Todd Shanafelt

Todd Shanafelt se especializó en Cerámica en la Kansas State University, con Yoshiro Ikeda. Actualmente es profesor de Arte en el Minnesota State Uiversity en Mankato. Ha participado en varias ediciones de CERCO, obteniendo el Primer Premio en 2003 por su obra Wall capsules. En el Centro de Artesanía de Aragón se presentaron las obras pertenecientes a la colección de CERCO, así como las que figuraron en la VI Bienal de Cerámica de El Vendrell, en la que obtuvo el Tercer Premio por su obra The White Plummes.

Compone sus trabajos a modo de collages con elementos cerámicos y objetos encontrados, que encajan visualmente de forma extraña, creando un universo propio, que va evolucionando. Más interesado en alterar objetos que en crearlos, le entusiasma el proceso de conceptualización de la obra y la creación en serie, a pequeña escala, pues le permite una mirada más cercana.

En sus obras combina piezas de cerámica torneadas, números y letras estampadas, objetos metálicos, y más recientemente figuras humanas y/o animales. Le intrigan las cajas de carburante, engrasadoras y todo tipo de herramientas para el automóvil. Pero también combina formas en cerámica que recuerdan a la cocina y distintos enseres domésticos, como planchas, batidoras o teteras.

Su fascinación por las herramientas viene desde niño cuando comenzó a trabajar en el garaje de su casa, donde su padre tenía numeroso utillaje y equipamientos para el automóvil. Fuera, tenía un fabuloso parque y este contraste entre el frío garaje y la magnífica flora y fauna de los alrededores le impactaron. Este recuerdo continúa influyendo en su trabajo pues sigue intrigado por la oposición entre la belleza natural y lo creado por el hombre.

Su estilo y modo de trabajo es producto de su investigación y desarrollo de una técnica personal. El proceso comienza en el torno. Después elige las texturas, junta las piezas para posteriormente estudiar distintos objetos recogidos que puedan encajar con la forma creada. En muchas ocasiones estampa letras y números en la superficie de la arcilla, creando puntos de interés. Una vez añadidas todas las piezas aplica los esmaltes, óxidos, etc. Cuando la pieza está terminada se toma su tiempo para hacer aquellos ajustes que considere necesario. A veces, objetos “terminados” son completados con nuevos añadidos y reciclados en nuevos objetos, en un constante proceso de evolución y cambio.

Con esta mezcla de materiales crea narraciones personales que se cuestionan las relaciones entre el mundo natural y el artificial. Compone objetos con referencias utilitarias para que sean descifrados, obligando al espectador a buscar pistas que le guíen hacia el propósito de la obra, permitiéndole usar la imaginación, preguntándose, dónde, cómo y de qué forma pueden usarse.

Le gusta observar y escuchar el mundo que le rodea. Está atento a los acontecimientos: políticos, sociales, medioambientales, etc., reflexionando sobre el mundo en que vivimos y la clase de sociedad que vamos a dejar a generaciones futuras. Esto se refleja en un mayor uso de formas humanas y de animales de cerámica en su trabajo que nos muestran la fragilidad de la existencia.

La yuxtaposición de la cerámica con otros materiales, y su intencionado juego de opuestos, le permiten cambiar los límites de las cosas, en lo que él llama  un trabajo de deconstrucción de las formas cerámicas, creando objetos que reflejen no sólo el presente, sino también el pasado y el futuro simultáneamente.


Lourdes Riera (Caelles): Fantasías paleontológicas

Lourdes Riera nace en Anya (Lérida). Caelles es el nombre del taller de cerámica que pone en funcionamiento en 1986 en Anya, de ahí el pseudónimo utilizado para sus exposiciones y con el que firma sus obras. Aunque de origen catalán se siente aragonesa, ya que reside en la comunidad. En los años setenta estudia cerámica en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos de Teruel. Estudios que completará con cursos monográficos de cerámica.

Los últimos años han sido de gran reconocimiento a su labor artística. En 2013 ha recibido el Primer Premio en el XXXIII Certamen Internacional de Alcora (uno de los certámenes más prestigiosos en el mundo de la cerámica en España) por su obra Inquietud. Lourdes Riera ya fue finalista en Alcora en la convocatoria de 2012 y ese mismo año obtuvo el Primer Premio del Concurso de Cerámica Ciudad de Valladolid y una Mención de Honor en la IV Bienal Internacional de Cerámica de Marratxí (Mallorca), convirtiéndose en una de las ceramistas más laureada en Aragón.

Las obras presentadas en el Torreón Fortea están en la misma línea que las premiadas en Alcora y Valladolid y las presentadas en las últimas ediciones de CERCO. En 2012 su obra Fantasía Coralina IV obra 2 fue seleccionada para el Premio Internacional de Cerámica –CERCO-. Por fin, en la convocatoria de 2013, como a autores seleccionados en ediciones anteriores, se les ofrece la posibilidad de presentar su obra en una exposición individual.

En la serie Fantasías paleontológicas su fuente de inspiración es la naturaleza, siendo algunas piezas orgánicas, como fósiles o conchas marinas y, otras, de clara influencia geológica. Se trata de esculturas resultado de un complejo proceso de trabajo e investigación, ofreciendo al espectador la posibilidad de acercarnos a tiempos remotos.

Lourdes Riera ha evolucionado desde los años noventa, abandonando el carácter decorativo de sus piezas, aunque sigue quedando el recuerdo a la vasija en alguna de sus obras como Dádiva (2012). En sus planteamientos se acerca a la cerámica expandida, que consiste en dilatar la pieza y procurar rupturas controladas en la superficie. Para ello utiliza arcillas de diferentes texturas, como un gres negro para el interior de la pieza, como base de trabajo y un gres blanco para la piel que representa la concha del molusco, el nácar. Si a esto le sumamos diferentes técnicas (rakú, alta temperatura, etc.), engobes y esmaltes, las posibilidades se multiplican dando lugar a piezas únicas. El resultado son obras con mucha textura, contrastando las rugosidades con la finura del brillo del esmalte. Con las rupturas o rotos en la “piel” refleja la caducidad de la existencia, mostrando la esencia, el carácter y la fuerza interior.


Rafael Navarro: Ensueños y/o Espacios

Rafael Navarro (Zaragoza), quizás en la actualidad el fotógrafo aragonés más internacional, nos presenta una nueva propuesta sobre las capacidades fotográficas de generar nuevos contenidos a partir del enfrentamiento de las imágenes, lo que nos remite directamente a la que probablemente sea su serie más extensa y conocida, sus Dípticos trabajados entre 1978 y 1985. Ahora el enfrentamiento de dos imágenes en apariencia dispares se presenta en forma de dos series: una fotográfica (Ensueño) y otra más plástica aun sin abandonar el soporte fotográfico (Espacios), una en blanco y negro y otra con una leve aproximación al color, de la misma manera que en los ejemplares de Ensueño el blanco y el negro se acentúan en su relación dialéctica y eléctrica para dejar manifestar unas formas que, en última instancia, han sido creadas de nuevo.

Si somos cautos nos percataremos de que, a pesar de compartir espacios diferentes en la Galería A de Arte donde se exhiben los ejemplares de estas imágenes, esta yuxtaposición es la misma que comparten un mismo formato en la serie de Dípticos y que encuentra una mayor compenetración formal en su serie Parejas (2004), aun manteniendo la dualidad de género que, al estar constituidos de la misma materia (la carne), remiten nuevamente a la forma. Entre sus dípticos y esta última obra hemos asistido a una evolución hacia una mayor compenetración de las dos partes yuxtapuestas basada en el isomorfismo de las líneas y de las texturas. En ello antes han participado por ejemplo sus Dúos y su serie El despertar (1989), por lo que ha necesitado de un nuevo distanciamiento –ahora de las series contrapuestas- para aumentar la sensación de coincidencia en el espectador. 

En este sentido deberíamos establecer ciertas diferencias entre sus fotografías y el collage que autores como Antonio Ansón han puesto en relación. Si para Max Ernst “la pluma no hace el plumaje ni la cola el collage”, en el caso de Rafael Navarro esto sí es así: la fotografía hace la fotografía y el fotógrafo su imagen. En este sentido su método se aproxima más a la deconstrucción de Derrida que parte de la materia intrínseca de la escritura como método de ruptura de los contenidos previos, que a la investigación alquímica de las correspondencias del surrealismo y de otras vanguardias históricas. El collage de entonces huía de lo artístico hacia los medios de reproducción mecánica, mientras que Rafael Navarro ha tomado el camino inverso hacia una fotografía “artística” en un momento que en multitud de ocasiones ha sido denominado postmoderno y cuyas manifestaciones culturales institucionalizadas adquieren el prefijo “trans” delante de “vanguardias” con el fin de abrir un enorme agujero negro estático donde tienen cabida la disparidad de posibilidades técnicas actuales, y esto a pesar de que las dos partes que se encuentran en la obra de Rafael Navarro ansíen en su evolución su compenetración que debe ser resumida en la cópula, la cual, frente al encuentro fortuito de Lautréamont, siempre será formal. Al fin y al cabo la fotografía, tal y como aseguró en su momento Man Ray, adquirirá la categoría “artística” cuando haya envejecido como el vino, y quizás esto ya haya ocurrido en el momento en que ha sido superada por nuevos formatos digitales.

En esta misma época actual Rosalind Krauss también ha estudiado las implicaciones de la fotografía con el collage que en su opinión, -la cual constituye una reformadora continuación de las ideas de Walter Benjamin-, se ha desarrollado sobre todo en el marco del surrealismo. Su argumento principal estriba en la capacidad del encuadre de la fotografía de fragmentar y elegir fragmentos de la realidad. Frente a esta premisa, empero, habría que reflexionar en qué medida el mundo guarda una unidad previa como para que sea fragmentado por el fotógrafo o por el “artista”, porque “collage” refiere en este mundo al libre manejo de la realidad por el individuo creador, gracias a lo cual lo humaniza en un ejercicio de aprehensión tal y como entendió Umberto Eco tanto el collage como la fotografía igualmente, a pesar de que no lo podamos limitar a la simple subjetividad de la conciencia, dado que más allá queda el estado primero de la materia, de la realidad, y la diferencia entre la actualización de un artista y de un “collagista”, -ya sea fotógrafo o no-, consistirá en el protagonismo y en la capacidad activa que adquiere lo objetivo que para nosotros es lo que escapa de la conciencia, porque en caso contrario no podríamos remitirnos al azar si no es en términos reificadores, esto es, hablar de la probabilidad antes que de la posibilidad. Por esta razón para Eco seleccionar era humanizar.

Una vez discernida esta importante cuestión que implica a todo proceso creativo, sea del género o registro que sea, insistimos, debemos admitir que la realidad trabajada por Rafael Navarro no es la realidad primera, sino otra fotografiada donde tan sólo existe la bidimensionalidad del soporte pero no la tridimensionalidad, a lo que añade una nueva dimensión relacionada con el volumen pero no con la profundidad: la textura. Para Rafael Navarro ésta se pinta imprimiéndola sobre un soporte sensible, no se copia sin más del modelo exterior, y la única realidad objetiva que participa en esta creación es precisamente el objetivo de la cámara que deja entrar una nítida fuente de luz que el fotógrafo puede manipular mediante diversos trucos de maestro y “regular” la duración del “instante” de su exposición.

En función de esta realidad fotográfica autónoma debido al grado de transfiguración de lo percibido, nuestro autor ha trabajado dos géneros tradicionales de cuando la fotografía en sus orígenes imitaba las formas manuales de la pintura: el paisaje y el retrato, buscando implicaciones trascendentales entre ambos que vayan más allá de sus primeras funciones representativas, pues no hay más que comprobar que ambos se desarrollan en formas no referenciales y abstractas, o al menos tendentes a ellas. El retrato especialmente opta por el desnudo para ser trabajado como material, como partes deslingadas de una misma unidad, de tal manera que como ocurre de forma latente en el cine comercial determinado por el star-system, distintas partes procedentes de cuerpos diversos pueden conformar otros nuevos. Si la realidad de la fotografía le pertenece únicamente a ella, esta realidad es construida, y es en este terreno donde el desnudo como retrato y el paisaje encuentra una estrecha implicación: los cuerpos simulan nuevas formas a modo de ciertas fotografías de Boiffard y Ubac, pero no para llamar la atención sobre realidades olvidadas, sino para construir  nuevos paisajes, islas dotadas de la vegetación púbica donde habitar por unos instantes, mientras que los paisajes establecen estructuras arrimándose a lo pictórico desde medios propiamente fotográficos, para construir nuevos andamios para nuevos cuerpos.

El cuerpo como paisaje y el paisaje como cuerpo parten de la percepción y del deseo, y remiten a la construcción, es decir, la materialización de nuestras estructuras internas que para unos serán psíquicas y para otros espirituales, dependiendo de sus inquietudes. Y esto es lo que diferencia a Rafael Navarro de aquellos fotorrealistas que como Chuck Close o Robert Mapplethorpe, especialistas del retrato y del cuerpo humano, pasan previamente por la imagen contenida en el mundo exterior, aunque sí es verdad que en las fotografías de Rafael Navarro impera una dualidad de lectura que estriba entre la procedencia de las obras y el resultado construido por el autor, lo que permite a los espectadores más inquietos, a diferencia del simple realismo, reconstruir el proceso creativo de manera inversa y así desvelar los verdaderos impulsos de la imagen. 


Entre lo fortuito y el destino: el azar objetivo de Ирина Кузнещов&#1072

 

Tu sais je suis si sensible
A la lumière et inaccessible
Devant ton zoom mets un filtre rose
Si tu veux si tu veux que je pose


Ruth, Polaroïd/ Roman/ Photo, 1985

(éxito francés del minimal wave)

 

Nacida en la ciudad de Marc Chagall, Vitebsk (Bielorrusia), esta polifacética artista entregada a la investigación de los materiales y de sus diferentes soportes, se ha dejado seducir, -más bien por azar, tal y como debería ser siempre-, por los encantos de un peculiar soporte fotográfico definido por su rapidez y revelado: la Polaroid.

Los encuentros entre los procedimientos manuales y plásticos con la fotografía han sido múltiples a lo largo del siglo XX y, casi desde los orígenes de este registro automático, se han propagado con cierta rapidez, hasta el punto de que hoy, ya en la era digital e infográfica, podemos asegurar que este curioso maridaje basado en la colaboración dialéctica, ha sido uno de los rasgos distintivos de la plástica del siglo XX y de su fotografía, ya que, a diferencia de los primeros usos decimonónicos de este medio en el género del retrato y en la representación mimética –más perfecta visualmente que la pintura por su automatismo- , fue desde finales del siglo XIX y principios del XX que, como máquina que conforma su mecanismo en concordancia con el cerebro humano que lo valida, comenzó a indagar en sus propias posibilidades técnicas y autómatas hasta imponer su propia naturaleza sobre la cosmovisión de nuestra civilización.

El primero de estos impulsos partió todavía del estudio de las formas naturales, concretamente de la mano del pionero de la fotografía y destacado sobre todo por sus fotografías sin cámara (los llamados “fotogramas” o “dibujos fotogénicos”, en su caso mediante el calotipo que sensibilizaba el papel soporte con nitrato de plata y ácido gálico), el inglés William Henry Fox Talbot (1800-1877), quien fue además arqueólogo, botánico, inventor, matemático, filólogo, filósofo y político, lo que testifica de nuevo las imbricaciones entre la representación y la investigación. No obstante, fueron los continuadores de estos experimentos los que dieron el salto oportuno desde el estudio de las formas exteriores hasta la creación de otras nuevas, especialmente en el seno de las vanguardias históricas y del espíritu constructivo que las animaba. Aunque la propuesta Fox Talbot les antecedía en el tiempo, el descubrimiento de la impresión de los objetos sobre soportes fotosensibles de distintas sustancias químicas, no dejaron de consistir en descubrimientos azarosos cargados de altas dosis de sorpresa que bien sabían cautivar igualmente al espectador con sus resultados insólitos, desde las shadografías de Christian Shad –denominadas así por Tristan Tzara-, los rayogramas de Man Ray y la fotoplástica de Moholy-Nagy que bien pudieron animar los experimentos con fotogramas de Rodchenko, El Lissitzky, Hausmann o Schwitters, hasta las solarizaciones de Raoul Ubac, las fotocalquídeas de Nicolás de Lekuona, los quimigramas de Pierre Cordier y los rayogramas sin objeto de Carlos Saura (o “radiografías mágicas”), si bien ya encontramos con las celestografías de August Strindberg un temprano ejemplo de un escritor y pintor interesado en la manipulación plástica del soporte fotográfico en los últimos años del siglo XIX. Todos ellos quisieron mediante la impresión directa ensayar la participación de lo inesperado en la creación, enfrentando los procedimientos mecánicos que establecen las constantes que permiten trazar direcciones azarosas sobre la entropía informe.

A este encuentro entre lo fortuito y lo mecánico, sin saber bien a qué dominio pertenece cada uno de ellos, si a lo manual plástico o al automatismo de la impresión fotográfica, debemos añadir las particularidades de la fotografía instantánea Polaroid, y no sólo aquélla determinada por su rápido revelado al ser expuesta a la luz y que en manos de Irina Kuznetsova alcanza una gran plasticidad, sino también por su nostálgica modernidad. Si la poesía para Baudelaire rescataba lo perpetuo del creciente y vertiginoso transcurrir del tiempo determinado en nuestra Era Contemporánea por el fenómeno de las modas, Irina lega un testimonio singular de este formato fotográfico que en 1972 (primera cámara polaroid absolutamente instantánea, la SX-70) resultó de gran novedad, aunque pronto sucumbiese ahogada primero en una carrera de patentes y definitivamente en 2008 ante el emergente imperio digital, por lo que ha sido la rapidez lo que le ha calificado, tanto en su exposición fotográfica y obtención de la imagen sobre un soporte material, como en su aparición en la historia de la fotografía y en la cultura, destinado siempre a un uso extendido a todo tipo de aficionados con ganas de inmortalizar casi de inmediato los momentos más inolvidables, valga la redundancia. 

La rapidez en este caso viene definida en un principio por el encuentro fortuito del modelo, lo que encuentra un curioso eco en el hecho de que el material empleado por Irina Kuznetsova también llegó a sus manos por azar hace una década en forma de propaganda (los rodillos fueron obsequio de una conocida marca de whisky al disco-bar Moog que por entonces ella regentaba). No obstante, sólo el tiempo que solidifica los acontecimientos le ha permitido en la actualidad redescubrir este material y reflexionar sobre sus posibles usos al margen de lo que dictamina su venta en el mercado y las controversias que han generado los pleitos en los años ochenta entre Polaroid y Kodak, para lo que ha recurrido no a sus dotes como fotógrafa sino a su formación plástica en la Escuela de Bellas Artes de Vitebsk, fundada precisamente por Chagall en 1921 y dirigida poco después por Malevich. No obstante, debemos señalar que Irina Kuznetsova se especializó en el grabado, género que por sus diversos procedimientos de impresión, debemos considerarlo como una versión primitiva de la fotografía antes de que ésta pudiera retratar directamente el modelo natural.

Ahora bien, una vez que ha localizado el automatismo en la rapidez del revelado de la película instantánea Polaroid, que en circunstancias normales se produce en sesenta segundos, Irina no lo reitera dejándose llevar por su libre expresión, sino que intenta confrontar una idea previa, -bien basada en una figuración o en simples elementos pictóricos-, con esta inmediatez del revelado donde la luz se manifiesta como material fundamental. Para ello investiga así mismo el enriquecimiento del proceso de elaboración de la imagen que en un uso rutinario se limitaría del mismo modo a un mero mecanismo. El margen de actuación con el que ella cuenta queda limitado por el momento de ruptura de las vainas que protegen las tinturas de los rodillos por un lado, y por la finalización del revelado por otro. Sin embargo, Irina no se limita sólo a esto sino que ataca al azar del proceso en todos sus frentes: en la extensión de las sustancias cromáticas sobre el papel en la exposición a la luz con ayuda de filtros, mecheros y otras fuentes de calor. Incluso una vez revelado no duda en retocar con roturadores el resultado tal y como procede en ocasiones la técnica del fotocollage con el fin de soldar las fracturas de los recortes ensamblados. Y aun con todo, los resultados no dejan de resultar enigmáticos. Los esfuerzos de sujeción se manifiestan en una factura brillante que, junto con el fondo blanco lechoso ofrecido por las cualidades del soporte aunque a su vez nos recuerden a los paisajes surreales de Tanguy, ahí donde se manifiestan las formas orgánicas, en contraposición con lo mecánico del procedimiento ofrecen la apariencia de un arte tan tradicional en el Valle del Ebro como es el esmaltado, a pesar de proceder de la tecno-nostalgia de un sistema fotográfico que pasó por nuestra actualidad estática de la posmodernidad como un suspiro. Al fin y al cabo la melancolía, -en tanto que emblema de la Era Industrial-, recorre todas las entrañas fotográficas, tal y como demostró Barthes en una inversión de los valores fotográficos de Walter Benjamin. Lo mecánico se transfiere a esta factura que solidifica el resultado para la posterioridad, y en la normalización del formato fotográfico tal y como ocurre con el arte del azulejo. Todo esto que sirve de marco y contenedor es muerte, mientras que el resto contenido se manifiesta como un auténtico joie de vivre.

El resultado final se aproxima bastante al maridaje entre lo mecánico y lo orgánico, entre la estandarización y la expresión, entre lo artificial y los modelos biológicos, etc., que definieron buena parte de la vanguardia histórica centroeuropea, especialmente el artificialismo checo de Toyen y Styrský desarrollado dentro del marco poetista de Teige y Nezval. Ellos fueron pioneros en los procedimientos automáticos pictóricos con multitud de técnicas y materiales, incluso bastante antes que el dripping de Max Ernst, aun sin dejar de atender a la reproducción mecánica y la fotografía, tal y como se han manifestado en los fotogramas de los también checos Jaromír Funke, Jaroslav Rössler y Jindrich Heisler, si bien alcanzaron un mayor desarrollo expresivo en una generación posterior, por ejemplo en Alemania por la fotografía abstracta de Heinz Hajek-Halke y la fotografía artística y subjetiva del grupo Fotoform fundado en 1949 por Wolfgang Reisewitz. Por ello, por el modo dialéctico en el que están trabajadas, estas fotografías instantáneas de Irina Kuznetsova se ubican dentro de esta tradición denominada en ocasiones tecnorromántica, de investigación de las posibilidades de la fotografía al margen de la imitación de los modelos exteriores y en su capacidad para crear los suyos propios, sin tener que renunciar para ello a los medios manuales de la plástica y a la indefinición de los tintes, en este caso las propias sustancias que croman el soporte fotográfico de las instantáneas. Incluso a Irina le gusta interpretar luego las imágenes creadas y su doble naturaleza como un juego de coincidencias objetivas y de apariciones reveladoras, como las fuerzas espirituales invisibles para nuestros sentidos pero que sin embargo la luz como material de la fotografía es capaz de manifestar aun sin la ayuda de la cámara.

No son pocos los que han llamado la atención sobre estas facultades de la fotografía, comenzando por el líder surrealista André Breton, quien no dudó en calificar a la escritura automática como “fotografía del pensamiento”. En este sentido, Irina Kuznetsova ha llamado “caprichos” a estas instantáneas en honor a la mítica serie de grabados de Goya, y aunque no es la primera artista ni mucho menos en recurrir a estas polaroid como fuente creativa, sí les ha otorgado una dirección muy diferente a aquellos que como los pop David Hockney y Andy Warhol, o el fotorrealista Chuck Close, se han sentido atraídos por ellas más por pertenecer al ámbito de la cultura de masas, del consumo de aficionados, de lo perecedero y versátil, de lo kitsch en suma, que por sus potencialidades constructivas y expresivas reveladas por Irina como las disparidades que el fogonazo frontal de la razón evidencia en los Caprichos de Goya, por lo que una vez más el maestro aragonés se presenta como el arranque de la modernidad, y no sólo por una simple cuestión de pinceladas y de programas iconográficos inquietantes, sino por haber definido las verdaderas capacidades de los medios de reproducción mecánica antes de que éstos se extendiesen a gran escala.

Aún así, a diferencia de los de Goya, Irina ha evitado por el momento poner título a sus 16 caprichos y a su políptico de cinco instantáneas, con el fin de dejar una ventana abierta para que las formas obtenidas resuenen en las sospechas colectivas de los espectadores. Parafraseando una vez más al gran Ducasse, la poesía debe ser hecha por todos. Se trata de una cuestión que implica al conjunto de los individuos. Ella nos predispone al entendimiento antes que los romances, las historias y las novelas ajenas: revelar el instante que tan sólo existe en el pensamiento. Todo es duración  o un instante constante tal y como define la dialéctica del imaginismo material de Bachelard, y es esto lo que dota de sentido y concepto al fotograma. Su yuxtaposición reconstruye al materializarla la duración del pensamiento y con ello le dota de un sentido, de un antes y un después absolutamente intercambiables, en una propiedad conmutativa perfecta de causas y efectos en un mundo extraño a cualquier idea de continuidad preestablecida: en la búsqueda de sí mismo el pensamiento se reconstruye. Irina ha invertido la miseria de la historia al hacer resurgir la pintura de la evidencia fotográfica. Esto ya nunca podrá ser al revés.   


Operación superventas.

Este librito editado en 2012 por el Ayuntamiento de Tarrasa (Terrassa en catalán) se nos presenta con una potente imagen en la cubierta, donde se combinan Spiderman y El Pensador de Rodin, y una contracubierta llena de reseñas entusiastas firmadas por nombres que son parodias de grandes mandarines: Arthur C. Danto, Clement Creeper, Rosalind Santa Krauss, Carlos Pollero…  Tal como indica su título, se trata de una exploración de las estrategias gracias a las cuales un producto cultural se convierte en un best seller, un blockbuster, un superventas… El libro, en edición bilingüe catalán/castellano, es lo que quedará para la posteridad tras el ambicioso ciclo de tres exposiciones montadas en la primera mitad de 2011 por la concejalía de cultura de esta localidad del Vallés Occidental dentro de la 10ª convocatoria del ciclo Intererències, que busca promocionar nuevos valores del panorama artístico en diálogo con la sociedad local.  La aragonesa Pilar Cruz, miembro de AACA, fue la comisaria de esas tres exposiciones sobre los libros, discos y demás productos superventas del mundo cultural, así que figura su nombre como responsable del comisariado /textos. No sé si queda del todo claro que ella es la autora de los brillantes ensayos que contiene esta publicación, salvo el breve capítulo final escrito por Silvia Navarro y Gemma Lorenzo: Llama a engaño el hecho de que cada capítulo vaya encabezado por el nombre del artista con quien trabajó en la respectiva actividad de este ciclo, seguido de un subtítulo. Jordi Ferreiro no es autor del capítulo subtitulado “Otra historia, otra ocasión”, sino un artista fascinado por La historia interminable, de Michael Ende, a quien Pilar encargó una performance y le hace una entrevista, tras contarnos los avatares de su materialización, citando a menudo la coletilla favorita del escritor alemán (“esa es otra historia, que debe ser contada en otra ocasión”). Núria Güell tampoco es quien ha escrito el capítulo siguiente, sino su protagonista, una artista que quiso estudiar el éxito televisivo de Chikilicuatre y acabó creando una instalación con luz y sonido, anunciada con un divertido cartel. Lo mismo en el caso de Juan Lesta y Belén Montero, que reflexionan sobre el éxito musical ligado a los videoclips que tantos seguidores tienen en Internet (luego la coreografías de un avispado cantante coreano ha hecho mundialmente famosa su canción). Al artista conceptual Toni Tena le interesa el éxito de la novelita romántica de Federico Moccia, que los adolescentes italianos se han distribuido en fotocopias y que ha implantado la moda de que las parejitas pongan candados en los puentes, primero en Roma y luego en todo el mundo: en la entrevista con Pilar explica muy bien la relación de todo ello con la cinta adhesiva que encontraban los visitantes de la exposición… y se halla ya incluso en algunas obras del MACBA. Por último, el artista visual y diseñador gráfico Enric Farrés Durán, protagoniza un capítulo sin subtítulo, sobre los diseños de los discos y las técnicas publicitarias: a él se deben las geniales frases de la contracubierta de este libro. Una lectura a disfrutar en pequeños sorbos, para meditarla y disfrutarla con tranquilidad.


El humor como fortaleza: Viñetas de Esteban y Estéreo-tipas.

El humor como fortaleza

Mirar con ironía a la realidad que nos rodea es algo que forma parte de los genes españoles. El humor es una buena forma de desmitificar nuestro contexto para poder establecer una crítica lógica, lo suficientemente ácida como para resultar útil. Los Premios Mingote (convocados dentro de los galardones de periodismo de ABC) suelen destacar a los mejores en este campo. Entre ellos, a José Manuel Esteban, que lo recibió en 1989 y que ha colaborado con multitud de medios -entre ellos ABC o 20 Minutos- dando su visión de los cambios económicos y políticos que nos golpean en los últimos tiempos. Los que afectan a la juventud española o al sistema educativo entre los más destacados. Dibujos de colorido apenas esbozado que sobresale de los bordes con un conseguido tono naíf. Eminentemente periodísticos. En algunas ocasiones, de formas tridimensionales y colores que recuerdan a la témpera. Resulta interesante acercarse hasta Castellana 33 para echar un vistazo a una exposición pequeña, de las que suelen llenar los huecos de las fundaciones para justificar su labor, y que ha tenido poca publicidad o recepción crítica. España es rica en humoristas y sus obras son un buen remedio para combatir la presión de los poderes públicos. Es hora de utilizar -todavía más- las herramientas del humor.

 

Viejos estereotipos

Subir a la terraza de La Casa Encendida siempre es un placer. Sea lo que sea: conciertos, encuentros o, como en éste caso, Estéreo-tipas. Un poco de aire fresco y buenas vistas sobre Madrid siempre se agradecen. Sobre todo acompañadas de geniales ilustradoras, citadas bajo la propuesta de poner imagen a una serie de entrevistas realizadas a niños pequeños. De ellas, de acuerdo al comisariado, se desprendían toda una serie de roles y estereotipos de género con los que se ha querido jugar de distintas formas -predominantemente irónicas, pero también algunas más directas- a través de las ilustraciones. Muy buenas adaptaciones -entre las artistas reúnen todos los premios posibles otorgados al campo, incluyendo el Nacional de Ilustración- para un mensaje que quizás resulta poco efectista. Lo dirigido del mismo hace que pierda parte de su efecto. Una mayor sutileza a la hora de seleccionar -toda selección es de todo menos azarosa- los textos habría logrado punzar con más fuerza al espectador. No obstante, la propuesta es interesante y visualmente atractiva. Además, incluye el proceso creativo de muchas de las obras expuestas. Algo que resulta interesante en cualquier arte y que en el caso de determinadas ilustraciones (sobre todo collages o fotomontajes) posee bastante interés. La mirada del espectador aprehende de este modo el trabajo que existe detrás de una aparente simplicidad. El efectismo de las esculturas que sirvieron como punto de partida para los carteles que Isidro Ferrer realizó para el Centro Dramático Nacional resultan parlantes en este sentido. Las imágenes y procesos mostrados en los talleres con niños del que ha surgido Estéreo-tipas, tambié


Tirar del hilo: la urdimbre del arte y lo humano

ARTIUM, el Centro-Museo Vasco de Arte Contemporáneo de Vitoria-Gasteiz, acoge actualmente un ambicioso proyecto bajo el lema genérico Tirar del hilo. Se trata de una apuesta muy fuerte por parte de dicho centro, de ahí que la misma ocupe varias salas durante casi un año, lo que da idea de la magnitud del proyecto. Sin ir más lejos, añadiremos que en él se engloban tres exposiciones de primerísimo nivel, a saber: Alma de entraña, Montaje de atracciones y La imagen especular. El conjunto que configuran alcanza una calidad difícil de igualar dentro de nuestras fronteras, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que, aun habiéndose recurrido a los fondos que posee el museo, nos encontramos ante una de las mejores colecciones públicas de arte contemporáneo existentes en el territorio nacional. Anotaremos también que esta relevante exposición –o proyecto, como subrayan sus tres comisarios- coincide con los diez primeros años de ARTIUM, de ahí que pueda afirmarse rotundamente que la celebración de tal efeméride se conmemora, al menos en el plano estético, a lo grande.

Una particularidad que se hace obligado destacar es que las tres exposiciones inician su recorrido con la obra de Jorge Oteiza Homenaje a Velázquez[1](1958). La misma supone una pieza fundamental del “propósito experimental” que el creador guipuzcoano desarrolló (teorizando y relacionando en él el vacio y la  materia, el espacio de lo sagrado y de lo humano, la estética y la lingüística, y el compromiso del artista con su contexto). Un origen común para tres recorridos diferentes que, articulados a través del amplio legado que compone la Colección ARTIUM, dibujará una descriptiva cartografía del arte contemporáneo (y, con ello, un fiel reflejo del hombre actual, marcado, precisamente, por la “ruptura del hilo” que venía tejiendo la idea de continuidad histórica característica de la modernidad).      

Hecha la anterior apreciación, nos centraremos ahora en Montaje de atracciones, uno de los tres pilares que sustentan el corpus de la muestra y que se definirá por adoptar o interpretar el cine como referencia clave para establecer un paralelismo entre el montaje expositivo y el montaje fílmico. Con ello se pretende desarrollar un relato desde el cual se aborde una revisión de la colección ARTIUM en su vertiente sociopolítica[2](con todo lo contradictorio y complejo que ello puede suponer, según admite su comisaria, Blanca de la Torre).  No obstante, asumiendo el fin que tuvieron las vanguardias históricas, el enfoque desde la perspectiva anotada no puede ser planteado actualmente sin cierta dosis de escepticismo e ironía. De este modo, aunque se recurre a la figura de Eisenstein como paradigma del creador que entiende el cine “como una construcción intelectual y dialéctica (…) menos como representación que como discurso articulado”, se acabará por aceptar la práctica artística, no sin cierta resignación y sarcasmo, como parte de esa industria del entretenimiento que tanto peso tiene en una sociedad como la nuestra (por algo llamada del espectáculo por Guy Debord). En la línea del cineasta de origen letón descubrimos nuevamente la presencia de Oteiza, pero esta vez para contemplar el material de archivo de su inacabada incursión cinematográfica Acteón[3], (un proyecto cuyos planteamientos le acercarían a Brecht y al propio Eisenstein toda vez que buscó “sacar al espectador de su ensimismamiento y pasividad”.

Una vez dejado atrás la “pieza” de Oteiza, encontramos una sucesión de obras que reflexionan sobre la propia imposibilidad de representación de lo socio-político, recurriéndose a un discurso de micropolíticas cuya finalidad es crear un escenario adecuado de investigación estética. Objetivo nada reprochable una vez asumida la incapacidad del arte para moldear la realidad, de ahí que dar cuenta del relato distópico que el ser humano va escribiendo desde su cinismo y pesimismo no sea poca cosa. Atendiendo a unas problemáticas universales en un mundo cada vez más homogéneo y también más desorientado, encontraremos proyecciones y obras que aludirán a conflictos identitarios, violencia sexista, explotación, terrorismo, etc. (apoyándose para ello en piezas de Alfredo Jaar, Rogelio López Cuenca, Carles Pazos o Francesc Torres, entre otros). En definitiva, se construye un discurso mediante el cual se pretende lograr que el espectador distinga “lo que ocurre de lo que se le explica”, aunque, mucho me temo que, en estos tiempos que corren, ello es prácticamente una quimera, (si bien estaría encantado de errar en mi pronóstico y constatar que el soplo de lucidez que la exposición aporta permanece en el público cuando, al abandonar el museo, toda vez que en el exterior nuestro devenir cotidiano, a veces alienante y siempre salpicado de urgencias, no suele ayudar al replanteamiento crítico de aquello que nos rodea y constituye).

El segundo pilar que sostiene la sólida apuesta de ARTIUM lleva por título Alma de entraña, y si anteriormente el objeto de atención atendía al exterior, al contexto que nos circunscribe y condiciona, esta vez tratará de un viaje al interior de la persona. El ser humano, desde una mirada introspectiva, busca responder a las preguntas que se hace sobre sí mismo. Aquí, Daniel Castillejo ha diseñado, en un montaje generoso con diferentes autores, estilos y generaciones, un itinerario para que el público realice un viaje por los distintos conceptos que se plantean sobre nuestro universo interior desde variadas poéticas. Partiendo, como venimos señalando, de la pieza Homenaje a Velázquez (1958), se inicia el itinerario expositivo en el espacio denominado -como no podía ser de otro modo- El Útero. Simbólicamente, la matriz, que es “el inicio de todo”, también lo es del recorrido que se ha diseñado al efecto, de ahí que Castillejo nos invite a “tirar del hilo” desde ese punto de partida para descubrir nuevas obras que representarán el nacimiento y adquisición del entendimiento y de la conciencia del ser humano desde la no-existencia, (lo cual nos hace recordar aquí la idea platónica de poiesis entendida como “causa de la conversión de no-ser a ser”).

Iniciado el periplo por la sala que acoge la exposición, se irán sucediendo diversos ámbitos a los que, premeditadamente, se les han asignado unos reveladores y concisos títulos. De esta manera, en El salto se aborda la adquisición de conciencia por el hombre. En El doble se reflexiona sobre la aparición del otro y la diferencia, mientras que en Lo líquido se alude al fluido vital. Les seguirán El adentro (sentido y entraña), La relación (familia y socialización), La cabeza, La confusión (ambas incidirán en los vínculos y la mediatización) y, por último, La pregunta, abordando la abstracción, el signo y la trascendencia. Una travesía que invita a la autorreflexión pero también al disfrute visual, pudiendo contemplarse obras muy diversas que dialogan entre sí y, obviamente, con el propio espectador. En este caso, por dar un listado resumido de los artistas que se pueden contemplar, citaremos a Elssie Ansareo, Pepe Espaliú, Joan Fonctcuberta, Luis Gordillo, Juan Muñoz, Jaume Plensa, Francisco Ruiz de Infante, Eulàlia Valldosera y Joana Vasconcelos.[4]

A través de este granado arsenal se entiende que la pretensión subyacente no ha sido otra que la de esbozar una metáfora de la propia capacidad del ser humano de generar argumentos “para la supervivencia en el torbellino vital, para seguir adelante hasta el fin”. Aspiración loable y que, como sabemos, es motor y meta de todo individuo, pero la misma no garantiza que se logre dotar de sentido a nuestra existencia ni dilucidemos con ello hacía dónde nos dirigimos. Sea como fuere, lo cierto es que el arte, o, mejor dicho, el artista, especialmente sensible a lo que se ha entendido por “filosofía de la trascendencia” (materializándose ello en su práctica creativa), se entrega a su obra para dar cuenta de lo más genuino y universal del hombre: sus miedos, sus deseos, sus dudas, sus sueños… Todo lo cual desemboca en aceptar que quizá el arte no tenga más razón de ser que buscar una respuesta a los enigmas de la existencia humana, debiendo aceptar, con amargo heroísmo, la imposibilidad de tal misión.[5]

Planteadas diferentes cuestiones de gran calado a raíz de la revisión de las dos exposiciones descritas, nos queda por abordar el tercer bloque que estructura la terna. En esta ocasión, el recorrido que se presenta ha sido proyectado por Enrique Martínez Goikoetxea, respondiendo al sugerente título de La imagen especular, lo cual permite intuir que la propuesta se inspira en un enfoque autorreferencial del proceso artístico.  De ese modo, resultará lógico encontrar un predominio de obras abstractas en la exposición. No olvidemos que también se parte del “oteiziano” Homenaje a Velázquez para que, tirando del hilo, descubramos un entramado de citas, referencias y manifiestos que nos revelarán lo que fue la trama del arte español a lo largo del último siglo. Un largo periodo en el que se evidencia que la abstracción fue la principal herramienta de renovación, y, muy especialmente, durante la dictadura. Con todo, para numerosas voces, semejante postura de “ensimismamiento” –parafraseando a Rubert de Ventós- implicaría un proceso que desligaba al arte de la realidad del mundo, quedando  desprovisto el mismo de toda ideología. Habrá que anotar aquí que, en sentido estricto, dicho arte no llegó a ser tan aséptico como pudiera parecer a simple vista. A fin de cuentas, el arte por el arte significó un espacio de libertad creativa en un periodo marcado por un fuerte encorsetamiento social y cultural, lo que no es poco. Es más, tal y como evidencian algunas obras expuestas, aunque inciden en la relevancia del medio y del propio lenguaje artístico, no camuflan su actitud crítica y analítica tanto hacia el arte como a su repercusión en la vida.    

Avanzando cronológicamente, comprobamos que en los años setenta los creadores, aun manteniendo el valor del lenguaje, comenzarán a señalar las grietas de la objetividad moderna, “añadiendo capas de subjetividad en su análisis”. En esa línea, en las últimas décadas del siglo pasado la crisis de discursos y valores traería consigo una mirada ácida y crítica al objeto, abriéndose un debate prácticamente ontológico sobre el arte, es decir, sobre su razón de ser, que llevará a replantear y cuestionar los mecanismos que dotan de “artisticidad” al objeto[6], no escapando a ese debate la propia función de los autores. No obstante, aunque también habrá cierto poso de melancolía en este tipo de reflexiones, lo cierto es que las mismas no serían abordadas sin cierta dosis de ironía y parodia (viniendo a confirmar todo ello, a fin de cuentas, la homologación de nuestros artistas con los discursos imperantes en la escena internacional). Asimismo, fueron numerosos los creadores que optaron por fijar su mirada en la propia historia del arte, bien desde una postura de clara evocación y adoración, como desde un posicionamiento frontalmente opuesto y desmitificador. Este registro, sumado al planteamiento anteriormente descrito, sumerge de lleno a los artistas de fin de siglo en la postmodernidad. De este modo, podemos afirmar que el resquebrajamiento del discurso moderno se vio reflejado en el campo del arte a través del eclecticismo, el apropiacionismo y la citación.

Todo ello quedará patente recorriendo la exposición, entremezclándose a su vez en el espectador sensaciones que van desde el reconocimiento hasta la sospecha, tal y como ha buscado transmitir Martínez Goikoetxea. Una ambivalencia que, a mi modesto entender, describe el estado en el que se encuentra actualmente el ser humano toda vez que las certezas se han volatilizado dejando paso a la distopía en un milenio que, todavía balbuceante, nos seduce y sobrecoge por igual. En definitiva, la sensación global que desprende en conjunto el proyecto, pero muy especialmente esta última parte, no hace sino confirmar que el arte, aun partiendo de la autorreferencia, acaba siendo, ineludiblemente, imagen especular del ser humano y de su tiempo.

Por último, y prácticamente a modo de anexo, incidiremos en algunas de las obras expuestas en la muestra, las cuales configuran una certera revisión de la evolución del arte español desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. Dicho esto, comprobamos que en La imagen especular se exhiben piezas de nombres que han escrito páginas cruciales en la historia del arte, como, por ejemplo, Picasso, Tápies, Canogar, Palazuelo… (y, obviamente, Oteiza).  Por derecho propio, incluiremos aquí a Antonio Saura  y a Pablo Serrano, (quien con una escultura en hierro forjado de 1957 sitúa el punto de partida cronológico de la muestra). Algo menos lejano en el tiempo es el trabajo de autores que destacaron en los ochenta, como Miquel Barceló, Txomin Badiola o Carmen Calvo. Por el destacable número de obra expuesta, habrá que citar al equipo conformado por Mª Luisa Fernández y J.L Moraza –C.V.A.- y las fotografías de M.A. Gaüeca (con vinculación vasca en los dos casos). Las propuestas más recientes responden a autores como Ángela de la Cruz, Alberto Peral, Paco Polán, Santiago Sierra y Daniel Verbis, por citar solo algunos nombres. Y si la presencia de artistas vascos es notable, como es lógico, por otro lado -añadiéndose Amondarain, Cortázar, Morquillas, Sáez… a los casos apuntados anteriormente-, no pasaremos por alto la presencia del binomio aragonés Almalé-Bondia[7], poniendo con ello el punto final a estas líneas escritas sobre el generoso proyecto que nos ofrece ARTIUM.  

[1]Ello ha sido posible gracias a la colaboración de la Fundación Museo Jorge Oteiza, la cual ha prestado dos estudios de dicha pieza que se suman aquí a la adquirida en 1984 por ARTIUM.

[2]Habrá que aclarar que dentro del proyecto global en el que se inserta, Montaje de atracciones se centra en la exterioridad, es decir, en la función del arte respecto del mundo que nos rodea (afirmando De la Torre que, si por un lado, el contexto nos determina inexorablemente, por otra parte, el artista tiene capacidad de expresarse críticamente ante el escenario socio-político y dar cuenta a su vez de ello).

[3]Acteón no será mi primera película, sino mi última escultura” (Oteiza en Zunzunegi, 2011: 16).  

[4]Aunque gran parte de la Colección ARTIUM está compuesta por representantes del arte contemporáneo español, el centro posee obra de varios artistas internacionales de gran prestigio, caso de Vasconcelos (París, 1971), Jaar (Santiago de Chile, 1956) o Beuys (Krefeld, 1921-Düsseldorf, 1986, presente con la litografía de 1972 La rivoluzione siamo Noi), por citar unos ejemplos significativos.

[5] Algo que, en palabras de Pedro Manterola (1995: 22), lleva a todo “artista asumergirse en su obra en una mezcla de disfrute y sufrimiento, fruto de la incertidumbre, la inseguridad y los peligros que su forma retórica de vivir le depara”.

[6]Lo cual me lleva a destacar, en una mirada más amplia, el constante replanteamiento que el arte ha experimentado a lo largo del siglo pasado, recordando la grieta abierta por Marcel Duchamp, el impacto del pensamiento de W. Benjamin sobre la “pérdida de aura” de la obra de arte, o el replanteamiento de las prácticas artísticas llevado a cabo por autores conceptuales como Beuys o Kosuth, entre muchos otros.    

[7]Presentes con una de fotografía de 2010 de gran formato, cabe añadir que Saura tiene cuatro obras expuestas al tiempo que Serrano, con Ordenación del caos, completa la terna aragonesa del evento.


Ricard Terré. La intascendencia como estilo

Desde el pasado 21 de junio y hasta el 1 de septiembre, tenemos la oportunidad de contemplar en el Palacio de la Lonja, una exposición dedicada a la obra del fotógrafo catalán Ricard Terré. Una muestra apadrinada por el Festival Photoespaña, que nos ofrece una de las visiones más personales y auténticas de la renovación de signo realista que se dio en este medio en nuestro país a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado.

En febrero de 2012, en el mismo espacio que ahora acoge las fotografías de Terré, se colgaron imágenes del también catalán Francesc Català-Roca (Lázaro Sebastián, 2012), un autor que presenta numerosos puntos en común con el que ahora nos ocupa, desde la adopción del reportaje como medio de expresión hasta las temáticas basadas en la vida cotidiana de personas anónimas. Estos son algunos de los rasgos que han fundamentado ambas trayectorias, en un período de cambio en lo concerniente a la definición estética del arte y a su posible funcionalidad como indicador y elemento de avance del proceso histórico, tal como estaba propugnando paralelamente el dramaturgo Alfonso Sastre en su Manifiesto publicado en la revista Acento Cultural, en diciembre de 1958: “La revelación que el arte hace de la realidad es un elemento socialmente progresivo. En esto consiste nuestro compromiso con la sociedad. Todo compromiso mutilador de esa capacidad reveladora es inadmisible” (Sastre, diciembre 1958: 63-66).

Se trata –la de Terré– de una propuesta heterodoxa donde prima el “aquí y el ahora”, el momento presente, la instantaneidad alejada de las esencias intemporales del tardopictorialismo, de sus paisajes (naturales y urbanos) idealmente compuestos, de sus “tipos” impersonales y de su búsqueda perenne de trascendencia, como había mantenido durante décadas el insigne José Ortiz Echagüe. Por el contrario, esta (nueva) fotografía, amparada desde Afal (Terré, 2006), la entidad fotográfica que ejercería de abanderada de dicha renovación, abogaba poruna manifestación propia de “nuestro tiempo, dolorosamente buscada o milagrosamente hallada, más o menos “artística”, mejor o peor sentida, más o menos efectista, real o ficticiamente sencilla, pero siempre NUESTRA, de hoy, reflejo de nuestra vida actual, sin concesiones ni “escapismo” alguno, con toda su cruda autenticidad de documento humano, vital, cálida, tremendamente sincera…” Así se expresaban los miembros de la Agrupación Almeriense, de la que Terré fue uno de sus más significativos representantes, en el Editorial del número cinco del Boletín editado en septiembre-octubre de 1956. Propuestas que están en sintonía con las que paralelamente se estaban debatiendo en el contexto cinematográfico español, en concreto, en el hito –mil veces citado, pero nunca reconocido en su verdadera dimensión como expresión de un fenómeno mucho más complejo y amplio que afecta a la mayoría de las manifestaciones artísticas del momento en nuestro país–, las Conversaciones de Salamanca de 1955. En este sentido, Juan Antonio Bardem hablaba de la necesidad de que “nuestro cine debe adquirir una personalidad nacional creando películas que reflejen la situación del hombre español, sus ideas, sus conflictos, y su realidad en épocas pasadas y, sobre todo, en nuestros días…”

En suma, una apuesta decidida por la transmisión de un mensaje, de un contenido, búsqueda que podía disponerse incluso por encima de la forma, de la técnica, y de la tan siempre ansiada consecución de belleza. En uno de los paneles del montaje de la muestra pueden leerse las siguientes palabras de Terré: “La belleza, en sí misma, no es ningún valor fotográfico. La belleza, como la composición, e incluso la técnica, son elementos que nos sirven para comunicar lo más valioso en fotografía: la emoción y los sentimientos”. Es decir uno de los valores santificados por las nuevas academias en que se habían convertido las agrupaciones fotográficas tradicionales quedaba en un segundo plano, o, en todo caso, pasaba a ser una categoría más, no la única, por la cual el arte (fotográfico) podía ser considerado. Ahora, dentro de los nuevos condicionantes en convergencia con las teorías de la comunicación que iban penetrando en el discurso metodológico e interpretativo de los fenómenos artísticos a mediados del siglo XX, ese aspecto de la comunicación (la proposición que definirán después los artistas conceptuales) adquiría un rango de primer orden, de ahí la prevalencia del contenido sobre la forma. Además, de esta manera, el fotógrafo (Terré y sus colegas de la renovación, Ramón Masats, Oriol Maspons, Xavier Miserachs, Joan Colom, en Barcelona, pero también Leonardo Cantero, Gabriel Cualladó, Juan Dolcet, Gerardo Vielba, Francisco Gómez o Francisco Ontañón, en Madrid) lanzaba un grito desesperado de autonomía creativa frente a las dependencias con respecto a la pintura, unas deudas que la fotografía había arrastrado desde prácticamente el principio de su aparición.

Prevalencia del contenido sobre la forma que se puede vislumbrar en los cortes intencionados de las figuras dentro del encuadre, en los desenfoques igualmente buscados, en la constatación del grano, etc. Efectos -que no defectos-, que paralelamente estaban llevando a cabo otros nombres importantes de la fotografía de reportaje del ámbito internacional, como William Klein en su libro Nueva York (1956); una obra que despertaría numerosas vocaciones entre algunos de los nombres de la renovación que más arriba hemos citado.

Por otra parte, ese contenido no se substancia en momentos de gran trascendencia, se materializa en “instantes decisivos” (parafraseando la célebre estrategia de Henri Cartier-Bresson), pero sobre todo, en momentos “in-between”, según se ha definido la práctica del fotógrafo suizo Robert Frank, es decir, los menos importantes, los más anecdóticos. Considérese al respecto la imagen en que el fotógrafo catalán capta la presencia de una mosca sobre la calva de un señor o el momento en que unos soldados observan sonrientes –ajenos a la presencia del fotógrafo– un escaparate de lencería femenina. Se trata de circunstancias en que Terré manifiesta un particular sentido del humor, una ironía, que se puede poner en relación con la manera de proceder del francés Robert Doisneau, tal como ilustra su famosa obra (más bien, auténtica serie) Una mirada oblicua (1948), en que obtiene las diversas miradas indiscretas de viandantes parisinos ante el escaparate donde se expone un cuadro con un desnudo femenino.

Esa huida de la trascendencia (los más críticos dirían falta de seriedad o dignidad) se da también hasta en un tema que a priori requiere de esa solemnidad y boato, la Semana Santa, del que tenemos una buena cantidad de obras en la exposición que estamos comentando: sin ir más lejos, en la célebre imagen del niño nazareno con chupete (Semana Santa de Barcelona, 1958), etc. El propio Catalá-Roca, que antes hemos citado, desarrollaría un interesantísimo reportaje sobre la Semana Santa sevillana, toledana y murciana. Unos trabajos que, a pesar de ser encargos oficiales a instancias de la Dirección General de Turismo con objeto de confeccionar carteles turísticos,   mostraban un sentido bastante alejado del boato y solemnidad que pretendía transmitir la administración a los referidos actos en pleno desarrollo del denominado Nacionalcatolicismo. Es por tanto, un conjunto de imágenes –las de Català-Roca y el propio Ricard Terré– muy diferente del realizado por el fotógrafo sevillano Luis Arenas Ladislao (1911-1991) que, con sus libros Semana Santa en Sevilla (1947) o Sevilla eterna (1973), representaba esa visión más oficialista, más cercana al boato referido antes, buscando un componente más impactante y emocional a partir del protagonismo de pasos y procesiones.

En el caso de Català-Roca y Terré, se destacan momentos particulares, intermedios, descansos, expresiones de rostros, acciones banales, presencias aparentemente ignoradas, que el objetivo del fotógrafo sabe y puede captar, a veces indiscreto, otras veces con el conocimiento y la participación de los protagonistas. Por todo lo dicho, se descarta la visión sacralizada y trascendente en favor de una celebración más humanizada, interiorizada e íntima, evitando el uso de recursos como contraluces, etc., que añadan a las imágenes un ingrediente más emocional y teatralizado.

Más adelante, en 1965, seguirá con esta pauta Francisco Ontañón en su reportaje sobre la Semana Santa publicado por Lumen con el título Los días iluminados, junto con textos de Alfonso Grosso, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre o José Manuel Caballero Bonald, entre otros.

Finalmente, Cristina García Rodero, heredera de esta tradición, y ahondando en la reformulación del reportaje costumbrista, lleva a cabo a partir de los años setenta una singular revisión de las fiestas, tradiciones y costumbres españolas, y, con ello, como dice ella misma, con palabras que nos recuerdan mucho las premisas de Terré: “fotografiar el alma misteriosa, real y mágica de la España popular con pasión, amor, humor, tensión, rabia, dolor, con verdad. Los momentos más intensos y plenos de vida de personajes tan simples como irresistibles, con toda la fuerza interior…” (García Rodero, 1989).

Dentro de estas costumbres citadas, García Rodero se ocupa de buena parte de las vivencias relacionadas con la religión, de la que ofrece su lado más irreverente y esperpéntico, no exento en ocasiones de cierta valoración crítica. Ese lado irreverente, centrado en la Semana Santa, puede quedar ilustrado en su célebre Las potencias del alma, tomada en Puente Genil (Córdoba), en 1976. O como sucede en la curiosa romería de Santa Marta de Ribarteme, en As Neves (Pontevedra), donde la fotógrafa recoge a los participantes que portan ataúdes con los penitentes vivos. Una temática de la que también se ocupa Terré y que igualmente está presente en la exposición.

Así en efecto, volviendo con el fotógrafo catalán, encontramos temas muy diferentes pero que son tratados de la misma manera honesta y directa: desde el reportaje de cariz antropológico sobre la matanza del cerdo (años sesenta), hasta este aspecto de las creencias populares (romería de Santa Marta o imágenes de la práctica de los exvotos de diversas poblaciones gallegas), pasando por la vertiente más luctuosa de las viudas del mar en localidades costeras portuguesas o la más lúdica del Carnaval. Obras estas últimas más cercanas en el tiempo, junto con otros trabajos, de indudable resonancia polémica, como los centrados en la presentación de las deficiencias mentales y físicas (Os nenos de San Francisco, Vigo, 1998).

Por último, la muestra se cierra con algunos ejemplos, también fechados a lo largo de 1997-1998, pertenecientes a la serie Mort poética de les coses petitas, de muy diferente resolución a lo comentado hasta ahora desde el punto de vista genérico y significativo, en que el autor se centra en detalles particulares de la cotidianeidad que pueden pasar desapercibidos para la mayoría pero que generan una (pequeña) realidad de sugerentes apariencias; fotografías que nos recuerdan a las combinaciones extrañas de objetos, a esa cotidianeidad reinterpretada y reaprovechada que genera en sus composiciones Chema Madoz.


Necrológica: Ricardo Santamaría, pionero de nuestra vanguardia

Recientemente ha fallecido en Prayssac (Francia), donde había establecido su última residencia, el artista aragonés Ricardo Santamaría, uno de los pioneros de nuestra vanguardia y particularmente del abstracto, al igual que lo fueron otras firmas como la de Orús o Hanton. Ricardo López Santamaría (Zaragoza, 192O) iniciaría su aprendizaje en la Escuela de Artes de su ciudad natal y fue uno de los miembros más activos de la Escuela de Zaragoza o Grupo Zaragoza, junto con Juan José Vera Ayuso y Daniel Sahún. Precisamente Vera sirve de enlace con el Pórtico de Lagunas, Aguayo y Laguardia. La dinámica de presencias en común, que Pórtico iniciara en los cuarenta prosigue en los sesenta  e incluso con un carácter más consciente, sobre todo a partir de que el Grupo Zaragoza, el más activo por entonces, defendiera en manifiesto una actividad conjunta,  al indicar que: “Por abundar el artista individualista, por ejercer poderosa influencia en el artista independiente el aspecto económico-social y ser manejado éste políticamente, debemos tender en lo posible a la formación de equipos o grupos con propósitos definidos”. A lo que de inmediato se añade: “Frente a la anarquía del esfuerzo aislado de la que hemos sido víctimas durante tantos años, debemos oponer el trabajo en colectivo, siendo de desear que las colaboraciones por regiones, por afinidades estéticas o por simple deseo de trabajar en común, en esfuerzo unido a los demás, no sea realizado por instinto de rebaño, sino por la necesidad de ahondar en la realidad circundante, profundizando” (Manifiesto de Riglos, 1965).

Cualquier referencia de cierta amplitud sobre Ricardo Santamaría que afecte a nuestro ámbito debería abordar al menos dos bloques espacio-temporales: el primero en Zaragoza, dentro del repetido grupo, y el segundo desde su marcha a París en 1967 y con carácter individual. En el primer bloque hallamos ya una considerable labor teórica. Al Manifiesto de Riglos hay que unir publicaciones de planteamiento divulgativo (por ejemplo, la de Santamaría, Ricardo L. y Vera Ayuso, Juan J.: Algunas respuestas al hombre de la calle en materia de arte actual, Zaragoza, 1961). Ricardo Santamaría ha tenido también una intensa actividad como escritor en fechas posteriores (El grito del silencio, 1980, o 20 años de arte abstracto (Zaragoza, 1947-1967), 1995. A sus apasionadas aportaciones se les debe reconocer un importante valor como documento.

Tras esas consideraciones es bueno aclarar que, por el uso que de ella se ha hecho, resulta un tanto confusa la denominación Escuela de Zaragoza,nombre aplicado por Jean Cassou a los miembros de Pórtico,que después se extiende y continúa. Véanse al respecto las aclaraciones de Jaime Ángel Cañellas que ha profundizado  exhaustivamente en las denominaciones Escuela de Zaragoza, Grupo Escuela de Zaragoza y Grupo Zaragoza en su tesis doctoral. Poco puedo añadir al respecto salvo constatar con mis propios datos que el nombre de Escuela se halla en exposiciones  de 1963, 1964 y 1965. Las de 1961, sólo con Vera y Santamaría; 1962, con los mismos más Orús, Lagunas y Sahún, y 1963, con un total de diez artistas, no usaron el término Escuela. Rezan Grupo Zaragoza otra de la misma capital (1964), las de Bagdad y Damasco (1965) o la de París (1967).

Obra en mi poder una carta firmada por cuatro conocidos artistas zaragozanos en la que se protesta de que un grupo utilice el nombre de Zaragoza para sus fines particulares. Se fechaba el 10 de diciembre de 1964. La exposición que desencadenaba la protesta tuvo lugar en el Centro Mercantil con tres pintores: Santamaría, Vera y Sahún, también en diciembre de 1964, exposición que, por cierto se anunciaba como Pop.Este epígrafe, como el de “nueva figuración”, también utilizado, tiene que ver con tendencias internacionales y nacionales del momento. En lo que me corresponde, comenté la muestra con un epílogo dedicado al Grupo Zaragoza, en una especie de llamamiento a la paz propia de aquellas fechas. En distinto orden de cosas puntualizaré que, aun llamándose con frecuencia “pintores no imitativos”, siempre subrayaron su oposición al informalismo, hasta el punto de firmar algunas de sus cartas como “pintores actuales (no informalistas)”.

Verdaderamente los miembros más asiduos del grupo hunden más bien sus raíces en el neocubismo, dada la organización de sus cuadros, aunque también intervengan en ellos factores subjetivos. Según palabras de Gilbert Rérat, que otras veces he recogido: "Ils se donnent alors la difficile tâche de elaborer una synthèse des conceptions ‘Construction-Expresion’ apparemment conmtradictoires". Que continúan más abajo: “Pour ses membres d'ailleurs ‘l'intensité’ revêt plus importance que ‘le reffinement’, ‘l'authenticité’ de même que ‘l'apparence’ et la ‘primauté de contenu’ que ‘la forme’” (Rérat, Gilbert en Catálogo de la Exposition del Groupe Zaragoza, 1967). Pero estos son los rasgos que subrayarían una Escuela de Zaragoza y que encajan bastante bien en dicha exposición, en la que participaban Teo Asensio, Daniel Sahún, Otelo Chueca, Ricardo Santamaría y Juan José Vera.

Si hacemos un balance, el título Grupo Zaragoza, en cambio, encuadraría actividades algo posteriores que a veces pueden relacionarse con el nouveau réalisme francéso incluso con el Pop, impulsadas principalmente por Ricardo Santamaría. Éste y Vera habían expuesto juntos desde 1961. Y Juan José Vera sirve de lazo con el grupo madre. Son frecuentes coexpositores Daniel Sahún, Otelo Chueca y Teo Asensio, ya citados para la colectiva de París, y también colaboran firmas como las de J. de Lecea o Julia Dorado, aunque el primero se suele considerar independiente. La muestra Abstracción navideña, presentada en el Centro Mercantil (diciembre de 1963, un año antes que la comentada por el problema de protesta) iba a nombre del  “Grupo Escuela de Zaragoza de artistas no imitativos”. Entraban Baqué, Borobio, Borreguero, Cariñena, Dorado, Izquierdo, Ibáñez, Lagunas, Lozano, Moré, Moreno, Sahún, Santamaría y Vera. Se proyectaron cortos “artístico-documentales” de Pomarón, Pellejero y Sesé. Si se agregan a la nómina Carmen H. Ejarque, Conrado A. C. Castillo, Teo Asensio y José María Peralta Rodríguez de Lecea (J. de Lecea) tendremos, sin duda, a todos los artistas que desempeñaron algún papel en el asunto que nos ocupa.

Para no crear confusiones cronológicas debo advertir que de Santamaría tengo datos de exposición ya en 1947. Y en cuanto a Vera añadiré quealgunos de los participantes en Pórtico colaboró al I Salón Aragonés de Pintura Moderna, celebrado en la Lonja de Zaragoza (1949) y junto a ellos figuraban otros varios como Hanton y Juan José Vera.Desde que Santamaría marcha a París (1967) se mantuvieron y dominaron los contactos con Vera y Sahún. De Vera conservo algunos pequeños collages con textos o dedicatorias. Uno de ellos dice: “Para nuestro primer crítico en 1961”. Lo dice prácticamente ahora, pero marca una fecha en su memoria. Un año después comencé las colaboraciones fijas en Heraldo de Aragón. Con otro me precisa: “…para que veas que tenía razón Lagunas cuando decía que el color era solo un regalo de la naturaleza”. Marca así, una vez más, el contacto con Pórtico.

Pero volvamos a Ricardo Santamaría, ahora con el capítulo de exposiciones individuales cuando ya no residía en Zaragoza. De esta etapa guardo correspondencia, con su apretada, extensa y densa caligrafía, rica en contenido. Para referirme a exposiciones aquí podría citar las que siguen: la de 1973 (Palacio Provincial), la de 1978 (Torre Nueva), la de 1990 (Mixto-4), la de 1997 (Gargallo) y la de 2005 (Sástago); pero me limitaré a dos, la del Mixto-4 y la última, la de 2005 en Sástago. Ambas son complementarias con lo dicho sobre la primera fase y, puesto que  se trata de antológicas, reiteran muchos puntos. Pese a la insistencia, sin embargo, considero útil reflejarlas por su fidelidad a los hechos y en cuanto facilitan una comprensióm global.

Al venir al Mixto, el texto de Santamaría advierte que no presentaba obras para venta, ya que todas las expuestas estaban destinadas a fondos para una fundación en Prayssac y Riglos, a fin de prevenir las dispersiones y especulaciones póstumas. Siempre he admirado la coherencia de Santamaría, como también su capacidad teórica para explicarse en palabra escrita, tan propia de las  vanguardias en los momentos álgidos de su lucha. Otra cosa serán los pequeños desacuerdos de estrategia o de eficacia en el persistir de unas actitudes determinadas. O su coincidencia o despegue del momento histórico. Pero la ética de Santamaría es indiscutible. Para atenerme a la muestra preferí ceder al escrúpulo informativo y a la solicitud de los cuadros presentes. Donde hubo, en la última fase, un Santamaría muy distinto del que conocíamos. Antes de concretar ese camino, recordé otra vez en síntesis que Santamaría fue uno de los principales animadores del Grupo Zaragoza. Con varios compañeros, entre los que descuellan los nombres de Juan José Vera, Daniel Sahún y Julia Dorado, Santamaría llevó el grupo a varias localidades españolas, europeas y del Oriente Medio. Fue, sin duda, una de las iniciativas más importantes del arte aragonés de los sesenta. En 1967 desembarcaron en París, donde Gilbert Rérat, como queda dicho, afirmaría que intentaban una síntesis de los términos abstracción y construcción. Creo que eso aún resultaba visible en Santamaría. Él habla de un abstracto frío y otro caliente, que hallé allí representados el primero por las estructuras geométricas y el segundo por el color y el empaste. Y aún más por el gesto, por las dicciones expresivas. Puesto que en el Mixto hubo datas desde 1960, poco costaba comprobarlo. En los comienzos de la muestra todos los cuadros se basaban en los desarrollos de los sesenta. O bien eran retoques y terminados sobre lo que hacía entonces, o bien lo recordaban. Abundaban los collages en que el uso de periódicos o impresos tenía cierto aire Pop o del nouveau réalisme, aunque fueran obras de suyo abstractas, por encima de sugerencias. Se imponía el entramado oscuro sobre tonos cálidos, aunque luego entrasen los azules y precisamente con ellos, incluso ya sin papeles pegados, surgiesen nuevas creaciones de 1989 y 1990. Pero en este año hubo ya una génesis de formas que derivan hacia el volumen. Emerge también Santamaría hacia nueva luz y color. Pese a todo, pese a que la plástica pudiera hacerlas previsibles, casi sorprenden las últimas realizaciones con sus telas-impacto, claroscuristas e ilusionistas. Acaso no estábamos en lo que se esperaba de Santamaría. Que nunca tuvo obligación d autolimitarse o responder a estereotipos.

Elegí el título Del abstracto a las nuevas realidades, para comentar la interesante y cuantiosa antológica de 2005, propicia a reflexiones. Como retrospectiva seleccionó obra a partir de 1947 y con inmediato acento sobre la vanguardia tal y como aquí se vivió en los sesenta. Sabido es que los planteamientos de modernidad en la posguerra se inician, para nuestro ámbito, a finales de los cuarenta, con los primeros abstractos; continúan en los sesenta, acaso tras un cierto paréntesis, y culminan una década más tarde. Santamaría, aunque de una indiscutible independencia y muy capaz de logros individuales, estuvo implicado a fondo en el Grupo Zaragoza. Pero sobre su invocada continuidad con Pórtico no hace falta insistir. Ciertamente Santamaría mostró estilemas próximos a los más asiduos miembros de Pórtico, aunque éstos se limitaban a pintura, mientras que una de las facetas claves de Santamaría es la de escultor. El curso de lo expuesto se organizaba con un criterio de dos polos, las “dos vidas”, en España y en Francia. El comisario, José Ignacio Bernués, y  su adjunto, Paco Rallo, plantearon una excelente propuesta cuya cuantía amplificaba los problemas de un dilatado período. Ilustró toda una trayectoria desde lo abstracto en los cincuenta. De nuevo las similitudes con Lagunas y compañeros confirman lo que escribiera Gilbert Rérat sobre una síntesis construcción y expresión. Al continuar, no obstante, se encontrarían datas de los sesenta a los noventa y, en el último tramo, hasta una de 2003, el tríptico Sender constelación. No se dejó que dominase la secuencia temporal, ni tampoco un orden por técnicas o vehículos. El impacto de entrada al patio, por ejemplo, se fundamentó en la escultura, aunque la acompañen cuadros. Lo escultórico ha consistido casi siempre para Santamaría en un ensamblaje de piezas con mucho de objetualismo y con frecuencia de reutilización. Por el ejercicio del mismo autor con  elementos que evocan el mobiliario. Claro que coexistían variaciones, como un caso de mosaico o el de cemento pigmentado y un importante repertorio de relieves o esculto-pinturas. Una zona diferenciada la constituía el Surreal intime, acrílicos sobre papeles de periódico, una suerte de nexo entre las estructuraciones en vidriera, que remontan a Pórtico, y dos alas con dominio Pop o del nouveau réalisme. Tendencias no tan diferentes, ya que ambas descienden de un neodadá. En ese punto, aparte del repetido objetualismo, debe recordarse el carácter de acción, el que campea, por ejemplo, en el collage, arrancado semejante al de Villeglé o el de Mimo Tudela. También sumaban la secuencia de paisajes desde 1975 al Atardecer de 2002 y telas de los noventa, más un bloque de muy definida escultura y el complemento de los vídeos.

Más que bastante para merecer un examen detenido. Pero es difícil encerrar en pocas lineas una personalidad tan creativa, variable y poderosa como la de Ricardo Santamaría. Queden éstas como un homenaje de quien compartió y  comentó muchas etapas de su trayectoria.


Exposición Siluetas, de Rafael Ruiz Mesa

El conjunto de obras que tenemos la oportunidad de contemplar en la Sala de Exposiciones del Colegio La Salle F. Gran Vía con motivo de la nueva exposición que acoge este centro, realizadas por Rafael Ruiz Mesa, obedecen a dos planteamientos muy diferentes, tanto en su resolución técnica como en su propia apariencia. En el primero de los aspectos, hay una decidida tendencia a bidimensionalizar la imagen, a hacerla palpablemente plana, mediante el uso de procedimientos esencialmente gráficos y pictóricos, mientras que, en los otros casos, se opta por dotar de volumetría, de perfiles sinuosos y recortados, ásperos, de condición voluntariamente táctil y matérica, a través de la incrustación de pequeños fragmentos de ladrillo y azulejos. Asimismo, y relacionado con esto, la presencia de morteros y estucos mezclados previamente con acrílico dotan de una mayor densidad a los materiales, y se convierten en el auténtico leit motiv de la muestra.

Del mismo modo, ambas series de obras ofrecen resultados visuales y estéticos muy diferenciados: en las primeras, las citadas Siluetas, efectivamente, se nos presentan reconocibles perfiles de algunos de los monumentos más significativos de la ciudad de Zaragoza, incluyendo algún otro de la región aragonesa (el castillo oscense de Loarre), así como de otros entornos geográficos localizados en el continente europeo y americano. Se trata, en su mayoría, de composiciones que reproducen como a modo de imágenes de negativos fotográficos, edificios que están en la memoria de todo zaragozano, y que tienen, más que su entidad material, una importante presencia simbólica. Por otra parte, se nos antoja una nueva vinculación con el medio fotográfico a partir de la cuidada y estudiada composición que se articula para cada uno de estos cuadros, de tal manera que pareciese que el pintor establece un verdadero encuadre fotográfico llevado de las mayores de las ortodoxias; toda vez que nos recuerda el proceder habitual –igualmente en cuanto al encuadre y la temática– de la fotografía de postal que, en Aragón, ha tenido a algunos de sus más significativos cultivadores (DARVI, Ediciones Arribas, Ediciones Sicilia, etc.). Como en este tipo de trabajos, hay un protagonismo mayoritario de la arquitectura, pero también encontramos una leve presencia, testimonial, de la figura humana, mediante la inclusión de pequeños personajes, minúsculos puntos de color (igualmente siluetas) que pueblan de anonimato estas pinturas.

Los perfiles  en negro, recortados sobre fondos grises (en los que se acierta a ver el trabajo con la espátula, y, en otras ocasiones, efectos similares a veladuras producidas por la acuarela, aunque estemos ante un trabajo a base de acrílico) de estos significados monumentos, generan una especie de realismo subjetivado, donde la creatividad del artista aporta más elementos de juicio que el mero virtuosismo –también presente– a la hora de trazar esas siluetas o de plasmar adecuadamente las proporciones en una composición coherente, en la línea de las vistas urbanas de Antonio López, pero sin el detallismo hiperrealista del pintor manchego.

 Las tintas planas de las fachadas, en contraste con los colores marrones del río Ebro o del trazado de calles o caminos, además de individualizar esos edificios, nos orientan sobre el trabajo a base de capas, de niveles, en sintonía con la multiplicidad de interpretaciones, más allá de la exposición de una realidad material objetiva en la que se basan los temas plasmados. En suma, se trata de una visión personal, de una aproximación diferente, a entornos (otro posible título, sobre todo, para este conjunto de obras que estamos comentando) familiares a muchos de nosotros. En efecto, se trata de una imaginería donde lo cotidiano se hace presente, pero con una especie de trascendencia e intemporalidad derivadas de la contundente –y de nuevo, insistimos, simbólica– presencia de los monumentos religiosos y civiles. Esta asociación queda en suspenso en la Silueta nº 8 (Motivación. Mar del Caribe), donde cambia abruptamente el referente geográfico (según la alusión del título nos situamos ante lo que parece ser el Malecón de La Habana, u otro ámbito similar…), y la tendencia al fachadismo de obras precedentes mediante la inclusión de una composición definida por líneas perpendiculares, en escorzo (la carretera que conduce a una ciudad indeterminada, cuyos edificios constituyen de nuevo superficies planas), introduciendo así un componente más dinámico. Asimismo, se nos ofrece una escena protagonizada por una pareja sobre una moto y un coche que aparece “cortado” en el ángulo inferior izquierdo del cuadro, una disposición que nos recuerda, de nuevo, a criterios propios de la instantánea fotográfica.

Esta imagen de aparente banalidad y falta de trascendencia nos trae a la mente las temáticas de algunos movimientos vinculados con la denominada Nueva Figuración, de resonancias pop, de importante desarrollo en los años setenta, y que supusieron una alternativa formal a las tendencias abstractas y conceptuales de años anteriores.

Respecto al segundo grupo de obras, nos encontramos ante presupuestos bastante alejados ya que, a excepción de Guitarra apasionada, en que se representa un objeto reconocible, el resto de pinturas –más apropiadamente habría que decir técnicas mixtas por la concurrencia de variados procesos y materiales– conforman extrañas y sugerentes superficies con la característica común, eso sí, de asumir un sentido direccional, como si se tratase de caminos. Asimismo, las líneas ondulantes permiten hablar de perfiles biomórficos, orgánicos, como si fueran las visiones al microscopio de organismos celulares. La pasta pictórica, formada por acrílicos mezclados con yesos, etc., junto a la inclusión de trozos de ladrillo y azulejos, conlleva una apuesta clara por las texturas, por la acumulación de elementos, pero esta acumulación no es azarosa, pudiendo pensarse que entra en juego el factor de la improvisación, al contrario, nos enfrentamos a una obra donde el concepto de construcción concienzuda les da razón de ser, y, por tanto, la noción de objeto intencionadamente conseguido resulta inherente. En este sentido, podríamos citar muchos precedentes, desde los collages dadaístas del alemán Kurt Schwitters hasta las obras expresionistas abstractas de Arshile Gorky, con un similar carácter orgánico, o las informalistas de Jean Fautrier o el propio Antoni Tàpies, autores estos últimos cuyos trabajos también destacan por la utilización de distintas técnicas combinadas que determinan cuadros resueltamente matéricos.

Finalmente queremos apuntar que todo ello configura unas obras llevadas por una voluntad ornamental y decorativista (en sintonía con otras series de dibujos, de pequeños formatos que el autor también ha practicado) muy definitorio del arte moderno, desempeñando un papel fundamental todo lo que tiene que ver con los valores formales y lo relativo a la técnica.

En resumen, un conjunto variado que responde a una voluntad creativa libre y sin ataduras estilísticas -aunque hayamos trazado algunos vínculos-, como el mismo artista ha expresado en alguna ocasión.