Siempre Japón

 

Dos acontecimientos de la historia de Japón se conmemoran este otoño en Zaragoza en el municipal Centro de Historias. Por una parte, el recuerdo de la tragedia producida por el gran tsumani y el desastre nuclear de Fukushima hace dos años. La rápida reacción en la solidaridad española quedó reflejado en la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia ese mismo año a los llamados Héroes de Fukushima por su valerosa conducta. El otro acontecimiento está mucho más alejado en el tiempo, unos cuatrocientos años. Se trata de la primera embajada oficial japonesa a España, encabezada por un samurái llamado Hasekura Tsunenaga (1570-1621) por mandato del señor Date Masamune (1567-1636) que gobernaba la región de Senda. Si bien esta embajada fue un total fracaso en sus objetivos, hoy es vista como una oportunidad para relanzar las relaciones hispano-japonesas en un año dual España-Japón que en el plano expositivo está ocupando un destacado lugar en la agenda cultural del país. Precisamente una de estas exposiciones, celebrada este verano en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid con el título Sin perder contra la lluvia es el origen de la muestra que puede verse en el Centro de Historias, gracias a gran cantidad de apoyos institucionales, patrocinadores japoneses, la colaboración de la Universidad de Zaragoza y la coordinación de la Asociación Cultural Aragón-Japón, presidida por la activa pintora Kumiko Fujimura que en esta ocasión ha estado asistida por Luisa Gutiérrez Macho. Aunque gran parte de los materiales expuestos proceden de la exposición vista en Madrid, hay numerosas piezas artísticas que solamente aparecen en nuestra exposición y que acentúan la relación de la ciudad de  Zaragoza con el arte japonés y su coleccionismo.

La exposición es, en realidad, la yuxtaposición de tres espacios articulados con el leitmotif de "la fuerza y la belleza de la naturaleza japonesa". La primera sala insiste en la fuerza destructiva del tsunami y presenta el trabajo del fotógrafo Kazuma Obara, quien ha retratado con intensidad los rostros de aquellos trabajadores de la central nuclear que un día fueron empujados por su conciencia a actuar de forma heroica. El limpio y agradable montaje de esta sala tiene como complemento unas grullas de origami que vuelan por la sala como muestra de solidaridad que han realizado desde el Grupo Zaragozano de Papiroflexia.

Una segunda sala está dedicada a la belleza de la naturaleza japonesa, que aunque destructiva como un volcán, también puede ser un símbolo nacional. Este es el caso del monte Fuji, que acaba de ser declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Esta parte de la exposición presenta carteles de gran tamaño con fotografías del monte Fuji desde todas las localidades que lo rodean y en todas las épocas del año. Todo este material gráfico se acompaña de pinturas, libros ilustrados y lacas del periodo Edo (1615-1868), época de gran florecimiento artístico en Japón y en el cual este famoso volcán se convirtió en un tema de éxito en el paisaje y como motivo ornamental. La participación del Museo de Zaragoza y la Fundación Torralba-Fortún, así como alguna pieza de coleccionistas particulares, ha permitido enriquecer esta visión panorámica sobre el monte Fuji recordando al espectador la profundidad histórica de su influencia artística.

El arte ocupa por completo la última de las salas de la exposición Siempre Japón. En ella se exponen artes tradicionales japonesas de artistas actuales que tienen en la naturaleza su principal fuente de inspiración, bien sean paisajes, flores, árboles, animales o un simple insectos. Poemas breves del tipo haiku ambientados en diversas estaciones del año acompañan un recorrido ameno, variado y de gran virtuosismo técnico. En la sección de pintura hay obras de dos artistas. El primero de ellos es el maestro Kosei Takenaka el cual tiene una dilatada trayectoria internacional. La otra artista es Kumiko Fujimura, pintora afincada en Zaragoza desde hace mucho tiempo y que combina la pintura de creación con la práctica y docencia de la pintura tradicional nipona. En ambos casos,  aunque estos artistas recurren en ocasiones a breves notas de color, fundamentalmente trabajan con la técnica de sumi-e,  esto es, pintura a la tinta monocroma. El broche de oro de la exposición está en las vitrinas del afamado ceramista de Kioto Tanzan Kogote, el cual ha seleccionado una representativa muestra de su trabajo en porcelana. Muchas de sus piezas están orientadas a la práctica de la ceremonia del té. El delicado dibujo, la elegancia de las composiciones y la gran calidad técnica de su porcelana son las características que definen el arte de Tanzan Kogote, quien estuvo en Zaragoza para presentar la exposición.


Expresión constructiva y construcción expresiva: la actualidad del Grupo Zaragoza en

            Una de las consecuencias más nocivas de las escisiones actuales y de la pérdida de los contenidos y cualidades, es esa idea de falsa superación contentada con simples cambios formales y que siempre, al final, desemboca en la moda. Y lo que es peor, fuerza a una aceleración de las evoluciones sin poder ahondar en los logros. Al final es la propia idea de progreso la que es sacrificada y sustituida por una simplificación y reducción estilística que relega la materia al olvido mientras fortalece la ficción de la mercancía, tanto en el arte elevado y en la alta costura, como en sus sombras las grandes cadenas de ropa sintética y algodón, lo que afecta a trasuntos tan cruciales en nuestras existencias como el free-lance y otras perversiones más que enmascaran las atrocidades de una supervivencia cada vez más estrecha.

            A los antiguos componentes del Grupo-Escuela Zaragoza (1963-1967) que han expuesto esta temporada pasada en la Galería “A de Arte” de Zaragoza –Juan José Vera, Daniel Sahún y Julia Dorado- no parecen afectarles estas aceleraciones de una contemporaneidad paradójicamente estancada y que limita la evolución a un proceso de trivialización de la vida. Y eso a pesar de no estar tan interesados en el resultado de sus pinturas como en el proceso que les ha conducido hasta su configuración. Aun así, esta consideración del proceso creativo como su objeto de estudio, no reduce la dificultad de fijar el momento concreto de finalización de una obra, de las que en ocasiones han dudado y han vuelto a retomar con los años, tras ejercicios sucesivos de distanciamiento de sus propias experiencias plásticas, y concibiendo las obras no de forma aislada sino como una constante investigación, estableciendo series que dan por finalizadas cuando surgen nuevas vías de expresión, nuevas construcciones, nuevas relaciones entre los elementos pictóricos basados no en una vacua teoría sino en la pura y más intensa experiencia plástica. Para los tres antiguos miembros del Grupo-Escuela Zaragoza, como para Léger, los colores en movimiento no generan ni el blanco ni el negro teórico, sino el gris barro de la realidad. Esta es una de las razones de su peculiar construcción, en la que antes participaron las estructuras vidriadas de los del grupo Pórtico (con los que expuso Vera ya en 1949) referidas por Ángel Azpeitia, uno de los pocos defensores del término “expresionismo constructivista” propuesto por Ricardo Santamaría. Esto es, por la yuxtaposición de los colores puros y no por su complementariedad impresionista, por la adición de campos de color a las líneas que tienden a liberarse y a reestructurase incesantemente, o que define la experiencia pictórica como tal y no como un conjunto de cuadros deshidratados.

            Sin ánimo de volver a retomar la realidad de este expresionismo constructivo zaragozano que ya tuve ocasión de exponer en el estudio monográfico que dediqué a Daniel Sahún con motivo de su exposición retrospectiva en el Palacio de Sástago de la Diputación de Zaragoza, en el extenso artículo sobre el Grupo Pórtico escrito en cuatro entregas en la revista oscense Serrablo, y en otros publicados en diferentes medios acerca de la obra de Dorado, Vera, Sahún y Ricardo Santamaría –quien dos meses antes de la inauguración de esta exposición falleció en la pequeña localidad francesa de Prayssac donde habitaba-, debo, en cambio, hablar sobre la actualidad de esta exposición que, según los hechos, podría considerarse histórica paradójicamente. Si bien el grupo se disolvió definitivamente tras un año y medio de escasa actividad expositiva y después de exponer en la Galería Raymond Creuze de París en 1967, sus investigaciones, que pronto dieron luz a nuevas exposiciones, prosiguieron en un principio de manera individual, hasta que en 1984 Vera y Sahún volvieron a exponer juntos en La Lonja de Zaragoza, mientras se multiplicaban los eventos que revisaban las aportaciones de los grupos Pórtico y Escuela Zaragoza.

            Julia Dorado, quien como Otelo Chueca y Teo Asensio (los tres más vinculados a Barcelona) se había mostrado mucho más próxima al lirismo todavía vigente en las corrientes expresionistas españolas, a principios de los años ochenta acogió el collage con una serie de fotocollages de crítica política concebidos para la revista Andalán tal y como Ricardo Santamaría los trabajó en 1964, aunque pronto optó por el camino de la experiencia, más propio de los collages, ensamblajes y arpilleras de Sahún, quien por su parte, en una evolución que inició a finales de la década de 1980, desligó nuevamente los elementos pictóricos, los fragmentos extra-artísticos, las tipografías de las arpilleras y todo aquello que participaba de la experiencia plástica, en una aproximación hacia el accionismo pictórico del legendario “expresionismo abstracto” norteamericano, -especialmente aquel representado por Pollock-, cuya idea de pintar aplicó, casi de manera inconsciente, sobre la constante e inevitable estructuración de la superficie. Seducido por la obra de este maestro y a pesar de las fuertes críticas lanzadas por el Grupo Zaragoza contra la abstracción, Sahún no la imitó sino que, de manera casi inevitable, la aplicó sobre su propia experiencia y sobre su propio concepto creativo materializado en unas obras que, como todas aquellas basadas en una auténtica y sincera experimentación, portan como único contenido su propio proceso.  

            Para entonces Julia Dorado ya había alcanzado un concepto maduro de creación. En su casa de Bruselas donde ha residido desde los años ochenta, pronto estableció un firme plan diario por el que la actividad vital y la profesional se diluían: todos los días recoge la prensa del buzón y se dispone a leerla tomando un café en la cocina. La lectura es bastante peculiar. Se realiza con rotulador y pincel en mano, consistiendo realmente en lo que en el fondo son todas las lecturas posibles: una corrección de la fría presencia de la escritura, en este caso de los caracteres tipográficos e ilustraciones que los acompañan. La producción se dispara como el de una máquina de fotocopias, porque la creación vendrá posteriormente en un estricto y drástico proceso de selección, por el que la mayoría de estas pinturas son destruidas en función del rastreo y descubrimiento de cualidades plásticas y expresivas inéditas tras un frío distanciamiento: este peculiar método creativo ha invertido el proceso clásico del collage una vez reducido a la “corrección”. Ha devuelto la originalidad a la reproducción mediante la intervención pictórica y, sobre todo, relegando la selección de los fragmentos a una fase posterior, cuando normalmente es ella la que prepara el material que va a formar parte del collage.

              De esta manera, tras sus obras expuestas debemos saber descubrir toda una experiencia gestual interminable y que acompaña buena parte de su existencia. La pintura forma parte de ese vivir diario, ya que participa de los procesos que constantemente y de manera inconsciente activamos. Es con esta producción que Julia Dorado, décadas después de la disolución del grupo, alcanza la síntesis entre la expresión y la construcción, porque esta corrección viene presidida por la estructuración de los trazos, unas veces a modo de cloisonné y otras como arabescos sinestésicos, junto con cruces, aspas y otras variantes de la señalización sobre una superficie a trabajar que, sobre todo para los del Grupo-Escuela Zaragoza, nunca fue blanca ni virgen sino preexistente.

            Según esta concepción materialista de la creación, desde sus inicios pictóricos en la experimentación allá por el año 1947 bajo el influjo de Picasso, Juan José Vera no ha cesado de investigar con diferentes materiales, collages y ensamblajes de detritus y otros fragmentos de nuestra cultura, con el fin de ofrecerles para sus vacíos con los que se presentan, nuevos usos, esta vez plásticos. Por ello y aunque trabajen la pintura y la escultura desde los presuntos artísticos, su arte es cognitivo, apresa realidades olvidadas para revivirlas durante el proceso creativo. En este sentido nos presenta en “A de Arte” una radicalización máxima de esta concepción creativa en base a la experiencia. En uno de esos paréntesis suyos definidos por el estancamiento y por los que da por finalizada toda una serie de producción –momentos según él necesarios en la investigación y que garantizan la evolución-, descubrió hacia el año 2008 las cualidades expresivas inconscientes en los trapos empleados para limpiar el pincel mientras lo empleaba. Como si de un cuadro paralelo se tratase, los fue confeccionando sin mirarlos, sin ser consciente de estar haciéndolos mientras el lienzo le absorbía toda su atención. Vera no ha sido nunca amigo de los automatismos geniales y especiales del surrealismo, pero sí de las realidades olvidadas. Con un acto expositivo tan simple como el despliegue de estos paños y su enmarcación, los ha recuperado. Alguno los ha expuesto sin más, como si de auténticos ready-mades se tratase. Según esto, estos trapos culminan el encuentro entre la realidad y la pintura tan ansiada y tan buscada a lo largo de toda su carrera. En otras ocasiones los interviene con trazos y líneas que establece, señalan y delimitan las manchas de color aplicadas sin premeditación, con lo que definitivamente localiza por diferencia la expresión en esta concepción dialéctica de la pintura: en ella participa tanto la energía del pintor siempre formada por su acto constructivo, como los objetos, imágenes, letras y fragmentos preexistentes que también son sometidos a la acción constitutiva de la pintura y de la modulación de la escultura en su caso (recorte, encolado, ensamblaje, cosido, modulación, etc.). Así, con trapos, arpilleras y la prensa, los del Grupo-Escuela Zaragoza logran una identificación real en la experiencia artística de su propia realidad interior, –de la que se distancian periódicamente hasta su objetivación-, con aquella otra exterior a través de la construcción.

            Por todo ello esta exposición concebida como una aglomeración de ensamblajes, collages y pinturas entremezcladas, presidida por una de las esculturas de Vera, vuelven a mostrar lo que en el fondo esperábamos de ellos, que tras 50 años de la fundación del Grupo Zaragoza las investigaciones avanzan por senderos prometedores. Éstas no deben finalizar jamás, al menos hasta que el arte no haya recuperado su capacidad cognitiva. Porque la rabiosa actualidad de esta exposición nos da qué pensar. Quizás durante todos estos años en el que la verdadera experimentación –la definida antes que nada por una actitud- ha avanzado de manera latente, nos hemos perdido excesivamente en los superfluos laberintos de la simulación. ¿Todavía se atreve alguien a preguntar a estos autores qué han querido decir o expresar con sus cuadros? Posible y desgraciadamente muchos sí estarían dispuestos a hacerlo, porque el mundo que vivimos nos tiene más acostumbrados que nunca a este tipo de diligencias.

              


Vídeos de Paco Algaba

La galería A del Arte, desde el cinco de septiembre, muestra los vídeos de Paco Algaba (Madrid, 1968) con exacto prólogo de Víctor Lope Salvador. Exposición que definimos de una impecable coherencia pues todo se enlaza con absoluta precisión, en el sentido de técnica, composición y temadividido en tres partes muy diáfanas conforme se entra a la galería. Siempre vídeo con un preciso sentido del color que definimos como natural. Otro punto en común es la ausencia del hombre, pero siempre presente desde un ángulo indirecto por su acción del entorno.

La primera parte es un vídeo con cinco pantallas enlazadas hasta el punto de que están pegadas. En la primera hay un cartel que dice: distribuidora de aragón S.A., ubicado entre dos plantas de un edificio muy alargado. Estamos ante una panorámica del progresivo deterioro de la fachada y los interiores de cada habitación desde la calle. La técnica del vídeo permite captar el muy sutil movimiento de las cortinas, algunas rasgadas por el viento, y la negativa transformación de las habitaciones con cambiantes realidades.

La segunda parte consta de dos pantallas muy separadas bajo el título de Dos. Estamos, por tanto, ante dos túneles con escombros a pie de la entrada. Lo más acertado es que en un túnel se detecta la luz cuando se acaba para captar más deterioro, mientras que el fondo del otro es oscuridad, como si una poderosa fuerza negativa negara la luz para cruzar y llegar a otro ámbito espacial hacia otra libertad, hacia una hipotética aventura ni pensada con antelación hacia cualquier destino para seguir sin descanso.

La tercera y última parte está dividida en dos secuencias separadas pero bajo el título de Sofá azul. La primera secuencia es una gran pantalla con la imagen quieta pero animada por un árbol, un sofá abandonado, fragmentos de maderas rotas y un muro pintado por cualquier grafitero aburrido al no encontrar espacio en plena ciudad. Como contraste tenemos el cielo azul pálido y varias nubes. La segunda secuencia es otro vídeo pero con movimiento. En el ámbito de un cielo con nubes al atardecer, figuran elementos tan dispares como, entre otros, una escombrera por la que pululan ratas con sus hirientes grititos recogidos por la cámara y el paso del tren sobre un largo puente. Todo como si la belleza anhelada hubiera desaparecido.

Exposición que recoge las afueras de la ciudad para mostrar su ángulo negativo como símbolo de la acción humana. Con dicho punto de partida nos lanza hacia su mirada crítica, como un testimonio de la fugacidad, para transformar lo visualizado en constantes muestras de belleza.


El gran canular de la fotografía

Esta cristalización sorda y multiforme del

pensamiento, que escoge en un momento dado

su forma. Hay una cristalización inmediata y

directa del yo en el centro de todas las formas

posibles, de todos los modos del pensamiento

Antonin Artaud, El ombligo de los limbos, 1925

 

            Existe un perfil creador de artista muy propio del siglo XX que rodea incesantemente los entresijos de su ego. Ahora podrían pensar ustedes que este insistente y pesado historiador de los mitos de la contemporaneidad –según la tarea que nos legó el joven Hegel y que yo he aceptado como un reto personal, profesional y en definitiva vital-, va a retomar aquel concepto -viejo ya- de las “mitologías individuales” que dieron título a la Documenta de Kassel de 1972 y que aglutinó de manera dispar y poco sustentada, un gran amasijo de artistas que, más que mesías, enviados o simplemente egoístas, se presentaban perdidos en un espacio blanco, aséptico y carente de referencia alguna.

 

La Santa Negación

          No, no creo en las categorías temáticas ni en el afán positivista y puerilmente clasificador (dado que la necesidad taxonómica de la conciencia, de naturaleza fenomenológica, nos resulta de gran admiración por ser la prueba palpable de la inexistencia de unas fronteras perceptibles de la división infantilmente burguesa entre la conciencia y la subconsciencia) por el que, en verdad, algunos de los historiadores más formalistas –o simplemente “malos” en el amplio sentido de la palabra- desean justificar sus vacuas titulaciones y honores asegurándose un lugar en el reducido limbo de las instituciones artísticas – aquellas seguras de contar con la potestad de decidir qué es arte y qué no lo es.

Y no. Me niego a admitir que autores como Pedro Avellaned pertenezcan a un saco heteróclito de artistas encerrados en sus burbujas, con su mundo y sus juguetes, con sus cortas obsesiones… No dudo que no los haya, y quizás se refieran con ello a aquellos que evitan el esfuerzo de la investigación para arrimarse a las instituciones y atajar el camino de sus ambiciones que, en ningún caso, son compartidas por creadores de la talla de Pedro Avellaned. Tratar del “sí-mismo” es una tarea lo suficientemente difícil y vertiginosa como para degradarla de este modo. Max Stirner, filósofo alemán post-hegeliano de mediados del siglo XIX e inspirador de buena parte de los creadores que corresponden al perfil que aquí deseamos tratar en relación a Avellaned, ya advirtió que no sólo Dios ni la Humanidad, sino también el concepto de “yo” (aun en mayúscula en inglés), son excesivamente estrechos como para enfundar la infinitud de “mí”, cuya existencia nada puede justificar.

Y de nuevo debo iniciar un párrafo con otra negación tajante: no han sido aquellos teóricos de marmita político-social auto-considerados herederos de Stirner como John Mackay, Benjamin R.Tucker o Émile Armand (más relacionados con románticos norteamericanos como Whitman o Thoreau), los que han desarrollado semejante tarea desde un punto de vista cognitivo, sino aquellos creadores, especialmente artistas plásticos que tras las primeras re-ediciones del Único y su propiedad de 1882, 1893 y 1899 (la primera de 1844, pronto eclipsada por las críticas que Marx y Engels volcaron contra ella en La Ideología Alemana), se engarzaron en una frenética carrera por desvelar los verdaderos mecanismos cognitivos y productores de la conciencia y de toda su inmensa complejidad, siempre en relación con su entorno, para lo que antes tuvieron que desentramar las mistificaciones que entrañan la institucionalización dieciochesca del Arte y sus verdaderos trasuntos económicos.

Mientras el sujeto futurista era indefinido y referido en cierta manera como una idea abstracta uniformadora, los dadaístas que trabajaron en Nueva York durante la Primera Guerra Mundial (entre ellos precisamente Alfred Stieglitz y Man Ray, pioneros en la fotografía experimental), comenzaron a hacerlo a partir de sus propias disposiciones frente al eterno dilema tradicional del arte representativo y de su modelo natural –la mariée, la bailarina, la línea de horizonte-, inspirados por el vacío que Max Stirner abrió en la gran fisura central de la estructura interna de la conciencia que es, nada más y nada menos, ella misma y los misterios que encierra (de hecho, Stirner es considerado el principal precursor de la “filosofía del inconsciente” de Eduard von Hartmann, 1869), así como los dadaístas alemanes encontraron en el Bebuquín o el milagro de los dilenates de Carl Einstein y los franceses en el Culto al Yo de Maurice Barrès, una inspiración no para un repliego romántico sobre sí mismos, sino para esta necesaria tabla rasa. 

 

El Absoluto o la Nada Interior

           ¿Quién dijo que la fenomenología de Hegel es unidireccional? ¿Cómo pudo él mismo entender entonces retrocesos estéticos hacia la técnica, tan inverosímiles como el realismo nórdico del Renacimiento y del Barroco? Recular hacia el en-sí desde el para-sí es hoy por hoy un empeño arduo de especulación, reflexión e investigación. ¿Cómo se puede denigrar todo este esfuerzo bajo el simple egoísmo del que la mentalidad burguesa es presa, relegando al individualismo los mitos logrados, los cuales pertenecen por derecho propio al conjunto de la modernidad? Quizás la cultura institucional desee no trascender este individualismo de campiña y parcela de fin de semana que impida a las verdaderas manifestaciones culturales del actual estado económico, emerger con la fuerza suficiente hacia la constitución de una auténtica mitología del cambio hacia estructuras superiores. Porque la diferencia de los creadores que pertenecen a este perfil que aquí analizamos, con los artistas individuales que tan sólo representan sus casitas campestres a los que acuden sábados y domingos en coche para pasar el resto de la semana cerca de las instituciones (recuerden que hablamos constantemente en sentido figurado), radica en que aquel valiente y sincero retorno al en-sí de su conciencia viene siempre acompañado de una liberación paralela del en-sí de los objetos que le rodean, necesario para rescatarlos del dominio de la mercancía que los hace inaprehensibles aunque abstractamente conmensurables. Sobre todo y en último término, algo queda bajo esta realidad (el Kant que resta tras Hegel) que nos alivia enormemente como una válvula de escape que garantiza el devenir de la conciencia si de verdad ésta es definible: el noumena. ¿Qué estará ocurriendo ahora mismo en Australia?, ¿en el apartamento justo debajo del mío?, ¿en el lado oculto de la luna…? En definitiva ¿dentro de nosotros mismos?

Este retroceso es destructivo, acaba con las viejas ficciones impulsado por una sed ciega de verdad. “Destruir las ruinas mismas para crear un mundo nuevo” que diría el Père Ubu de Alfred Jarry, el “ni siquiera quiero saber si ha habido hombres antes que yo”del Descartes de Tristan Tzara, la “Letzte Lockerung” o disolución final del Doctor Serner, etc. Con todo ello no sólo se lograba destruir las antiguas formas, no por mera superación sino como una necesidad para actualizar la expresión a la nueva realidad circundante. También se revelaba la materia en estado puro. Se sentía la necesidad de volver a tomar conciencia de ella y rescatarla del idealismo y de sus formas que la apresan, tal y como hicieron los renacentistas con el óleo con el fin de extraer de ella todo su jugo: el interés de Paul Valéry por Leonardo da Vinci, o de Max Ernst por Botticelli en su búsqueda de precedentes de sus automatismos plásticos, así como el Miguel Ángel homenajeado por Pedro Avellaned en su serie Memoria íntima (2001) y que encontraba las formas en la materia bruta antes de esculpirla. Es así, con la liberación de la conciencia y de los objetos de los anteriores aparatos ideológicos a través de un zambullido en la nada de uno mismo, como se recupera el arte como medio de conocimiento de la realidad circundante mientras se libera de la sequedad de las obras acabadas, de las quietud ficticia de los museos, de su idealismo… Sólo desde este punto de inflexión comienza a fluir como un enlace -necesario y primevo incluso- entre la conciencia (con todo el vacío que ella conlleva, insisto) y su exterior objetual inaprehensible. Es en ese momento preciso cuando nos percatamos de que las cosas no siempre han sido como creíamos que eran, y cuando las esencias se transfiguran en accidentes dotados de un principio y un final. Es entonces cuando nuestro vacío deja de ser el centro del Universo paradójicamente, con el fin de devenir la entelequia de algo que tan sólo podemos conocer por inconsistentes instantáneas fotográficas a pesar de gobernar de manera impune: la materia, tal y como le ocurrió a la humanidad y por ende al planeta que habita. ¿Acaso el resto de los planetas no son también simples pedazos de tierra, excesivamente gruesos quizás?, ¿o por el contrario no han traspasado todavía la categoría del polvo cósmico? Ya no resulta tan extraño que Cioran ansiase para sí la solidez del guijarro.

Así como Hölderlin y Hegel son necesarios para comprender el materialismo histórico de Marx, estas indagaciones resultan oportunas antes de abarcar las problemáticas sociales si queremos conservar antes el sustrato fenomenológico que las sustentan. Sin ellas no podemos entender nuestra alienación frente a la mercancía, ya que, tal y como advertí en otra ocasión (concretamente en mi tesis doctoral El collage, cambio esencial en el arte del siglo XX, 2007), esta enajenación de naturaleza histórica enmascara la alienación fenomenológica que Hegel define tanto en su Introducción a la Estética como en su Fenomenología del Espíritu. Yo mismo, en tanto historiador que a fuerza de sacrificar su bienestar económico ha podido elegir sus propios temas de investigación –aunque siempre sugerido y animado por sus profesores y colegas de profesión-, he conseguido experimentar esta evolución desde el estudio monográfico del grupo artístico y literario Ecrevisse, hasta las relaciones entre el anarquismo y la vanguardia española (1909-1939) pasando antes por la naturaleza económica y social del collage en tanto que fenómeno histórico. Mucho más experimentado que yo, Pedro Avellaned, con su última exposición, me ha recordado que en este recorrido que hoy abordamos de manera inversa a la cultura burguesa desde el existencialismo adolescente (tanto el cristiano como el ateo) hacia una nueva mística materialista, nunca debemos olvidar las primeras inmersiones en el vacío de esas entelequias que conforman nuestro interior, con el fin de no perder jamás de vista la objetividad que sustentan esta evolución hacia la madurez social, y en cuya dirección el estatismo del sistema capitalista que gobierna es incapaz de dar ni un solo paso adelante, sino todo lo contrario, hacia una inmadurez que ya en un principio nació marchita y envejecida, si en verdad aceptamos el pensamiento político y epistemológico de Max Weber. Estas primeras inmersiones son necesarias antes de abrazar aquella “belleza revolucionaria” de la que nos hablaba Louis Aragon acerca de los fotomontajes de John Heartfield y de la que también es susceptible los trabajos que Josep Renau realizó en México y en la República Democrática de Alemania. Aún profundizando e indagando todavía más en su estadio previo, Pedro Avellaned sí comparte con ellos -sin duda- un hecho muy significativo, y es éste el de trabajar desde y con la reproducción.

 

La reproducción de la nada

            Semejante necesidad de destrucción primera se debate entre la representación, mas todavía no en la construcción. La máxima de Marx de que el mundo debe ser transformado y ya no explicado (undécima tesis sobre Feuerbach), obliga a este deambulo previo que sólo encuentra salida cuando desiste su empeño. Se trata del “desatar los nudos de mi cerebro antes de ponerse a trabajar” de Avellaned (Catálogo de Avellaned en La Posada del Potro de 1989, recogido en el catálogo Cuarto de siglo, 1995), o de su “cierro los ojos. No veo nada. Imagino…” (“Luz y Perro”, recogido en los catálogos Cuarto de Siglo y Retratos, 1995), que tan bien expresó Buñuel con su ojo rasgado (véanse los rayogramas de Avellaned Nubes de algodón de 2009). El precio a alcanzar es el de la libertad. Aquella libertad amarga que nuestro autor pone en boca de Artaud y que no es más que el vacío del yo. Tras ello sólo queda el devenir, el cual sólo puede encontrar la muerte como única referencia tras el nacimiento: “Solamente la muerte vendrá pero tampoco cuando la llames” (Cuarto de siglo, 1995). La representación de Avellaned devuelve la perspectiva desde la mimesis hasta la puesta escenografía, tal y como le corresponde en la tratadística de Vitruvio. Es el nexo entre la fotografía, el teatro al que se entregó muy activamente en los años sesenta, y las restantes posibilidades expresivas cuya interdisciplinariedad asientan las bases de la síntesis propiciada por sus collages (desde la interdisciplinariedad hasta la transdisciplinariedad): cartulina, papel, fotografía, solarizaciones, rayogramas, kinésica y cinematografía, tipografía y texto, etc., parecen rastrear la sagrada sinestesia, verdadero motivo de la alquimia del simbolismo decimonónico y de la vanguardia histórica. Es cierto que estas sinestesias están presentes en los fotomontajes o fotocollages de los dadaístas alemanes, sobre todo en los de Raoul Hausmann, Johannes Baader, Hannah Höch y Kurt Schwitters. Pero si en ellos primó una voluntad por abrir las investigaciones más allá de los marcos de la producción, en la obra de Avellaned este movimiento centrífugo se repliega en otro inverso, centrípeto hacia un yo vacío y representado por otra generación de creadores fotográficos como si de un gran agujero negro cósmico que todo tritura se tratase, quizás aquella inaugurada por los constantes autorretratos de Claude Cahun y La poupée de Hans Bellmer (1936) y que alcanza los fotomontajes atormentados de Pierre Molinier. Estos últimos autores citados son los que configuran ese perfil de creador al que me refería al inicio de este artículo, quienes como Avellaned, a pesar de haber trabajado incesantemente con su cuerpo o con sus objetos de deseo y obsesión (la muñeca de Bellmer y el sexo contrario en Cahun y Molinier), y de haber demostrado ser grandes investigadores en multitud de registros, siempre se han mantenido al margen de la gran expectación y audiencia, como si éstas pudieran robar su tiempo y, lo que es peor, contaminar la pureza de sus constantes búsquedas de la materia a través del deseo, consistente en ese mismo materialismo que obligaba a representantes del movimiento Documents y Acéphale como Georges Bataille o Michel Leiris, a reformular constantes referencias sobre su propia experiencia, o que animaba a Pierre Klossowski a concebir el pensamiento como la construcción de un cuerpo desnudo a partir de los fragmentos fotografiados, por ejemplo, por el fotógrafo surrealista Boiffard.  

Esta dualidad entre el retrato y la representación del objeto de atracción, unifica las dos vertientes más cultivadas por Pedro Avellaned: el retrato y la “manipulación de la imagen”, si aceptamos la división establecida por su estudiosa Vicky Méndiz y coincidente con la opinión del propio Avellaned. Él mismo ha reconocido la carga autorretratística no sólo de sus collages, sino también y paradójicamente de su serie de retratos por el propio procedimiento empleado, sobre todo en la elección de los modelos. Al no tener que realizarlos por necesidad económica sino por diversión y autosatisfacción, siempre hay algo en ellos que le llama la atención: afinidad, proximidad, simple belleza física, familiaridad, misterio, etc., lo que sobre todo incumbe al primer paso creativo que es la selección de un motivo y que encuentra un primer paralelo con el collage en el encuentro más o menos fortuito con los materiales a emplear. Con ello, en relación con el retrato y el autorretrato, Avellaned identifica la conciencia con el objeto de atracción, tal y como ocurre con el maestro en las técnicas experimentales fotográficas, –Man Ray-, cuando afirmaba abiertamente en una entrevista de 1975 para Lucerne que “todo lo que hacía era un autorretrato”. Es en este momento cuando estalla el momento extático de la mística, un fogonazo de felicidad, el aplauso de la idea (expresión que solían emplear el Ecrevisse para sus máquinas), tan fugaz como los instantes captados por la fotografía y puestos en movimiento mecánico por una de las materializaciones más fieles del pensamiento: el cine.

Por todo ello la reproducción es entendida por Pedro Avellaned desde la representación y al revés: la representación que nunca traspasa inunda las entrañas de la reproducción fotográfica. De hecho, es éste el sustrato clásico de sus producciones, especialmente visibles en la lírica de sus composiciones basadas en la simetría respecto a un motivo central, y cuyas disposiciones rememoran la vieja heráldica y la blasonería, porque a pesar de estar sujeta a esta constante maquinista que otorga a sus composiciones fotográficas y heteróclitas (en las que lo real es la fotografía y la fotografía lo real, logrando así mezclarlo con lo imaginario y viceversa, tal y como él mismo afirma), la representación en su caso no va de la mano de la mímesis y conserva el ánimo mecánico pre-aristotélico por el que en las antiguas tragedias se sucedían los hechos: de manera azarosa y mecánica, es decir, por la intervención divina, la misma que preside su collage La maño que señala es una mano/ máquina de 1993 (sin duda identificada con la de Pedro en este ejemplo y de este modo con el proceso constituyente de la obra), y que en la Antigüedad se resolvía mediante el uso de poleas y grúas tal y como denunció Aristóteles en su Poética. El teatro del absurdo que él mismo trabajó en su juventud en la dirección del Grupo 29, recuperó y extendió este automatismo en la contemporaneidad por encima de la totalidad de las unidades narrativas que sucedieron a Aristóteles. En este sentido las máquinas en sus collages, confundidas con lo orgánico y visceral del cuerpo humano, guardan la frialdad y magnitud del arcaísmo y la inmadurez histórica. La representación es puramente teatral. Se basa en una mecánica puesta en escena que ansía el organicismo de la vida. Tan sólo se aproxima a él torpemente, a ciegas desde el momento que detenemos el devenir del tiempo y perdemos las referencias exteriores por encontrarlas de repente aparentes y ficticias. Ahora son sustituidas por las constantes que establecen los mecanismos de manifestación presentes también en los pioneros fotomontajes de los dadaístas berlineses, aunque con ambiciones diferentes tal y como hemos señalado más arriba: La exteriorización ya no se produce hacia el exterior de la obra, hacia la realidad de la que proceden los fragmentos y los motivos de los collages, sino hacia la expectación. Más bien encontramos un primer precedente evidente para este tipo de collages, en aquellos fotomontajes realizados por Eli Lotar para ilustrar el teatro Alfred Jarry fundado en 1926 por Antonin Artaud, Roger Vitrac y Robert Aron, y cuyos fondos eran neutros como el negro de las producciones de Avellaned.

La representación de nuevo es mecánica, forzada, fuertemente gesticulada e imposible para la continuidad orgánica. ¿Acaso podría ser de otro modo si de verdad queremos liberarnos de nuestro cálido pero estrecho y aparentemente seguro habitáculo que nos resguarda y nos impide ver?, pues es ésta la verdadera aportación del teatro tal y como la entendió Artaud: una catarsis o fuerte sacudida hacia el exterior de uno mismo, como una estridente palmada en la espalda que trata de aliviar un fuerte ataque de tos tras averiguar que la bendición no es capaz de hacerlo. Sus collages, aunque poco a poco han ido incorporando imágenes de fuentes diversas y exteriores a él, se nutre de sus propias imágenes captadas en anteriores retratos y autorretratos, y no sólo de estos motivos que aúnan su propia carcasa con sus obsesiones en una atracción fenomenológica que ansía la síntesis, tal y como suponen sus fotografías en referencia los elementos dispares y confrontados en ellas. También anteriores experiencias técnicas y cinematográficas, otras más próximas a lo que Lazlo Moholy-Nagy entendía como “plástica de la fotografía” (aunque Avellaned no crea a estas alturas que ésta pueda sustituir a la de la pintura como sí esperaba este autor húngaro de la vanguardia histórica): contrastes, solarizaciones, rayogramas, coloraciones, etc. , como instantes que conforman la memoria que produce el primer collage de la vida y que viene a confundirse con ese otro collage histórico que establece la fragmentación constante de nuestra contemporaneidad, de la información siempre parcial y de la mercancía aislada tras los escaparates, la misma que sucede en sus películas de los años sesenta y setenta y en aquellas en las que participó como actor, así como en sus recientes video-creaciones y en sus infografías, y que constantemente remiten al propio proceso creativo, desde el cuchillo solarizado de 1970 que, además de abrir su carrera como ilusionista fotográfico, parece anunciar los collages posteriores: “El cuchillo de mi memoria apuñala mis sentidos una y otra vez. La memoria son imágenes. Quiero dar imágenes a la memoria” (“Construir imágenes e libertad”, catálogo de exposición individual en la Posada del potro de 1989, recogido en Cuarto de Siglo, 1995). También lo vemos en la mano creadora que aparece en numerosas ocasiones, quizás donde más evidente en su serie de cuatro piezas “Suite silencio” (1982), identificada a su vez con la presencia divina y las constantes mecánicas de La maño que señala es una mano/ máquina de 1993.

 

La creación o la puesta en escena

Lo curioso de esta firme sujeción a la representación desde la reproducción como algo intrínseco del disparo fotográfico, es que se mueve dentro de la contradicción. Siendo joven y paradójicamente dos años antes de iniciar su carrera como “collagista”, reafirmaba en un artículo de Ángel Pérez en El Noticiero del 24 de octubre de 1973 con motivo de la serie “Brujas” realizada por él y Rafael Navarro en colaboración en la Galería Prisma de Zaragoza, su posición acerca de la potencialidad creativa de la fotografía por encima de la reproducción. Ahora bien, tratándose de Pedro Avellaned, ¿dónde acaba una y empieza la otra?

 Junto a su producción fotográfica y plástica nos ha legado un conjunto de textos, unos más líricos y otros más directos, aunque todos poéticos y siempre remitentes al propio proceso creativo de la cámara y del laboratorio fotográfico, donde lo anímico se funde con lo técnico así como las máquinas y las carnes se injertan bilateralmente en sus collages. Uno de estos textos está dedicado precisamente a la reproducción y lleva por título “Meditaciones”. Si leemos con atención este sabio texto redactado en 1987 con motivo del catálogo colectivo Imágenes 97. Fotógrafos aragoneses de la Diputación Provincial de Zaragoza, nos percatamos pronto de dos aportaciones indirectas pero claves para poder alcanzar una comprensión del proceso creativo de su producción fotográfica y “collagista” y toda la filosofía estética que entraña. La primera consiste en la diferenciación de la reproducción biológica y de la cultural, lo que sitúa a esta última por eliminación en el ámbito de lo mecánico. Sabemos por teóricos tan dispares como Bergson, Mumford o el historiador Pierre Francastel, que lo mecánico y su discontinuidad –en tanto que materialización del pensamiento humano- (los ejes dentados de relojes, cadenas de montaje y otras máquinas) ansía la continuidad orgánica exterior, primero imitando las formas naturales y manuales y luego creando e imponiendo las suyas propias. La segunda clave de este texto de Avellaned viene en su exposición de la reproducción cultural como una necesidad que, en principio, surgió bajo un valor de uso concreto (la necesidad de conocimiento de realidades ausentes en el acto de la comunicación con el ejemplo de Enrique VIII de Inglaterra y Ana de Cleves antes de su fatídico encuentro), lo que luego derivaría en un uso abstracto como el moral en la pintura realista de las edades Moderna y Contemporánea. Es precisamente en esta sustitución paulatina de una necesidad tangible por otra sustentada en valores abstractos, animada por el progreso técnico -desde la pintura hasta la realidad 3D pasando antes por el daguerrotipo, la fotografía, el cine, la infografía, etc.-, basada en un olvido constante del punto de referencia anterior –primero de la necesidad de conocimiento y luego de la ética de una fidelidad a la verdad-, sirviendo de constante en esta asíntota la necesidad egocéntrica de identificarse con motivos exteriores para adquirir siquiera por un momento una carcasa medianamente estable para la auto-contemplación y la identidad anhelada. Es en este proceso donde se pierde constantemente y por simple olvido –y de ahí la importancia del verbo olvidar y de su contraria la memoria, en el proceso creativo de la fotografía y del collage-, por el que se produce una inconsciente mutación entre la representación (entendida como reproducción, dado que Avellaned no distingue géneros expresivos, sobre todo la fotografía de la pintura) y la creación, por lo que su madurez profesional ha consistido desde sus primeras experiencias con la fotografía, en una toma de conciencia ayudada de las infinita posibilidades técnicas de la fotografía, de la inercia de este avance crucial del arte y de su historia en su camino hacia su definitiva reintegración en la vida y en su experiencia. Se trata de una ligera inclinación de la eterna caída platónica del hombre desde las ideas hasta sus reproducciones, como si la creación consistiese en un ligero clinamen acontecido en la eterna reproducción narcisista del átomo en los términos en los que lo expuso Lucrecio, ayudada de los nuevos usos de la imagen, y surgiese por sí sola desde la insistencia incontrolada de la identificación del autor con sus motivos externos, tanto en los modelos de los retratos como en las estructuras psíquicas internas de los collages. 

Es así como Avellaned alcanzó en verdad la creación en 1987 tras casi dos décadas de experimentación, a partir de las funciones reproductivas clásicas otorgadas a la fotografía por encima de los argumentos de teóricos de la talla de Walter Benjamin, Roland Barthes o Rosalind Krauss, incluso de la “fotografía del subconsciente” de Breton y del surrealismo por muy contradictoria que parezca esta afirmación. Por ello es necesario analizar, una vez descubierta la clave del proceso creativo de Avellaned, el concepto de identidad que se desprende de este entramado entre representación y creación y que compromete la dualidad original-representación.

 

La identidad 

Otro dato a tener en cuenta de su carrera profesional, es que -a diferencia de lo que fue habitual en los pioneros de la fotografía experimental (prefiero emplear esta expresión que la de “fotografía artística”, ya que siempre he encontrado estos dos adjetivos como sinónimos al ser la experimentación lo que del arte trasciende la historia)-, Pedro Avellaned comenzó a manipular las fotografías muy tempranamente, en 1970, prácticamente cuando dio inicio a su carrera como fotógrafo profesional y cinco años antes de su primer collage. Buena parte de estas manipulaciones consistían en solarizaciones aprendidas sobre todo de Joaquín Alcón y cuyo extremo más radical cultivó algo más tarde, en 1977 más o menos: el rayograma o fotografía sin cámara, lograda mediante la impresión directa de los motivos sobre el papel sensible como momento extático entre el modelo y su registro.

Con esta última técnica descubierta por Man Ray en 1922, con precedentes y aportaciones paralelas desde las primeras investigaciones de Fox Talbot hasta las shadografías de Christian Schad y los fotogramas de la fotoplástica de Moholy-Nagy, Avellaned se percató de la pérdida de singularidad de los modelos naturales directamente impresos, especialmente con la serie de las “moscas” que trabajó durante la década pasada del 2000. Por lo tanto, debemos referirnos a un primer grupo de técnicas de alteración de la imagen que la deforman (cualidades del soporte fotográfico como el gelatino-bromuro de plata, barridos, superposiciones, etc.) y que implican ante todo el momento de la captación. Al perder su apariencia externa natural, las figuras entran en una escala de homogenización, desde la solarización hasta el rayograma o rayografía.

A partir de ahí comienza un segundo grupo de técnicas de alteración de la imagen posteriores al “disparo” y que, por el contrario, van a buscar la singularización de un primer resultado. Este ejercicio de concreción abarca la modelación mediante retoques superpuestos, como la coloración -unas veces agresiva sin respetar los contornos de las siluetas, otras limitadas a las líneas como si necesitara redefinirlas en su laboratorio de transmutaciones-,  hasta la construcción de nuevos conjuntos mediante el collage, donde entran en juego los modelos mecánicos de los emblemas, incluso en la susceptibilidad simbólica que adquieren los cuerpos retratados y el resto de los motivos presentes. Ahora bien, este proceso creativo no es casual. Para comprenderlo debemos remitirnos al primer impulso retratístico o autorretratístico que anima a todas estas producciones y que, tal y como ya hemos advertido, resume la fenomenología de la cognición en función de la constante identificación del misterio de la conciencia con sus objetos de deseo. Estos son los nuevos usos que van a obtener los fragmentos apresados en su laboratorio a partir de los mordiscos de la cámara o de las impresiones sobre los soportes fotográficos, a una realidad que desde un principio se presta incógnita, inaprehensible pero hierática tras los escaparates y vitrinas del mundo de la mercancía (sus poco conocidos y nunca expuestos paisajes de la década de 1970, son urbanos y retienen lo transformado, como los del París de Atget), hacia la cognición que reúne a la conciencia y a la realidad bajo su tutela. En ese momento el tiempo exterior se ha detenido y ha sido reemplazado por el de la experimentación del laboratorio, mecánico y en realidad hierático. Es la única manera de lograr una duración –no tanto de reproducirla ya tras el mínimo décalage existente entre la representación y la creación-, mediante la activación de los emblemas que, en el fondo y como la blasonería tan querida por Alfred Jarry, son rousselianas máquinas primitivas de manifestación e impresión.

Los cuerpos retratados y solidificados en el romántico y géricaultiano blanco grisáceo del cadáver (pensemos por ejemplo en el insistente cuerpo de José Antonio Ripoll en varios de los collages de Avellaned), vacíos de la anterior vida inocua y que tan sólo guardan en su interior el negro, se yuxtaponen unos a otros. Incluso se superponen con el fin de interpretar nuevos papeles procedentes de las estructuras internas de la conciencia, como si la fotografía fuese la nueva escultura clásica que detiene los instantes a consta de su definitiva defunción, lo que jamás puede satisfacer las necesidades autorrepresentativas del autor. La coloración de la fotografía en blanco y negro que Avellaned comenzó a aplicar en sus paisajes de los años setenta, pronto adoptó la función de la señalización y del subrayado por encima de la representación, tal y como ocurrió con los que Marx Ernst expuso en París en 1921. Devino un utensilio de apropiación y, ante todo, de apoyo a la memoria en su constante reorganización y reconstrucción del mundo según las necesidades de la conciencia que la gobierna. En sus collages este color sería extraído directamente de recortes ya no fotografiados por el autor en la mayoría de los casos, aun sin perder su sentido orientador. En un principio el color se liberó del paisaje (los cuales prácticamente descubrimos por primera vez en su última exposición de este verano de 2013) y fue desplazándose sobre la superficie fotográfica como si buscase un lugar donde asentarse (Suite lírica, 1982), hasta que, de la misma manera que en 1982 se incrustó en la tipografía de la Suite Silencio de 1982 (la cual ya entró de lleno en su concepción retratística con su primer ensayo en este género, el de Paul K. Tomman de 1971), -por lo que comparte con ella la finalidad comunicativa en el entramado fotográfico del blanco y el negro-, el color alcanzó e ilustró las vísceras y otras partes internas de nuestra anatomía con las que vivimos constantemente sin poder verlas ni apenas percibirlas: el negro del noumena instaurado en lo más profundo de nosotros mismos como nuestro originario y primitivo ser-en-sí que, realmente, nunca ha dejado de ser reivindicado latentemente como piedra filosofal de la alquimia. Los huesos y los órganos internos fueron pronto añadidos como los engranajes que accionan de nuevo los cuerpos inertes descompuestos para forzarles a interpretar su papel asignado, hacer del instante solidificado de la fotografía una duración eterna propia de los limbos, transformar la imagen que sustituye la memoria de Walter Benjamin y el “nunca jamás” de Barthes en una máquina de manifestaciones constantes, el encuentro definitivo entre la esencia de la fotografía y la del teatro o “comedia de las representaciones” que, ahora en un giro místico de la experiencia en base a su simplificación (Asis), deviene directamente “el drama de la presentación” (la representación de sí), en un sentido inverso al de la ironía romántica alemana. Los cadáveres accionados no son más que la materialización de algo tan real y tan contemporáneo como los laberintos de la memoria y de su anverso el olvido. Son los productos de una mentira necesaria, –el canular-, porque deben sustituir a la gran mentira del mundo; desvelar la homogeneidad de la reproducción, la ficción del mundo (“Te invito a destruir la Gran Mentira”, Cuarto de siglo, 1995) para construir nuevas singularidades: “No creo en generaciones de metal: Autómatas” (ídem)   

 

La expectación y los niveles de realidad: el público y el voyerismo como razón de la manifestación

Algunos de estos cuerpos activados tras haber sido ejecutados en una nueva e irremediable confrontación entre lo natural y lo artificial a la manera de Mary Shelley (véase el collage El Cristo Moderno, de 2009), bajo un ritual ansiado de la objetividad que igualmente persiguen las legislaciones libertinas de Sade y de los contratos de Masoch, son adoptados directamente de los retratos con la ayuda de la reproducción y la tijera, lo que demuestra la verdadera implicación entre estos dos géneros de Avellaned, eso sí, destacando constantemente su propio autorretrato en perpetua representación de sí mismo. Este hecho esconde una realidad aún más profunda: el voyerismo de Avellaned, el mismo que le impulsa hacia el género del retrato y que por otro lado justifica la reconstrucción de los collages, sólo que ahora espera que sea el público el que lo establezca, como si de dos movimientos inversos –más que géneros- se tratasen. Ahora Avellaned devuelve al público la construcción de su propio yo, lo mismo que ha esperado él de ellos, en un giro propio de Duchamp y su “proceso creativo”, quien encontraba la única razón de la exposición en los contenidos que el público añade al observar la fría presencia de sus ready-mades

La sistematización de los niveles de realidad a partir de esta inversión de su propia experiencia en su producción fotográfica, es clara. Se trata de una nueva puesta en escena donde cada nuevo ser se interpreta a sí mismo, en última instancia quien maneja los hilos de sus propias marionetas en un constante juego de espiritualización y objetivación ofrecido ya por el primer movimiento realmente propio de la modernidad, –el romanticismo alemán-, especialmente de la mano de Heinrich von Kleist. E insisto en la modernidad porque una vez más resulta ser la clave latente de los trasuntos del collage, los cuales en última instancia se localizan en la propia experiencia del autor con la realidad, tal y como he demostrado en mi libro El collage. Historia de un desafío (2013). Uno de los textos más trascendentales que ha escrito Avellaned sobre el proceso creativo de sus producciones fotográficas y artísticas, encuentra las explicaciones pertinentes en su realidad más inmediata, especialmente la de aquella España dominada por el intransigente nacionalcatolicismo y sus censuras, por la cual la información y las creaciones artísticas llegaban de manera tremendamente fragmentada. Ante esta evidencia, queda claro que debemos invertir la visión maldita del “collagista” como poeta de las disparidades según sus albedríos y tormentos en calidad de iluminado, porque lo que busca en verdad son nuevos usos (según el materialismo de Bataille, o de Bachelard, quienes contemplaron los valores espirituales de los objetos, dado que el hecho de que la abstracción no exista no desmiente las capacidades del hombre de materializar sus pensamientos) y sentidos para una realidad ofrecida diseminada de antemano y cuyos únicos lazos son los que establecen los arbitrarios principios cuánticos y comparativos de la mercancía dominante. Según este último descubrimiento, las dictaduras –entre ellas la nacionalcatolicista española- no han hecho más que estrechar el poder reificador del mercado, mas jamás han alterado su esencia misma, la cual consiste en la progresiva conquista de la realidad por parte de la mercancía. De ahí la decepción de la democracia y la necesidad constante de la fragmentación y la reconstrucción que ha definido primero la sociedad industrial y ahora toda esta cultura cibernética nuestra, lo que hace que Avellaned no encuentre demasiados problemas para trabajar bajo un mismo concepto dialéctico entre la repetición y la unidad, los actuales soportes numéricos de la imagen, tal y como hemos podido comprobar en esta última exposición con Sudario rojo u Hombre atrapado, las dos de 2012: “… ¿collage? ¿Y por qué no? Mi vida fueron actos fragmentarios. Juego en pedazos. Leí en pedazos. Vi de forma fragmentaria. Como un caballo de picador al que le tapan un ojo. Vi solamente la parte que me dejaron ver. Caballo de picador. Oí a escondidas palabras sueltas, apenas susurradas. Te podían delatar. Y eso, a veces, costaba la vida. La Libertad siempre. Tenía un pedazo de noticia. ¿Qué periódico, libro se pudo leer? En pedazos. Saber en pedazos de autores de todas partes ¿Cómo adivinar lo que había más allá de los Pirineos? La historia que nos enseñaron era otra historia. Pedazos. Cine… Buñuel, Bergman, Costa-Gavras… pedazos confusos y desordenados… ¿Teatro? ¿Cultura en general? ¿Tan difícil resulta comprender que buena parte de mi obra esté compuesta por pedazos? Pedazos de muchas imágenes que conforman una nueva. Borrones sugeridores, manchas [barridos, coloración de fotografías, solarizaciones y rayogramas]… La memoria del pasado” (“Collages/ Pedazos, en Cuarto de siglo, 1995)

Los pedazos preexistentes conforman el material que Avellaned dispone. El recorte del cúter o de las tijeras no es un acto puro de selección sino un respaldo en la identificación de los fragmentos vividos y experimentados, por lo que la “nueva imagen” constituirá un nuevo uso para cada uno de esos trozos, en última instancia el autorretrato. Ya no nos resulta difícil pensar que, de la misma manera que nos obliga a desconfiar de las apariencias de un mundo gobernado por la ficción -el mundo actual, orgulloso en Occidente de su democracia-, Avellaned nos ofrezca de nuevo una realidad parcial encubierta por la sobreabundancia aunque, sobre todo, nos prive de toda otra realidad más trascendente por ser material, asible y palpable de verdad, como si de una nueva dimensión de Abbott o de Pawlowsky se tratase, cuando fue Malevich precisamente quien estableció la quinta dimensión en la economía, esto es, en la reducción progresiva de la materia en nuestro avance hacia mejores resultados. Nosotros sólo podremos manejar las virtualidades del mundo ofrecido de manera platónica (el sistema no ha creado algo que supere este platonismo, la realidad no ha alcanzado aún siquiera el accidente de Aristóteles), por lo que por el momento nos contentamos con ello y lo emplearemos en la preparación de las superestructuras de mercado para el derrumbe total de su dominio. Debemos “destruir la Gran Mentira”. Se trata de un deber moral.           

 

El vértigo

A costa de perder la vida orgánica, la reconstrucción aporta un sin fin de libertades. De esta negación se desprende el concepto de libertad de Avellaned que, tal y como lo encontramos desde William Godwin hasta el existencialismo, es entendido como una responsabilidad propia de la inercia que, al tener la expectación como un fin irremediable, adquiere en este final una función social al margen de lo deliberado.

“Lo único que no elegimos es nuestra obligación a elegir” diría Sartre. Esto es precisamente lo que el “extranjero” de Camus intentó trasgredir hasta la elección de su propia ejecución, aunque la reconstrucción mecánica de sí a partir del vacío de Avellaned, responda más bien a la dimensión material que Merleau-Ponty rescató para la percepción. La fenomenología de Avellaned y toda su dimensión social reside en este lanzarse al vacío de la evidencia, sobre el cual tan sólo nos queda elegir entre los fragmentos diseminados por el doble juego de la memoria y el olvido. El tiempo se detiene, nace el anacronismo artificioso del collage donde los príncipes cargan misiles y los dinosaurios mastican banderas –a la manera del canular jarriesco-, siendo la primera conquista la liberación de su linealidad: “Elaborar imágenes en plena libertad. Soltar los prejuicios del pasado, presente y futuro” (“Construir imágenes en libertad”, 1989). De esta primera superación de la unidireccionaridad de un tiempo inasible, tan sólo a partir de los instantes captados por la memoria y transfigurados en fotogramas yuxtapuestos según el capricho de la vulnerable sentimentalidad humana, el autor, en su proceso de reconstrucción perceptiva, no sólo salta por encima del tiempo porque en realidad éste permanece en el ámbito de lo imperceptible, de lo inasible, sino también a través de los niveles de expectación que él ha construido dando la espalda al vacío frente a la expectación (el autorretrato como un acto de exhibicionismo una vez travestido con pedazos ajenos), aunque antes haya tenido que enfrentarse a su propio nihilismo y, tras ello, al tratarse en verdad de niveles de realidad construida o reconstruida, pasar por encima de sus ficciones. Antes de su feliz transcurrir el autor ha debido lanzarse al vacío eterno que no es nada más y nada menos que su yo misterioso (en el collage Por ahí nos quieren tirar de 1982, este lanzarse obedece a una presión social o al menos exterior), ahí donde reside su eterno “hermano muerto”: “Encerrado en mi caja de cartón (¿dónde está mi hermano?) me precipito por la ventana…” (Cuarto de siglo, 1995). De este modo, el proceso creativo constituye un viaje paralelo al sueño por el que la conciencia se recluye en sí misma para revisar todos los rincones de sus estructuras internas, y desvelar vacíos ahí donde yacen imágenes abandonadas. Nos referimos concretamente a los sueños del héroe nocturno y literario jungiano y constructor de poéticas bachelardianas. El primer paisaje de Avellaned, aquel fotografiado y trabajado en los años setenta, aquel que ahora nos muestra en las exposiciones de las diputaciones de Huesca y Teruel, fue apagándose y nublándose de manera parecida a la obsesión que atormentaba a Ruskin en los últimos años de su vida, hasta desaparecer en un proceso aparentemente contrario al de la producción de Max Ernst, desde sus collages constructivos de 1919 y 1924, hasta las correcciones que suponen sus collages novelados de entre 1929 y 1934. Su coloración parecía no ser suficiente, ni la de ciertos espacios y su poder referente. Incluso cuando la oscuridad –o la luz- fue total, Avellaned probó someterlos a los ejes cartesianos que mantuvo la línea de horizonte para sus rayogramas en La esquina de la voluntad (1981), la misma que conforma el fondo del collage Pedro sobre piedra de 1985 en calidad de espacio pre-creativo (tal y como ocurre con su video El pánico del fotógrafo ante la ausencia de la imagen, 2012) y único en ser construido aún mínimamente en base a una línea de horizonte marina. Y digo “negro o luz” porque el blanco se plantea como el anverso del reverso oscuro: no desde un punto de vista maniqueísta sino como la única simbología posible en un mundo donde las ficciones y las realidades equivalen a un mismo estadio perceptivo. A partir de este momento comienzan la construcción de sus propios programas iconográficos, alegorías, frisos y blasones invertidos -tal y como entendió Peter Bürger el montaje vanguardista-, cuyos únicos referentes son él mismo y el propio proceso creativo que los ha constituido, salvo cuando en su serie de homenajes Memoria íntima presentada en la Aljafería de Zaragoza en 2001, permite superponer algunos de los fragmentos conservados del proyecto de Il Filarete para la ciudad Sforzinda, sobre otros fragmentos de producciones suyas anteriores, como un nuevo intento de sistematización de la experiencia anterior gracias a la perspectiva y a su perfección geométrica de materialización matemática o encuentro entre su abstracción y la realidad material de la producción. 

Pero retomemos el color. Éste vuelve a aparecer para accionar estos mecanismos emblemáticos. En ocasiones se han comparado los collages de Avellaned con los fotomontajes o fotocollages de los dadaístas berlineses que tanto debían al cartelismo que por entonces se desarrollaba con todo su esplendor por las circunstancias bélicas y políticas de entonces, y por el desarrollo y extensión del mercado y del ocio, sobre todo por el grupo conformado por Hausmann, Baader y Hannah Höch, y al que pronto se agregó Schwitters, -más que por el del Club Dada de Berlín de Grosz, Heartfield, Herzelde y Huelsenbeck-, por encontrar los trasuntos sociales en el viejo dilema de la sinestesia, sólo que ahora abordado desde su necesidad de involucrarse con la experiencia real y no desde las torres de marfil simbolistas. Pues bien, si las sinestesias de la optofonética dadaísta viajaban a través de los colores, de la tipografía, de las voces y de los carteles de la vida urbana, la única que preside la obra de Avellaned es la más simple de todas, la más inmediata y la más inquietante a un mismo tiempo: el negro y el silencio. No hay nada que no pase por este infinito tamiz que todo tritura, por lo que habrá que encontrar el origen de estas sinestesias en algo mucho más radical y definitivo: el encuentro fulminante del negro de Malevich con el teatro total de Artaud automatizado desde la materia negra de nuestro interior.   

Malevich, -a quien Avellaned relaciona en su serie Memoria íntima nada más y nada menos que con la Cúpula de las Flores concebida por Brunelleschi, por lo que destaca de él y a pesar de su anti-objetividad su ánimo constructivo, el cual se alza cuando supera el peso de la materia tal y como ocurre por ejemplo con los contrarrelieves de su rival constructivista Tatlin-, entendió el avance del cubismo a partir de la fractura de las relaciones causa-efecto establecidas por la realidad, aunque como una derivación de contenido de sus legados formales, dado que Malevich atendió más a los aportes ideológicos del futurismo italiano que a sus resoluciones plásticas, tal y como lo entendieron sus colegas rusos Puni, Kluchenik, Klebnikov, etc. Con sus cuadros alogistas previos al suprematismo, Malevich vinculó estas aportaciones formales cubistas con cierto ideario futurista y revolucionario deseoso de liberarse de la ideología burguesa que implantó lo racional como lo incuestionable, por lo que Avellaned pudo vislumbrar en él un proceso similar al que él mismo sintió a lo largo de su carrera hasta la realización de sus primeros collages. De esta manera el negro que dio inicio al proceso suprematista de liberación de los condicionamientos materiales del hombre, se erigió como el éxtasis del cambio, la destrucción total y absoluta de todo lo anterior. Para comprender el alcance de esta consideración, -tal y como afirma el especialista de Malevich Jean-Claude Marcadé-, si queremos conservar toda la aportación filosófica y revolucionaria de su negro, éste debe ser entendido no como un simple “negro sobre blanco”, dado que el dilema de las superposiciones resulta de una trascendencia tan grande que no puede ser pasado por alto; sino como un “negro enmarcado en blanco” tal y como indica su título original (“negro enmarcado”). Frente a los monocromos posteriores, este negro debe ser entendido como una ventana abierta a un infinito de posibilidades una vez que se han perdido todas las referencias objetuales de la representación (en el homenaje que le rinde Avellaned aparece sobre un cartel de la 0,10, “la última exposición futurista de cuadros artísticos” celebrada en 1915 en Petrogrado), lo que inaugura el ejercicio de una libertad que nada tiene que ver precisamente con el exceso ni con el desentendimiento, sino con el vértigo y el compromiso posterior con lo que entendía Malevich por comunismo: la construcción del reino de los cielos sobre la superficie terrestre. Esta fase posterior que Malevich investigó con el rojo revolucionario del suprematismo y luego con el blanco constructivo de los “arkhitektons” junto con Nikolai Suetin, constituye para Avellaned la fase de reconstrucción en la que surge una nueva concepción de teatro mucho más inmediata, ayudada de los fragmentos de la experiencia, fotográficos en sus collages y objetuales en sus montajes, como aquel dedicado en 1993 a David Lynch y su Cabeza borradora. Todo ello tienen bastante que ver con la libertad de Artaud, la cual saltaba por encima de los niveles de expectación del teatro, confundiendo lo objetual con lo espiritual desconocido, lo artificial con lo natural, la segregación orgánica con la exactitud del montaje, y todo basado en el vacío constante del pensamiento que manipula todo este material de heteróclitas naturalezas. El negro de Malevich, tal y como le reprochó Rodchenko en su respuesta –sus monocromos de 1921-, mantiene la concepción perspectiva del cuadro como una ventana abierta, en este caso al infinito, porque se trata de la negación del cuadro mismo antes de arribar a la construcción. Esta diferenciación entre una forma y otra de entender los monocromos, resulta crucial para comprender la adopción del negro de Malevich por parte de Avellaned. Es un negro inmaterial, es la nada absoluta, la ausencia de toda materia, primera referencia para la libertad y el vértigo que entraña antes de dejarse caer. Nada tiene que ver con el monocromo antiartístico de Rodchenko, el negro artístico y purista de Ad Reinhardt o de Louise Nevelson, ni mucho menos con el negro “typical spanish” de los de El Paso. El negro fotográfico de Avellaned de 1998 es el principio y el final del proceso creativo, de su obra entendida como un gran canular por estar comprendida entre sus paréntesis: romper la ficción objetual para desvelar la nada real. Sobre él se superponen todas las construcciones posibles. Es el único espacio posible antes de extender los resultados sobre un soporte material y una realidad técnica que como con Malevich está llamada a desaparecer, en el caso del maestro bielorruso por el progreso revolucionario, y en el de Avellaned por la extensión de la creatividad a todos los registros posibles hasta lograr liberarse de los condicionamientos que éstos conllevan. Quizás por ello prefiera considerarse antes artista plástico que fotógrafo, por haber trascendido los límites de todos los registros posibles (teatro, fotografía, literatura, plástica, cine, infografía…) hacia fines poéticos superiores, por implicar de manera directa la experiencia de su propia existencia.         

 

La realidad de la materia y el idealismo de la forma

             Pero, ¿qué tienen en común un místico constructivo como Malevich con un loco escatológico como Artaud? Precisamente la mística y la materia. En el fondo, en los dos reposa un sustrato hegeliano. El proceso histórico de la revolución –sobre todo en referencia a la religión- es de suma importancia en el pensamiento de Malevich, la liberación espiritual que propone resulta de un encuentro inmediato del espíritu con la materia una vez desvelada la verdadera naturaleza de la economía real (la quinta dimensión: lograr más con menos necesidades materiales y energéticas), con lo que se eleva a grados de conocimiento superiores que someten la materia misma (las ciudades blancas de los “arkhitektons”)

El caso de Artaud es asimétrico: él se rebeló contra el idealismo del Espíritu de una manera mucho más rabiosa a cómo lo hizo el marxismo, lo que lo aleja todavía más del surrealismo. Precedente inmediato de Deleuze junto con Bergson, el interior de Artaud es un negro que, en sus últimas conquistas, activa segregaciones de órganos, vísceras, bolos alimenticios y execraciones que sustituyen al antiguo Espíritu, el mismo que Max Stirner ya desmintió. Lo que importa de este vacío que nace del desconocimiento de sí mismo –lo que Deleuze y Gattari entienden como una vida entera bajo el desconocimiento y temor al interior propio-, es la constante búsqueda de referencias externas, la herida del objeto sobre la piel. La anterior dialéctica establecida entre el objeto y el sujeto ha sido sustituida por aquella otra existente entre un cuerpo sin órganos y los órganos que no habitan cuerpo alguno, entre la cabeza borradora de David Lynch y el terror a la carne de David Cronenberg, entre la producción y el estreñimiento, entre la sustancia y el esfínter. En este estado de cosas, en esta nueva frontera que ha encontrado el materialismo en su avance a través de un sistema basado en la economía abstracta, por la que el pensamiento se aleja de la actividad como jamás antes se hubiera imaginado, las fronteras entre la consciencia y la subconsciencia se han borrado. Es más, nunca existieron. Resultaron tan fraudulentas como la antigua división entre cuerpo y alma. Ahora la frontera ha asumido para sí los procesos subconscientes mayoritarios, su propio vacío, aquello que por el momento no podemos conocer porque la abstracción de la económica imperante nos lo impide. La razón no resulta más que una simple carcasa más de las conformadas por la desecación del flujo automático de los procesos ocultos del yo. Este redescubrimiento, esta nueva toma de conciencia –valga la redundancia -, ¿no es acaso la destrucción de la “gran mentira” a la que se refiere Avellaned?

Pero antes que Guattari y Deleuze encontramos precedentes previos a esta deconstrucción en función de la inmediatez catártica del proceso de simbolización. Ya hemos aludido al “materialismo imaginista” de Gaston Bachelard por el que el yo encuentra de forma inmediata una materialización onírica y poética en las imágenes posteriores. Como si se tratase de un cangrejo que de todo se apodera con el objetivo de construir y fortalecer su caparazón, el yo se presenta antes por su deseo que por su cuerpo aparente. Sólo él nos permite abrir la tersa piel mediante el insistente frote y penetrar en las profundidades de una carne oscura. El deseo fragmenta, reconstruye, sustituye, superpone, etc., tal y como adivinó Bellmer con sus investigaciones en torno a una obsesiva muñeca (la obsesión sustituye ahora a la idea) hasta la conformación de un nuevo tratado de anatomía y la materialización en la carne de su eterna compañera, la pintora surrealista Unica Zürn. El deseo se apropia de lo que ve, de lo que llama su atención, de todo aquello que despierta su curiosidad, de lo que le obsesiona, todo con el fin de reconstruirse, porque el trasunto verdadero del erotismo es la identidad y, como tal, la cognición. ¿No responde este automatismo que en el fondo subyace en todo comportamiento humano, el concepto de propiedad y unicidad de Stirner, y no los entretenimientos políticos pequeñoburgueses de Mackay, Tucker o Émile Armand? El verdadero eclipsamiento de su filosofía no se ha debido realmente a las críticas que Marx y Engels vertieron contra su libro El Único y su Propiedad, sino el haberlo entendido y simplificado en una propuesta o programa político, a lo que han contribuido no tanto los ideólogos del comunismo como sus propios seguidores autodenominados anarco-individualistas. La propiedad no es un trasunto deliberado sino más bien inmediato. Nos apropiamos mediante la cognición y la atención de aquello que divisamos, nos abanderamos con ello para construir nuestros anhelos y nuestra propia experiencia al margen de notarios, de últimas voluntades y adquisiciones en los supermercados. La propiedad es un dilema de naturaleza cognitiva, porque la adquisición permanente no existe, constituye una abstracción más. Se tiene mientras se experimenta, y esto lo podemos aclamar recurriendo a las amables palabras de Eric Fromm o a las crueles comprobaciones de los personajes de Sade, y esto Avellaned lo sabe bien gracias a sus retratos, porque el verdadero autorretrato se erige en la reconstrucción.

Ante este mecanismo del autorretrato –no ya representativo sino construido en función del deseo-, todo se presenta sobre un mismo nivel: el de la materia. No importa que se trate de objetos, huesos, carne, vísceras, líquidos o palabras, las cuales sólo funcionaran en tanto que realidades palpables, es decir, en un “au delà” del texto tal y como las comenzó a entender la nueva semiótica de Barthes o el concepto de “muerte creativa” de Blanchot. Esta situación de la realidad puede ser resumida en una sola expresión: “redescubro la materia”.      

 

¿Surrealismo, técnica o rrr…realidad?

            No obstante, ante la materia se produce la gran contradicción experimental de Pedro Avellaned, la cual se resuelve de manera dialéctica. Incluso en relación con los retratos, él siempre afirma que toda su producción responde a una idea previa que ya reside en su interior. Sin duda es esta idea la que determina las variables de los distintos viajes por un mismo recorrido hacia el autorretrato y que aquí hemos intentado desentramar. En cambio, es el azar lo que gobierna la materia en primera y última instancia, aquello imposible de definir y que sólo la repetición y su simulación nos permiten controlar y asimilar como propio. Pues bien, éste es el mecanismo por el que Avellaned descubre nuevos procedimientos para su proceso creativo: “Me pongo a trabajar diseñando previamente las imágenes, aunque no siempre. A veces me deslumbra la improvisación. ¡No saber lo que te ocurrirá dentro de quince segundos! Es como no saber qué te ocurrió hace ese mismo tiempo. Imágenes. Construir imágenes en libertad” (1989). Aunque aparentemente contradictorio con la experimentación, este proceso tendente a lo endogámico resulta muy apropiado para trabajar con la reproducción y la unidad de la realidad, por la cual Avellaned construye nuevas unidades para fragmentos reproducidos. Él es consciente que es la copia en calidad de imagen de sus resultados lo que ofrece el acabado último, tal y como ocurre con la producción de los grandes collagistas y fotomontadores históricos como Rodchenko, Klucis, Max Ernst, Heartfield, Lajlos Kassak, Moholy Nagy, Karel Teige, etc., pero reniega de esta responsabilidad, la cual prefiere transferir al público y a todo aquel que desee adquirir la obra original porque, tal y como y hemos apuntado, los resultados desecados están llamados a ser continuados por los espectadores de las imágenes en su relecturas y sus propias configuraciones de nuevas unidades y usos de esas imágenes. La reproducción con Avellaned sigue siendo democrática, aunque salte por encima de ella. Al fin y al cabo, acontece en verdad en las páginas de los catálogos que acompañan e ilustran sus exposiciones. Ellas son las que sueldan definitivamente las fracturas del ensamblaje de las imágenes sobre un único soporte, eliminan las superposiciones con un planchado final. Por ello Avellaned siempre afirma disfrutar más el proceso que el resultado, aunque el fin último en tanto que creación de una nueva imagen le interese enormemente. Paradójicamente le fatiga más el disparo de la cámara que el trabajo de laboratorio, aunque conserve y aborde el retrato como un proceso cognitivo y, sobre todo, como la preparación de la materia prima para sus futuras elucubraciones imaginistas. El disparo es arduo porque debe ser repetido e insistido para lograr aproximarse a una idea previa. Unifica la elaboración y el resultado en su instante mismo. En él la vida que fluye es fatigosamente corta, mientras que el proceso creativo de laboratorio discurre a voluntad y no se contenta con el secado de los resultados, los cuales llaman de manera efectiva la atención de los espectadores. Más que por sus resultados inesperados, la experimentación es vivida intensamente por Avellaned gracias a su vitalismo precisamente, y la relación que mantiene con el azar se resuelve en la confrontación. Nunca relaja su empeño en dominarlo aun a sabiendas que esto es imposible. Esta actitud es la apropiada para la creación de una iconografía personal (la luna, la serpiente, los animales como medio de simplificación de los caracteres humanos en su representación, los cráneos, las máquinas, las cruces, la historia, las banderas, etc.) que tan sólo sirven al autorretrato, a una producción que se presenta pretendidamente narcisista, y que siempre retorna a sus obras anteriores y a los mismos puntos como auténticas obsesiones.

Esta necesidad de materialización del yo, de "dotar de imágenes a la memoria" tal y como él mismo afirma, de retratar en suma el propio proceso creativo, es lo que -en concordancia con el espíritu experimental que las anima-, relega la técnica a un mero medio a su disposición. Avellaned se despreocupa por la pureza de sus producciones y, frente a la denominación de fotomontajes o fotocollages, él siempre prefiere el de simple collages, por ser mayor su poder para evocar las múltiples facetas que él cultiva bajo unas mismas inquietudes. Como Man Ray curiosamente, siempre prefiere la plástica a la fotografía porque, por vivir el momento de ser superada por las nuevas tecnologías, goza de una mayor liberación de las sujeciones técnicas y se aproxima a la poesía y a la experiencia de una manera mucho más factible. Por eso él entiende que le manejo de la imagen pertenece al ámbito del arte, el cual puede recurrir sin problemas al cine y a la fotografía, y ahora a la infografía y a la video-creación. Tampoco le obliga este arte a acabar sus imágenes, las cuales abandona cuando entiende que han alcanzado una nueva vida o unidad en función de la síntesis, porque la investigación que reafirma la realidad en toda su dimensión material, siempre queda por encima de la técnica.       

Aun así, esto no significa que la técnica no sea trabajada con respeto a su propia naturaleza con el fin de explotarla de manera más intensa. El recorte de las tijeras posibilita la construcción de nuevas imágenes en los collages. Sin embargo la infografía, dadas sus cualidades para la exactitud, trabaja la repetición de manera mucho más intensa, así como la secuencia por fotogramas. Es precisamente la sujeción profesional a una técnica (en el sentido semperiano de la expresión) y su incapacidad para superarla y adoptar otras colindantes, lo que con la relajación y la pérdida de consciencia va alargando las distancias que separa la técnica de los resultados formales y, por tanto, la idea de la materia. 

En relación al collage debemos ofrecer algunas puntualizaciones cruciales para poder ubicar a Avellaned en la historia del collage y de la imagen en general. El historiador de arte Werner Spies estableció dos tipos de collage de Max Ernst, los cuales responden a su propia evolución plástica. Incluso en cierta medida puede ser extrapolado a la historia del collage en general. Los primeros realizados entre 1919 y 1924 responden a lo que él denominó “collages sintéticos” por crear nuevas imágenes a partir de la yuxtaposición de fragmentos. Por basarse en la construcción a partir de elementos dispares con base en la yuxtaposición, he preferido denominarlos “collages constructivos” en mi tesis doctoral dedicada al collage. En cambio, aquellos denominados "analíticos" por Spies, realizados entre 1929 y 1934 y que corresponden casi en su totalidad a sus tres series de collages novelados –La Femme 100 têtes (1929), Rêve d’une petite fille qui voulut entrer au Carmel (1930) y Une semaine de bonté ou les Sept éléments capitaux (1934)-, son collages que parten de un único contexto donde se dan los encuentros entre los elementos incongruentes. Como en estos últimos domina la yuxtaposición, apropiación y tergiversación, me refiero a ellos como “collages-corrección”. Alfonso Buñuel añadió un tercer tipo que en mi tesis llamé “collages integrados” por conformar ellos mismos, a diferencia de los anteriores, la totalidad del espacio desde una concepción cinematográfica de montaje deudora de su hermano Luis.

A diferencia de los montajes ftográficos de su colega Rafael Navarro basados en la oposición, Pedro Avellaned afirma que sus collages buscan la síntesis resuelta en la obtención de una nueva imagen a partir de los fragmentos previos. La prueba de ello es la pérdida total y absoluta de sus anteriores significados y valores para adoptar en su fusión otros nuevos. Aun con todo, no podemos considerar los suyos “collages sintéticos” o “·collages construidos”, sobre todo en función del fondo. Existe un factor básico en su concepción del negro que nos impide que esto sea así, porque además esto supondría un retorno a los orígenes de collage, lo que no es posible por el peso que guarda la idea original de estos collages, la misma que minimiza al máximo la intervención de lo inesperado, porque a fin de cuentas se trata de crear una realidad que supla la anterior imposible de asir, y para ello, a pesar de su calidad de imagen, debe contar con la solidez propia de la presencia.

Hemos visto cómo, a diferencia de los fondos neutros que Max Ernst empleó en sus años dadaístas, el negro de Avellaned es real. No es el negro de la ausencia sino del desconocimiento, de la certeza de una existencia que desconocemos. Por ello, como el de Malevich, es el color que contiene al resto de los colores y, como tal, se identifica con el blanco según la acepción que empleemos. Es la infinitud, pero siempre real, tal y como los primitivos vivieron el mar y como lo sentimos aún hoy ante nuestro desconocimiento de las realidades que esconde en sus profundidades. En una palabra, es el noumena que sirve de escenario para la representación del acto de sí mismo, por lo que las imágenes que se asientan y que ocupan su lugar, se yuxtaponen como los “collages – correctores”, porque las construcciones corrigen en cierta manera el negro desconocido estableciendo nuevos niveles de expectación que Avellaned recorrerá a su antojo, invitando a los espectadores a que realicen lo mismo y experimenten la inmensidad de esta libertad real, en un desdoblamiento de la escritura y la lectura propia de Blanchot. Por eso se trata de una nueva versión de collage integrado, porque sintetiza como los de Alfonso Buñuel los dos anteriores descubiertos por Max Ernst, sólo que por un procedimiento reduccionista, simplificador y en última instancia conceptual, muy propio de la cultura de los sesenta, setenta y ochenta, donde lo nominativo duchampiano (Errò, Broodthaers, Buren, etc.) se eleva como una voluntad que acomoda los mejores procesos creativos para la manifestación. Por eso necesita para sí que el collage se mantenga original y dejar que sea la expectación la que lo reproduzca: aun siendo una ventana al infinito, su negro fotográfico es real como la tapa que protege el ojo de la cámara cuando no la utilizamos, porque es el negro de lo potencialmente cognoscible. Así como Picasso descubrió mediante el papier-collé que el blanco de un recorte pegado sobre un soporte blanco no es este soporte original, -tal y como señaló Tristan Tzara en 1935-, Avellaned nos advierte que el negro del soporte no es el negro de la ausencia, sino el del vértigo. Sin esta convicción de un negro derivado del olvido, del cine y del blanco y negro intrínseco a la fotografía (Malevich creyó que el cine de Dziga Vertov maximizó la dualidad del blanco y el negro como él en pintura), insistimos, jamás podremos entender la naturaleza de sus collages en tanto que expresiones sin contenido más allá de sí mismas, tal y como el arte experimental exige la unidad del contenido y la forma en palabras de Philippe Sers.

 

Aportación metodología del presente artículo

          Con este estudio incidimos en la idea de que sus obras, -como todas las grandes aportaciones experimentales del siglo XX, en lo que el collage destaca por su naturaleza heteróclita-, deben ser entendidas desde el proceso creativo y no desde los resultados, si no queremos caer en las vacías y repetitivas descripciones iconográficas que, en la mayoría de los casos además, se apartan de las verdaderas inquietudes del artista para caer en lo literario y en el fácil pero infructuoso diagnóstico de curandero que separa el contenido de la forma, dado que es la experiencia creadora la que los unifica, así como ella misma con el resultado. Como Avellaned con la realidad, debemos atravesar los planos de expectación hasta alcanzar nuestro propio negro, recorrer al revés su experiencia así como él mismo ha destruido para construir. “Destruir la mentira” tal y como él mismo nos invita, porque en los espacios derivables de la poesía un recular supone un avance, una inmersión una elevación, y una reproducción una creación por simple alteración de variables. Con ello este ensayo desea demostrar que el proceso creativo viene a constituir el objeto de la creatividad contemporánea basada en la investigación y en la experimentación con la realidad, en contra de la representación y la separación que oculta las realidades materiales: desconfiad de aquéllos que seguros de su profesionalidad osan afirmar el significado de las realidades sin mencionar el origen de sus especulaciones, porque se engrandecen con la reproducción de aquello que en el fondo desprecian.     

Y ahora sí, este análisis del proceso creativo de Pedro Avellaned, perteneciente a una generación de artistas, fotógrafos, escritores e intelectuales, presidida de algún modo por el grupo Niké y la Oficina Poética Internacional (OPI), interesada en las vanguardias del momento y en el existencialismo francés, nos permite valorarlo en la historia del arte contemporáneo aragonés, como un eslabón necesario entre una primera generación de creadores y escritores aglutinados en los años treinta en tono a Tomás Seral y Casas, Alfonso Buñuel y la revista Noreste -quienes se hicieron eco de las noticias surrealistas que llegaban desde Francia aun sin abrazar este movimiento de forma abierta, y de algunos de los adelantos técnicos contemporáneos como la fotoplástica de Moholy-Nagy de la que Tomás Seral y Casas ya dio noticia en la citada publicación-, con una última generación de escritores y creadores que giraron en torno al grupo Ecrevisse o que fueron contemporáneos a ellos, entregados al collage, al objeto encontrado y a los automatismos, si bien en medio quedan las investigaciones fotográficas de José Luis Pomarón y Joaquín Alcón. De hecho, uno de los miembros fundadores del grupo Ecrevisse, Michel A. Zone (Miguel Ángel Ortiz Albero), igualmente comprometido con la causa del collage, la literatura y el teatro, siempre se ha declarado admirador de la obra de Pedro Avellaned. Con otro miembro de este grupo, Antuán Duanel (hoy Antuán Duchamp), acudimos a Huesca para ver su exposición, además de la directora de teatro bruto Marina Hernando (los tres formamos el grupo musical minimal Magyar), el arquitecto Ricardo Marco y su mujer y artista plástica Alicia Sienes; una buena banda de espectadores para un creador de lujo.

Con ello no afirmamos la existencia de un grupo surrealista aragonés tal y como comenzó a hacer José Francisco Aranda en su libro El surrealismo español. Pedro Avellaned no se considera surrealista aunque reconoce elementos surrealistas en su obra, sobre todo porque es bien consciente de que este movimiento supone abrazar una serie de posicionamientos ideológicos frente a la realidad, muy sujetos y determinados a la época en que surgió y que se adaptan mal a la sobreabundancia de imágenes que hoy en día impera. Al fin y al cabo, ninguno de esta tradición aragonesa se consideró abiertamente surrealista, a excepción del miembro de Ecrevisse Pierre d. la o de Paco García Barcos en los primeros años de su carrera plástica. Tal y como ha ocurrido en buena parte del mundo (Joseph Cornell en los Estados Unidos, Paul Nash y Desmond Morris en Inglaterra, Adolf Hoffmeister en Checoslovaquia, los fotógrafos Pierre Boucher o Florence Henri en Francia, Karol Hiller en Polonia, el danés Wilhelm Freddie, o la mayoría de los considerados representantes de una plástica surrealista en España por parte de Lucía García de Capri, etc.), se trata de unos creadores que han adoptado medios de expresión automáticos, mas no el ideario surrealista en su sentido amplio. No hay que olvidar que existen precedentes claros de este automatismo, como la plástica de Victor Hugo, la fotografía de Strindberg, la poética de Lautréamont o el automatismo dadaísta.     

Esta contextualización en el arte contemporáneo aragonés no desmiente, ni mucho menos, la trascendencia de Avellaned en el panorama fotográfico contemporáneo español, por haber formado, junto con otros aragoneses como Rafael Navarro, Andrés Ferrer o Gonzalo Bullón, parte de una generación de representantes que recuperaron en la década de 1970 la fotografía experimental, como Jorge Rueda, la también aragonesa Luis Rojo, el argentino America Sánchez o Miguel Ángel Yánez Polo, aunque su despreocupación por la naturaleza fotográfica y su profundo compromiso con la poesía, quizás lo alejen de los círculos fotográficos profesionales y lo arrimen al ámbito de las mutaciones alquímicas. Al fin y al cabo la fotografía, tal y como comenzó a intuir Rosalind Krauss, es en sí misma una expresión propia del surrealismo. No hay fotógrafos surrealistas como tampoco hay pintores surrealistas: la fotografía en toda su amplitud es surrealista porque la actualidad lo es. Máquina de la curiosidad, escupe instantáneas del interior en su relación con los motivos exteriores; presenta y encubre signos de ese vacío; recorta y selecciona fragmentos de una realidad ya fragmentada; injerta la objetividad de la cámara en la subjetividad del ojo; enfrenta la reproducción interior con el original exterior; por su propia idiosincrasia está llamada a superar sus límites técnicos y, en suma, trabaja para elevar a la naturaleza del mito el shock permanente que rige la contemporaneidad y su realidad material.  


Mezclas. Álvaro Peña en el Espacio Cultural Adolfo Domínguez

Fusión de referentes. Así son las obras mostradas por Álvaro Peña, en el Espacio Cultural Adolfo Domínguez.

Algunas de las tiendas de Puerto Cinegia, cobijan restos de la muralla romana que rodeaba la Zaragoza romana. En el caso de Adolfo Domínguez, una parte del piso inferior del comercio se acota con cristaleras. Sillares con cientos de años de antigüedad, descontextualizados y con una escueta nota aclaratoria, sirven como marco a exposiciones de arte. Que sea una buena política de patrimonio o no, es algo que dejamos a discreción del lector. En todo caso, el espacio gestionado por Eugenio Mateo (colaborador de El Pollo Urbano y comisario free lance), acoge en este momento a toda una serie de propuestas, realizadas en su mayoría en acrílico sobre lienzo (algunas utilizan como soporte la madera). Entre ellas, destaca una obra de gran tamaño, con formato de mural, en la que flota una revisitación del Picasso más picassiano (valga la redundancia). El malagueño de Las Señoritas o el Guernica. El del minotauro de la Suite Vollard, que rechaza y atrae a la muerte a aquel que mira. Que se cobija en el onírico mundo que reflejan las páginas de un libro.

Tiende la mano al visitante. Le invita a adentrarse, entre vanos, cortes de realidad, aperturas a otros mundos. Literatura de evasión pintada. Forma de tondos en dos de las obras. Como los ojos de buey de un barco, ofrecen un espacio para la mirada. Pero, a diferencia de estos, permiten atravesarlos en pos de otras experiencias. Fondos azules o granates. Graciosa (cuando no eléctrica) combinación de colores, a veces rozando el kitsch. El espíritu de Klimt o de la Secesión Vienesa parece flotar entre estas figuras extrañas, retorcidas y, a veces, enflaquecidas. Recuerdan a Egon Schiele, o a gran parte del expresionismo centroeuropeo de entreguerras. Destilan un cariño y un amor un tanto desgarrado. Son personajes a medio camino entre los enanos de Velázquez y los equilibristas del Circo del Sol. Entre ellos, parece darse cita el chocolatero ideado por Roald Dahl. Timburtiano hasta la médula, retorcido, elegante y de modales exquisitos. Sus ademanes lo hacen terrorífico, draculesco y tétrico. Y su fábrica de chocolate resulta excéntrica y pavorosa. Pero siempre atractiva. Más que una Alicia, el espectador se puede sentir como el viajero en el tiempo de H. G. Wells. El juego de identificar influjos diversos está detrás de cada obra. Van desde lo antiguo hasta lo contemporáneo. Forman esa reunión extraña que, a veces, se califica como lenguaje postmoderno.

Cine y series de animación (algunas tremendamente populares), universos extraídos del cómic o la ilustración. E influencias “clásicas” (resaltando el entrecomillado de la palabra). Lo verdaderamente interesante del universo creado por Peña es su hibridación sin tapujos. Académico Correspondiente de la Real Academia de Alfonso X el Sabio, el artista cuenta con varias decenas de exposiciones individuales y de otras tantas colectivas. Pero todavía queda por descubrir al gran público. Su obra resulta netamente contemporánea. Divertida y vibrante. Atractiva. Bella a veces. Chocante en las que más. La mezcla de influencias divergentes no se reúne sino para aportar algo nuevo y distinto. Viaje cinematográfico sobre papel. Cómic proyectado. Ilustración por su intenso contenido narrativo. Historias reunidas bajo un denominador común. O bajo varios.

Un mundo en el que perderse. Amplio viaje por los sentidos. Breve pero intensa exposición. Para deleitarse. Bon appétit.


Mercedes Millán. Seres mitológicos del Pirineo

Mercedes Millán, formada en la Escuela de Arte de Zaragoza, escultora, aunque también se manifiesta a través de la pintura, ha presentado en la Iglesia de Jesús en Fiscal (Huesca), dentro del programa RENOVARTE, su exposición Seres mitológicos del Pirineo, y ha resultado tan interesante que ha habido un empeño por parte del Ayuntamiento de Sabiñánigo (Huesca), para llevarla a su sala de exposiciones, allí la hemos podido ver hasta el 22 de septiembre.

El medio de expresión con el que la artista se siente más identificada es la cerámica y el modelado en arcilla, emplea torno, jugando un papel muy importante en su obra las patinas y engobes.  Se trata del material más ancestral, trabaja con los cuatro elementos: tierra, fuego, agua y aire.  Barro cocido, el elemento más antiguo, noble, fuerte y frágil a la vez.

La autora se muestra especialmente hábil en la realización de retratos, faceta que nunca ha abandonado, si bien, en sus últimas exposiciones su tema principal y recurrente es la mitología aragonesa pirenaica.

Millán se siente fascinada por el ser humano y su curiosidad innata, que es lo que le ha llevado a una búsqueda constante en su interior y en su entorno, lo que llevaba a los primitivos habitantes pirenaicos a explicar la misteriosa naturaleza, los fenómenos que no comprendían, por medio de seres fantásticos, maravillosos, sobrenaturales: dioses, hadas, fadas, dragones, diaplerons, menuto, duendes…

Sus personajes, como consecuencia de su continua búsqueda, se representan siempre viajando, unas veces a lomos de animales: bisontes, leones, caballos, animales fantásticos, dragones, serpientes…  Y los que van montados en la barca, lo que en la mitología pirenaica se denomina barca de moros (moros y moras, que no designan a hombre o mujer moros, sino a fadas, seres no humanos dotados de gran poder mágico, y relacionados con la naturaleza y el agua).  Cuenta la leyenda que cuando se aproximaba una gran tormenta, los habitantes de Matidero y Cañardo (hoy pueblos deshabitados) miraban al cielo y se les aparecía un enorme barco navegando por el cielo en el que viajaban las fadas.

No podemos dejar de ver la influencia que tienen en su obra las primeras culturas y civilizaciones, no sólo por el material empleado, la terracota, la forma de tratarla, los dibujos y marcas incisos en los distintos elementos que componen sus esculturas, sino también en las formas representadas, así el bisonte es Altamira y en especial los bisontes en arcilla de la cueva de Tuc.  También los dragones mitológicos  babilonios, caballos numantinos o barquitas encontradas en tumbas egipcias.  Se aprecian guiños rodinianos en las figuras que ocupan la barca.

Estos viajeros pueden desplazarse solos, en parejas o en grupo, unas veces van sentados, otras a horcajadas e incluso de pie; a modo de expertos jinetes los podemos encontrar montados a la contra, o incluso totalmente incorporados.

Se trata de piezas muy elaboradas, trabajadas con diversidad de engobes y patinas que permiten diferentes texturas, colores y matices en una misma obra, dejando comprobar el dominio que la artista posee en esta difícil técnica.


Reencuentro con Esteban Lisa

La muestra antológica de Estaban Lisa (1895-1983) pretende contribuir al reconocimiento internacional de la obra de uno de los primeros pintores abstractos de América Latina y de España. Tras haber mostrado anteriormente su obra en diferentes lugares como Buenos Aires, Londres, Nueva York, Beirut o Madrid, se vuelve a elegir esta última ciudad como lugar para exhibir toda una muestra en torno de esta figura tardíamente recuperada, pues sólo se empezó a conocer póstumamente. Este hecho también se debe, en parte, a la negativa de Esteban Lisa de exponer su trabajo artístico, quedando guardado en un armario, y viendo la luz tras su muerte. Según Isaac Zylberberg explica que el artista no mostraba sus dibujos porque justificaba que "todavía estaba experimentando".

La muestra de la Biblioteca Nacional de España es el marco apropiado para presentar la obra de un artista intimista y autoexcluido, que se consideró a sí mismo como un intelectual, profesor de filosofía y escritor de prestigio, pues publicó libros como La teoría de la cosmovisión y la visión de Platón (1980), la Teoríade la Cosmovisión y la teoría de la relatividad en la era espacial (1972) o Kant, Einstein, Picasso (1956) y remitió ejemplares a centros de producción artística, científica e intelectual de todo el mundo, entre ellos a la Biblioteca Nacional. Estas publicaciones de carácter filosófico, han sido analizadas por el comisario de la exposición, Miguel Cereceda, quien destaca la falta de erudición y errores graves en la comprensión y valoración del pensamiento de algunos filósofos, y señala que se trataría más bien de un pseudocientífico o pseudofilósofo.

El criterio expositivo de la muestra sigue un orden cronológico y evolutivo del trabajo de este artista toledano que emigró a Argentina para ayudar económicamente a su familia, y fue allí en Buenos Aires donde desarrolló una trayectoria artística e intelectual prácticamente desconocida en España y en su tierra natal. De ahí que uno de los objetivos de esta exposición sea su reencuentro con Toledo, donde viajará la exposición posteriormente exhibiéndose en el Museo de Santa Cruz, y justifica asimismo, el título de la muestra: Esteban Lisa, Retornos.

La exposición comienza con las primeras obras del artista de menor relevancia, de temática principalmente paisajística y bodegones figurativos, donde se inicia con las primeras exploraciones geométricas. También llama la atención la fidelidad al formato de los soportes, de carácter reducido, en ocasiones reaprovechado, pues "su pintura sólo se expande conceptualmente, en una clara prefiguración de su propia escritura, pero nunca materialmente". Asimismo se señala que "la utilización reiterada del soporte marcaría el contenido experimental de sus investigaciones, el desinterés por informar al público, críticos y colegas de sus logros".

En los años cincuenta se inició un nuevo periodo en Estaban Lisa, momento en el que fundó su Escuela de Arte Moderno "Las Cuatro Dimensiones" (1955) y desarrolló nuevas experiencias científico-místicas y espacios intergalácticos. En su obra predominan las superficies de colores yuxtapuestas, pues se despreocupa de las superficies volumétricas y de la profundidad. La obra del artista toledano tiene una relación directa con la pedagogía – influido por Fray Guillermo Butler y  Juan del Prete -, desarrolló una doctrina estético-filosófica en torno a la misma, sin olvidar la influencia que ejerció su mujer Josefa Pierini, Doctora en Filosofía.

En este periodo hasta los años setenta el pintor funda el Instituto de Investigaciones de la Teoría de la Cosmovisión (1966), y la desarrolla en el campo pictórico a través de la abstracción. En sus pinturas Juegos de líneas y colores, desarrolla el concepto de la cosmovisión donde conecta con su mundo interior y el universo, pues entendía " que al dibujar o realizar con la mano trazos de las formas abstractas establecería una relación entre él mismo y el universo, entre el microcosmos y el macrocosmos".

Este razonamiento le ponía en contacto con la filosofía Malevichiana del suprematismo. Sin olvidar las diferentes influencias artísticas – como Mondrian y Picasso -,  a las que se suman las filosóficas – como Platón o Kant- o científicas – Einstein-. Por tanto, se puede decir, que paralelamente a la abstracción, Esteban Lisa fue desarrollando ideas filosóficas, literarias, científicas y metodológicas hasta aportar una identidad a su trabajo. Sin embargo su singular abstracción y su concepto de cosmovisión "le alejaban de los intereses y retos propios del modernismo abstracto argentino"

Gracias a la iniciativa de sus discípulos Horaio Bestani, Isaac Zylberberg y Francisco Pelegrín, se constituyó en 1987 la Fundación Esteban Lisa en Buenos Aires. Desde entonces han organizado varias exposiciones en España: en la Galería Guillermo de Osma, Madrid (1998), en la Fundación Antonio Pérez de Cuenca (2008), en la ermita visigoda de Santa María de Melque, Toledo (2010) y la muestra que actualmente se exhibe en la Biblioteca Nacional en Madrid.


Una edición bilingüe para que el mundo conozca más a Ticio Escobar

Ticio Escobar es una personalidad de gran prestigio en su país, Paraguay, pero también en toda Latinoamérica e incluso en España, donde la Casa de América le otorgó el premio Bartolomé de las Casas: yo lo considero uno de los críticos de arte más admirables que ha habido en la historia de esta profesión, y por eso justamente es uno de los autores destacados en mi antología Historia de la crítica de arte: Textos escogidos y comentados (Zaragoza, PUZ, 2005), donde incluí un precioso texto suyo. Pero aunque el español sea una de las lenguas más habladas del mundo, quien se expresa en este idioma puede estar condenado a los márgenes de la cultura mundial, de no contar con obras publicaciones en inglés, que es la nueva lingua franca universal. De ahí el interés de esta publicación bilingüe, pues va a divulgar uno de sus libros más importantes, en versión original y en traducción inglesa.

La Asociación Internacional de Críticos de Arte (patrocinada por UNESCO), inaugura así una nueva colección donde cada año se dará a conocer en inglés y otro idioma alguna obra de un autor del país en donde se celebre el congreso mundial de AICA: el 44º congreso tuvo lugar en Asunción el otoño de 2011, y fue entonces cuando recibió este prestigioso escritor el premio AICA a la Contribución Distinguida en la Crítica de Arte. El resultado de ello es este hermoso libro, que debemos al impulso entusiasta de Adriana Almada, expresidenta de AICA-Paraguay y actual Vicepresidenta de AICA.

Efectivamente es una publicación que, por su exquisito diseño e interesante contenido, merece mi sincera felicitación. Y también porque es muy representativa de la labor de Ticio Escobar como crítico de arte, que no es fácil de clasificar. Con él no vale el cliché simplificador que divide a los profesionales de la crítica de arte en dos categorías: los que escriben reseñas sobre arte y exposiciones comentando sus puntos de vista sobre determinados artistas y obras, frente a los que filosofan sobre arte y sólo de vez en cuando descienden a tierra para citar como ilustración algunos ejemplos empíricos. Este volumen empieza y termina con reflexiones sobre el aura de las obras de arte basadas en Walter Benjamín, y son muchos otros los popes del pensamiento estético citados abundantemente por el autor: Kant, Hegel, Heidegger, Wittgenstein, Foucault, Deleuze, Derrida, etc. Pero no deja de ser revelador que las páginas centrales del libro, su corazón palpitante, sean los elocuentes comentarios en que Ticio interpreta lúcidamente algunas obras de artistas como Pedro Barrail, Rosa Velasco, Osvaldo Salerno, o Aníbal López.

El público español había podido conocer estos comentarios personales y las reflexiones estéticas que les preceden, en la versión inicial de este ensayo estructurada en cuatro partes, cuyas tres primeras ya habían sido publicadas en 2009 por el IVAM en un volumen titulado El arte fuera de sí. Pero el cuarto capítulo fue añadido por el autor en una edición posterior publicada al año siguiente en La Habana, bajo el título La mínima distancia. Ahora lo ha cambiado ligeramente para esta edición corregida y aumentada titulada La invención de la distancia/The Invention of Distance.

La traducción inglesa ha sido sin duda una labor difícil, porque la alambicada escritura de Ticio está llena de recursos poéticos y de vocabulario idiosincrásico, que fuera del Paraguay quizá resultará exótico a muchos hispanohablantes. En el español de España, por ejemplo, nunca llamaríamos negra “espalda” al dorso umbrío o envés oscuro de algún objeto, pues solemos entender que son las personas o animales quienes tienen espalda, o bien la tiene el tiempo si lo imaginamos como una alegoría, tal como reza el título de una famosa novela de Javier Marías. Pero esa expresión recurrente en el ensayo estético aquí reseñado queda traducida como “back” y queda más comprensible. Así que el texto inglés resulta de gran ayuda para el lector, para acabar de percibir no pocos matices. A veces incluso enriquece el original con significados adicionales, como cuando el rótulo “retornos” se convierte en “reappearances”, lo que no concuerda con su significado literal, que más bien sería “returns”, pero le confiere una acepción mágica y dramática muy apropiada.

Así pues, la traducción no sólo es buena sino además muy inspirada, y hasta poética, tal como conviene a un libro de un ensayista-poeta. Por eso mismo, en lugar de poner la versión inglesa en la segunda parte del libro, seguramente hubiera sido más apropiado que discurriese en paralelo a la versión original, confrontándose cada página par frente a la impar correspondiente, como se hace en los libros bilingües de literatura clásica o de poesía. Pero entonces hubiera quedado en evidencia un curioso detalle, a mi parecer poco correcto, pues la traducción inglesa no respeta los párrafos originales, sino que transforma más de un punto y aparte en punto y seguido; mientras que alguna vez ocurre lo contrario, y donde no había salto de línea la versión inglesa corta en párrafos distintos un hilo argumental. Es algo sorprendente, pues la secuenciación de la escritura es un recurso muy personal en Ticio Escobar, que a veces usa párrafos extremadamente breves y subtítulos para marcar con determinados ritmos nuestra lectura. Ojalá se tenga esto en cuenta para el siguiente libro de la colección, que estará dedicado al crítico eslovaco Tomás Strauss, recientemente fallecido.


Entrevista a Miguel Ángel Gil, ganador del Premio Internacional CERCO 2013

En su decimotercera edición CERCO se reinventa, pasando a ser bianual y alterno, tanto en la convocatoria de la feria como en el premio. Este año se ha convocado el Premio Internacional de Cerámica Contemporánea y el próximo tendrá lugar la feria. En esta nueva edición no se premian obras sino proyectos, con el fin de descubrir nuevas formas de entender la cerámica. Bajo el lema “Cerámica y paisaje” se presentaron 54 proyectos de diferentes países a concurso, recayendo el Premio Internacional de Cerámica CERCO 2013 en Miguel Ángel Gil por su proyecto “Campo de coles bioluminiscentes”.

 

Te iniciaste en la fotografía a la que incrustabas distintos elementos. Luego vinieron la escultura, la cerámica, la instalación y las perfomances, profundizando en la relación entre distintas disciplinas artísticas. ¿Qué te atrae de la cerámica?

Sobre todo el material y sus infinitas posibilidades, a la vez que esa falta de control total sobre el resultado. En cerámica no es el artista quien tiene la última palabra, hay un cierto grado de azar en el proceso, ese misterio me resulta muy atractivo.

¿Cómo llegaste a la cerámica y quienes fueron tus maestros?

No tengo formación académica, mis comienzos fueron a través del modelado en barro, este material me ha atraído desde niño, posteriormente compartí taller con la ceramista Yanka Mikhailova, ella me ayudó bastante, además de asistir algún taller monográfico, pero en esencia me considero autodidacta, mis principales maestros han sido la experimentación y sobre todo el error.

¿Qué ceramistas te gustan?

Del panorama nacional, y aunque no tienen nada que ver con mi trabajo,  tengo interés por los ceramistas más “matéricos”, aquellos que experimentan con los límites del material cerámico, como Claudi Casanovas, Joan Serra o Rafa Pérez. También me interesan los autores que han fusionado el trabajo cerámico con otras disciplinas, Pere Noguera o Carlos Llavata, en el caso de la performance. O las incursiones de artistas ajenos a la cerámica, desde el trencadis de Gaudí a los bloques desencajados de Chillida. Más cercano a mi leguaje está el trabajo de Vicen Roda.

A nivel internacional por citar algunos, Herman Muys,  Kristen L. Morgin, si bien mis referencias, suponiendo que haya que tenerlas conscientemente, no estarían en la cerámica.

¿Y dónde estarían?

No tengo claro lo de las referencias, podría hablar de autores que me han interesado a lo largo de mi vida, aunque no necesariamente tienen que ser artistas plásticos. Podría empezar por la arquitectura modernista catalana, de la cual pude disfrutar desde mi niñez, posteriormente vino el comic y la música, el rock sinfónico y la canción de autor. La literatura, con autores clásicos como Huxley o Kafka… También  reconozco mi predilección por el surrealismo,  Buñuel, Duchamp, el metafísico Chirico o sobretodo Magritte.  Aunque realmente me siento identificado con autores mucho más actuales aunque no todos queden reflejados en mi trabajo: Arman, Perejaume, Bernardí Roig, los inicios de La Fura, Madoz-Brosa, o la ironía de Krahe.  Estos son los que recuerdo hoy, pero muy posiblemente, si me preguntas otro día podrían ser otros distintos…, también podríamos hablar de cine, paisajes, ciudades, o por qué no, de sustancias psicoactivas…

¿Dónde busca inspiración?

Tengo atracción por la transgresión y por la irreverencia, es para mí casi un placer, en el plano conceptual mi inspiración es como un acto de defensa propia…, en lo formal también me atraen los fuertes contrastes, las imágenes intensas, con fuerza…, creo que aplico estos “filtros” para intentar mostrar el mundo que me rodea, pero hay algo que me interesa especialmente; es la obsesión por descubrir la existencia otra “realidad” tras lo aparente, una realidad de difícil acceso, consecuencia de lo  limitado de nuestra percepción para entender nuestro entorno, el esfuerzo para intentar traspasar esa apariencia en busca de su esencia, creo que es mi verdadera fuente de inspiración…, pero no estoy seguro…   

Este año CERCO se ha reinventado, separando la Feria Internacional de Cerámica Contemporánea y el Premio Internacional de Cerámica Contemporánea, ¿le parece acertada la idea?

Supongo que esto ha sido una estrategia de supervivencia, creo que optaron por convertir CERCO en una extraña bienal, para no desaparecer por falta de medios financieros. Curiosamente, CERCO depende, además del Ayuntamiento de Zaragoza y DPZ, en su mayor parte del  Departamento de Industria e Innovación del Gobierno de Aragón, gracias a los cuales todavía subsiste, pero creo que hace mucho tiempo que debería haberse implicado el Gobierno de Aragón desde su departamento de Cultura, apostando de manera firme por el evento de cerámica contemporánea de más importancia de nuestro país, y uno de los principales de Europa. Dejar morir CERCO será un nuevo error político en nuestro ya desierto panorama cultural.

¿Crees que se está dejando morir?

Si, se está dejando morir por culpa de las instituciones. No entiendo por qué a Cultura de la DGA ni al Ayuntamiento no le interesa CERCO. CERCO ha ido bajando la calidad por no poder invitar a artistas por falta de presupuesto.

Con este nuevo planteamiento se ofrece a los artistas la posibilidad de presentar propuestas realizadas en cerámica y que puedan ser susceptibles de ser instaladas en el exterior. Este año el lema ha sido “Cerámica y paisaje” y su propuesta “Campo de coles bioluminiscentes” ha obtenido el Premio Internacional CERCO 2013. ¿Qué significado tiene su obra?

Mi proyecto plantea una reflexión sobre algunos temas que me preocupan, como son la manipulación genética de los alimentos y el control de las multinacionales sobre los cultivos a través de los híbridos, todo esto representado con una obra cercana al realismo mágico o al surrealismo.

El jurado destacó de su obra una doble lectura, una primera de alerta, de alarma ante la manipulación de la naturaleza y una segunda que utiliza un elemento cotidiano, vegetal y manipulado como es la col, como módulo para crear un paisaje reconocible pero transformado. ¿Está de acuerdo con esta valoración?

Si, de hecho agradezco la valoración de la parte conceptual, que en mi trabajo es de vital importancia y que requiere un pequeño esfuerzo por parte del espectador, más allá de una primera lectura  estética.

Una constante en tu trabajo es el contraste y la contradicción. Muestra algunos aspectos y esconde otros, provocando una reflexión, ¿qué buscaba con “Campo de coles bioluminiscentes”?

Evidentemente, ganar el premio CERCO 2013.

Otra constante en su obra es la ironía, ¿cree que se podrían llegar a comercializar estas coles bioluminiscentes con una buena campaña de marketing?

No tengo la menor duda, continuamente estamos consumiendo de forma absurda objetos inútiles, gracias a muy buenas campañas publicitarias. El campo de la publicidad, lamentablemente, se nutre de grandes valores creativos, mercenarios al servicio del engaño, pero buenos artistas al fin y al cabo.

¿Qué campaña de publicidad eliminaría si pudiera?

Eliminaría la publicidad. La publicidad es pura mentira tal y como está planteada.

El abuso de las multinacionales en el control de plantas y semillas no aptas para la siembra, y el desconocimiento de la repercusión para la salud de la manipulación genética de los alimentos es un hecho. ¿Puede el arte contribuir a la concienciación de estos problemas?

No lo sé, pero creo que quien tenga una mínima posibilidad de incidir en la conciencia de la población para mejorar nuestro entorno debería de intentarlo, y el arte, como leguaje que es, puede comunicar, ésta es la parte del arte que más me interesa. En palabras del ex-artista catalán (Marc Viaplana) ¿No debería el arte contemporáneo interesar más a un comisario de policía que a uno de exposiciones?

¿Ha tenido alguna propuesta o financiación para poder realizar su proyecto?

No me separo en ningún momento del teléfono…

Si pudiera elegir, ¿cuál sería el lugar elegido para instalar el “Campo de coles bioluminiscentes”?

La posibilidad de llegar a más público estaría en Zaragoza, además es aquí donde se ha dado el premio. Me imagino la instalación de “campo de coles bioluminiscentes”, planteado como un huerto urbano, en un lugar en el que se pudiera contemplar desde cierta altura, un espacio así sería ideal.

¿Alguna reflexión final? ¿Quiere añadir algo?

Solamente añadiría, a modo de reivindicación, que la cultura en su conjunto y el arte contemporáneo en particular, constituyen una actividad que genera riqueza, tanto material como espiritual, esta idea debería de calar entre quienes gestionan el dinero público. Creo que está un poco trasnochado apostar por “mausoleos de arte muerto”, habría que empezar a crear espacios vivos en los que los artistas puedan experimentar junto a cualquier otra actividad creativa.

Recientemente he estado invitado durante una semana en un festival de performance (Préavis de Désordre Urbain)en Marsella (Capital Cultural Europea 2013), el cual se desarrollaba en un complejo industrial en desuso (La Friche belle de mai), rehabilitado con el menor presupuesto posible y con mucha imaginación, un auténtico generador de energía creativa, música, danza, cocina, oficinas de nuevos emprendedores, ferias, radio, teatro, talleres cedidos a artistas, tiendas, performances, exposiciones, bar-restaurante, arte urbano, congresos y un largo etc. de actividades con programación diaria. Sería un acierto organizar una visita para nuestros gestores culturales, pagada de su propio bolsillo por supuesto…


Ramón Acín. El artista de las mil facetas

Cuando en 1936 Ramón Acín fue asesinado, una espesa niebla se cernió sobre él. Su voz y su trabajo fueron silenciados. Hubo que esperar hasta la década de los 80, del pasado siglo XX, para que se conociera una recuperación vigorosa del personaje. Recordemos la primera entrada que firmaría Manuel García Guatas, para la Gran Enciclopedia Aragonesa,  la retrospectiva que le dedicó el Instituto de Estudios Altoaragoneses en 1982, la antología de 1988 en el Palacio de Sástago, dirigida por Manuel García Guatas, o la última muestra hasta ahora conocida, realizada hace diez años, en el Museo de Zaragoza, y comisariada por Concha Lomba. Al conmemorarse, este año, el 125 aniversario del nacimiento del escritor, pintor, escultor, crítico de política, militante de la Confederación Nacional del Trabajo, humorista burlesco, cronista, poeta y panfletario, la Fundación Ramón y Katia Acín, el Museo de Huesca, el Archivo Histórico Provincial y numerosos coleccionistas particulares han colaborado en la muestra titulada Ramón Acín. Geometría del hombre sin aristas. Concebida como si de una mirada panorámica se tratara, la exposición, a través de dibujos, pinturas, esculturas, documentos personales, expedientes gubernativos y policiales, fotografías, artículos periodísticos, murales, libros, impresos, trata de “acercarnos a la vida y obra de Acín desde todas sus perspectivas, sin perfiles ni aristas, en un mismo plano”. Así lo ha asegurado, su comisario, el periodista Víctor Pardo Lancina.

La obra de Acín, ciertamente influenciada por su ideología política, se enmarca  en cierta estilización cubista. En lo que a la pintura se refiere, retratos de personajes conocidos, escenas de género, ambientadas en lugares comunes, recogen el testigo, un poco a lo Zuloaga, en las obras realizadas en  los años treinta, que complacen su espíritu y sobre todo, su forma de expresión. Entre sus mejores lienzos, que pueden verse en la muestra, destaca La feria, Bañista, Las madres, Chica del cántaro…etc.. En lo que respecta a la escultura, en torno a los años veinte, del pasado siglo, Acín, realizará un novedoso conjunto de esculturas, considerada por la crítica del momento como “una de las expresiones artísticas más logradas”. Piezas realizadas en metal, en chapa de hierro recortada o doblada. Hay que recordar, que por esas fechas, la escultura en hierro, estaba alcanzando cotas de alta calidad. Sobre todo las creaciones de Gargallo, Julio González o Blasco Ferrer. Entre estas piezas, podemos destacar Bailarina, Bañista, Cristo o Las pajaritas, esta última, se convirtió en símbolo de la ciudad oscense

Como bien hemos dicho antes, la exposición se completa con murales, libros, dibujos y sobre todo artículos periodísticos. El Acín periodista y dibujante, en la exposición, puede encontrarse en algunos originales, como La ira, Floreal, El ideal de Aragón o Heraldo de Aragón ysobre todo del Diario de Huesca, el único lugar abierto, donde durante su corta trayectoria periodística, 1911-1936, encontrara un espacio para sus dibujos y artículos. Entre las curiosidades destaca, una copia del boleto de lotería de navidad de 1932,  que le tocó a Acín, y con el cual abrió camino a Buñuel, para seguir haciendo cine, en concreto, el documental Tierra sin pan, rodada en las Hurdes Altas en la primavera de 1933, y que se convirtió en una alegoría de la guerra que estaba a punto de llegar.

¿Cómo hubiera sido Ramón Acín tras la contienda bélica, de haberla sobrevivido?, ¿cómo hubiera sido la evolución de  su arte?. Son preguntas, cuyas respuestas no tenemos. Lo único que nos queda es su figura y sobre todo, su obra, tan dispersa como considerable y valiente, constituyendo una fuente de pasión, sensibilidad e intensidad. La sensibilidad de un hombre, Ramón Arsenio Acín Aquilué, que fue arrebatada un caluroso seis de agosto de 1936.

 

Ramón Acín. Geometría de un hombre sin aristas

Museo de Huesca

30/08/2013- 12/01/2014