón de recepciones del Ayuntamiento de Zaragoza, finalmente los servicios de protocolo de la corporación municipal nos propusieron que, por motivos de seguridad y de operatividad, hubiese un máximo de cinco o seis personas en el acto de entrega al Alcalde de Zaragoza.
La primera parte de la ceremonia fue la entrega del Gran Premio AACA 2008 al artista distinguido por alguna exposición monográfica en 2008, que recibió el escultor Santiago Gimeno a las 12.00h en la Plaza de San Felipe, delante de su escultura a un Muchacho contemplando la Torre Nueva. En la conversación con él le preguntamos precisamente por ese encargo, que recibió de los arquitectos autores del proyecto de remodelación de la plaza: nos explicó cómo en cuadros antiguos se ve a menudo una charca delante de la torre, y ellos la quisieron evocar con la circunferencia que la rodea, dentro de la cual tiene los pies metidos el muchacho, que por eso lleva los pantalones remangados, como si estuviera refrescándose mientras mira a lo alto, donde estaba el chapitel.
La segunda parte, a las 12.30h se desarrolló en el interior del Torreón Fortea, donde Juan Alberto Belloch, acompañado por Jerónimo Blasco, Consejero de Grandes Proyectos y de Cultura, recibió el diploma del premio AACA 2008 a la mejor labor de difusión del arte aragonés contemporáneo. Ambos nos dedicaron unos minutos de conversación, comentándonos la ampliación del Museo Pablo Gargallo, que acababan de visitar, los nuevos espacios expositivos que para la ciudad se han creado a partir de la Expo y la importancia de apostar por la cultura como una inversión en tiempos de crisis, para la mejora de Zaragoza. Agradecimos al Alcalde el tiempo que nos dedicó y el hecho de haber aceptado él mismo recibir el diploma, pues los méritos por los que el Ayuntamiento de Zaragoza ha recibido el premio corresponden tanto al Área de Cultura y a la Sociedad Municipal Zaragoza Cultural, como a la Dirección General de Ciencia y Tecnología, u otros servicios municipales. Él prometió que, por eso mismo, haría enmarcar y colocar el diploma en la antesala de su despacho.
A las 13.15h llegamos a la Galería Aragonesa del Arte, donde entregamos el premio a la galería más destacada por sus exposiciones y catálogos en el año 2008 a Mariano Santander y Montse Navarro, quienes nos agasajaron con bombones y cava, brindando todos por una larga y exitosa vida de su negocio, en el que han conseguido en poco tiempo abrirse camino en la capital aragonesa.
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| De izda a dcha: José Antonio Val (vocal), Virginia Baig (tesorera), Pilar Irala (secretaria), Santiago Gimeno (escultor premiado), Fernando Alvira (presidente) | Jerónimo Blasco, Pilar Irala, Juan Alberto Belloch, Fernando Alvira, y Carmen Rábanos | De izda a dcha: Vicente Villarrocha (tesorero de AECA), Fernando Alvira, Mariano Santander (galerista premiado), Carmen Rábanos (vicepresidenta), Montse Navarro (galerista premiada), José Antonio Val. |
Recorrido por una cuidada selección de edificios, imprescindibles para comprender la evolución del gusto desde el siglo XVIII hasta el XX
Especialista en Arquitectura y Arte Contemporáneo, la doctora Carmen Rábanos Faci, Profesora Titular del Departamento de Historia del Arte, de la Universidad de Zaragoza, es pionera en el estudio e investigación del Movimiento Moderno en Aragón. Precisamente, una de sus más tempranas y valiosas aportaciones fue su análisis y valoración del estilo racionalista, en fechas muy tempranas, cuando todavía no era suficientemente apreciado como movimiento artístico en España, por lo que su libro Vanguardia frente a tradición en la arquitectura aragonesa (1925-1939): el racionalismo, publicado por Guara en 1986, constituyó una sólida base a partir de la cual se fueron consolidando otras aportaciones de otros profesionales que han profundizado en este periodo.
En todas sus obras, Carmen Rábanos Faci intenta ir más allá del mero proyecto, más allá de la mera obra construida, revelando las claves que permitan comprender el espíritu de renovación que impulsa a los creadores avanzar, paso a paso, hasta alcanzar la anhelada modernidad. Intentando ampliar un horizonte, que no debe constreñirse a un ámbito local, indagando en las conexiones ideológicas y estéticas existentes entre los profesionales que trabajan en Aragón, no sólo con los que ejercen en el resto de España sino también con las influencias que atraviesan nuestras fronteras.
Su última monografía, publicada por Mira Editores hace escasos meses, concretamente a finales de 2008, está dedicada a la Estética de la composición arquitectónica. Aragón contemporáneo, planteando un interesante recorrido por una cuidada selección de edificios, imprescindibles para comprender la evolución del gusto desde el siglo XVIII hasta el XX. Esta obra, alejada de cualquier estéril pretensión de abarcar toda la edilicia de este periodo con un exhaustivo y árido inventario, el sólido y profundo conocimiento de la materia, avalado por años de docencia e investigación, le permiten trazar a autora un itinerario desde los orígenes de la Modernidad hasta nuestros días, con el propósito de analizar y valorar los hitos más destacados de la edilicia contemporánea en tierras aragonesas.
Un sólido bagaje que le ha permitido a la profesora Carmen Rábanos Faci, analizar la arquitectura desde diversos ámbitos y puntos de vista, generando un profundo conocimiento de técnicas constructivas, materiales, estilos, tipologías y, por supuesto, de fundamentaciones ideológicas y estéticas, desde la arquitectura popular (La casa rural del Pirineo Aragonés, publicada por el Instituto de Estudios Altoaragoneses en 1990 o el volumen dedicados a La arquitectura popular aragonesa, correspondiente al tomo 13 de la Enciclopedia Temática de Aragón, editado por Moncayo en 1996) a los lenguajes más cultos propios de los estilos, que se complementan con otras obras de la misma autora dedicadas al ámbito de la crítica (La crítica de las artes, Librería General, 1999).
La Estética, como filosofía del Arte, permite comprender las producciones de unos artistas y los encargos de unos promotores en un espacio y un tiempo determinados. Sin un análisis estético la arquitectura, al igual que el resto de las artes, se convierte en un mero objeto. Por este motivo, realizar un análisis de la Estética de la composición arquitectónica en la edilicia contemporánea aragonesa constituye una sólida aportación para su conocimiento más profundo, sobre todo si se enmarca, como en el caso de Carmen Rábanos, en el análisis de un pensamiento social e incluso una ideología política, sobre todo tratándose de un periodo tan apasionante como, en algunas ocasiones, conflictivo. De otra manera, sin esta postura crítica y comprometida con el conocimiento del pasado, no pueden explicarse hechos tan importantes como la vivienda obrera, el surgimiento de nuevas tipologías desde grandes almacenes a residencias geriátricas, pasando por industrias, hasta polémicas rehabilitaciones.
Sistematizado por etapas históricas, esta monografía se inicia, a modo de introducción, con la época de la Ilustración, punto de partida para la posterior llegada de la modernidad y del progreso, con la subida al trono de Felipe V y la penetración de la influencia italiana con arquitectos como Juvarra y Sachetti, en obras como el Palacio Real de Madrid que marcarán el camino de un barroco clasicista que, con el paso del tiempo, evolucionará hacia el neoclasicismo y que en Aragón tendrá su reflejo en las obras de destacados artistas como Juan de Yarza y Romero, Domingo de Yarza y Maestro, José Julián de Yarza y Lafuente, Julián de Yarza y Zeballos y José de Yarza y Lafuente, todos ellos de la familia de los Yarza, procedentes de Guipúzcoa y afincados en Aragón desde el siglo XVI, iniciadores de una saga que llega hasta nuestros días, a los que se suman Ventura Rodríguez, el gran arquitecto madrileño que trabaja en la Santa Capilla del Pilar, o Agustín Sanz, autor de la zaragozana iglesia de Santa Cruz. Inaugurando un itinerario que irá avanzando cronológicamente, para pasar al siglo XIX, con desarrollo del Eclecticismo y del Historicismo, alcanzando la transición de los siglos XIX al XX, entre la tradición y la renovación, con el Modernismo y arquitectos e la talla de Ricardo Magdalena, Félix Navarro, José de Yarza, Miguel Ángel Navarro, Francisco Albiñana y la celebración de acontecimientos decisivos como la Exposición Hispano-Francesa de 1908, un estilo coetáneo al Regionalismo, que tanto arraigará en el espíritu aragonesista de corte regeneracionista, incluso superándolo cronológicamente, todo ello como punto de partida para la introducción de la vanguardia y la modernidad, con el Art Decó y, sobre todo, el Racionalismo, influenciado por los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna) y la obra de Fernando García Mercadal, con hitos como el Rincón de Goya, uno de los primeros edificios racionalista de España, proyectado en 1927 e inaugurado en 1928, con motivo de la conmemoración del centenario de la muerte del genial pintor aragonés. Una modernidad interrumpida por la Guerra Civil y el periodo franquista, que tras los duros años de la posguerra se recuperará con la llevada del Internacional Style, la Posmodernidad y el Minimalismo, hasta llegar a las últimas décadas del siglo XX, poniendo el broche de oro de la Expo Zaragoza 2008 y las espectaculares construcciones como el pabellón puente de Zaha Hadid, el pabellón de España de Francisco Mangado, la torre del Agua de Enrique de Teresa, el palacio de Congresos de Fuensanta Nieto y Enrique Sobejano, la pasarela de Javier Manterota, el pabellón de Aragón del estudio Olano y Mendo y, cerrando el conjunto, el puente del II Milenio del ingeniero oscense Juan José Arenas, contribuyendo al enriquecimiento del patrimonio arquitectónico y cultural aragonés.
Otra mirada
To the happy few. A ellos bien podría estar dedicada esta exposición, sobria y ajena a ruidos mediáticos, en la que inteligencia y sensibilidad se aúnan. La muestra que Valeriano Bozal ha concebido reclama de su público cosas fundamentales. Tiempo para mirar, para leer, para hilar cavilaciones y sentires que despiertan en el ánimo las imágenes y los textos exhibidos. Y ante todo, lo que demanda es un espíritu carente de prejuicios ideológicos y estéticos.
Acaso por el rigor mismo de la selección, el visitante puede no ser del todo consciente de la diversidad ingente de los materiales sobre los que se ha conjuntado la muestra. Ésta mezcla con mesura estampas y manuscritos, impresos y dibujos, mapas, panfletos y caricaturas. Priman las imágenes, que son de distinta especie –muchas sin intención artística inmediata— y que iluminan extremos contrapuestos, desde los testimonios contra la violencia y su arbitrariedad, como en Enterrar y callar (Desastre, 18), a la burla escatológica de Napoleón trabajando para la regeneración de España o los panegíricos oficialistas como la Alegoría del regreso de Fernando VII. En la exposición está latente la rivalidad entre lo escrito y lo icónico, la vieja disputa acerca de la eficacia respectiva del texto o de la imagen. El impacto del documento con la declaración de Fernando VII anulando la constitución de Cádiz no es menor, sin embargo, al de la estampa que abre la exposición, los Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer (Desastre, 1).
Como no podía ser de otro modo, uno de los ejes de esta muestra es la compleja vinculación de la imagen a la política. Las imágenes, más que ser una ilustración o un documento de su realidad histórica, son uno de los fundamentos sobre los que se construye el discurso de lo político. Una idea es esencial para apreciar esta exposición: el rechazo de una presunción de objetividad en lo descrito por las estampas y consecuentemente el énfasis en su condición esencial de "representaciones". La imagen, como el texto, son fabricaciones interesadas de una realidad que pretenden reflejar y con ello esta muestra participa del interés en torno a la imaginería política, su función y sus mecanismos, que tomó impulso ya en la década de 1980, a raíz del bicentenario de la Revolución Francesa y del Primer Imperio. La Guerra de la Independencia en España es una faceta más de aquella época de las revoluciones, europeas y americanas, que en el paso del siglo XVIII al XIX dio carta de naturaleza a la guerra por la imagen, librada entre las naciones y las facciones enfrentadas y, por tanto, a la emergencia de la propaganda en su sentido moderno. El conjunto exhibido en la Biblioteca Nacional da buena cuenta de ello.
Una lógica precisa rige la concatenación de las secciones de la exposición. Sus títulos son de una engañosa neutralidad, y aluden a precedentes, hechos, debates y consecuencias. La exposición resuelve limpiamente el escollo de la celebración enfática y de la deriva maniqueísta tan presentes en la narración canónica de la Guerra de la Independencia, como recuerda José Álvarez Junco en el catálogo. Con su “Miradas”, el propio título asume la pluralidad ideológica de los enfoques y con ello remite a la cuestión de cuán consustancial fue –y posiblemente, en general, es— la violencia en la constitución de la nación como comunidad política de nuevo cuño –aunque la mitología fundacional la haya explotado en un sentido partidista.
No resulta fácil, a estas alturas, realizar una exposición en torno a una obra del alcance de los Desastres de la Guerra. Cabe insistir aquí que ésta no es otra exposición sobre Goya: por no ser la prerrogativa de nadie, la mirada sobre esta Guerra del Francés no es ni tan siquiera la de la figura privilegiada del Genio. De hecho, la muestra consigue dos objetivos en principio antagónicos. Exhibidos junto a algunos dibujos preparatorios, los grabados de los Desastres y otras estampas sueltas son una demostración irrefutable (¡una más!) de la excepcionalidad de Goya, de la potencia sin común medida de su visión. A este respecto, lo exhibido en “Funestas consecuencias”, la última sección, corta el aliento. Sin embargo, al situar al artista en el contexto de la cultura visual de su tiempo, la exposición revela la intensidad de la circulación de imágenes, sobre todo en aquellos momentos de turbulencia política, y la fluidez de las transferencias entre la alta cultura y la cultura popular. La caricatura alegórica sobre Napoleón y Godoy que retoma literalmente la estampa de El sueño de la razón es un ejemplo particularmente explícito de este tráfico de las figuraciones.
El roce entre imágenes cultas e imágenes populares redunda en un reforzamiento mutuo de su interés. Resulta esclarecedor contemplar las unas junto a las otras, alegorías elaboradas, en general firmadas, como el Levantamiento simultáneo de las provincias de España contra Napoleón, las representaciones descriptivas de acontecimientos señalados que mucho recuerdan a los Tableaux historiques de la Révolution française de J.-L. Prieur, y las series de grabados populares, en su mayor parte anónimos, de factura torpe y cruda pero de gran impacto visual, como la de los Horrores de Tarragona. Mención aparte merece la sección sobre la caricatura, como forma de la sátira visual equivalente a los también expuestos textos paródicos como el Diccionario Crítico-burlesco de Manuel Gallardo. Uno de los aspectos más llamativos es el que apunta a una transferencia cultural de inusitada vitalidad a escala europea. Un número significativo de las imágenes exhibidas son copias, variantes o adaptaciones de caricaturas inglesas, las de tradición más arraigada, pero también francesas, que se multiplican a partir de la Revolución.