Picasso: Capolavori dal Museo Nazionale Picasso de Parigi.

    Hace unos días tuve la suerte de poder realizar un viaje de fin de semana a Milán. Paseando por sus calles te das cuenta de que ofrece mucho más al visitante de lo que éste se espera. Llegas a la plaza del Duomo y allí está: monumental, impresionante, rodeada de turistas cámara en mano; la Catedral surge ante tus ojos mientras vas recorriendo su fachada desde el suelo hasta el cielo, paralizada por su belleza. Pero, como en cualquier rincón de esta ciudad, a la sombra de una gran obra de arte siempre hay algo por descubrir. En mi caso creía que iba a ser el Museo Novecento, situado junto al Duomo, y uno de los mejores lugares para descubrir el arte contemporáneo; según me dirigía hacia él hice el verdadero descubrimiento:  el Palacio Real de Milán, el edificio contiguo al Museo Novecento, tenía ampliada una exposición sobre Picasso hasta el día 27 de enero, una oportunidad que no se puede dejar escapar. El Palazzo Reale di Milano fue durante siglos sede del gobierno de Milán, residencia real, como indica su nombre, y es actualmente un importante centro de cultura, sede de grandes muestras y exposiciones.  En la imagen que ilustra este artículo podemos ver el exterior del Palacio Real; pero no las largas colas de visitantes para entrar en esta exposición. No sabía muy bien que iba a encontrar dentro, pero la larga cola de visitantes anunciaba que merecería la pena. Y así fue.

    En 1953 Picasso ya expuso en este mismo espacio, el Palacio Real, y la exposición que ahora se realizaba conmemoraba su 60 aniversario, motivo por el cual, el Museo Nacional de París, prestaba obras de Picasso que nunca, o muy pocas veces, habían salido de sus salas como “La Celestina” (1904), “Hombre con mandolina”(1911), “Pablo de arlequín”(1924), “Retrato de Dora Maar”(1937), “Masacre en Corea”(1951) o “El Matador”(1970). Una retrospectiva que contaba con  más de doscientas obras con las que se trataba de recorrer toda la vida artística del genio malagueño siguiendo su evolución estilística, dividida en las etapas que todos conocemos: periodos  azul y rosa, el período de investigación "africano" o proto-cubista, cubismo sintético y el cubismo clásico, el surrealistas, el período de la participación política y las pinturas sobre el tema de la guerra, la influencia pop y variaciones sobre un tema inspirado en los grandes maestros del Renacimiento y moderno, hasta sus últimas producciones antes de su muerte en 1973. Cada etapa contaba con piezas clave en pintura pero también contaban con escultura, collage, dibujos preparatorios, obra gráfica e incluso grabaciones en video de cómo realizaba sus esculturas en cerámica, con las que el periodo artístico quedaba explicado de forma muy clara y accesible al público en general. Anne Baldassari es la comisaria de la exposición, reconocida internacionalmente como una de los estudiosas más importantes de Pablo Picasso y conservadora del Musée National Picasso de París, dato que nos ayuda a comprender el por qué de la presencia de un gran número de obras pertenecientes a este Museo .

    Sala a sala de la planta noble del Palacio seguimos el recorrido marcado para entender cómo Picasso se mueve en lo artístico, evolucionando a la vez que lo hace el siglo XX. Nos proponen utilizar sus ojos, identificarnos con su punto de vista y, sin duda, lo consiguen. Todo comienza poco a poco: Lo primero con lo que nos encontramos es que tenemos que atravesar una pesada cortina de color rojo muy intenso, como si accediésemos tras el escenario de un teatro. Detrás nos espera una fila de pequeñas pantallas en las que se emite una grabación de Picasso en su taller trabajando con piezas de cerámica. El Genio está presente. En la siguiente sala, a modo de introducción, nos explican como se realizó la exposición de 1953 en ese mismo lugar, todo va acompañado de  piezas personales como correspondencia escrita por el propio Picasso, alguna de sus plumas, fotografías de aquel momento y otros objetos.

    Llegamos a la primera sala de la exposición propiamente dicha impresiona, entramos en las Sala de las Cariátides, vemos los daños sufridos en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, vemos una sala herida y, de frente a nosotros, la obra “Masacre en Corea”(1951). No podría estar mejor elegida su ubicación, todo está pensado al detalle para comprender la obra de Picasso, sus etapas, el espacio expositivo y la conmemoración del 60 aniversario de la anterior exposición dedicada al maestro. Vemos que “El Guernica” no está presente pero, en el centro de esta gran sala del antiguo teatro, igualmente nos da la bienvenida. Lo consiguen a través de un audiovisual con el que se recrea la génesis de la obra, en el que,  paso a paso, las figuras surgen de la pantalla como si el mismísimo maestro las estuviera dibujando en ese preciso momento. Se trata de una gran pantalla que  permite que transites por el centro de la sala mientras la obra se crea a tu alrededor. Me pareció una forma perfecta de que te sientas Picasso por un día, parace que usas sus ojos mientras las figuras que componen la obra surgen a tu alrededor resaltando sobre un enorme fondo blanco. La comisaria de la exposición hizo, sin duda un magnífico trabajo en este sentido.

    Además es un guiño al pasado, en aquella misma sala, en 1953, los visitantes pudieron contemplar la grandiosa obra original. En aquella ocasión ocupaba el centro de la habitación, donde hoy está el audiovisual, y quedaba rodeada de sillas para que los visitantes captasen todos los detalles: el sufrimiento de las figuras con los rostros desfigurados, el grito casi audible del caballo, y todo dentro de una sala destruida en una situación de guerra similar pero acontecida unos años más tarde que el terrible bombardeo de Guernica.  La proyección se completaba con imágenes de la vida cotidiana del artista y su familia y amigos, sobre todo fotografías, colocadas en las vitrinas que se situan detras de las pantallas y que salva de la necesidad de dañar las paredes de la gran sala de las Cariátides colgando de ellas las obras.

    A partir de esta gran sala el recorrido discurre por salas más acogedoras, pequeñas, donde las obras pictóricas se presentan cercanas y accesibles, como envolviendo al visitante, acompañadas de dibujos preparatorios, esculturas y collages, con las que se recrea la sensación de que recorremos el taller del artista, como si cada sala representara ese mismo taller en la etapa artística siguiente. Cada etapa queda explicada de una forma muy clara, simple y concisa a través de los textos informativos y de las obras seleccionadas para cada estancia. Una  cuidada selección de las obras que mejor caracterizan cada etapa y que nos hace comprender su visión de la realidad, cambiante como el mismo siglo XX. En ellas podemos apreciar las pinceladas cargadas de pigmento, la viveza de colores, su destreza con el dibujo realista mezclado con su propio universo figurativo y su forma de presentar la realidad fragmentada. La descompone y la compone, usa colores sencillo y estridentes.

    Sin duda es una gran exposición y una clase magistral sobre la obra artística de Picasso y su evolución. Dispuestas a lo largo de los 2.000 m2 del primer piso del Palacio Real, el conjunto de obras consigue mostrar la capacidad de reinvención de Picasso, su carácter experimentador, su incansable creatividad y el dominio de todos los medios de expresión artística de los que se disponía en su época: creó grabados; escultura en bronce pero también con objetos descontextualizados, unidos para crear otra realidad como su “Toro” realizado con un sillín y un manillar de bicicleta; pintura; dibujos preparatorios, que son auténticas obras de arte; fotografía, artísticas y familiares; todo en distintos formatos, materiales, técnicas y estilos.


Mail Art propio: Postales de Zaragoza, exposición de Víctor Meneses

Hacer el amor despeina. Y, en general, lo mejor de la vida: cantar, bailar, nadar, correr, jugar… estar despeinado es síntoma de buena salud -o de mal peluquero- y también de moverse por las calles de Zaragoza, donde el cierzo no da tregua alguna.

 Bien lo sabe Víctor Meneses, zaragozano de pro e infografista en Heraldo de Aragón. Conocido en el último año por la selección de su cartel para las fiestas de El Pilar. La sencillez de trazo combinada con la adecuada elección del simbolismo cromático sirve como paradigma de sus creaciones: consigue que el diseño final sea efectivo con una única mirada. Convence. Son estas las características que le hicieron acreedor de reconocimientos en los premios ÑH y Malofiej y que hacen propias las imágenes que muestra en El Armadillo Ilustrado: cinco cuadros y ocho postales con las que resulta fácil identificarse.

 Porque el Monumento a los Mártires o el recinto de la Expo parecen captados a modo de turista despistado: el cuadernillo sustituiría a la cámara para lanzar dibujos a los rincones más representativos de la ciudad. Pero no es así: siempre se respira una intimidad que sólo puede transmitir alguien que haya vivido en Zaragoza durante un periodo de tiempo prolongado. Se trata de un mail art autóctono, que huye de arquetipos para potenciar el tono personal. Postales que animan a visitar y encontrarse con la ciudad. No tanto por los fondos, como por los personajes que les dan vida. De trazos ágiles y sinuosos, rápidos y ricos en ondulaciones y líneas curvas que inspiran movimiento.

 Forman un conjunto naíf en el que destaca sobre todo la sonrisa. Siempre culminada por delicadas manchas de color opacas, sin desenfoque alguno que perjudique la sensación de ternura. Mofletes carmesí que destacan sobre la luz y claridad intensa general. Una sinfonía de la ciudad optimista y vivaz, tan ingeniosa como los lemas que recoge: “todo lo bueno despeina”, como decía la Mafalda creada por Quino. Como podemos comprobar los que vivimos en la ciudad.


Hacia el nuevo lector: El hilo de Ariadna, lectores y navegantes

 El español es un idioma riquísimo. Y especializado en metáforas. Nuestro lenguaje se cubre con un amplio manto trenzado por vocabulario textil. Aunque no nos demos cuenta: el complemento de la urdimbre -“la trama”- define el discurso narrativo de una película o de cualquier relato. Los malos más arquetípicos pueden “tejer” un plan malvado, mientras que el protagonista tendrá que “hilar fino”, para hallar una forma de “desenredar el ovillo” sin “perder el hilo” de su propia vida. Los hablantes captan y estructuran el mundo a través de los usos metafóricos, viejas formas se incorporan al corpus cultural con significantes distintos a los que tenían anteriormente. Es el caso de la idea del laberinto, que planea sobre toda la contemporaneidad. Con ella, Francisco Jarauta propone un original recorrido que reinterpreta obras de arte de lo más variado: litografías, óleos, dibujos, audiovisuales o instalaciones. Desde las dendritas y los axiones de los dibujos científicos de Ramón y Cajal o los Opuscula Varia de Ramón Llull hasta nuevas formas de interpretar la plástica de Jaume Plensa.

 No sabemos si su paradigmática escultura prefiere penetrar o quedarse tras la puerta del laberinto. Si se alimenta de las ideas del mundo o si éstas se desparraman desde su mente. Un Ulises de formas férricas, protegido por un cortinaje de letras que constituye parte del conjunto Silent Rain y que adquiere su sentido fuera de éste al plasmar una obra de Shakespeare. Punto de partida interesante para todo un discurso que trata de establecer el camino de un lector histórico hacia su completa emancipación. De Teseo alienado seguidor de lo establecido, enganche del hilo áureo de la autoría, a configurador de redes simbólicas que forman parte de él y que lo envuelven. Mensaje complicado que podría haber caído en el vacío de no ser por la cuidada selección de obras y por la interactividad y sorpresa continua que deparan al visitante. En este sentido, la obra de Charles Sandison -conocido por los asiduos a la galería de Max Estrella y admirado por todos los que presenciaron hace unos años la iluminación del Palacio de Comunicaciones durante la noche en blanco- parece ser el culmen lógico al ofrecer un tapiz blanco de palabras a todo aquel que se atreve a penetrar en la instalación.

 Pero no es la única. En la muestra es posible convertirse en un arqueólogo improvisado -no diremos cómo- o recorrer la famosa espiral de Smithson -una referencia que, por obligada, casi parece tópica-, concibiendo un buen momento para acudir en familia. Y con niños. Es posible divertirse y disfrutar aprendiendo a cualquier edad. Resulta quizás interesante complementar la visita con una de las múltiples actividades que se organizan en La Casa del Lector -recogidas en su web-. El recorrido se ameniza con cuidados textos de Borges o Gibson -con una tipografía minimalista que debemos a Javier Maseda-, referencias a Cnosos y a la antigüedad clásica y seleccionadas explicaciones que buscan crear un fino hilo conductor al visitante, dejando su imaginación completamente libre para aproximarse a las obras, para añadir nuevos cordones al central como si de un quipu inca se tratase: unos pocos minutos de La mirada de Ulises de Theodoros Angelopoulos sirven para condensar la compleja idea del viaje. No es necesario pararse mucho rato de forma obligada ante cada propuesta. Es posible elegir y tratar de interpretar por uno mismo la pluralidad de caminos que puede tener cada obra o continuar hacia adelante por el hilo central de nuestro trenzado, sin que -como suele ocurrir a veces- el aprendizaje esté para nada reñido con las experiencias estéticas. A ello ayuda un montaje perfectamente definido, que crea espacios que juegan con la luz.

 Muchos de ellos intimistas, protegidos por cortinajes o escondidos en recovecos. Resulta impresionante girar de repente y encontrarse tres luminarias de textura orgánica irregular. Rosetones contemporáneos, al estilo de Le Corbusier pero configurados con papel de algodón. Colmenas, pequeñas grutas de luz de la catalana Rosó Cusó, muy influenciada por las formas de la naturaleza: por el encanto de los líquenes o la fuerza de la erosión. Óvalos intimistas. En los que se rompen secretos, como en la obra de Álava y Moreno. Y en los que se juega con los sentidos, ya sea con cambios de luz provocados o introduciendo el sonido. El contraste entre estos refugios y las grandes salas es obvio y buscado: luz natural y focos invertidos se confabulan para crear un efecto completamente distinto: causar impacto nada más entrar a la muestra o iluminar las diagonales cuajadas de símbolos del Gottlieb más influenciado por el gestualismo de Pollock.

 Planteamientos efectistas que beben de la misma fuente curatorial, con hábil capacidad para resolver problemas ligados a la selección, organización o montaje de las obras  -algunas concebidas ex profeso para la exposición, como la de Daniel García Andújar- pintando una magnífica exposición inaugural para La Casa del Lector, cuyo cénit no puede ser más evidente: la última sala se articula por varios sillones en torno a los que se disponen libros aportados por la fundación Germán Sánchez Ruipérez, que pueden ser consultados e incluso prestados a todo el que se acerca a la exposición. El visitante puede ser ahora capaz de enriquecer el ovillo de hilos trenzados que ha ido hilvanando a lo largo de la muestra, pasando de la plástica a la lectura, dejándose llevar no por las formas sino por las palabras. Haciendo que la imaginación vuele en abstracto.


Exposición Dance like no one´s watching, de Mariona Olmos

Desde casi sus comienzos, la fotografía ha buscado plasmar el movimiento, imprimir de un sentido dinámico las escenas y motivos que el objetivo captaba fijándolos para siempre. De esta manera, se introducía una noción que quebraba el apriorismo que la definía en virtud de su estatismo, al igual que en el Quatrocento se ponía en tela de juicio la bidimensionalidad de la pintura en función de la aplicación de las leyes de la perspectiva, dando como resultado la profundidad asociada a la tercera dimensión.

En este sentido, el trabajo de Mariona Olmos es una buena muestra de esta voluntad de hacer palpable un ingrediente cinético, materializado en muchas de sus instantáneas -concepto que adquiere su significación plena en tales imágenes- siendo puesto en práctica, en buena parte de ellas, a través de la captación del salto, sobre el que luego volveremos. En otras ocasiones, no se recurre a esta estrategia, pero, sin embargo, las fotografías siguen presentando un componente dinámico desplegado a partir de la (hermosa) gestualidad que desarrollan las bailarinas. En todos los casos, asistimos a una cuidada y selectiva disposición de todos los factores que intervienen en la toma: desde la ubicación, escenarios urbanos que oscilan entre las grandes avenidas y los espacios abiertos, hasta otras ambientaciones en que parece haber implícito un mayor sentido de intimidad, para lo cual se escogen rincones determinados, más escondidos a las miradas de los viandantes anónimos que se cruzan con la fotógrafa y las modelos.

Así, en efecto, estos son los elementos que sintetizan la propuesta que tenemos la oportunidad de contemplar en la Sala de Exposiciones del Colegio La Salle F. Gran Vía en su segunda muestra. Distintas disciplinas de baile (desde la danza clásica a la contemporánea, pasando por el flamenco), toman literalmente la calle, procediendo a una intencionada descontextualización, traspasando las paredes de las aulas, para que, de esta manera, según palabras de la autora, el bailarín pudiese expresarse plenamente “dando rienda suelta a esa energía que transforman en movimiento y en arte”.

Mariona Olmos trasciende los géneros tradicionales asociados a la fotografía (arte y arquitectura, reportaje, etc.), y desarrolla una vertiente bastante original dentro de la denominada fotografía creativa actual, que parece entroncar con ciertos planteamientos aplicados a la fotografía de moda (aunque no haya ninguna intención comercial o publicitaria en sus imágenes), y que ya introdujeran grandes fotógrafos como Martin Munkacsi, sacando a sus modelos a exteriores naturales y aplicando decididamente el movimiento, otorgando así una orientación más extrovertida, menos preparada (en apariencia), aparatosa y rígida, que era la tendencia que había preponderado en el incipiente género de la fotografía de moda. Un poco más adelante surgiría la figura del fotógrafo estadounidense Philippe Halsman, especializado en la fotografía de moda y en los retratos de celebrities del mundo de la cultura o la política. Halsman se haría famoso, a finales de los años cuarenta del pasado siglo, por sus series en que aparecen distintas personalidades saltando en escenarios escrupulosamente acondicionados hasta en el último detalle, acuñando el “jumping style”. Según el propio fotógrafo, por medio del salto, se posibilitaba que “la máscara caiga, que la personal real se hiciera visible”, ahondando en la búsqueda de espontaneidad y naturalidad en su aplicación al retrato. Ese mismo sentido de extroversión y de ruptura con lo estático presiden las fotografías que podemos contemplar, en sintonía con la pretensión de romper los límites del espacio, debidas al marco físico, que suele constreñir las manifestaciones relacionadas con el baile o la danza, ya sea en el contexto de un teatro o de un aula formativa. Una circunstancia que hace que tales manifestaciones se rodeen de un halo de solemnidad, donde el tiempo parece regirse por un estricto y convencional orden y se adscriba a los condicionantes propios de un acto social, demasiadas veces vinculado con determinadas clases que detentan en exclusividad el disfrute de algunas forma de cultura, especialmente, aquélla que se ha escrito con mayúsculas. Aquí, por el contrario, el arte se saca a la calle, para hacer partícipe a personas de toda clase y condición del baile y la danza, casi como si se tratara de una reedición de las tentativas que en tal sentido desarrolló el teatro de calle, tal como expusiera Achero Mañas en su película Noviembre (2003). Las actuaciones de estos intérpretes tenían algo de performance, tal como sucede con las de las bailarinas que fotografía Mariona, apareciendo en ciertas ocasiones junto a personas que transitan cerca de ellas; no obstante, esto no es lo mayoritario, incurriendo en cierta desconexión con el paisaje humano y dando más protagonismo al paisaje constructivo, que sirve para enmarcar a la acción de la modelo/bailarina. Es por ello que el encuadre se escoge de modo bastante intencionado, mientras que, en otras imágenes (danza clásica), pareciera que se ha optado por un agente más azaroso y casual, no importando la presencia de vallas o maquinaria de obras, que podrían afear la composición.

En otro orden de cosas, resulta interesante hablar de la interrelación de disciplinas artísticas que, en principio, se oponen conceptualmente al presentar aspectos contrapuestos: estatismo/dinamismo. El conjunto presente ofrece un equilibrio efímero, en el que se quiebran de manera atrevida tales imposiciones y separaciones, contribuyendo a mostrar una imagen de frescura y desinhibición (sobre todo, en el grupo correspondiente a la danza contemporánea), que nos recuerda determinada fotografía publicitaria, vinculada a la música o la propia moda, como antes hemos referido con dos de los grandes autores del último género citado.

El trabajo aquí expuesto es una buena ocasión para observar una fotografía liberada de cualquier trascendentalismo en cuanto al mensaje o significado, y de cualquier aspiración experimental o plástica en lo que concierne a la forma. Se trata de una apuesta optimista que redunda en una exploración sin grandilocuencias ni aparatosidades, en la que se plasma un evidente deseo de libertad.


El arte del lujo. CARTIER, coolhunter de estilos y savoir faire parisino

“El arte de Cartier” es la exposición temporal que acoge en Madrid elThyssen-Bornemisza, con la que se une a la tendencia internacional del creciente protagonismo de la joyería en los museos. Tan solo hace un año, nos ocupábamos desde este mismo medio de la inauguración de “Joyas de artista”, una exposición en el MNAC cuyo hilo conductor ha retomado el IVAM en los últimos meses con “De Picasso a Koons. El artista como joyero”. Y de la misma forma, mientras escribimos estas líneas, la Galerie du Crédit Municipal de París, también reivindica la vertiente más artística de la creación francesa en “Bijoux d´artistes”, a pesar de que la haute joaillerie nunca duerme en la ciudad del Sena, y enLes Arts Décoratifs se está clausurando una exhibición dedicada al mítico joyero de la Place Vendôme, Van Cleef & Arpels. 

Así que el Museo Thyssen, al igual que hiciera Louise, -nieto de François, fundador de la casa Cartier en 1857-, observa las tendencias creativas que se imponen a su alrededor, cercanas al capricho de la moda y al arte del lujo, y se las ofrece al gran público.

La exhibición, cuyo leitmotiv muestra la elegancia como actitud, se concibe como un gran rectángulo en negro, con total protagonismo de las joyas sobre la ausencia de color: un timeline a la entrada anuncia cómo la luz, teatralmente focalizada y dirigida, permitirá redundar en la transparencia de los diamantes incoloros, cuyas refulgentes facetas son las verdaderas protagonistas del brillo de la muestra.

Las alhajas se muestran a lo largo de seis bloques temáticos en cubos cristalinos, neutros contenedores de las piezas. El recorrido ilustra más de 150 años de creación de la saga, así como su evolución estilística: desde el estilo denominado guirlande a la inspiración naturalista, orientalismos y la geometrización del Art Déco. A lo largo del muro perimetral, se proyectan dibujos preparatorios y bocetos del Archivo Cartier que muestran el proceso de concepción de los volúmenes así como a sus emblemáticas clientas, posando con los diseños.

La primera estancia muestra las piezas “De aprendiz de joyero a la Rue de la Paix”; es decir, desde los inicios de François y su hijo Alfred, hasta que el visionario e incansable Louise se establece en el número 13 del boulevard parisino. Y de esta forma, un aderezo o parure de oro amarillo, carey ybriolettes fantasía de amatistas anuncia el final de los historicismos, ilustrando, el resto de las piezas, la llegada del platino y los diamantes en las primeras décadas del Siglo XX: 51 quilates de zafiros de un devant de corsage como pieza estrella y algunos broches borlados como lazos de encaje, se muestran en esta primera vitrina, junto a un sautoir de perlas, transición al geometrismo. El segundo de los contenedores cristalinos de esta primera estancia, exhibe ya la maestría en el manejo del platino. De naturaleza blanca inalterable, su uso se generaliza a partir de los diseños de Cartier por toda Europa, relegando la plata por su oxidación a las creaciones de los bijoutier: distintos diseños de tiaras más o menos orgánicas se exhiben, en forma debandeau o rinceaux, incluso ejemplares versátilmente desmontables, capaces de convertirse en pulseras de tiporiviére. Las tiaras lucen diamantes contorno cojín en movimiento y baguettes de citrinos, aguamarinas y diamantes engastados de forma invisible, permitiendo simular a las gemas flotar sobre la piel.

El segundo bloque temático incluye las creaciones del Art Déco, joyas y objetos que sincrónicos a la Gran Guerra, nada tienen que ver con el estilo Noveau: depuradas y geométricas, sus líneas ortogonales y reticulares son continuación de la tendencia más clasicista que había partido del guirlande y desembocaba en esta Belle Epoque. Dos largas vitrinas rectangulares exhiben joyas en forma de broches de cristal de roca, con guarniciones de platino y diamantes, así como anchos brazaletes  articulados con diamantes tallados en diferentes estilos y rubies, zafiros y esmeraldas decorando su parte central. Algo más arriesgados y experimentales son algunos diseños de pendientes, junto a objetos suntuarios exponentes del lujo parisino: prismáticos para la ópera en ónix y diamantes, bolsitos aterciopelados con boquillas de piedras preciosas, pitilleras en oro rosa, cajitas para carnets de baile o coquetas vanity case.

El siguiente bloque muestra el especial romance del ya experimentado Louise Cartier con los orientalismos: su estética se torna permeable de influencias egipcias, persas, indias, japonesas… A raíz del descubrimiento de la tumba de Tutankhamón, en 1922, las alhajas muestran iconografías de lotos, escarabajos y sarcófagos en lapislázuli y turquesa o reciben decoraciones de fayenza y cloissoné; otras, en forma de “Les indes galantes” muestran esmeraldas labradas rescatadas de joyas mogholes. Su relación comercial con maharajas y maharanis impregna algunas piezas de reminiscencias del oro kundan, formas de tiposarpush y esmalte o meenakari; y por último, algunas alhajas que le proporcionan mucha fama en estilo Tutti Frutti, en las que los verdaderos protagonistas son el volumen de las gemas talladas, escultóricas, y el color.

El cuarto bloque es titulado “El poder del estilo. Clientes emblemáticos”, y en él se muestran, entre otras piezas, una tiara de la Reina Victoria Eugenia, algunas joyas de Liz Taylor o de la musa de Hitchcock y princesa de Mónaco, Grace Kelly, además del famoso flamingo ya emblema de la casa,  encargo del Duque de Winsor. 

El quinto bloque expositivo se dedica a los relojes y muestra una vertiente mucho menos estética y más comercial, en torno al “producto”. En una vitrina rectangular se colocan, en distintos niveles relojes de pulsera, bolsillo y chateleines esmaltadas. Además, algunas piezas de sobremesa, muestran la colaboración con Carl Fabergé a través del acabado en guilloché.  Por último, el apartado “Flora y fauna” recoge espectaculares alhajas de la diva mexicana María Félix, como collares en forma de cocodrilo o brazaletes que reproducen en la pericia de su manufactura, las escamas de reptil; piezas, que siguen inspirando las colecciones de modistos actuales, como las creaciones del italiano Roberto Cavalli.

Concebida para el gran público, los especialistas coinciden en señalar la ausencia de explicaciones o comentarios sobre el uso o la manufactura de las joyas, pues las cartelas únicamente recogen los materiales, la cronología y la denominación tipológica de las alhajas. Además, -a excepción de la tiaras cuya visibilidad es excepcional-, las piezas apoyan sobre expositores que no permiten mostrar los detalles de los reversos de las piezas, cuya visibilidad resultaría por otra parte, un alarde técnico en la ejecución.

Este es el único y obligado “pero” que hacer siendo críticos, pues hoy, aún extasiados, no sabríamos decidir cuál de las 400 piezas dejar de mirar.

 

 

 


Elección de la nueva Junta Directiva de AACA

El domingo 13 de enero de 2013 se celebró en el Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneo Pablo Serrano Asamblea General Extraordinaria convocada las 11.45h en primera convocatoria y a las 12.15h en segunda convocatoria, con un único punto en el orden del día: la elección de nuevo Presidente. Por unanimidad de todos los asistentes, salió elegido  Manuel Pérez-Lizano Forns, y a su propuesta la Asamblea refrendó el resto de miembros de la nueva Junta Directiva:
-Desirèe Orús, vicepresidenta
-Pilar Sancet Bueno, tesorera
-Jesús Pedro Lorente, secretario
-Manuel Sánchez Oms, vocal
-Paula Gonzalo Les, vocal

No habiendo otros asuntos que tratar, se repartieron ejemplares del libro homenaje a Ángel Azpeitia recientemente publicado por Manuel Pérez-Lizano y se cerró la sesión.


Arte sin barreras II

Han pasado seis años desde la implantación del primer curso de la titulación de Bellas Artes en el campus de Teruel, y sus efectos continúan traduciéndose en interesantes propuestas expositivas, impulsadas sobre todo por sus alumnos y alumnas. Concentrada en un principio en la capital turolense, la actividad de estos jóvenes artistas ha ido expandiéndose a otras localidades de la provincia, nutriendo su agenda cultural con nuevas y sugestivas ofertas. Es el caso de la exposición “Arte sin barreras II” que pudo disfrutarse en la localidad minera de Utrillas entre el 19 y el 23 de diciembre, segunda edición de esta convocatoria, nacida con vocación de convertirse en una cita fija anual.

Auspiciada por la asociación Minas Rock y comisariada por Natalia Aznar Sánchez y Nerea Izquierdo González, la muestra reunió a un ecléctico grupo formado en su mayoría por estudiantes del último curso de Bellas Artes, con la incorporación de artistas de la comarca. Doce creadores con predominio femenino (once a uno) con distintos registros, técnicas y propuestas estéticas.

Minerva Rodríguez (Zaragoza, 1991) presenta una obra compuesta por un audiovisual, dos cajas de música y tres fotografías. Una sugerente imbricación de disciplinas que nos habla de nuestra relación con la naturaleza desde un planteamiento intimista. El registro del sonido de nuestros pisadas en un caminar distraído, sin prisas ni rumbo determinado, es la base de la obra de Minerva, que da voz a la voz de la naturaleza, habitualmente silenciada, como una manera de escucharnos a nosotros mismos como parte de ella. El resultado formal es tan atractivo como el argumento que le da aliento, en especial la confrontación entre sus “cajas de música” y las fotografías.

El paso del tiempo, y nuestra obsesión por gestionarlo, está en el trasfondo de la trama que Cristina Santolalla (Calahorra, 1990) desarrolla en su obra. Una videoinstalación de una sorprendente calidad técnica, resuelta con una cuidada selección de imágenes en blanco y negro que nos atrapa desde el primer momento. Destaca en ella la profesionalidad con la que ha resuelto la iluminación, utilizando el dramatismo de los fuertes contrastes del claro-oscuro como base de su discurso narrativo. Una reflexión sobre lo inaprensible del tiempo, con ciertos ingredientes cinematográficos integrados acertadamente, que nos invita a revisar el orden de nuestras prioridades y la atención que dedicamos a cada una de ellas.

La música es para Miriam Ezquerro (Logroño, 1991) tan importante como las artes plásticas. En concreto el heavy metal, con toda su iconografía y connotaciones de transgresión y rebeldía.  Es ése el ritmo que late en las composiciones de esta joven riojana, que presenta fotografías y grabados inspirados en la estética heavy, y en concreto en la figura de Angus Young, el líder de AC/DC, la mítica banda británica de rock. La disposición de las obras genera un curioso conjunto, en el que se contrapone el contundente sonido del rock más cañero de los 70 con el sosiego de la imagen de un mar en calma.

Dunea es el nombre artístico de Dulcinea Bello Navarro (Zaragoza, 1971 – 2004), que vivió buena parte de su vida en la comarca minera que acoge la muestra. Autodidacta y atraída por las artes plásticas desde niña, la factura de los óleos de Dunea nos revela una fuerte personalidad y un rico mundo interior, reflejado en personajes y escenografías de inquietante misterio, cercanos al surrealismo y a las imágenes oníricas que inspiraron a muchos de los artistas de esta corriente. La integración en la muestra de esta artista, tempranamente fallecida, es una oportunidad para acercarnos a su obra, que puede contemplarse en su totalidad en Cuevas de Almudén,  localidad en la que residió hasta su fallecimiento.

Las fotografías de Alejandra Ara (Zaragoza, 1991) recrean imágenes de nuestro entorno más cotidiano transformado por el tamiz del absurdo. Son obras cargadas de ironía y humor inteligente que nos invitan a redescubrir los objetos que nos rodean, su forma, su función, y la manera en la que nos relacionamos con ellos. En la línea de los grandes fotógrafos como Man Ray o Chema Madoz, Alejandra explora las posibilidades estéticas y poéticas del universo objetual que da soporte a nuestras rutinas, para extraer esa parte oculta que sólo los avezados observadores son capaces de descubrir y transformar en nuevas lecturas de atractivas y desconcertantes narrativas.

Nerea Izquierdo (Zaragoza, 1988) presenta un trabajo en el que conviven creación y experimentación, al hilo de sus prácticas en un psiquiátrico de Teruel. Nerea indaga en el metalenguaje de las imágenes de personas con discapacidad, intentando desentrañar el componente de la expresión gráfica que habla de ellas más allá de lo que de ellas sabemos. Esas representaciones limpias, directas, todavía sin contaminar, constituyen el material con el que Nerea completa su trabajo, realizando un retrato de cada uno de los autores de las obras, presentándolas emparejadas, como un ejercicio de traducción psicográfica.

Isabel Haro, pintora autodidacta natural de Utrillas, rinde en las obras que presenta en esta muestra un homenaje a tres de los grandes pintores por los que siente admiración e inspiran sus obras: Velázquez, Van Gogh y Dalí. A través de una original y atrevida composición, Isabel recrea en cada uno de sus óleos algunas de las obras más célebres de estos tres artistas, integrando, a modo de resumen gráfico, una selección de imágenes de las obras más representativas de estos tres maestros de la pintura.

Durante siglos, el arte ha servido para decorar los espacios del poder. Reyes, obispos, militares o presidentes decidían qué se representaba, dónde y quién lo hacía. Liberado de esta servidumbre, con la irrupción de las vanguardias, el arte comenzó a disfrutar de la independencia que le permitió avanzar y que, lamentablemente, a veces, se ve truncada cuando lo representado incomoda al poder y a sus instituciones. Marina Cisneros (Zaragoza, 1990) fue protagonista involuntaria de este antagonismo, cuando una obra suya expuesta recientemente en una sala de Teruel, fue censurada y retirada por su responsable. No hay nada más subversivo que llamar a las cosas por su nombre. Marina vuelve a presentarla en esta muestra. En ella recoge la situación económica que nos acompaña diariamente, condicionando nuestra existencia, y la traduce en clave estética en una instalación en la que pone de manifiesto su dominio de las claves narrativas de esta disciplina. En su obra “El régimen de España” establece un irónico paralelismo entre gastronomía y política, trasladando la situación del país a la carta de un restaurante, con una puesta en escena sobria, elegante y atractiva. Y eficaz, desde luego muy eficaz, a la vista del interés que su trabajo despierta.

La obra de Beatriz Soriano (Teruel, 1986) es un loable empeño por mantener vivos el recuerdo y la memoria de nuestro pasado más reciente. Una atención que parece no interesar tanto a la arqueología, más preocupada por encontrar huesos de dinosaurios que los de los hombres y mujeres que perdieron la vida en nuestra última contienda. Beatriz despliega una suerte de “arqueología de la memoria” a través de su cámara fotográfica.  Con ella nos da a conocer algunos de los escenarios de la desolación en Teruel. Aquellos que van perdiendo su pulso por la despoblación, fruto del abandono de los pueblos o del cese de la actividad industrial en el medio rural. Fotografías de distintos enclaves en color se enfrentan a otras en blanco y negro, subrayando esa banalización silenciosa del territorio turolense.

Es difícil disimular que se es artista. Es el caso de Elisa Gómez Calvo (Aliaga, 1986): esa percepción está presente en cualquiera de sus apuntes, bocetos, dibujos o divertimentos gráficos, aunque mientras los está haciendo esté pensando en otra cosa. Elisa siente, respira y suda arte. No puede evitarlo. En la factura de cualquiera de sus obras, por modesta que sea su intención, es fácil identificar la presencia de los elementos propios del lenguaje plástico, desplegados con el acierto y la naturalidad de quien desarrolla justo la actividad para la que está llamado. Sus composiciones gráfico-plásticas encuentran su correlato en sus producciones de video, inquietantes a veces, delirantes otras, que destilan la misma densidad que su pintura. Las obras con las que participa en esta exposición, dejan patente el oficio y la calidad de su inagotable repertorio iconográfico.

¿Cuántos dibujos caben en una mina de grafito? Sería difícil precisarlo, pero a tenor de lo que es capaz de hacer con un lápiz Carmen Escario, bastantes. El atractivo de sus dibujos reside en su despreocupación por la reproducción fiel y fotográfica de los personajes que representa. No es lo importante. Lo primero que nos llama la atención de su obra es precisamente la evanescencia de sus figuras y la primacía de la técnica del dibujo sobre cualquier otra consideración. Hombres, mujeres y niños pasan de objeto fotográfico a sujeto artístico, envueltos por un halo de misterio, mitad desazón, mitad belleza, reforzado por el dominio del recurso del claro oscuro y las texturas gráficas, así como la acertada combinación de línea y mancha, lápiz y carboncillo, realidad y poesía.

Las obras de Francisco Sanz (Zaragoza, 1984) traducen al lenguaje escultórico sus preocupaciones y reflexiones críticas. La religión o la relación del hombre con la naturaleza son algunas de ellas. El acabado formal de sus obras deja patente el dominio sobre las distintas técnicas y materiales que emplea, ya sea la forja del metal, o la talla del alabastro o la madera. Un aspecto importante en su obra, que le permite combinar adecuadamente distintos materiales para conseguir el objetivo perseguido. Un resultado que nos habla de la vigencia de lo escultórico, frente a la proliferación de la imagen virtual, que tiene en artistas como Francisco una continuidad asegurada.

Se cierra la muestra con la obra deLucía Cubel (Zaragoza, 1991), que anda inmersa últimamente en el estudio del paisaje, fruto de su vocación viajera. Pertrechada con su caja de acuarelas y su libreta Moleskine, a la vieja usanza de los artistas románticos, Lucía indaga en la capacidad evocadora del viaje como fuente de conocimiento, tanto de los paisajes naturales que descubre en sus desplazamientos, como su propio paisaje interior. La fluidez de la acuarela le permite tomar apuntes rápidos y resolver con inmediatez las composiciones que captan su atención, con atractivos resultados finales que nos remiten a la tradición acuarelista oriental que vincula lo natural y lo espiritual en un mismo plano de percepción.

Es, en definitiva, “Arte sin barreras II”, una muestra colectiva de muy variados registros y propuestas que da cauce a la energía expositiva de estos jóvenes artistas de la que nos beneficiamos todos: ellos por exponer y nosotros por disfrutar de lo que exponen.

 

ARTE SIN BARRERAS II

Biblioteca de Utrillas

Del 19 al 23 de diciembre de 2012


De la yuxtaposición a la superposición. Nacho Bolea, Mikado

 

La ya extensa carrera del artista zaragozano Nacho Bolea, enarbolada en torno al collage y al ensamblaje, comenzó en la segunda mitad de la década de 1980 con una especial apreciación de la producción de Max Ernst en este terreno de las artes plásticas contemporáneas, quien para muchos, sobre todo para surrealistas como Louis Aragon o Georges Hugnet, fue su padre indiscutible. Sin embargo y a pesar de haber constituido el punto de partida de Nacho Bolea, no fue él quien guió su evolución y sus conquistas posteriores, dado que Marx Ernst no fue el único en cultivar el hoy conocido como “collage ernstiano”, es decir, aquel que minimiza las disparidades formales y materiales con el fin de concentrar la chispa eléctrica, -el encuentro de los contrarios-, en las relaciones de causa-efecto predeterminadas por la lógica. E. L. T Meses, Magritte, André Breton, Roland Penrose, Max Bucaille, Georges Hugnet, Franz Roh, Alfonso Buñuel, Joseph Cornell, Errò y todo un largo etcétera, han cultivado esta suerte de collages antes de tomar otros derroteros más personales, o de avanzar en sus investigaciones, sobre todo hacia la naturaleza objetual (el color para Roland Penrose o el ensamblaje de Cornell), la materialidad de los elementos empleados (Georges Hugnet, Paul Nash, Raoul Ubac, etc.), o el juego de definiciones (E. L. T. Mesens, Magritte, Max Servais, Marcel Mariën, etc.)

            En la producción de collages de Max Ernst cabe distinguir dos etapas. La primera de ellas abarca desde 1919 hasta 1922, relacionada con su compromiso dadaísta, y la segunda desde 1929 en adelante, e identificada sobre todo con sus tres collages novelados bajo los principios surrealistas. Como vemos, quedaron en medio seis años en los que sus investigaciones se centraron en otros terrenos, como la trasposición de los logros alcanzados mediante el collage a la pintura tradicional, y las técnicas automáticas, principalmente el frottage, cuyos descubrimientos evolucionaron el collage en 1929, lo que ha permitido al máximo conocedor del collage de Max Ernst –Werner Spies-, establecer dos tipos de collages aplicando los conceptos con los que Juan Gris periodizó su carrera dentro del cubismo: el collage analítico y el collage sintético. El primero de ellos, atribuible a los años dadaístas, actúan por construcción, es decir, por yuxtaposición de recortes hasta la creación de nuevas figuras con  modelo en la heráldica y en los emblemas, una vez reducido el material empleado a grabados ilustrados en revistas enciclopédicas y de divulgación científica. En cambio, los collages sintéticos incorporaron una nueva dimensión en la actividad frente a la ilusión de la perspectiva. En ellos actúa superponiendo imágenes incongruentes sobre escenas tomadas prestadas enteramente. De esta manera incorporó el paisaje, lo que facilitaba el trabajo por sustitución y por desplazamiento, por lo que yo personalmente prefiero hablar de “collages construidos” y “collages-correcciones”, respectivamente. Para ambos contó desde un principio con la ayuda de los medios de reproducción mecánica, capaces de disimular las diferencias materiales y tonales, dado que estos collages  fueron destinados para su duplicación en una edición correspondiente, tal y como ha demostrado Werner Spies, lo que aumenta las implicaciones entre el collage y el automatismo de la máquina establecidas por historiadores del collage como Françoise Monnin o Brandon Taylor.   

            Nacho Bolea, en su primera valoración del legado de este artista natural de Colonia, no adoptó este camino hacia la verosimilitud de la imagen poética con la ayuda de los medios de reproducción técnica (en cambio, sí lo hicieron en Zaragoza Alfonso Buñuel, Luis García-Abrinés y José Francisco  Aranda), deteniéndose en la construcción de emblemas como medio más hábil para reconstruir y materializar un interior inabarcable y desconocido, tan sólo determinado por una serie de indicios dispersos. Y cuando hablamos de interior nos referimos al cuerpo, a la necesidad de hacer al menos translúcida la piel para divisar su funcionamiento interno. En consecuencia queda claro que es en las fracturas del collage, sea de la naturaleza que sea, donde se abre la profundidad real, la del proceso creativo entendido a la manera de Gaëtan Picon, por la que la obra exige su recorrido inverso y reconstructivo. En este sentido, la evolución de Nacho Bolea alcanzó su paroxismo con las imágenes fracturadas de escenas pornográficas de la serie “Dreamglo”, las cuales hacen gala del collage en tanto que encuentro fortuito de dos contrarios, así como de su segunda acepción francesa referente a las relaciones extramatrimoniales (vivre à la colle). A pesar de sus referentes históricos, esta derivación hacia la reestructuración del cuerpo, es propia de la segunda mitad del siglo XX, incluso del término “Nuevas mitologías” propuesto en 1972 por la Documenta de Kassel y que legitiman como arte cualquier propuesta del artista. Curiosamente, uno de los reivindicados en aquella ocasión, el estadounidense Joseph Cornell, primer exponente del ensamblaje como “museo en miniatura” junto con su amigo Duchamp según la historiadora Adalgisa Lugli, fue, además, quien gracias a su obra objetual desvió la tención de Nacho Bolea desde la imagen hasta la estructuración física de las obras, incluso hasta alcanzar la tercera dimensión. Sin embargo, quien le alertó sobre la posibilidad de liberar los fragmentos de la gravidez para que cobrasen vida, fue el constructivista letón Gustav Klucis, quien partió de las composiciones suprematistas (nacidas –recordémoslo- de las pinturas y collages alógicos de Malevitch e Ivan Puni) para asentar sobre ella los fragmentos de la realidad apropiados fotográficamente, así como de los estudios constructivistas de las facturas en sus primeras muestras, ya incluso en 1920 con Viejo mundo. El mundo en reconstrucción. Electrificación y Electrificación de todo el país. Sin embargo y como Max Ernst, aunque cada uno bajo sus propias inquietudes, Klucis seguía trabajando con los medios de reproducción mecánica, mientras que las obras de Cornell, especialmente sus ensamblajes y montajes objetuales, sacrificaban su reproducción potencial para afirmar su presencia física. En los tres casos se abría la posibilidad de actuar en profundidad, con Max Ernst concretamente en la superposición de recortes del “collage-corrección”, a pesar de estar destinados a la reproducción y a la obtención de una nueva imagen. En el caso de Cornell ya no fue así, y quizás esto explique por qué ha sido considerado como un precedente inmediato del neodadaísmo norteamericano de la década de 1950: se prestaba mejor que sus collagistas contemporáneos a la reafirmación artística. Realmente con él nació el ensamblaje, más como superposición que como conquista de la tercera dimensión, dado que las suyas nunca dejaron de ser obras destinadas básicamente a su observación. Éste fue el concepto del que se apropió precisamente Jean Dubuffet para definir sus producciones con materiales diversos y diferenciarse de los papiers-collés cubistas y de la vanguardia histórica, tal y como se lo hizo saber por carta al William C. Seitz en 1961, el mismo año en el que éste último comisarió la exposición Art of Assemblage en el MoMA de Nueva York. 

            Aun así, no fue a través de Jean Dubuffet que Nacho Bolea aprendió a solidificar los fragmentos con veladuras pictóricas. Esto se lo debemos precisamente a Richard Rauschenberg, uno de los máximos exponentes de aquel neodadaísmo norteamericano, el mismo que sistematizó en su producción el concepto de “combine painting” como respuesta a la producción pictórica de la generación anterior de expresionistas abstractos. Gracias a él introdujo en la década de 1950 la realidad circundante comprimida en nuevas obras artísticas. Aún así, la presencia del arte bruto también está presente en la dispersión de los indicios en las obras de Nacho Bolea, en la disolución de los resultados contrarios a la actividad del collagista propia del montaje. Su serie “Dreamglo” encuentra un precedente inmediato en la niñas dotadas de sexo femenino de la terrible “novela colageada” Vivian Girls, del también estadounidense Henry Darger (1892-1973), uno de los presentes en la colección de arte bruto de Lausanne desde 1997. Las imágenes de este libro que su autor nunca terminó ni publicó, fueron confeccionadas mediante la yuxtaposición de imágenes calcadas de revistas infantiles para luego ser coloreadas.

            La alternancia de la estructuración y de la dispersión en la obra de Nacho Bolea es constante, como un ritmo cardiaco que anima los cuerpos exhibidos, siempre fieles a la dialéctica del collage que parte de lo mecánico para alcanzar lo orgánico. Con ello la obra se reafirma a pesar de acoger en su seno cualquier tipo de material, responde, al -margen de la mímesis en este caso-, a la pintura hecha carne de Didi-Hubermann, a la representación a priori, al arte que deviene posible. Incluso existen realidades en su obra que quedan ocultas a la percepción sensitiva del espectador, como aquel Bruit secret de Duchamp que nadie ha querido desvelar, aunque ahora bajo cierta despreocupación por la percepción instantánea y óptica, hasta tal punto de que la obra se nos presenta diseminada en diferentes cuerpos, en series que se entrecruzan dificultando su definición y cargadas de connotaciones a la vida personal del artista. A nosotros nos corresponde ponerles un orden, el nuestro, en un esfuerzo por conocernos mejor gracias a nuestra actividad perceptora y organizativa. Porque nos obligados a repetirlo una vez más: debemos acabar con esa idea descabellada de que el collagista es aquel que desestructura la realidad para contraponer fragmentos dispares. En verdad, éstos son ofrecidos de antemano en una nueva realidad donde resulta imposible discernir lo natural de lo artificial, donde los productos se presentan todos bajo la misma eternidad presuntuosa. Son nuestras vidas las que se consumen y no los objetos, y el artista investiga y rastrea nuevos órdenes para los fragmentos paralizados tras los escaparates comerciales.

            


La integridad nouménica de la obra plástica

 

La obra y la trayectoria de Miguel Mainar nos han sorprendido muy gratamente, sobre todo por el hecho de que su actividad plástica fuese poco conocida en su ciudad natal –Zaragoza- al haberse formado y trabajado en París en las décadas de 1960 y 1970, y en Argelia en la siguiente de 1980 (concretamente en Argel y Adrar para trabajar como profesor de pintura), para finalmente retornar no a Zaragoza exactamente, sino algo más al norte, en Ipiés (Huesca). Debemos tener en cuenta que, muy probablemente por estas circunstancias y a pesar de pertenecer a la generación de aquellos artistas formados en la década de 1960 y que empezaron a trabajar en la siguiente, su nombre no está contemplado en el Diccionario Antológico de Artistas Aragoneses (1947-1978) publicado en 1983 por la Institución Fernando El Católico, ni encontramos referencias suyas en los manuales principales de arte aragonés. Si repasamos su carrera, vemos que su obra fue expuesta en la capital aragonesa en 1975, y no volvimos a disfrutar de ella hasta 2004 en una colectiva celebrada en la Casa de los Morlanes del Ayuntamiento de Zaragoza, y tres años más tarde en una individual que le dedicó la Fundación Arte y Gastronomía. Naturalmente, su carrera ha estado más vinculada a Francia y a Huesca, pero esto no es óbice para que, como en el caso de los artistas aragoneses que han desarrollado su carrera fuera de Aragón, por ejemplo Pablo Serrano, Antonio Saura, José Luis Balagueró, etc., no complemente el panorama artístico de la región junto con artistas de su generación que han trabajado en Aragón: Sergio Abraín, José Luis Cano, Enrique Larroy, Paco Simón, Paco Rallo, etc., etc.

            Este mismo significado de Miguel Mainar en la historia del arte contemporáneo aragonés, se enriquece con sus aportaciones al haberse formado en la capital europea de las artes por antonomasia, y en una cultura tan diferente a la nuestra como la argelina, impregnada, -como bien advierte Manuel Pérez-Lizano Forns en el catálogo de la exposición-, de la sensibilidad religiosa islámica.

            El París artístico que conoció Miguel Mainar estaba dominado por lo que Bernard Lamarche-Vadel denominó “abstracción analítica”, la cual tuvo su primera manifestación con el colectivo BMPT (Buren, Mosset, Parmentier y Toroni) en enero de 1967, y su máximo desarrollo en el movimiento “Supports-Surfaces” de Daniel Dezeuze, Claude Viallat, Bernard Pagès, Louis Cane, André Valensi, Patrick Saytour, etc. Este último movimiento citado basó su decálogo en una nueva concepción de la obra plástica, concretamente de la pintura como una “topología”, lo que conllevaba la separación de imagen y pintura al tiempo que, en tanto que nueva unidad física -entre el soporte material y la superficie visible-, este arte se prestaba como un objeto de conocimiento, lo que permitía trabajarlo a partir de la disgregación de sus elementos pictóricos. Precisamente encontramos cierta aproximación en la obra presentada por Miguel Mainar, al construir sobre la diversidad material, -especialmente los materiales reciclados-, la obra desde el soporte y establecer la imagen a partir de las rugosidades y diferentes facturas derivadas, en un encuentro mágico pero pragmático entre lo fortuito y lo volitivo, tanto en la acción como en lo cognitivo. En este sentido, su obra responde de manera bastante más fidedigna al concepto ético de “soportes-superficies”, que su versión española conocida como “pintura-pintura” y abierta por el grupo Trama en 1973, aunque antes debamos advertir paradójicamente que esta apreciación es nuestra y que muy probablemente Mainar no se ha propuesto responder a las necesidades éticas de un movimiento artístico concreto. De hecho, quedan elementos que barroquizan enormemente la unidad de sus obras y que contradicen el reduccionismo de la abstracción analítica: calidades, signos, restos de una actividad previa, del artista, de otros desconocidos, accidentes de lo fortuito que afloran en la unidad compleja en un intento por balbucear y cobrar una vida orgánica dispuesta a desplazarse en todas las dimensiones posibles. Su dialéctica en este sentido es la misma que  la de “soportes-superficies”, aquella entre la materia y el trabajo, entre el adentro y el afuera, entre el signo y la cosa, entre la unidad y la dispersión, aunque sin necesitar de su apoyo teórico, el cual es sacrificado en su caso en beneficio de la respiración: la geometría proviene de las facultades del material y obedecen a anteriores presencias, a materiales perdidos y ahora ausentes; y sobre todo esa escritura, entre la facultades mecánicas de la imprenta y la manualidad del proceso siempre, lo que logra la alquímica subordinación del automatismo de los encuentros del material reciclado al organicismo de la actividad. Este protagonismo de la palabra que quizás no haya disfrutado de toda su dimensión en las corrientes reduccionistas de la abstracción europea de la década de 1970, encuentra con Mainar modelo en la palabra coránica por ser revelación de Dios, su actividad no tanto creadora sino ordenadora de una materia sobre la que imprimir su huella. De esta manera la obra se revela hacia delante, mientras que la voluntad quiere penetrarla para conocerla, hasta que los órganos de nuestros cuerpos impenetrables contaminen en su consideración los elementos de la pintura, dado que se trata en verdad dada de una batalla entre piel y superficie pictórica. La obra artística, propia de la fisicidad de la segunda mitad del siglo pasado (Fautrier, Dubuffet, Simon Hantaï, Rauschenberg, etc.), se compone de una serie de capas acostadas una sobre otras para preparar el ritual de los desvelamientos. Vive como noumenon, es decir, como objetividad pura y misterio, y muere al ser desvelado con el fin de que sus cenizas nutran una nueva vida. En este sentido, lo que nos propone Miguel Mainar es una cadena de encuentros que comienzan entre los elementos propios de la pintura, que se alimentan de lo no artístico en calidad de un principio exogámico básico, y que culmina entre la materia y la conciencia, ahí precisamente donde nace la forma en tanto que realidad primigenia y siempre efímera, como si Mainar hubiese sustituido el postestructuralismo de la revista Tel Quel por el nuevo positivismo deleuziano que baila sobre las presencias sin sentido:

« Tout mot est physique, affecte immédiatement le corps. Le procédé est du genre suivant : un mot, souvent de nature alimentaire, apparaît en majuscules imprimées comme dans un collage qui le fige et le destitue de son sens ; mais en même temps que le mot épinglé perd son sens, il éclate en morceaux, se décompose en syllabes, lettres, surtout consonnes qui agissent directement sur le corps, le pénètrent et le meurtrissent. Nous l’avons vu pour le schizophrène étudiant en langues: c’est en même temps que la langue maternelle est destituée de son sens, et que les éléments en deviennent singulièrement blessants. Le mot a cessé d’exprimer un attribut d’état de choses, ses morceaux se confondent avec des qualités sonores insupportables, font effraction dans le corps où ils forment un mélange, un nouvel état de choses, comme s’ils étaient eux-mêmes des nourritures vénéneuses bruyantes et des excréments emboîtés. Les parties du corps, organes, se déterminent en fonction des éléments décomposés qui les affectent et les agressent »

Gilles Deleuze, Logique du sens, 1969. 


Treinta años de éxito artístico a las afueras del barrio de San José de Zaragoza: el Mesón La Topera 1982-2012

 

En estos difíciles momentos que nos ha tocado vivir, estamos acostumbrados a valorar los espacios expositivos a partir de sus posibilidades de supervivencia. Yo no soy de los que creen que la voluntad es suficiente en términos populares para que se produzca un cambio si no viene ayudada, -por lo pronto-, por un mecanismo lógico o económico. Sin embargo y contra cualquier expectativa, el mesón La Topera ha contradicho esta presunción. Ha logrado el apoyo de toda una comunidad de artistas, críticos y comisarios de arte, y ha demostrado que ésta está más unida de lo que muchas noticias tristemente quieren hacer ver. El arte de la ciudad, cada vez más falto de espacios expositivos fácticos y de una cobertura por parte de medios, se alía con los pequeños negocios, en este país evidentemente con la hostelería, para asegurar juntos sus desarrollos. Y ha sido precisamente este mesón, quizás junto con otro histórico como el Bar Bonanza, el que ha demostrado poder prolongar su empeño en el apoyo de las artes plásticas y de la fotografía mediante la organización de exposiciones. Al fin y al cabo, y tal y como advierte el comisario de esta exposición Manuel Pérez-Lizano Forns, en una breve pero cuidada presentación en forma de marca-páginas, “la trayectoria expositiva de muchos artistas comienza en las paredes de bares y mesones, lo cual adquiere indiscutible importancia en el recuerdo de sus primeros balbuceos, sobre todo con la decisión de atreverse a exponer la primera obra que marca para siempre su futuro creativo”.     

No obstante, esta apreciación va más allá de la exposición, pues no hay que olvidar que La Topera ha dedicado su espacio a exposiciones desde no hace muchos años a pesar de su treinta aniversario. Debe haber algo más porque, tal y como asegura la fenomenología estética, es la vivencia lo que corre por las venas solidificadas de las obras plásticas. Y estas vivencias muchas veces comienzan en el sagrado espacio de un bar. Esto lo conocemos bien los asiduos y amantes del alterne, de la efimeridad de la ciudad baudelariana transfigurada en la democracia benjaminiana de la reproductividad, porque aquellos que buscan la singularidad del momento, quizás en el fondo se estén inmiscuyendo en la reproducción del mismo ansiados de su propia constatación y validez. Y sin querer por mi parte poner en entredicho las constataciones científicas que afirman que la creatividad se reduce bajo los efectos del alcohol o de otras sustancias que alteran la percepción de la realidad, es fácil afirmar que sobre el hormigueo de una barra se produzcan los primeros indicios de esta actividad, en primer lugar por la seguridad de sí mismo que produce el alcohol en sus primeras combustiones en sangre, y luego porque no se trata sólo de alcohol. En un mesón se hace y se consume mucho más. Sin ir más lejos, uno de los tres gestores de La Topera –Germán Díez- extiende esta creatividad a la preparación de una cocina “distinta” si nos hacemos eco del adjetivo empleado por Manuel Pérez-Lizano, el cual se me antoja muy adecuado. A fin de cuentas, lo artístico, en tanto que actividad creativa y constructiva que nace en la contemplación analítica de la realidad, se fundamenta en la exclusividad, en la ruptura de una continuidad en opinión de los formalistas rusos. No es de extrañar que Alfred Jarry haya denominado la ciencia de Ubu, -la suya propia, la Patafísica-, la “ciencia de las exclusividades”. Con ello la alzaba como la máxima expresión de la poesía, la más acabada y extendida expresión del arte, la ruptura y la muerte de sí mismo, de su cerco restringido, siempre necesitado de su disolución en la realidad de la que surgen para, como una pompa de jabón, eclosionar de nuevo sobre la materia. En la Topera el arte se sirve con cuchara y tenedor para ser engullida. Ya no se trata de bohemia decadente, sino de fisiología, de cómo establecer lo mecánico de un ciclo cerrado sobre las necesidades orgánicas, de la alquímica relación entre la existencia y el consumo. El arte, ante su actual inutilidad, siempre es presentado como un sacrificio mesiánico y no como una estructuración del ego –social o individual-, siendo que la creatividad siempre nace, en un primer momento, de una relajación de los esfínteres, los cuales establecen la energía alterna al necesitar de la contracción de los mismos para su equilibrio existencial. Por esta razón, aquellos que confiamos en la barra como mesa de trabajo, hemos asimilado el sistema de producción en cadena que define nuestra contemporaneidad, y hemos dejado que sustituya la decadente concepción de alma con el fin de afirmar la fisicidad de la carne, ahora aliada de la máquina. Como prueba de todo ello, también encontramos alquímica la diversidad productiva procedente de un único rincón, de una constante situación, la de la sacralidad de la barra que define el presbiterio, lo que predetermina dos puntos de vista contrapuestos: el del ceremoniante y el del feligrés. Quizás por esta razón los gestores de La Topera decidieron, con el fin de aproximar estas dos posturas opuestas, ubicar el espacio expositivo en la pared situada frente a la barra, porque si el cliente tiene ante sí el iconostasio del fondo de la misma, ellos disfrutan de la expresión derivada. De este modo, cerrando el ciclo en un nuevo circuito retro-nutritivo, han ubicado para sí mismos el arte cosechado. El consumidor debe girarse para contemplarlos. El camarero no. Y esto no impide que expongan con asiduidad la producción de Germán Díez en un alarde de objetivación, artista que comenzó su carrera a mediados de la década de 1980 en el seno del grupo Somatén Albano, y quien no ha dudado en participar con su propia obra en este homenaje.

A los ojos de un imaginismo materialista propio del mismísimo Gaston Bachelard, las obras se yuxtaponen como los encuentros en un bar. Adoptan la  forma de retablo, de iconostasio, de relicario. Materializan la propia estructura de su interior como si se tratase de un ente creativo inmenso y supraindividual. Al fin y al cabo, ya hemos visto cómo el negocio hostelero parte de una codificación y simbolización de la frontalidad tan próxima a la pintura, al icono, a pesar de la variedad de las situaciones vividas en un espacio tan reducido, hasta el punto de poder definirlo como un condensador de situaciones, lo que encuentra su expresión más acorde en la variedad disciplinar e interdisciplinar de lo exhibido por los artistas participantes de este singular cumpleaños: las obras objetuales de Germán Díez y Pedro Bericat, el “optical gestual” de Luis Marcos, el fotocollage al que Ignacio Mayayo se ha entregado desde la década pasada como extensión de su producción dibujística al participar de una misma concepción; los collages de Víctor Manuel de Luis Arnal, Pascual Loriente o Paco García Barcos; la poesía visual de Pierre d la –maestro indiscutible en Aragón en esta modalidad junto con otros exponentes como Isidro Ferrer, también presente en la muestra-, de Antonio Chipriana (más conocido por su accionismo), de Tomás Gimeno, de Paco Medel o de José Luis Cano curiosamente; el estilo naif de Rayo de Luna –famosa en los círculos de Caligrama-Pata gallo en los ochenta-, la fotografía de José Luis Sanmartín, La iconografía de Ángel Laín –propia en esta ocasión de un Pierre Molinier-, la geometría de Edrix Cruzado, el organicismo de Cristina Beltrán, la gestualidad casi automática de Pedro Sanz, y una serie de hibridaciones que encuentra resolución en la aportaciones de representantes ya consagrados del arte contemporáneo aragonés como Sergio Abraín, Pascual Blanco, Paco Simón, Paco Rallo, Valtueña, Miguel Ángel Arrudi, Vicente Villarrocha, el grabador Pepe Bofarull, el diseñador gráfico Manuel Estradera, los escultores Alberto Ibáñez y Ricardo Calero, etc., hasta artistas más jóvenes como Dionisio Platel o  José Luis Lomillos.    

            Con todo ello, la Topera ha roto la frontalidad de las relaciones empresario-cliente creando un nuevo ciclo cerrado pero infinito, porque ha ampliado su espacio al contraponer al clásico espejo que amplía el espacio tras la barra, otro situado enfrente de la misma.