EDSEL, Robert M. , The Monuments Men, Barcelona: Destino, 2012

 

Con motivo del estreno de la película, me gustaría hacer una breve reseña del libro que la inspiró, The Monuments Men, publicado en 2009 y cuya primera edición en España, traducida por David Paradela López es de 2012.

Su autor, Robert M. Edsel, es un empresario petrolífero que decidió dedicar su vida a la divulgación del legado de los hombres de la sección de Monumentos. Para ello, creó la  Monuments Men Foundation for the Preservation of Art, que recibió en 2007 la medalla nacional de Humanidades de Estados Unidos. En colaboración con Bret Witter narra en este libro un episodio de la segunda guerra mundial, un episodio en plena confrontación, llevada a cabo por un grupo de hombres que no empuñaban armas y que decidieron ir al frente para tratar de evitar la grave amenaza que pesaba sobre los hitos culturales y artísticos de la civilización.

La fascinante aventura de los guerreros del arte que impidieron el expolio cultural nazi, es la frase usada como gancho en la cubierta del libro, que resume bien su contenido.

Estos guerreros anónimos, “los hombres de los Monumentos” fueron un grupo de soldados que participaron en la campaña militar de los Aliados occidentales entre 1943 y 1951. Aunque su cometido inicial consistía en mitigar los daños ocasionados en los monumentos más relevantes, se ocuparon también de localizar las obras de arte robadas o desaparecidas, ya que los nazis cometieron “el mayor saqueo de la historia”, confiscando y trasladando al Tercer Reich más de cinco millones de objetos de arte.

Tal como indica el autor, su primera intención consistía en contar la historia de estos hombres en Europa entre junio de 1944 y mayo de 1945, pero se alargó tanto que tuvo que excluir las actividades de los oficiales de Monumentos en Italia, centrándose en su mayor parte en Francia, Países Bajos y Alemania. El compromiso de recoger las vivencias en Italia en otro libro, ya se hizo realidad en junio de 2013 con la publicación de Saving Italy, de momento sin traducir.

En el libro que nos ocupa, tras una presentación inicial de los personajes con una pequeña foto y nota biográfica, el autor describe brevemente a este grupo de hombres y mujeres de trece países que prestaron servicio como voluntarios en la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos; la mayoría con experiencia como directores de museos, conservadores, estudiosos y profesores de arte, artistas, arquitectos y archiveros, cuya  misión consistía en salvaguardar el legado cultural europeo mientras durasen las hostilidades.

En cada capítulo va relatando cómo la llevaron a cabo, su recorrido por el norte de Europa, su estancia en París, la entrada en Alemania, Las Ardenas, Altausse, deteniéndose en obras de arte  que dan título a algunos de esos capítulos: La Madona de Miguel Ángel, El cordero místico de Van Eyck, La Madona de La Gleize.

Aunque el  autor reconoce la libertad de haber recreado diálogos para reflejar la personalidad y opinión de los protagonistas sobre los hechos en los que participaron, hay una amplia tarea de documentación. Sus páginas cuentan con gran número de notas y fotografías que reflejan algunos de los momentos vividos: el oficial de Monumentos James Rorimer con el director de la Escuela del Louvre Robert Rey, ante la pared vacía donde colgaba la Mona Lisa antes de ser evacuada, Göring saliendo del Jeu de Paume después de una de las visitas en la que seleccionaba obras de arte para su colección, o la devastación que encontró el oficial Hancock en la catedral de Aquisgrán, Incluye al final la  bibliografía donde se detallan no sólo libros y artículos consultados, colecciones públicas y privadas, archivos,  sino también material inédito, referencias a películas y entrevistas realizadas o cedidas.


Fotografía y actualidad

Portada: Procudine-Gorsky, 1909

 

 No éramos burócratas de la conspiración, sino románticos de la revolución

Otto Braun, citado por Gilles Perralt, “L’Orchestre Rouge”, 1967

 

Si consideramos como punto de partida la historia de la imagen, la fotografía siempre vendrá relacionada con la modernidad, a pesar de que arribamos a los 200 años de su nacimiento nada más y nada menos. No obstante, la fotografía junto con el cine sigue hoy unida a la modernidad en nuestras cabezas, –ya sean conscientes o inconscientes-, y es quizás el peso que aún ejerce la pintura y las artes plásticas en general, -opuestas en su definición a lo mecánico radicalmente -, lo que ofrece un marco de anacronismo, un terreno baldío sobre el que la fotografía no termina de lograr la madurez de la que nos hablaba Man Ray, necesaria para ganar el pase al recito sagrado de las Bellas Artes. Sin embargo y quizás paradójicamente, desde las vanguardias históricas en las que el dadaísta norteamericano participó de manera muy activa, se ha insistido, tanto en la teoría como en la práctica, en su condición artística en tanto que registro sobre el que nos podemos expresar y ofrecer nuestra posición frente a la realidad, desde una concepción tradicional de lo qué es el Arte (nótese que nunca nos planteamos qué no lo es)

Se trata de esas nuevas “tierras de nadie”, –en este caso entre el Arte y la realidad, de la que forma parte la reproducción mecánica de las cosas en calidad de imagen o presencia sólida dispuesta por nuestras maravillosas cadenas de montaje-, que han venido a instaurarse nuevamente sobre la superficie de nuestra vida bidimensional desde que la Alemania Nacionalsocialista decidiera invadir la inmensa Rusia soviética desafiando la rotación misma de la tierra tras los pasos de Phileas Fogg: todo por ganar un solo día. La tierra baldía comenzó a poblar las grandes estepas y los inmensos bosques calcinados en gran medida, hasta que se detuvieron. Y llegó el invierno y la fotografía congeló la insípida sonrisa de una muerte dulce. A partir de ahí reinó la Europa de la Reconstrucción, la Guerra Fría, el empate permanente de dos grandes bloques en el constante y enfermizo temor por el instante nuclear, el sueño americano, el consumo fugaz y eterno, la nueva dialéctica plastificada en la sociedad del bienestar, etc. Mucho antes que esa gran y espeluznante aventura del sadismo racista, Europa ya había contribuido a la abstracción del instante con una de sus grandes invenciones: el Arte, concebido como el retrato que disfraza al burgués de noble como si le transfiriera por inyección la sangre azul anhelada desde la Baja Edad Media. Como vemos, las implicaciones de la fotografía con la modernidad son mucho más profundas, por eso ahonda en nuestra subconsciencia, porque actúa en el ámbito de la ideología que nadie localiza por haber sustituido la realidad misma.

 

La instantánea

            En este sentido, la modernidad de la fotografía reside en su propio modo operandi, aquello por lo que fue realmente descubierta: por su capacidad de eternizar el instante. ¿Acaso no ha sido esto lo que siempre han ansiado todos los regímenes de explotación, eternizarse sobre la superficie terrestre como una gran sanguijuela sobre la piel de su huésped? Los grandes investigadores de la vanguardia histórica, alertados de los peligros que ejerce la abstracción de la representación, comenzaron a trabajar la fotografía como un “otro”, como una imagen reconstruida y concebida para añadirse a la realidad con el mismo derecho que un pato o un zapato. Con ello entregaron la fotografía al Arte sagrado. Todo se presentaba perfecto salvo como siempre las voces más reaccionarias. Quizás ellas tenían razón en aquella ocasión, y por eso Man Ray negó la cualidad artística de la fotografía que hoy inunda museos, salones y salas de exposiciones, a pesar de haberse erigido este pintor americano como el gran maestro de la fotografía experimental. Para conseguir su sello de garantía el Arte debía aún dar un gran salto, el cual todavía hoy no ha logrado, enfrascado en maniobras jurídicas para proteger su monopolio sobre la singularidad frente a las posibilidades creativas abiertas por los nuevos medios numéricos o digitales de manipulación de la imagen y sus modelos, todo con el fin de mantener su capacidad de producción de ganancias abstractas, -el dinero-, porque Arte y tecnología no son buenas compañeras, a pesar de que haya quienes piensen lo contrario. Siendo esta última la que pone los pies de los conocimientos sobre la tierra (según la definición por ejemplo de la RAE), el Arte, abstracto en sí mismo como el capitalismo actual, se resiste y se niega, no quiere ser arrastrada por la fotografía y demás medios de reproducción mecánica, hacia la liberación de la creación y de la construcción, aunque seamos cada vez más los que estamos convencidos de que al final el triunfo de las técnica y de la realidad será inminente en este pequeño pulso infantil. Por el momento, en este sistema económico en el que la fuerza de trabajo (tanto humana como mecánica) sirve a los intereses particulares y no a sus propios objetivos, el arte continúa imponiendo sus propios valores y la fotografía escupe instantes destinados a enmascarar el devenir y la transformación de la realidad con el fin de ocultar y contribuir a la ideología reinante.

        

Instantánea y memoria

            Debemos a Walter Benjamin el haber puesto a la memoria en relación directa no sólo con la fotografía sino con todos los medios de reproducción mecánica. En el momento en que esta última es visualmente perfecta, sustituye al recuerdo. Sin haber ofrecido predicción alguna por su parte, Benjamin anuncia así una nueva inteligencia que se desplaza a través de la información almacenada en soportes minerales: hoy ya no retenemos nombres de películas cultas y de músicos extravagantes para seducir a las mentes inquietas. Nos desplazamos con nuestros portátiles y los enseñamos ahí donde hayamos fijado nuestra cita o allá donde nos lleve la inercia de nuestros pies. El almacenaje de la energía lo permite el redescubrimiento de ciertos metales como el titanio. ¡Pero ojo! Este final definitivo de la evocación de las palabras ante la omnipresencia del recuerdo, sólo podrá hacerse efectivo si lo que manejamos no evoca sino que se materializa definitivamente en los registros sonoros y visuales legibles a través de la lectura digital. ¡Dejemos a los nostálgicos luchando por la liberación de Grecia contra la dominación turca para admitir un mundo donde ya no existen fronteras ni culturas y donde tan sólo fluye la inercia de nuestra carne que se expande armónicamente y se contrae esporádicamente según incentivos que un cefalópodo jamás logrará entender. No obstante, aún todo esto queda por acontecer hasta que no asumamos abiertamente todas nuestras capacidades. Hoy vivimos una época prerrevolucionaria en la que los medios tecnológicos van sembrando las necesidades de un nuevo futuro que la fuerza realmente trabajadora, próxima a los medios de producción, deberá instaurar de manera certera y desarrollar en una nueva sociedad. Por el momento reina una bonita esquizofrenia establecida entre estos medios de producción y sus posibilidades técnicas, y el sistema que lo rige ansiado de nobleza y singularidad individual. Los hijos de este desafortunado aunque poético matrimonio son el derroche (fruto del sometimiento de la materia a este idealismo) y la moda, la única manera que encuentra la producción cultural de evocar la Historia perdida y congelada. Alfred Jarry sabía muy bien que el teatro se localizaba en la producción menor, en las elucubraciones infantiles, fuera de las unidades aristotélicas de acción, tiempo y espacio. Pero antes, Aristóteles supo aún mejor que el anacronismo es un esperpento, el ensamblaje mecánico de una multitud dispar de partes procedentes de diferentes lugares y épocas, exactamente como los museos. En todos ellos se dan la mano la historia y la moda a espaldas del tiempo. 

 

Papier glacé: moda e historia, olvido y recuerdo

            Han sido mentes despiertas del romanticismo como Stendhal (Henri Beyle), las que han distinguido las modas de la historia en tanto que continuación de la extracción alquímica de las esencias: “la ciencia de la moda es cambiar sin cesar porque la clase rica quiere en todo momento distinguirse de la clase burguesa, que se obstina en imitarla, mientras que el bello ideal no varía sino cada diez siglos con los grandes intereses de los pueblos”(Stendhal, Salón de 1924). Es en este terreno –el romanticismo del siglo XIX- que encontramos el origen de las dos fuerzas actuales enfrentadas dialécticamente: una revolucionaria que reafirma la Historia a la espera de los cambios que la sociedad decide, y otra que la niega para aclamar entre lamentos un instante permanente que sólo cambia en sus formas pero no en su esencia. Éste es el acelerado cambio al que se refiere Baudelaire, quien bastante más joven que Stendhal, se negaba a distinguir la historia de las modas. Aunque lanzaba duros ataques contra la fotografía, sitúo al poeta en una función muy próxima a ella: la de extraer lo que queda de permanente en esta realidad sometida al cambio progresivo hasta lo vertiginoso. La fotografía, a su entender, ridiculizaba esta función de la poesía y de la pintura con su superficialidad mecánica y nominativa, por ello la despreciaba rotundamente. La fotografía aceleraba la vida como la moda, la cual acabó engullendo a la Historia en autores posteriores como Georg Simmel a través del kantianismo, y otros practicantes de los métodos semióticos (con ciertos precedentes también en el formalismo kantiano) como Roland Barthes o Jean Baudrillard. La Historia fue lanzada al reino de las entelequias o, peor, fue remplazada por la moda misma, y todo ello a pesar de la insistencia de Benjamin en ubicarla en su lugar frente a la poesía de la moda y de la modernidad en general.

            Desde Baudelaire, estas voces ilustres pero reaccionarias (en cuanto a la materia y a la abstracción ideal) se han erigido paradójicamente como las más modernas a través de los argumentos de Benjamin, frente a otras mucho más progresistas y democráticas como la de Stendhal, enemigo siempre de la rama más tradicional y nacionalista del romanticismo. Y eso se lo debemos al sistema reaccionario que hoy rige el mundo. No se trata del aquel viejo y casposo argumento de historiadores como D. D. Egbert por el que los extremos políticos se encuentran detrás de la democracia presente, sino de la confusión nutrida desde arriba (el mercado) entre lo singular y lo plural, entre lo vulgar y lo auténtico. Gracias a esta confusión que mantiene el consumo y con él el mercado, lo más conservador se presenta como la alterativa a lo revolucionario, lo que se sirve de la alternancia formalista de las modas (Simmel, Die Mode, 1923) que alimenta el recuerdo y el olvido a instancias del consumo. Cuando hablamos de “memoria histórica”, ¿no nos estamos refiriendo acaso a un término de gran actualidad porque está de moda?

            Es a partir de este punto de nuestra argumentación que podemos comentar la exposición itinerante (Berlín, Milán, Edimburgo, París, Zurich, West Palm Beach, Fort Worth y Tokio) recién inaugurada en el Museo de la Moda de París Palais Galliera bajo el título “Papier glacé” (25 de febrero – 25 de marzo de 2014), ora de hielo ora de azúcar, dedicada a la fotografía de moda conservada en los archivos (New York, Paris, Milán y Londres) del director Condé Nast (1873-1942, aunque su colección acoge muestras desde el nacimiento de la fotografía de moda en 1911 hasta la actualidad) de las revistas Vogue, Glamour y W. Versada en la fotografía y la costura, podemos interpretar este encuentro a partir de la capacidad productiva de la fotografía: ella produce moda. Pero este servicio cultural –siempre que lo podamos denominar así- invierte los argumentos baudelarianos, si bien en cierta manera esto ya fue advertido por el vértigo del propio Baudelaire aún anclado en la aristocracia del viejo mundo. Ahora es el fotógrafo quien extrae lo sustancial de la realidad para crear moda, porque ella es lo que permanece hoy por un lapsus de tiempo que en nuestra memoria va a ilustrar fragmentos de nuestra vida. Se trata de la diferenciación establecida por Georges Ritzer entre el estilo y la moda, siendo esta última el estilo predominante de una época en respuesta a la necesidad progresiva de cambios formales de los bienes materiales y de servicios impuesta por el consumo. A partir de ahí este autor neoyorkino establece un ciclo de las modas más o menos orgánico a pesar de la participación de la voluntad de los profesionales involucrados, consistente en un origen, una expansión y una decadencia que, basadas en lo efímero de la vida misma, viene a coincidir con aquella que ya hace más de dos siglos estableció Winckelmann para el Clasicismo y con ello para todos los estilos y épocas de la Historia del Arte (formación, esplendor, expansión y decadencia): la moda suplanta de nuevo a la Historia. Sin embargo, la particularidad añadida por parte de Ritzer consiste en su mecanismo evolutivo: surge una idea original que luego será imitada por otras firmas en el régimen que sea (patentes, derecho de autor, plagio, etc.) hasta alcanzar la sobreabundancia que exige nuevos modelos para mantener la base del consumo. ¿Acaso no se trata de la misma relación que establece la fotografía y los medios de reproducción mecánica con el modelo original natural, con la pintura erigida ante ella como la singularidad de la mano artesanal y más profundamente con el recuerdo mismo? ¿Acaso la moda no ataca directamente al recuerdo? Retomemos la muestra que aquí nos concierne.   

            Quizás Papier glacé sea la exposición más trascendente históricamente hablando, de las versadas sobre la fotografía de moda, gracias sobre todo al recorrido de la revista Vogue – posiblemente la más famosa de este género de revistas. En ella han trabajado grandes fotógrafos del siglo XX, desde representantes de las vanguardias históricas (antes el clásico Barón Adolf de Meyer) como Edward Steichen, colaborador de la revista neoyorkina de fotografía Camera Work y fundador junto con Alfred Stieglitz de la galería de arte 291, -germen del dadaísmo neoyorkino-, por lo que no nos debe sorprender que tras él Vogue haya contado entre sus colaboradores con los antiguos dadaístas Man Ray (quien como Charles Sheeler, también presente en esta exposición e igualmente norteamericano, ha oscilado a lo largo de su carrera entre la pintura y la fotografía) y Erwin Blumenfeld, este último recién consagrado como uno de los representantes más importantes de la fotografía del siglo XX tras la exposición monográfica que le ha dedicado hace unos meses el museo Le Jeu de Paume de París (15 de octubre – 16 de noviembre). Con ellos las vanguardias encontraban una aplicación real en la sociedad para sus investigaciones materiales en torno a la imagen (solarizaciones, fósiles fotográficos, fotomontajes, fotogramas, rayogramas, monotipos, coloraciones manuales, etc.), apoyados en ese puente que establece tanto la fotografía como registro expresivo, como la moda en tanto que fenómeno social de constante actualidad, lo que alcanzó décadas más tarde la iconografía pop de David Sims y Peter Lindbergh, o la fotografía documental y amateur de Corinne Day o Terry Richardson y que hoy en día inundan las galerías, salones, ferias y demás salas de exposiciones, además de las iconografías de la Historia del Arte aplicadas a los nuevos registros mecánicos a modo de Bill Viola (por ejemplo Deborah Turbeville) como encuentro alternativo y más “clásico” entre el arte y el no arte, entre lo orgánico representado y lo mecánico producido. Sin embargo, hay que advertir de la evolución por la que tras el gran lapsus de la II Guerra Mundial se invierte la comunicación entre estos dos ámbitos contrarios, entre el arte y el no arte como confusión que alimenta el instante eterno del consumo (el objeto permanente tras los escaparates que enmarcan las calles por las que deambula el flâneur de Baudelaire): Man Ray vuelca su lenguaje plástico por ubicar a su modelo observando atentamente un álbum fotográfico con formas geométricas puras, sus propias sombras si nos atenemos a su famosa pintura La funámbula acompañada de sus propias sombras (1916), así como los homenajes a Seurat y Malevich por parte de Blumenfeld, en cierta manera prologado por autores como Cecil Beaton. Paulatinamente y de la mano de fotógrafos con una mayor conciencia profesional quizás, paradójicamente, los aspectos y las citaciones artísticas sirvieron para otorgar una categoría más elevada a sus ilustraciones, como es el caso de Deborah Turbeville, en el que, en realidad, esta trasferencia de lo artístico a lo fotográfico acontece a un nivel temático materializado en escenificaciones que disponen de lo artificial como natural y viceversa.       

            Si somos avispados y sabemos prescindir de lo artístico, esfuerzo que en el fondo la realidad exige siempre a todo buen historiador y crítico del arte, podremos apreciar estas manifestaciones fotográficas dedicadas a la moda con todo su artificio, como una gran aportación inocente y simultánea, manifestación de su época, a lo que el joven Hegel reclamaba a finales del siglo XVIII como “la mitología de la razón, la mitología de un mundo nuevo”. Para ello encontramos un buen ejemplo en la sistematización temática que ha realizado la comisaria de la exposición en París Nathalie Herschdorfer de una manera sagaz y oportuna, por basarse en una lectura subjetiva. ¿Cómo agrupar por género temáticos un tipo de fotografía que ya de por sí es reconocido como un género dentro de este medio junto con el retrato, la fotografía de reportaje, la fotografía artística, etc.?  Posiblemente porque sin saberlo la comisaria se haya basado en la pintura: retratos, paisajes, escenarios, bodegones, siluetas, ficción, el cuerpo humano… Sí, es cierto. Como la moda y el Arte, Herschdorfer recurre al capricho individual con el que hemos adjudicado una singularidad a nuestra capacidad de juzgar y con ello la distinción misma de lo artístico como un recinto constantemente aparte, el mismo “caprice” de  Jacques Callot o el “capriccio” de Tiepolo, los cuales se antojan particulares, únicos, como los signos sociales distintivos y que para Simmel originaban la moda, para luego ser emulados por las clases sociales ansiadas de ascender tanto de clase como de originalidad. ¡Demasiado tarde!: la instantánea ya ha sido disparada y ahora sólo queda reproducirla.   

 

Por una mitología moderna

            ¿En qué términos se acondiciona la entrada de la fotografía en el recinto sagrado del Arte y con ello de ciertos medios de reproducción mecánica privilegiados? Acerca de este último aspecto esencial de la fotografía –su reproductibilidad que acompaña a la construcción de su imagen y a su factura-, ya conocemos las torpes maniobras de las patentes estéticas de limitar arbitrariamente la tirada de imágenes, obviando posibilidades que nos ofrece la técnica como la traducción de los nuevos iconos a múltiples soportes y materiales. Ahora bien, en lo que respecta a la construcción de las imágenes, ¿cómo podemos entender este ingreso académico de la evolución de la fotografía desde el artificialismo de las vanguardias históricas y del nacimiento del “género” de la fotografía de moda con el Barón de Meyer, hasta la influencia de la fotografía de reportaje en los últimos realismos de Terry Richardson? Precisamente gracias a este artificalismo, que es intrínseco aunque compartido desde el inicio de esta “Era Contemporánea” (que poco lo es ya, más bien a modo de retardo) marcada por el nacimiento de la Industria mayúscula, con la construcción de un mundo artificial opuesto a la tradición imitativa representativa abierta por Aristóteles quien, en su poética, contrapuso la “lógica” de las unidades de espacio, tiempo y acción a la intervención de la máquina en la puesta en escena (en la Grecia Antigua jugaban como intérpretes de dioses ayudadas de cimbras y poleas). Claro está que en la fotografía, producto del injerto de un objetivo en el ojo consciente y subconsciente humano, la parte mecánica, aunque progresivamente minimizada desde las emulsiones químicas hasta el sistema numérico, siempre está presente.

La ficción verdadera consiste precisamente en disimular esta presencia constante, y lo podremos percibir siempre y cuando nos olvidemos de la iniciativa que nos corresponde, consistente en desplazar el ojo analítico sobre la superficie como complemento de la visión sintética que percibe la imagen de un solo golpe de vista. Por muy fieles que parezcan ser las imágenes de Terry Richardson y de Corinne Day, y a pesar de su deuda a géneros considerados menos artísticos como el reportaje y la fotografía documental, ellas suplantan esta participación del espectador lector imponiendo un encuadre, un punto de vista, un instante, el cual reduce su rol a simple víctima de la sorpresa, verdadero sentido del shock actual y académico de Rosalind Krauss que nace del mero encuadre gratuito, frente al shock de Walter Benjamin deudor de la sobreabundancia del nuevo orden establecido por el montaje y que convierte a toda la fotografía en un formato surrealista. El arte en este sentido traza una evolución que el propio crítico Michael Fried ha seguido en cierta manera desde la pura presencia artística de Greendberg hasta la literalidad. El ocultamiento de la máquina en el arte ficticio (no basado en la ficción sino en la simulación de un hecho real) nace del disimulo de sus propias maniobras. La escenificación se propone anecdótica y con ello se escinde la realidad y la presentación, con lo que nace verdaderamente el arte en tanto que Institución, es decir, recinto separado de la realidad pero representativa de la misma. En verdad, el Arte nunca fue reconocido como artificio sino como un culto religioso al idealismo. Por eso oculta su materia. Tanto en la fotografía realista contemporánea como en el realismo actual de tipo Ron Mueck, la factura desaparece y la imitación recupera de golpe su anterior poder en forma de simulación, realizado precisamente por creadores que no proceden del ámbito propiamente artístico como la fotografía de reportaje y los efectos especiales cinematográficos, ayudados por comisarios, creadores y críticos que cada día actúan más como si ellos fuesen los artistas en sus elecciones arbitrarias y disposiciones escénicas, todo a la inversa de aquellos pintores y escultores que a principios de siglo intentaron buscar una salida social y efectiva a sus investigaciones materiales, formales y estéticas en general.     

Según esta argumentación, la exposición itinerante “Papier glacé” participa de la “estetización” propia de su época, la misma que Walter Benjamin opuso a la producción y que incrementa el dominio de lo separado en la vida, en el caos de la fotografía y la manipulación de las imágenes en calidad de recuerdos, ya que, gracias a la mímesis y la simulación, sustituye a la memoria en lugar de agregarse. Ahora encontramos sentido a los temas de Nathalie Herschdorfer: el retrato es un cuerpo que se despedaza en los decorados de la vía pública y del que tan sólo restan siluetas en calidad de naturalezas muertas o un recuerdo olvidado.

 

El recuerdo a través de la tricromía: la Inversión

            El recuerdo fotográfico quiso vivir más intensamente que la memoria, dado que su soporte asegura una pervivencia más allá del olvido y de la defunción de la conciencia entre los ochenta años y la centena más o menos, siempre que una sorpresa accidental no cruce este devenir. Dicho en otras palabras: concebida como un impulso más del hombre hacia la eternidad, la fotografía ansió de la intensidad. No nos vale con vivir para siempre si esta vida no es intensa.

En el lenguaje de la imagen esta intensidad resulta del color, y algunos autores nos han legado trazos desde tiempos remotos de la fotografía que ahora bloquean lo que parecía constituir una evolución consecuente desde lo más primitivo hasta lo más moderno, desde lo más torpe hasta lo más fiel a la realidad, sin que, a pesar de Worringer o Carl Einstein, podamos liberarnos de este viejo complejo europeo. Uno de ellos ha sido el ruso físico y matemático Mikail Ivanovitch Procudine-Gorsky (1863-1944), de quien se ha presentado una muestra en el Museo Zadkine de Paris entre el 6 de octubre y el 13 de abril, consistente en fotografías realizadas en los primeros años del siglo XX. Gracias a la aplicación del procedimiento de la tricromía del británico James Clerk Maxwell (1861), actualizada por el astrónomo alemán Adolph Miethe –con quien contacto Procudine-Gorsky en 1902-, podemos visitar una colección de vistas a color de la vieja Rusia Zarista, sus paisajes rurales y su pluralidad étnica. Sin embargo, lo radical de esta aportación consiste en su método mecánico basado en la división de los colores constituyentes de la luz blanca, por lo que nada tiene que ver con las fotografías coloreadas ni con el cine pintado a mano de Segundo de Chomón y de la firma Pathé. Tampoco con la fotografía estereoscópica que, por ejemplo, experimentó muy tempranamente nuestro aragonés Ricardo Compaire, la cual necesita siempre de una visualización filtrada. Si bien cierto subconsciente colectivo, -y por tanto objetivo-, identifica el pasado inerte con el blanco y negro y el presente con el color de la organicidad de la vida, la fotografía cromática de Procudine-Gorsky, a pesar de sus fines documentales más que artísticos (aunque hoy la veamos en un museo), se muestra radical, como la mecánica hecha vida, el desafío definitivo a María Shelley y a nuestros mismos recuerdos. Nos presenta la Blanca Rusia a color y con ello cien años de envejecimiento bajo la rabiosa actualidad, ante la cual el pasado cobra el color de la inmensidad de la vida mientras nuestro presente se tiñe en el blanco y negro de la concreción.  Pero seamos cautos, el color nació y nace aún hoy de la descomposición de la luz blanca, es decir, de la Blanca Rusia. Siempre será un acto productivo antes que reproductivo, tal y como ocurre con todas las ideologías posibles.  

 

 

                                


La animación y sus técnicas en Zaragoza

Nos invade el cine de animación. Siempre hay un título animado en cartelera. Ya no sólo de compañías grandes y consolidadas, como Pixar o DreamWorks, sino de multitud de estudios. Algunos de ellos han nacido en España, como Kandor Graphics (en la que se encuentra más que involucrado Antonio Banderas), productora de la fantástica Justin y la espada del valor. La industria (como la de la ilustración o los videojuegos) parece repuntar en nuestro país en tiempos de crisis. Y hay que reconocerle bastantes logros. Muchas veces, el mejor estreno viene de la mano del sector, con películas que son verdaderas obras maestras, tanto a nivel narrativo (el estudio fundado por John Lasseter sigue siendo el mejor ejemplo), como estéticamente. Por supuesto, muchas otras son reiterativas y logran el éxito gracias al nivel de la técnica utilizada para animar. Pero eso ocurre con todos los géneros (si es que la animación se puede entender como tal, y no como una serie de procedimientos de rodaje con múltiples subgéneros), más aún cuando alcanzan picos de efervescencia.

La animación en el Cine Españoles una buena exposición. Surge al abrigo del Festival de Cine de Zaragoza, comisariada por José Luis Anchelergues (a la sazón, director del mismo), que configura una muestra con dos partes claramente diferenciadas: la primera es totalmente didáctica, una progresión en el tiempo que muestra la historia de la animación en España. Utiliza carteles de las distintas películas y las organiza por décadas. La segunda recoge un resumen de las distintas (y principales) técnicas, utilizadas para el desarrollo de una película animada. Se complementa con bocetos originales de diseño de personaje, maquetas utilizadas en los procesos fílmicos o atrezzo bien elegido, dejando algún detalle vinculado (lógico) a la animación en Aragón, con préstamos de particulares, asociaciones, festivales, estudios, o de la propia filmoteca española. Lo único reprochable a la curaduría es el aire de excesiva sencillez. Se echa en falta una labor de investigación más firme dentro del terreno, que oculte una intención didáctica bien construida, pero demasiado obvia. Sin embargo, su concepción como complemento del Festival de Cine, disculpa estas faltas y la hace interesante para el público. Es una buena exposición para acudir con niños, pero también para acercarse a un mundo todavía poco conocido, cada vez más consolidado como un fenómeno artístico y visual muy fuerte.


(Todo) Centelles, 1934-1939

Desde el pasado 3 de octubre y hasta el 11 de enero de 2014, tenemos la oportunidad de contemplar en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, una exposición dedicada a la obra del fotógrafo valenciano Agustí Centelles.

Se trata de una muestra excelente del trabajo de un fotorreportero pionero en nuestro país que a través del lenguaje fotográfico transmitió para las generaciones futuras una realidad convulsa en el aspecto socio-político. Una obra que adquiere desde el principio un cariz esencialmente funcional y aplicado, frente a las búsquedas esteticistas de otros fotógrafos de su tiempo al calor de las sociedades y agrupaciones. Una diferencia substancial frente a éstos puesto que nos ofrece a un fotógrafo profesional que trabaja para que sus imágenes sean publicadas en un medio de prensa escrita (ya sea periódico o revista: es conocida su labor en El Día Gráfico y el Diario de Barcelona, entre otros), en pleno afianzamiento de la sociedad y los medios de comunicación de masas y el concepto vinculado de la opinión pública. De ahí que resulta extraña la pauta expositiva, la circunstancia de que estas imágenes sean contempladas como si de un paisaje o un bodegón se tratara en función de criterios museísticos, como puede resultar extraño afrontar su análisis y comentario recurriendo a aspectos formales de composición, iluminación, etc. Por todo ello, los valores principales de estas fotografías se basan en su cualidad informativa, en registrar unos hechos de trascendentales consecuencias en la vida de la colectividad, y que, como tal, podían influir en ella; un referente claro lo encontramos en Alfonso Sánchez Portela con sus reportajes sobre la Guerra de Marruecos (años veinte), cuyas imágenes de los soldados muertos despertaron una oleada de indignación y las primeras voces reclamando la vuelta de las tropas.

Todas estas imágenes destilan un sentido de inmediatez en el que la toma directa se erige en el instrumento ideal de conexión con una determinada situación, algo que, con el tiempo, se convertirá en una alternativa estilística del panorama fotográfico como ilustran los trabajos de Francesc Català-Roca, Ricard Terré o Gabriel Cualladó, los tres expuestos en los últimos años en nuestra ciudad.

Las imágenes de Centelles se centran en un lustro de importantísimas transformaciones en nuestro país: desde los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 y sus ecos en la ciudad de Barcelona, pasando por las elecciones de febrero de 1936, hasta el estallido de la Guerra Civil, con los primeros momentos y la respuesta del pueblo barcelonés ante los sublevados, con la fotografía-icono de los guardias de asalto disparando parapetados sobre tres caballos muertos, la salida de la columna de Durruti hacia el frente de Aragón, las trincheras en las tres provincias aragonesas y las durísimas imágenes del campo de concentración de Bram –un tema éste, el de los campos franceses en que se hacinaban miles de españoles que huían de las represalias franquistas, no lo suficientemente estudiado-, adonde llegaban los primeros refugiados republicanos.

El testimonio gráfico que nos entregan estas instantáneas constituye un patrimonio de indudable importancia para la actualmente defenestrada noción de la memoria.

Fotografías que no son asépticas y que nos hablan de compromiso por parte del artífice con la causa de la República, y que apuntan a una estética específica orientada al engrandecimiento de sus defensores, aunque para ello tenga que recurrir al encuadramiento del negativo, el fotomontaje o incluso a la puesta en escena. De esta manera, la imparcialidad adscrita al documento periodístico desaparece de modo intencionado: “Bajo la apariencia del documento en estado puro –mero testimonio de presencia-, bajo la deliberada falta de estilo, Centelles hace suya –como lo hacen también otros reputados colegas extranjeros- esta estrategia, ética y estética, para ponerla también al servicio de una causa. La fotografía es un medio, no un fin, cuyo objetivo consiste en ilustrar unos contenidos informativos determinados de la forma más convincente posible” (Fontcuberta, 2008: 259).

Por otra parte, la composición y el encuadre desempeñan igualmente un papel destacado. Predominan en este sentido los contrapicados que otorgan prestancia a los protagonistas, como sucede con un anónimo miliciano que, fusil con bayoneta calada, avanza por el frente de Huesca. Nos recuerda las fotografías del soviético Simon Fridland, dentro del Realismo Socialista, una forma que fue importada por la fotógrafa estadounidense Margaret Bourke-White tras su estancia en la U.R.S.S., y que puso en práctica a la hora de reflejar -con una evidente carga e intención ideológicas- la situación de pobreza de los campesinos del Sur de Estados Unidos en los años treinta.

Asimismo, la célebre fotografía del grupo de Guardias de Asalto, una puesta en escena que no por ello deja de transmitir el dramatismo de los primeros momentos de la contienda en Barcelona, mantiene en vigor toda su fuerza expresiva merced a la disposición de las líneas compositivas que marcan los fusiles de esos tres hombres que apuntan a un enemigo incierto.

El nombre de Centelles casi siempre ha pasado desapercibido cuando se hablaba de los reporteros que cubrieron la Guerra Civil, teniendo preeminencia la figura de Robert Capa o David Seymour “Chim”. Las fotografías de éstos tuvieron resonancia internacional a través de las páginas de revistas como Life o Vu, pero las de Centelles igualmente aparecieron en multitud de medios extranjeros dando la posibilidad de conocer los horrores de un conflicto fratricida. Lo mismo sucede con los hermanos Mayo, exiliados tras la guerra a México, que también registraron con sus cámaras imágenes del frente y de la retaguardia republicana.

Con las miradas de Centelles y de los Mayo, Ricard Martínez propuso, en 2009, una nueva mirada, ocupando y reconstruyendo lugares de memoria, en los espacios exactos en que tuvieron lugar algunos de los acontecimientos bélicos en la ciudad de Barcelona con su instalación Forats de Bala[1] (más información, en http://blog.arqueologiadelpuntdevista.com/2009/10/forats-de-bala.html.).



[1]Debemos el conocimiento de esta proyecto artístico a la conferencia impartida por el profesor Antonio Ansón Anadón, “Una arqueología de la mirada”, integrada en el ciclo de conferencias organizado por el Vicerrectorado de Cultura y Política Social de la Universidad de Zaragoza, con motivo de la propia exposición de Centelles en el Paraninfo, los días 26 de noviembre, 4, 11 y 17 de diciembre de 2013.


La guerra del uno, exposición de Adrián Pérez Sabanza

La exposición de Adrián Pérez Sabanza presenta una gran unidad en la multiplicidad. Unidad en el tratamiento de determinados símbolos, de figuras específicas que, a su vez, han definido algunos de los topoi clásicos de numerosos trayectos plásticos, literarios y filosóficos (identidad, espacio, realidad, materialidad, ausencia, etc.); expresiones artísticas y teorías del pensamiento que no son más que formas de estar en el mundo y (tentativas) de explicárselo, y que, las más de las veces, suelen resultar insatisfactorias. Y quizás no haya mejor palabra que defina el conjunto de obras que “trayecto”, introspectivo y expansivo al unísono.

Todos estos trabajos participan de una contradicción esencial, como si de un enfrentamiento primigenio se tratase; titanes contra dioses, del caos emerge el orden, o ¿es a la inversa? Todo está comprendido en función de una dualidad esencial que se complementa y, a la vez, introduce una nueva cadena de significados, dentro de las múltiples capas de lectura que presentan estos dibujos. El mismo autor explica tal juego de oposiciones: “Queda en la obra la tensión entre la luz y la sombra, lo figurativo y lo abstracto, lo amorfo y lo geométrico, el lleno y el vacío…”

La noción de lo originario tiene una significativa presencia en esta muestra, partiendo de los nuggets, formas embrionarias, o las raíces simétricas y especulares de La Guerra del Uno (I). Y, en relación con esto, lo mutable, lo que está en constante transformación, como sucede con Crisálida (el misterio de la mujer barbuda) II. A este mismo carácter originario parecen pertenecer las figuras totémicas (o “icónicas”, según refiere el artista) de Estandarte (La tribu de los Unos), o los anillos concéntricos, eternos y a la vez contingentes (porque nos informan de la edad) de los troncos (La Guerra del Uno (II) y (III). Ciertamente, esta constante evocación del tiempo está vehiculada por la idea de lo pasajero, no es de extrañar por la presencia de elementos vegetales, formas orgánicas, que apuntan hacia lo que tiene una caducidad, pero en el fondo queda sugerido todo lo contrario: nos hablan de la condición de eternidad o, al menos, de intemporalidad. Literalmente, las iconografías (es decir, la temática asociada a un significado) contenidas en estas composiciones se salen de coordenadas espacio-temporales precisas porque nos pertenecen a todos: son universales.

Otro juego de confrontaciones interesante tiene que ver con la propia entidad de los temas representados: entre lo abstracto y lo figurativo, que deviene en lo críptico y lo explicativo, lo místico y lo sensual. Todo ello confluye, en última instancia, en un discurso ontológico sobre la apariencia y la realidad.

Adrián Pérez plantea un sugerente juego de relaciones a partir de múltiples referencias a áreas del conocimiento humanístico que nos sitúan ante un artista versado en poesía; no en vano, la obra de Ángeles Mora y su noción del “no lugar” (en coherencia con la ausencia de identidad, o las dudas acerca de ella, que impregna buena parte de las artes y el pensamiento de la contemporaneidad) están presentes, pero aventuraríamos incluso que el autor ha establecido una aproximación cercana a la depuración del lenguaje poético, casi en un sentido místico –que ya se ha apuntado-, de José Ángel Valente, mediante la utilización de símbolos que, a pesar de su apariencia hermética, no dejan de tener consistencia y concreción en el mundo real: “Entramos en la sombra partida, en la cópula de la noche con el dios que revienta en sus entrañas, en la partición indolora de la célula, en el revés de la pupila, en la extremidad terminal de la materia o en su solo comienzo”. Decía el poeta gallego en su texto Territorio, perteneciente al libro Interior con figuras (1973-1976).

Del mismo modo, nos situamos ante propuestas plásticas que nos presentan más que analogías con la realidad un discurso paralelo en la línea de la “patafísica” de Alfred Jarry, disciplina dedicada al “estudio de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las excepciones”. Algunas de cuyas propuestas aparecen implícitas en la obra literaria de Boris Vian (La hierba roja, 1950), de quien nuestro autor se declara admirador.

Siguiendo con los vínculos literarios, no podemos dejar de considerar hipotéticos lazos con la poesía haiku, puesto que sus dibujos condensan, a modo de destello esclarecedor, a pesar de su brevedad, como semillas a punto de germinar, un concepto que trasciende la materialidad de unos versos o la entidad de unos trazos. Precisamente, sobre este particular de la técnica de realización, a base de un dibujo sinuoso, en permanente proyección, casi sin solución de continuidad, nos recuerda la caligrafía oriental, abierta en apariencia a la arbitrariedad y al azar, aunque haya una idea preestablecida. El motivo cobra una importancia notable pero no total puesto que también el espacio circundante, el fondo en blanco, desempeña un papel significativo.  

Igualmente hallamos un indudable substrato filosófico que se habrá podido extraer a raíz de nuestros comentarios, sobre todo en su vertiente adscrita al papel y definición del lenguaje (oral, escrito o visual) como conjunto de símbolos con significado (semiótica). No son casuales las alusiones al signo, punto de partida y –una vez más– trayecto para la expresión artística.

Finalmente, también queremos destacar las citas a algunos aspectos de la cultura clásica, lo cual tiene que ver con esa búsqueda en lo primigenio (los mitos), inspirador de los grandes temas que perviven aun hoy día con toda su vigencia: la historia de Ícaro, en una de las pequeñas piezas que forman el tríptico de Estandarte (La tribu de los Unos), o la Odisea, en la afortunada y bella equivalencia que hace el artista del proceso de creación con el tejido de Penélope, en continua transformación.

En resumen, se trata de una obra que en la aparente sencillez acoge una extraordinaria complejidad fruto de los variados intereses que fundamentan conceptualmente los dibujos y que nos presentan a un artista con extensos conocimientos literarios y filosóficos, algo que no es tan habitual en el panorama de la joven creación contemporánea.        


Desborde: Claudia Martínez

La Gallera, uno de los espacios expositivos más singulares de la Comunidad Valenciana, es un afortunado ejemplo de reutilización de antiguos edificios en desuso para nuevas actividades culturales. Inaugurado en 1890 para albergar peleas de gallos, el edificio consta de tres plantas, la primera de las cuales, de forma dodecagonal y rodeada de columnas, constituía la arena en la que los pollos se mataban literalmente a picotazos. Sobre ella se levantan otras dos plantas, desde las que el público contemplaba la refriega entre la algarabía del cruce de las apuestas y las plumas que los combatientes perdían en cada envite del rival. Una cúpula acristalada remata la construcción, inundando de luz cenital el particular ring aviar.

Perdida su función inicial, tras la prohibición de tan poco edificante espectáculo a finales del pasado siglo, el edificio se reinauguró, en 1998, como sala de exposiciones del Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana.  

Desde entonces, han sido muchos los artistas que han aceptado el reto de intervenir en este sugerente espacio con resultados muy dispares. Ana Laura Aláez, Txomin Badiola, Marina Abramovich, Ricardo Cotanda o Monique Bastiaans, son algunos de los artistas que han podido comprobar la dificultad de cohabitar con la fuerte pregnancia de su actividad original y la complejidad arquitectónica de su construcción.

Una de las últimas intervenciones, sin embargo, ha sabido sacar partido de esta difícil estructura y de la verticalidad de su gran vacío interior. Entre junio y octubre de este 2013, la artista argentina afincada en Valencia, Claudia Martínez (Catamarca, 1966), ha desplegado en La Gallera su instalación Desborde, en la que volvemos a encontrar muchos de los elementos que caracterizan su trabajo plástico en torno a las labores textiles: la autoría compartida de la obra, la reivindicación de la grandeza de los pequeños gestos cotidianos, la visibilización del trabajo femenino o la acción artística como lugar de encuentro y diálogo.

La invitación a amigos, curiosos y amantes del arte a colaborar en esta instalación, configuró un entusiasta grupo de voluntarios que a lo largo del mes anterior a la inauguración se acercaron a La Gallera para dar forma a una gran nebulosa de aspecto evanescente, que acabaría flotando a lo largo de las tres plantas del edificio.

¿El material? 100.000 metros de alambre plastificado de color rojo, naranja y dorado, cortados en trozos y unidos mediante 3 millones de nudos. Los voluntarios que compartieron con Claudia la construcción de esta maraña fractal, tejieron, a la vez, miles de minutos de conversación, risas y experiencias personales.  El planteamiento de la obra de Claudia invita a recuperar, por unos días, el sosiego de un tempo ya desaparecido, en el que las personas se reunían en torno a una mesa para realizar labores colectivas: ya fuera tejer, hacer pastas o realizar alguna labor del medio rural que por su similitud formal con esta obra me viene a la cabeza: esbrinar la rosa del azafrán para extraer sus preciados estambres.

Una propuesta que quiere llamar la atención sobre el déficit comunicativo provocado por las “redes sociales”, que actúan más como simulacro que como verdadera comunicación. Claudia Martínez integra en su obra el proceso colectivo necesario para su elaboración, junto con las experiencias individuales de los colaboradores. Un componente que está presente en muchas de sus obras, como la que desarrolló años atrás con un grupo de mujeres de los campamentos de refugiados del Sáhara Occidental, tejiendo el mapa de su país, en la convocatoria Artifariti. Es precisamente ese componente participativo y el de acontecimiento, presentes en las obras de Claudia, los que confieren a su trabajo el particular carácter de arte público que le identifica.

El resultado final es una enigmática crisálida roja de 9 metros de altura, suspendida del techo de La Gallera, que no llega a tocar el suelo, con una falsa apariencia de ingravidez: el conjunto pesa en realidad 140 kilos. La acertada iluminación, muy atenuada, le confiere además cierto dramatismo, reforzado por la sensación de continua expansión de sus ramificaciones, que nos invita a acercarnos y penetrar en su interior con cautela. En mi opinión, y la de muchos de los asistentes, una de las mejores ocupaciones de La Gallera en sus 15 años de funcionamiento.

La instalación viajó con posterioridad al Museo de la Universidad de Alicante, donde permaneció expuesta, adaptada al espacio de su nueva ubicación, hasta el 23 de diciembre, en el contexto del XIII Concurso Internacional de Encuentros de Arte Contemporáneo, para el que fue seleccionada.


Mercedes Bueno, Leticia Burillo, Carlos Cuevas, Carlos Fuertes y Laura López. Antes de morir quiero…

Cinco estudiantes del grado en Bellas Artes de la Universidad de Zaragoza, han desplegado en Teruel la iniciativa Antes de morir quiero…

Una propuesta de arte público creada en 2011 por la artista norteamericana Candy Chang, en New Orleans.

Tras la muerte de una de sus mejores amigas, Chang se plantea el sentido de nuestra existencia y nuestra ineludible cita con la muerte. Una reflexión personal que, no obstante, quiere compartir con otras personas. Una humilde casa abandonada, cerca de su domicilio, le sirve de soporte para cubrir su fachada con pintura de pizarra con la inscripción Before I die I want to… dejando a su lado un puñado de tizas de colores. Sin ninguna indicación más, sólo quedaba esperar la reacción de los transeúntes y vecinos de la comunidad.

La respuesta fue inmediata y desbordó las expectativas de la artista. La fachada se llenó el primer día con cientos de inscripciones de toda índole. Una reacción espontánea que invita a reflexionar sobre cómo en plena era de las comunicaciones dominada por sofisticados dispositivos electrónicos, sentimos la necesidad de dejar constancia en la calle de nuestros deseos más íntimos, utilizando una tecnología tan primitiva como la tiza.

El éxito de esta experiencia trascendió enseguida a otras ciudades, que adoptaron el proyecto de Chang, en lugares tan dispares como Brooklyn, Johannesburgo (Sudáfrica), Querétaro (México), o Almaty (Kazajstán). Dos años después de su creación, Before I die I want to… se ha extendido a más de 60 países y en más de 25 idiomas.

Pero Mercedes Bueno, Leticia Burillo, Carlos Cuevas, Carlos Fuertes y Laura López, los artistas que han llevado la experiencia de Chang al Centro Social de la Ciudad de Teruel, no se han limitado a reproducir las pizarras de la propuesta original, sino que, junto a ellas, han incorporado una puesta en escena de su propia interpretación de sus deseos. Así, los visitantes que asistieron a escribir y compartir sus aspiraciones, pudieron contemplar la representación en clave estética de los anhelos de los artistas que impulsaban esta propuesta en distintos formatos: Instalaciones, fotografías, dibujos y esculturas, que reforzaban el planteamiento inicial del proyecto. El interés del contenido narrativo de estas obras junto a la cuidada realización y disposición en la sala, conformaron una interesante propuesta expositiva de gran calidad, que se tradujo en un elevado número de visitantes. La muestra, que permaneció abierta entre el 28 de noviembre y el 20 de diciembre de este 2013, puede seguir visitándose de forma virtual en la Red, en el espacio que los cinco artistas participantes han abierto en facebook, tal como lo hiciera en su momento su creadora, para recoger las experiencias de todas las ciudades que se van uniendo al proyecto.


Exposiciones en espacios alternativos: Juan Luis Borra, Sonia Abraín, Miguel Ángel Arrudi, Colectiva en Bar Bonanza

El pintor Juan Luis Borra, Zaragoza, 1966, inauguró en el Club Naútico la exhibición Evanescencias, del 21 de noviembre al 20 de diciembre. En principio resaltar que tiene un excelente sentido del color, que palpita sobre todo con los colores intensos. Tres series configuran la exhibición. Serie Sociedad líquida, con seis obras sobre lienzo, con títulos como La creación, Pensamientos, Computadora, En el parque y En el museo. La figura, salvo una excepción, se trabaja mediante planos sueltos muy bien conectados. Ámbito de las sensaciones. Serie Haikus con 10 obras verticales a la base, pero cuatro de formato cuadrado, de las que seis tienen un aire medio comercial, todo con soporte de madera. Temas urbanos, con o sin figuras, mediante un toque natural a través de músicos callejeros, un personaje paseando y dos figuras sentadas en una terraza. Y, para concluir, serie Transfiguraciones con seis obras, que se distingue por el excelente color y el tema urbano desde un ángulo exclamativo con eliminación de elementos urbanos para enfatizar en las cambiantes sensaciones que afloran por doquier.

La pintora Sonia Abraín expuso en el bar La Pequeña Europa, con inauguración el 28 de noviembre hasta el 14 de enero y bajo el título Cicatrices. Nueve fotografías, del año 2013, con títulos como  Las paredes hablan, Imprevisible, La vida en verde, El corazón se cura, Signos, Sin cimientos, Luces y sombras, Pasión turca y Romperse para resurgir. Algunas obras guardan relación con el tema, como Sin cimientos, mediante una pared desprendiéndose el material de construcción. Se parte de un exacto sentido de la composición y primeros planos de paredes dentro de un cambiante juego de colores que captan las texturas naturales. A sumar, como consecuencia, el concepto del tiempo y su mayor o menor deterioro del tema fotografiado.

En Casa Pascualillo, desde su inauguración el cinco de noviembre, Miguel Ángel Arrudi expone dos esculturas, un montaje, cuadros y dibujos. Montaje mediante pequeñas formas, en general alargadas, flotando airosas y pintadas con llamativos colores que, en algunos casos, evocan a paisajes y en otras son sugerentes abstracciones. El conjunto genera una bella atmosfera multicolor. Cuadros y dibujos, a veces collages, corresponden a paisajes del Pirineo oscense, como norma de carácter expresionista mediante supresión de elementos formales, razón de su atractivo y capacidad evocadora. Siempre sin olvidar la fuerza que alienta cada obra. El cuadro de mayor formato es, en realidad, una  poderosa abstracción con el paisaje sugerido. A tener muy en cuenta el impecable juego de texturas en los dibujos, razón para considerar, en este sentido, que estamos ante lo mejor de la exposición.

Sexta exposición colectiva que comisaríamos para Navidad, en esta del 17 de diciembre hasta el 6 de enero del año 2013, como homenaje a Verdi en su segundo centenario de nacimiento. Exposiciones que siempre son un homenaje vinculado con el criterio de Manuel García Maya siguiendo sus pasiones intelectuales y artísticas como hombre de excepcional cultura que fue. Pero antes de una breve reseña es imprescindible recordar que Manuel García Maya, fundador del Bonanza en 1973, falleció el 11 de octubre. Muerte más que sentida pues su bar se convirtió en lugar de ineludible encuentro de artistas, poetas y personas de muy dispar matiz, hasta el grado que ha sido espacio de ineludible encuentro. Le conocimos, antes de 1973, cuando trabajaba de camarero en la cafetería Fiesta, calle Zurita. Desde el primer comento quedaba clara su capacidad intelectual. Nuestra amistad duró  alrededor de 55 años. Nunca discutimos. Un gozo. Fuimos el comisario de su exposición retrospectiva en el Torreón Fortea con una perfecta selección de sus cuadros dentro de las diferentes épocas. Mucho se ha escrito sobre Manolo, pero nosotros le recordamos sentado detrás de la barra nada más entrar, justo donde nos poníamos para hablar sobre arte, política y cultura, a la espera de servir a un cliente. A destacar su ironía o el fascinante sentido del humor que conectó con la juventud hasta su jubilación. Memoria prodigiosa, basta recordar sus citas de filósofos o la declamación de poemas, y alto sentido analítico.

Pero ahora estamos con la exposición. Por deseo de Marisa, la viuda, en la exposición colectiva permanece la espléndida fotografía hecha a Manolo por Paco Cuenca, en vez de un cuadro como era habitual. Fotografía de notable tamaño donde figura de costado caminando con la mirada hacia el suelo. Muy realista y evocadora con el fondo y el doble plano paralelo a la base. Estamos ante un triple homenaje: al bar Bonanza por cumplir 40 años, a la muerte de su dueño y a Verdi. Veamos el listado de artistas que hemos seleccionado y que son clientes del bar Bonanza, como siempre se ha hecho en las cinco anteriores exposiciones. Juan Luis Borra, Antonio Cásedas, Andrés Ferrer, Pedro Flores, Eduardo Gimeno Wallace, Alberto Ibáñez, Ignacio Mayayo, José Luis Tomas y Gregorio Villarig.


Nuevos espacios de los artistas Jesús Monge y Paco Simón

El pintor y escultor Jesús Monge ha alquilado un local en la calle Isaac Peral, 1, hasta el punto que su nombre y apellido figura en la fachada, como ida que vemos muy curiosa. Espacio dedicado al arte durante el tiempo que dura la exposición inaugurada el 12 de diciembre y hasta el 12 de enero del año 2014. Artista zaragozano que pertenece a la generación de los setenta, sobre el cual lo ignorábamos todo. En su historial no figura ni una exposición individual. De momento dejamos constancia sobre una magnífica mano técnica al servicio de paisajes, urbanos o no, que derrochan realismo con precisión total y alta capacidad evocadora. Para el recuerdo unas marinas de antología por su realismo que nunca impide el tono creativo.

También es necesario dejar constancia sobre el nuevo estudio del pintor Paco Simón. Ni requiere insistir pero estamos ante uno de nuestros mejores artistas zaragozanos con numerosas exposiciones en y fuera de España, también con muy destacada experiencia organizando exposiciones colectivas. El estudio está situado en la calle Casta Álvarez, 91, con entrada por la plaza interior del Centro de las Armas. Lo importante, además, es que piensa organizar exposiciones en el estudio, con el nombre de Órbita para definir un espacio distinto que augura muy buena programación. La mirada del artista para seleccionar a otros artistas siempre es peculiar y como mínimo muy personal, que en el caso de Paco Simón adquiere indiscutible relevancia por visión y actitud dinámica.

El estudio se inauguró el 19 de diciembre a la siete de la tarde, con la presencia de todos los miembros del transgresor grupo Forma, salvo Joaquín Jimeno que reside en Brasil, integrado en la gloriosa década de los setenta por Paco Simón, Fernando Cortés, Manuel Marteles y Paco Rallo. Como no se trata de ofrecer una especie de listado, basta con recordar que asistió un suculento muestrario de artistas y amigos personales que representaban a diferentes ámbitos culturales, como el violinista que nos obsequió con varias exquisitas interpretaciones. Otro rasgo singular correspondió al refinado diseño de siete marcapáginas, regalo de Paco Simón, con reproducción de cuadros suyos y una fotografía del artista. Muy buen vino, cerveza y tapeo. Felicidad.


Fernando Suárez y María Jesús Bruna

El escultor Fernando Suárez presentó un buen número de obras en materiales de hierro, bronce, bronce/hierro, acero cortén/hierro y bronce/hierro/plata, con títulos como, entre otros, Aldea colgante, Casas Orgánicas, Choque frontal, En destrucción, Mecong en rojo, Magia, Mercado fluvial y Puente diálogo, que definen con exactitud los temas abordados. Exposición, como mínimo, muy sorprendente por tratamiento formal al servicio de temas afines y estilo propio. Muchas obras con magia en el punto preciso y cierto toque exótico. Basta con describir la presencia de barcos chinos, casitas sobrepuestas con troncos debajo como si, en hipótesis, estuvieran dentro del agua, otras nacidas de raíces dentro de un cilindro con agua, la muy poderosa figura masculina encerrada en un cubo, salvo las extremidades inferiores, y con las manos intentando romper tan anómala prisión o las dos sillas que sujetan un puente. A título muy personal, que ni de lejos esconde un matiz crítico negativo, preferiríamos que dejara el exotismo oriental, tan presente en cualquier medio de comunicación, incluso en  numerosas películas, para centrarse en otros temas donde demuestra su fértil imaginación. Nos gusta, pero mucho, el enfoque hacia dispares realidades humanas, como el prisionero, ni digamos la citada obra con ambas sillas puente.

Con el título Vacío & Inclusión, la pintora, ceramista y escultora oscense María Jesús Bruna inauguró el 11 de diciembre en el Espacio Cultural Adolfo Domínguez, con la presencia del músico Carlos Purroy encargado de la Acción sobre el vacío y la inclusión social. Exposición de cuadros y esculturas.

Cuadros apaisados con títulos como Arcaicos, Sino, Sin rumbo, Arcaico, Nube roja, Velo, Invasión, Sin casa, Raíz y Soleson. Colores variados, sin estridencias, con el rojo incorporado en el lugar exacto. Paisajes, en general, con grandes espacios, cuando se dan, y la muy atractiva presencia de figuras que son formas escultóricas flotantes enfatizando en la geometría como rasgo afín con sus esculturas pero aquí en azul pálido y acero. La mezcla de lo aparente humano y lo escultórico transformado en pintura lo vemos como un gran acierto, pues evoca a una especie de robot dominante que vive a la espera de cazar su territorio y dominarlo hasta la eternidad. Como variante cabe citar el cuadro reproducido en la tarjeta de invitación, con el perfil de tres gigantescas figuras humanas que viven una especie de drama atrapados en una extraña red. En alguna obra las formas flotantes, dinámicas, están muy enlazadas con sus esculturas.

Las seis esculturas tienen títulos como Ruidosssss, Arco emocional, Lo que nació en el vacío, Ciencia I y II, Circular y Vacío. Quizá se nos escape alguna, carece de importancia, pero Ciencia I, Circular y Vacío se expusieron en el Centro Cultural del Matadero, de Huesca, del 5 al 30 de abril de 2013, incluso la exposición con el mismo título, Todo perfecto. Esculturas de metal, deducimos que acero, con incorporación de otros materiales en alguna obra, como cartón en una y un fragmento de cerámica en otra de belleza expresiva por su marcada irregularidad, que contrasta con la geometría dominante, esa que “enjaula” la vitalidad formal como testimonio de otro mundo. Las esculturas nos gustan. Estamos ante un lazo naciente, a veces móvil, con muy complejas formas estructuradas desde un dinamismo que invade el espacio circundante. Son como testigos de otro lenguaje.