Mucho más, que baturros representados

 

En los pequeños detalles suelen esconderse claves imprescindibles para la compresión de los procesos históricos. La realidad social española, del cambio de siglo XIX al XX,  cobijaba, a conciencia, un retraso económico, social, político y cultural. La derrota militar y la pérdida de las colonias no hicieron sino tildarlo de “desastre”,  extendiendo un pesimismo radical sobre el pueblo. El regeneracionismo se convirtió en un nacionalismo para reforzar la patria caída y situarla a la altura de los tiempos. El mito de la España moribunda, fue muy del gusto de literatos y artistas, que trasladaron con empeño a sus respectivos oficios. Las luces del nuevo siglo dieron lugar a la modernización, en todas las áreas, desde la económica, hasta las nuevas expresiones culturales. El pesimismo, del viejo siglo, se iba apagando, lentamente.

En lo referente al mundo artístico, como bien afirma Jesús Pedro Lorente:” El futuro artista iba a estudiar a un centro oficial, y luego marchaba en pos de las becas, los premios, el mecenazgo institucional y el mercado privado. Esto produjo un doble efecto: Por una parte, la concentración de obras y autores en Zaragoza, foco de la modesta oferta de docencia, exposiciones, mecenazgo y mercado que fue desarrollándose  en la región; por otra, la emigración, a menudo sin retorno, de los mejores artistas, pues las escuelas donde un arquitecto, escultor, o pintor, podía titularse al más alto nivel estaban en Madrid, las becas más codiciadas eran las que le llevarían a Roma, los premios más prestigiosos y el mercado más pujante estaban en las grandes capitales”.  Afirmaba Eugenio d´Ors, a finales del siglo XIX: “Erudición, Nacionalismo y Cronología, eran los tres enemigos de la Tradición y, con ello, de la belleza de las artes. La apariencia anecdótica en los acontecimientos,  hace que los eruditos sean tan malos historiadores. Viene luego el prejuicio de localidad, en contra de la síntesis. Y llega, por último, la ilusión cronológica que nos embriaga de mudanza y vuelve ciegos a lo que permanece”. La eterna “lucha” entre la luz luminosa de Sorolla y el reverso estético, de colores oscuros y opacos, de la llamada “España Negra”, de Zuloaga, logró una enorme influencia entre los artistas de segunda o tercera línea, según el interés y las modas de la época. Lo que poco tiempo después, acabó llamándose: “Centro y periferia”. En realidad, unos y otros hacían exactamente lo mismo, ejercicios  de reconstrucción  ideal, que transmitieron del modo más eficaz posible, con una mirada romántica que mostraba un mundo que estaba desapareciendo, pero que deseaba seguir  dando voz, a su propia identidad.

El nuevo siglo inauguraría la dialéctica lucha entre tradición y vanguardia. Los lejanos ecos del simbolismo, se entremezclaron con las nuevas figuraciones, el género del retrato, se convirtió, en la mayoría de los casos, en el sustento de los artistas, al servicio de la nueva y floreciente burguesía, y de las figuras relevantes del momento.

La celebración de grandes exposiciones -como la Hispano-Francesa de 1908-, se habían convertido en una práctica habitual, no así sucedía, con la “exposición unipersonal”, que en Aragón traería el pintor Juan José Gárate, de su estancia en Roma y París. En síntesis, se trataba de exponer un pequeño número de obras, en escaparates, o en el interior de pequeños comercios.

Todo lo descrito y mucho más, lo podemos ver en la muestra, organizada por el Vicerrectorado de Cultura y Política Social, de la Universidad de Zaragoza. Ideal de Aragón. Regeneración e identidad en las artes plásticas (1898-1939). La exposición ilustra el modo en que el regeneracionismo, dio paso al modernismo y a la autoafirmación, a través de las artes plásticas. Dos de los artistas más representados en esta muestra son Juan José Gárate y Francisco Marín Bagües, con ocho y nueve obras, respectivamente. Sin embargo, en apariencia, para la crítica de la época, existía “un mundo” de distancia, entre ambos artistas, haciendo lo mismo. Si al el pintor turolense se le desprestigió, relegándolo a un simple folclorista, o “pintor de baturros”, como lo llama García Menéndez, en 1929, al de Leciñena, se le llegó a considerar cabecilla de una “segunda generación de artistas aragoneses”. Entre las novedades de la muestra, podemos destacar, la recuperación de algunos artistas aragoneses poco o nada conocidos, como Manuel León Astruc, con su retrato de Raquel Meller, o Mariano Ara Burges, con una curiosa obra titulada Retrato analítico simbólico. Con el hecho de poder sacar a la luz nueva obra de artistas conocidos y consolidados en nuestra comunidad. Es el caso de Julio García Condoy, con su Ya llega el vencedor (1919), de colección particular, y primera vez que se expone. Y de Juan José Gárate, La madre. Baño infantil fluvial en Albalate (1904), sin duda obra de la mejor época del artista, donde regresa a su patria, tras su estancia europea, cargado de impresionismo. Y aunque la obra, se encuentra en el Museo de San Telmo, de San Sebastián, no se había mostrado, al público aragonés.

Esta muestra sin duda alguna es, un difícil ejercicio de reconstrucción, que recoge nuestra pasada herencia cultural.

 

Ideal de Aragón. Regeneración e identidad en las artes plásticas (1898-1939)

Paraninfo Universidad de Zaragoza

19/02-03/05/2015      


Viaje de la naturaleza a la pintura

 

Hay nombres mágicos, en el mundo del arte. Nombres que con sólo nombrarlos, llenan museos de visitantes, deseando ver sus obras. Joaquín Sorolla, es uno de esos nombres. Sorolla cuenta con una copiosa bibliografía, y ha sido estudiado y analizado desde distintos puntos de vista, en libros y exposiciones. Uno de esos puntos de vista, a través  de esta exposición, es Sorolla. El color del mar, producida  por la Fundación-Museo Sorolla, en colaboración con la Obra Social “La Caixa”, con motivo del 150 aniversario del nacimiento del pintor valenciano, en el año 2013, la muestra formada por sesenta obras, ha recorrido diversas localidades españolas, hasta recaer en este Caixaforum Zaragoza. El tratamiento de la luz, de Sorolla, parece irradiar desde sus cuadros, el mismo calor vital que transmite el sol. El pintor calibra magistralmente la sensación térmica del cuadro, con la relación entre los colores y la lógica propia de la pintura misma.

Dejando a un lado las obras de gran tamaño expuestas, como esa  Marina, pintada con diecisiete años, que ganó el Premio Nacional de Pintura, del año 1881, quiero destacar El balandrito (1909), uno de sus cuadros más populares, realizado en el mejor momento de su carrera, Nadadores, Jávea (1905), representación asombrosa, del efecto de la descomposición  de la luz, en los cuerpos de los nadadores  bajo el agua en movimiento, Pescadora con su hijo (1908), cuadro de contrastes y volúmenes rotundos, donde los objetos desaparecen y las sombras, de las protagonistas, suplantan a sus dueñas, llenando el cuadro. En algunos momentos de la muestra, a pesar de quién es el autor de las obras, a pesar de la calidad,  a pesar de diferenciar la luz del levante, la de Andalucía o la del norte de España, vibrando cada escena, con una intensidad peculiar, y mostrando colores diferentes con mayor o menor saturación, no deja de parecernos excesiva reiteración de un mismo tema. A nuestro juicio, los organizadores de la muestra, deberían haber ideado otro Sorolla, menos conocido, más personal. Afortunadamente la muestra ofrece un discurso paralelo, con los pequeños estudios al óleo, que él llamaba “notas de color”, y que registran  impresiones muy espontáneas que luego aplicará a los cuadros de grandes dimensiones. Materia y color, que roban protagonismo a la pintura, que a lo largo de los años, han sido atesorados por el artista, y que en síntesis, representan un continuo ejercicio de observación ya que a menudo parecen cuadros independientes y perfectamente terminados.  Junto a estas notas de color, que por sí solas podrían formar una exposición, la muestra se completa con grandes paneles, que reproducen fotografías del pintor, en la playa con sus útiles de trabajo.


Identidad nacional y folclore popular en el primer cine de Pedro Almodóvar

 

La histórica e inveterada marginación de las expresiones artísticas populares en los discursos académicos, condujo durante décadas a un endémico desprecio por todo aquello que procedía de las manifestaciones tradicionales, el folclore o el universo de la risa. En el mejor de los casos, el análisis crítico de los procesos de producción simbólica y estética, centrado en las obras del denominado arte culto, reducía la cultura popular a una misérrima acotación final. Sin embargo, este secular olvido palidece ante una realidad incontestable: los imaginarios sociales y las identidades colectivas no se articulan tanto a partir de las artes mayores, las grandes obras catalogadas por la historia oficial del arte, el relato construido por las instituciones académicas, sino que anidan más bien en las imágenes y relatos del folclore y el arte popular y, particularmente en época contemporánea, en los medios de masas[1].

Esta reflexión introductoria resulta pertinente a la hora de abordar un periodo de nuestra historia reciente de vital importancia, la denominada cultura de la transición. En los últimos años, ha tomado cuerpo un encendido discurso que, cuestionando el triunfal relato sobre el tránsito del franquismo a la democracia en España, denuncia la producción cultural de las décadas finales del siglo xx acusándola de legitimar un acuerdo espurio entre la oposición política y las élites socio-económicas del régimen[2], y ser cómplice de un supuesto pacto de silencio sobre los crímenes de la dictadura[3]. Según esta nueva lectura de la transición, la creación literaria, artística, musical y cinematográfica de los años ochenta y noventa, no haría sino celebrar una cultura consensualista y consoladora, aproblemática, conformista y ajena a cualquier debate en profundidad sobre las heridas del pasado nacional[4].

De hecho, ya desde sus inicios, la obra del cineasta Pedro Almodóvar fue frecuentemente descalificada por buena parte de la crítica como frívola, hedonista y apolítica, carente del compromiso social de otros creadores, intelectuales serios cuyo trabajo sí habría edificado las bases de la incipiente sociedad democrática. Su interés por la cultura popular y lo kitsch, la diferencia y la marginalidad, el folclore y el mundo de la risa, lo alejaban del grave discurso sobre la identidad nacional posfranquista. Este rechazo resultaba sin duda deudor del mencionado menosprecio académico por el humor y lo popular, y quedaba reforzado por la consciente resistencia del director manchego a representar al dictador e incluso a la misma sociedad franquista. En el cine almodovariano de los años ochenta, el régimen no se muestra, no se menciona; en su mundo, aparentemente, el franquismo ni siquiera había existido[5].

En realidad, buena parte de estos prejuicios tienen que ver con los orígenes del propio cineasta, procedente de una humilde familia manchega, nacido en un universo rural en el que pervivían todavía las tradiciones de la oralidad frente a la escritura, un mundo campesino sumido en la miseria cultural de la posguerra, ajeno por completo a la cultura urbana de la modernidad y a los marcos estéticos de la vanguardia académica[6]. Pedro Almodóvar no pudo estudiar cinematografía pues, cuando llegó a Madrid, el régimen había cerrado la Escuela Oficial de Cine (EOC). De modo que su formación fue estrictamente autodidacta. Mientras rodaba sus primeras películas, mediante el ensayo y la experimentación, el riesgo y el error, fue asimilando el lenguaje cinematográfico, las posibilidades plásticas del texto fílmico, el artificio del guión, las bases de la puesta en escena y la dirección de actores[7]. De ahí las limitaciones técnicas, las imperfecciones, errores y defectos estéticos que caracterizan estos títulos. Pero, al tiempo que aprendía los rudimentos del cine, el director fue capaz de levantar un sorprendente programa de revisión de los símbolos de la cultura popular.

En efecto, superada la fase vinculada a la movida madrileña en sus dos largometrajes iniciáticos, el primer cine de Pedro Almodóvar ofrece una reveladora y lúcida relectura de las tradiciones folclóricas y el imaginario popular hispano, tanto en su revisitación del sainete, el folletín y el vodevil, como en sus peculiares acercamientos a las costumbres religiosas, el matriarcado familiar, los toros o el folclore musical. Estos géneros literarios y artísticos habían sido utilizados por el franquismo, mediante su labor de control y censura, para permear la sociedad española con el ideario propio del régimen, adquiriendo así matices netamente reaccionarios. Con un peculiar trabajo de reescritura, atravesado por el mundo de la risa y adaptado a los cánones estéticos de la incipiente posmodernidad, el cineasta manchego construyó una nueva mirada sobre la cultura popular hispana, acorde con los nuevos valores de la democracia. En su aparente y solo superficial silencio sobre el franquismo, su cine llevó a cabo una misión hondamente política, como deconstrucción del imaginario de la dictadura, y como imagen de una nación plural y moderna[8], deseosa de renovar sus raíces e incorporarse al contexto internacional.

Fig. 1- Chapí, zarzuela y venganza (Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, 1980)

 

1. La dictadura franquista y los símbolos de la cultura popular hispana.

Tras la victoria del ejército franquista en la guerra civil, la dictadura militar instaurada inició un concienzudo programa de colonización ideológica, con mayor empeño si cabe en las denominadas clases populares. Buena parte de este proyecto se focalizó en dotar a todo el caudal simbólico de la tradición hispana, tanto a las obras asociadas a la alta cultura como a los géneros de la cultura popular, de un contenido y un significado acorde con este ideario[9]. El modelo ideológico del régimen se articulaba sobre las mismas ideas del dictador, una figura omnipresente, paternal y vigilante. Así, se instituyó un concepto de la nación española como heredera de un pasado heroico e imperial; la familia como organización patriarcal y la sublimación de la mujer-madre; la centralidad de la religión católica; y se promocionaron los valores políticos de unidad, jerarquía, orden social y respeto a la autoridad. Todo ello formó parte del discurso cultural hegemónico durante la dictadura.

El imaginario secuestrado por el franquismo al que nos referimos es, por supuesto, el de la cultura tradicional de la picaresca, la risa sainetesca y el casticismo, los toros, la religiosidad popular, la canción nacional o el folclore regionalista. En primer lugar, esta apropiación tuvo un objetivo político: fue utilizado como vía de socialización y de expansión del ideario del régimen, nutriendo a estas manifestaciones del contenido y los valores defendidos por los vencedores de la guerra. De este modo, las clases populares ligaban esas imágenes con las actitudes, comportamientos y doctrinas morales del buen patriota. El fiel seguimiento de esos principios tenía un sentido no sólo ético sino, sobre todo, político, la muestra de un compromiso con el destino colectivo de la nación. En segundo lugar, esta usurpación de la cultura popular adquirió además un valor generador de riqueza, sobre todo cuando, en los años de la liberalización económica, el régimen tomó conciencia del poder de estas imágenes para atraer al turismo europeo, con la campaña publicitaria Spain is different que impulsó el ministro Fraga Iribarne en los sesenta. En este artículo, nos centraremos en los espectáculos netamente folclóricos, como el teatro sainetesco y la zarzuela, la fiesta taurina, las sevillanas y la canción popular.

Los espectáculos teatrales del llamado género chico, como los sainetes, la astracanada o la zarzuela, fueron objeto de la censura franquista y del control de la programación de los teatros, hasta el punto de que terminaron por identificarse con el imaginario de la dictadura. En efecto, todos estos géneros de la tradición cómica popular fueron estrechamente vigilados por el régimen para que sus obras representaran los valores específicos de lo privado, el melodrama, el universo familiar entendido desde los postulados patriarcales. Así, se promocionó la representación de aquellos autores que defendían un ideario conservador, como los hermanos Álvarez Quintero, quienes construyen el tópico andalucista en obras como Con el traje de luces (1898) o, por supuesto, las astracanadas de Pedro Muñoz Seca, como su farsa heroica La venganza de don Mendo (1918) o su fábula reaccionaria Anacleto se divorcia (1932), ridiculización del divorcio tras su aprobación en la República. En cuanto a la nueva generación escritores, como Miguel Mihura o Jardiel Poncela, se vieron obligados a abandonar las propuestas vanguardistas de los años treinta y su teatro del humor nuevo, para optar por una obra más convencional y de ideología explícitamente conservadora[10]. Algo similar ocurrió con la zarzuela y su insistencia en los tópicos casticistas, tanto madrileños como andalucistas, así como en los valores patrióticos, como en el caso de El huésped del sevillano, obra de Jacinto Guerrero de 1926, con la romanza Fiel espada triunfadora, extremadamente popular en los teatros y en las radios.

La glorificación del torero y el espectáculo de la ‘fiesta nacional’, como épica netamente masculina, dibujaban un imaginario de poder, superioridad, fuerza y valor, caracteres asociados a la identidad viril y militar del régimen. El torero se transfiguró en una suerte de héroe, el protagonista de una epopeya que vivía bajo el lema ‘lidia, lid, lucha, muerte’. La arena se convertía en escenario de representación de la valentía y la heroicidad masculina, un duelo sangriento entre el varón y el animal, una escenificación del soldado que se enfrenta con gallardía a la muerte. Una representación simbólica de esa devoción franquista por el guerrero, la cruzada, el arrojo temerario y la muerte. La imagen altiva del torero derivó en símbolo de los valores asociados a la masculinidad, un relato épico y trágico que servía muy bien a los intereses de Franco. De hecho, todos los años el propio caudillo presidía la corrida de la Beneficiencia de Las Ventas de Madrid, donde era aclamado por el pueblo. Y gustaba de hacerse fotos con los más famosos toreros de la época, muchos de ellos, como Antonio Bienvenida, falangistas de neto compromiso joseantoniano. Cuando Himmler visitó España en 1940, fue agasajado con una corrida en las Ventas. Esa épica encontró su gran gesta en la figura de Manolete, cuya última actuación en Madrid, en 1947, fue presidida por el propio Franco. Dio una vuelta al ruedo en el primer toro y, en el segundo, recibió una cogida. A pesar de ello, continuó hasta dar muerte al toro, cortó dos orejas y fue llevado a la enfermería. Apenas un mes después, en la Plaza de Linares, recibió una mortal cornada de un Miura, Islero, y la tragedia le convirtió en un mito nacional, con homenajes y monumentos en diversos lugares del país.

En el caso de la música popular, la copla, la canción nacional gestada en los años treinta, alcanzó su esplendor en los cuarenta y cincuenta. El régimen instrumentalizó también su imagen y sus letras para edificar ese imaginario simbólico de un país de hermosas mujeres, religión, fiesta, patriotismo y melodrama. La copla se extendió masivamente gracias a la radio y el cine, y las mujeres aprendían las tonadillas y los cuplés, las cantaban en sus casas y, de ese modo, interiorizaban esos valores en un eficaz proceso de socialización. Así, por ejemplo, la popular Concha Piquer cantaba en A la lima y al limón, “¡qué penita y qué dolor / la vecinita de enfrente / solterita se quedó!”, ridiculizando a la mujer que no alcanzaba la ansiada meta del matrimonio. Se exaltaba el amor, la patria y la fe religiosa, la figura de la madre, el machismo o la sabiduría popular. Algo similar ocurrió con el folclore y los cantos regionalistas, patrimonializados por el estado a través de las agrupaciones de ‘Coros y Danzas’, creadas por la Sección Femenina del Movimiento Nacional en 1939, y que trataron de recuperar todos los cantos y bailes regionales, convenientemente adaptados a los valores imperantes en la dictadura. Fue especialmente insistente la apropiación de las sevillanas y otros géneros derivados de la vulgarización del flamenco. Así, la imagen de la folclórica, los trajes de sevillanas y bailes flamencos, se convirtieron en parte del imaginario español, y en iconografía esencial del universo simbólico de la patria.

 

2. Movida y tradición popular hispana: primeras películas de Almodóvar.

El cine de Pedro Almodóvar, especialmente sensible a las fuentes y referencias de la cultura popular, por sus mismos orígenes familiares y por su interés en el pop, trató desde sus orígenes de reiconificar estas imágenes de la tradición folclórica, y dotarles de un nuevo contenido simbólico. Frente al secuestro del régimen de todo el imaginario de la cultura popular, el cine del director manchego pretendió rescatar estos géneros para adaptarlos al ideario democrático que se instauraba tras la transición política[11]. Una declaración de intenciones aparece en una de las secuencias iniciales de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón [1980], primer largometraje comercial de Almodóvar, donde Pepi (Carmen Maura), tras haber sido violada por un policía, convence a un grupo de músicos punk, encabezados por Bom, una joven Alaska (Olvido Gara), para que ejecuten su venganza asaltándole por la calle. Para proteger su anonimato, el grupo se disfraza de majos y chulapas, ataviados con los típicos mantones y gorros del Madrid castizo [Fig. 1, Almodóvar 1980, 7:40], y propinan la correspondiente paliza mientras entonan la canción ‘Ay, Felipe de mi alma’ de la muy apropiada zarzuela La revoltosa (1897), de Roberto Chapí. Este mecanismo propone un cambio radical en el imaginario popular nacional: si estos géneros defendían el sometimiento de la mujer al hombre, el cineasta los subvierte para convertirlos en acompañamiento paródico de una escena de significado opuesto, la venganza de una joven contra el hombre maltratador. Más aún, podría afirmarse que el mismo cine del director manchego se disfraza, ya desde sus inicios, con los atuendos de la tradición popular y el folclore, para ejecutar su venganza simbólica contra el dictador[12].

Fig. 2 – Angustias, con tocado folclórico (Laberinto de Pasiones, 1982)


Si bien Laberinto de pasiones [Almodóvar 1981], su segunda película, nace con el objetivo de retratar la moderna y variopinta fauna de la movida madrileña, también aparecen puntuales alusiones al folclore. La secuencia inicial, ubicada en el Rastro de Lavapiés, lugar de encuentro del movimiento juvenil, presenta a los protagonistas, Riza Niro (Imanol Arias) y Sexilia (Cecilia Roth), bajo los acordes de una sardana, con claras resonancias de marcha taurina. No es casual que ambos aparezcan encuadrados en las lides de la caza amorosa, y la cámara se deleite en sus indiscretas miradas a los pantalones ajustados de los viandantes masculinos, en una sutil alusión a la taleguilla del torero [0:30]. Más adelante, en una escena de camerinos, Angustias –subrayamos el nombre–, una de las componentes del grupo musical femenino, se muestra ataviada con un aparatoso tocado que representa a unas bailaoras de sevillanas [Fig. 2, 35:58], en una paradójica fusión de estética punk y folclore.

La religiosidad popular y la creación de un universo femenino de acogida y hospedaje, son los temas centrales de Entre tinieblas [Almodóvar 1983], ambientada en una peculiar comunidad de monjas. Las Redentoras Humilladas tienen por misión acoger a mujeres que, en términos legales, quedarían tipificadas bajo la franquista Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, antes vagos y maleantes, proscritos y fuera de la ley, y sus monjas viven deseosas de que, “dentro de poco, este convento esté lleno de asesinas, prostitutas y drogadictas, como en otra época” (17:24). Frente al imaginario tradicional del convento como un espacio de control y represión, una materialización del panóptico de Bentham, intensamente ligado a la iconografía simbólica de la dictadura, el cineasta manchego retrata un entorno de libertad, pluralidad y aceptación de la diferencia, transmutando nuevamente la imagen dibujada por el régimen sobre el espacio religioso. En esta operación, abundan las relecturas de iconografías tradicionales. Por un lado, la cabaretera, drogadicta y fugitiva Yolanda Bell (Cristina Sánchez Pascual), escondida en el convento huyendo de la policía, aparece primero transfigurada de luz en la iglesia [14:04] y después enmarcada por un nimbo, una corona resplandeciente y jarrones de flores [Fig. 3, 18:52], en un trasunto de la imagen popular de una santa mística. El arrebato divino deviene, no casualmente, en efluvio narcótico. En sentido opuesto, la imagen de las monjas de esta singular fundación, aun vistiendo los canónicos hábitos, se subvierte al mostrar a la Madre Superiora (Julieta Serrano) inyectándose heroína [19:35] o a las hermanas ataviadas con coronas de flores [81:16], en la disparatada fiesta final. Sor Rata de Callejón (Chus Lampreave), escondida bajo un seudónimo, es una escritora de novela romántica de éxito, vía por la que Almodóvar recupera las tradiciones del melodrama, el folletín sentimental y la radionovela.

Fig. 3 – Iconografía virginal de Yolanda Bell (Entre tinieblas, 1983)

La misma decoración del despacho de la Madre Superiora, en lugar de las habituales estampas de santos, incluye retratos de famosas actrices de cine, como Ava Gardner, Brigitte Bardot, Amanda Lear o Marlene Dietrich [13], sustituyendo, de nuevo, la religiosidad popular por iconografías de la cultura de masas [34:45]. Ante ese inaudito altar, donde el icono místico ha sido sustituido por el icono posmoderno, tiene lugar una escena en que la Madre Superiora y Yolanda cantan el bolero Encadenados, de Lucho Gatica [32:20], un ejemplo arquetípico de música popular, que hace referencia al sacrificio y al castigo de un amor imposible, y que en este contexto de imágenes y relaciones adquiere un sorprendente sentido [14]. Aparece también una alusión al velo de la Verónica, cuando el rostro de Yolanda queda milagrosamente impreso en el paño de la Madre Superiora, en el momento de la despedida [84:17]. Cultura popular y religiosidad tradicional, travestidos en una nueva lectura, adaptada a los valores de la sociedad democrática y plural.

 

Fig. 4 – Sor Víbora muestra al capellán y a Yolanda Bell la vestimenta religiosa de la próxima temporada (Entre tinieblas, 1983)

Esta reiconificación de la imagen religiosa tradicional resulta patente, casi como un subrayado del propio significado de la película, en la escena en que Sor Víbora (Lina Canalejas) muestra al capellán y a Yolanda los trajes que ha diseñado para vestir a las vírgenes y santas. La vestimenta de las figuras de devoción, como en el caso de los mantos de las vírgenes, es una actividad típica de la religiosidad popular. Pero en manos de esta venerable hermana, las tradicionales túnicas y mantos adquieren rasgos vanguardistas y futuristas de alta costura, con tejidos metalizados, colores eléctricos, líneas y patrones disparatados de inequívoca estética ochentera [Fig. 4, 41:55]. No en vano, los figurines fueron obra del diseñador Francis Montesinos, estrechamente vinculado a la movida madrileña y colaborador de Almodóvar en varias películas. Tras los histéricos rodajes y los estertores punk de anteriores títulos, el cineasta manchego pudo por fin rodar Entre tinieblas con cierto reposo, siete semanas de rodaje[15]; en una localización casi única, el convento; y evolucionar así hacia el tono emocional y melodramático del bolero. Esto le concede tiempo y una cierta estabilidad de producción para construir un discurso cinematográfico orgánico, estrictamente visual. A pesar de sus irregulares logros, la película le permitió experimentar con la puesta en escena, y la fotografía, la profundidad de campo, los movimientos de cámara, el diseño de un universo visual, y la dirección de actores, convirtiéndose en un primer esbozo de su estética personal, un sólido ejercicio de relectura de la cultura popular y, por tanto, un compendio de las claves que caracterizarán todo su cine posterior.

Con su siguiente título, ¿Qué he hecho yo para merecer esto! [Almodóvar 1984], el cineasta no solo alcanza una notable madurez visual y narrativa, sino que ofrece además una sarcástica, esperpéntica y desoladora disección de uno de los pilares fundamentales de la cultura popular y sociológica del franquismo, el matriarcado familiar. Más en particular, el filme contiene un estremecedor retrato de la madre, el ama de casa[16]. Gloria (Carmen Maura) vive hacinada con su despótico marido, sus hijos y su suegra, en un diminuto piso de los edificios-colmena prototípicos de los años del desarrollismo y la migración del campo a la ciudad. Frente a la imagen del ama de casa ordenada, servicial y alegre, la ‘gloria’ promovida por el franquismo, el cineasta ofrece una oscura mirada sobre las penurias de una mujer maltratada por su marido, humillada por la abuela, encarcelada por los electrodomésticos de su cocina[17], y a quien se niega cualquier posibilidad de placer o felicidad. Como es habitual, aparecen numerosas alusiones a la cultura popular, como la religiosidad costumbrista de la abuela y sus constantes plegarias a San Antonio para recuperar algún objeto extraviado, así como su gusto por el refranero tradicional.

Pero la presencia del elemento tradicional brilla especialmente en una magnífica secuencia de montaje paralelo. En el dormitorio, el marido siente un repentino deseo de mantener relaciones con Gloria, que acaba de pedirle dinero para pagar la letra del televisor, y la empuja sobre la cama, sin atender a sus quejas. Mientras tanto, en la sala de estar, la abuela Blasa (Chus Lampreave), garante del viejo orden, ve con el joven Toni (Juan Martínez) la televisión, que emite una suerte de videoclip, con la copla La bien pagá, en versión de Miguel de Molina [Fig. 5, 15:43]. El decorado muestra una estancia y un vestuario románticos, el escenario prototípico del melodrama, y quizás más exactamente de las zarzuelas[18], e incluso vemos las mismas cámaras de televisión. El personaje principal, que interpreta en playback la mencionada copla, está interpretado por el propio Almodóvar, y sentada, junto al tocador, acicalándose, una mujer vestida de época, que en realidad es Fabio MacNamara, conocido transformista de la Movida[19]. Miguel de Molina fue un popular cantante de coplas, comprometido con la República y homosexual que, poco después de terminar la guerra, fue agredido por un grupo de falangistas, y se exilió a Argentina, para terminar finalmente en México. Al fondo, tras unos cortinajes barrocos y unos carteles de las primeras películas de Almodóvar, preside la escena una reproducción de la Venus de Milo, la mujer sin brazos, sublimación de la belleza maniatada. En paralelo a este desenfreno kitsch, asistimos a la infeliz relación sexual entre Gloria y su marido en el dormitorio, mientras se escucha el significativo texto de la canción, “si tu eres la bien pagá (pagada) / porque tus besos compré / y a mí te supiste dar / por un puñao de parné / bien pagá fuiste mujer”. Antonio parece terminar repentinamente, impotente o precoz, y Gloria queda insatisfecha, una vez más. Para culminar, el protagonista del videoclip, acerca la mano al rostro de la (supuesta) mujer, y parece arrebatarle los labios, la boca, que aparecen pintados en su mano, en un gesto de reminiscencias buñuelescas donde resuenan ecos de Un perro andaluz [Buñuel 1929]. La mujer, sin brazos y sin boca, sin capacidad de acción ni palabra. Terminada la canción, frente al televisor, la abuela sentencia: “¡qué bonitas eran las canciones de mi época!”. A continuación, observa en una revista una fotografía de Grace Kelly, imagen por antonomasia de las revistas del corazón y personaje cuya vida, más allá del puro y romántico amor, encierra la sospecha de una cierta relación entre matrimonio, riqueza y ascenso social. En el conjunto de la escena, la imagen familiar queda deconstruida en una compleja red de elementos melodramáticos, juegos de género y ambigüedad sexual, donde la copla, la zarzuela y la canción nacional, recontextualizadas y reformuladas, denuncian el trasfondo machista del modelo familiar tradicional; y, por supuesto, revelan la estrecha relación entre el imaginario del matrimonio, la economía y el sexo.

Fig. 5 – Copla, género y metaficción    (¿Qué he hecho yo para merecer esto!, 1985)

Por último, cabe señalar que, mientras con la monja escritora de Entre tinieblas, Almodóvar recuperaba las tradiciones del melodrama y el folletín, así como el universo sentimental del bolero, en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! trata de recuperar la herencia del sainete y la astracanada, el teatro popular que caracterizó a la denominada ‘otra’ generación del 27, desde Jardiel Poncela a Miguel Mihura, y el universo de La Codorniz, revista en la que se formaría el guionista Rafael Azcona. Es en la obra de esos dramaturgos y en cierto cine de Edgar Neville, Luis García Berlanga y Fernán Gómez, donde debemos buscar los orígenes remotos del universo almodovariano[20]. El tono de comedia y vodevil de esta película no hunde sus raíces en el cine clásico estadounidense, sino más bien en la tradición hispana del entremés, el sainete, el esperpento y la farsa, con su característico humor negro, la deformación cómica de la realidad y su irrefrenable tendencia al tremendismo[21]. En esa tradición sainetesca, el asesinato de la mujer a manos del marido se trataba como un tópico jocoso[22]. Al final de la película, es Gloria quien asesta a su marido un mortal golpe con la pata de jamón, otro símbolo de honda raigambre ibérica. Cuando llega la policía, el arma asesina está sirviendo de ingrediente para un sabroso caldo en la cocina. Una vez más, el cineasta reelabora la tradición hispana para ofrecer una mirada diferente sobre el imaginario nacional, acorde con una nueva imagen de la mujer y la familia.

 

3. Matador: folclore y mitología nacional en los toros.

Si en sus primeras películas, Almodóvar había tomado elementos del folclore popular para reiconificar y dotar de nuevos significados a las imágenes de la tradición secuestradas por el franquismo, como hemos visto en el caso de las costumbres religiosas o el modelo familiar, no debe extrañar que finalmente dedicara una película específica a una de las iconografías más emblemáticas del imaginario hispano, el universo de los toros. Tal vez para hacer más evidente aún el subtexto político que anidaba en su aparentemente hedonista y celebrativa propuesta cinematográfica, lo abordó en su película más abstracta y hermética, Matador [Almodóvar 1986], una extraña propuesta con una estilizada puesta en escena y un acercamiento casi mitológico a la tauromaquia. En consonancia con el carácter simbólico y ritual de la fiesta nacional, el cineasta rodó una película de estética extrema, discurso abstracto y narrativa casi litúrgica, donde esbozaba un retrato de la sociedad española desde la doble perspectiva del placer y la muerte, un binomio de raíz freudiana que había interesado mucho a surrealistas como André Breton, Salvador Dalí o Luis Buñuel. Lo interesante es que Almodóvar utiliza ese par Eros y Thánatos para ilustrar su personal mirada sobre el mito de las dos Españas, precisamente a partir de la iconografía taurina que inunda la película. De hecho, se barajaron títulos provisionales como El país o Matadero.

El relato se centra en la pasión que surge entre Diego (Nacho Martínez), un famoso torero retirado, y María (Assumpta Serna), una abogada fatalmente enamorada de él. El encuentro se produce a raíz de uno de los alumnos de la escuela de tauromaquia del maestro, Ángel (Antonio Banderas), un joven con un hipertrofiado sentido de culpabilidad educado por una madre de radicales convicciones religiosas. El joven se autoinculpa ante la policía, obsesivamente, de crímenes que no ha cometido. En realidad, como sabremos después, los criminales son Diego y María, dos asesinos que, en paralelo a su afición taurina, tienen por costumbre alcanzar el clímax del placer sexual con el asesinato de sus amantes. Es inevitable pensar de nuevo en el interés que la mantis religiosa, especie cuya hembra devora al macho tras la cópula, despertaba en la mente surrealista de Dalí y Buñuel. La película establece desde el principio este paralelismo entre el sexo y el toreo, con una secuencia en la que alterna las clases del maestro sobre el arte de matar, con el encuentro sexual entre María y uno de sus amantes, al que termina asesinando insertándole una aguja de pelo precisamente en la nuca, análoga a la testuz taurina. Lo sorprendente es que, de hecho, en ningún momento veremos una faena real, ni siquiera aparece un toro en toda la película, a excepción de las grabaciones en vídeo. El cineasta quería dotar a la historia de un imposible tono mitológico, abstracto, puramente simbólico, casi legendario[23].

De hecho, el interés de Almodóvar se centra en un doble desplazamiento sobre la iconografía tradicional de los toros. Por un lado, ofrece una imagen simbólica de la fiesta nacional que, en nuestra tradición, es una fiesta de sangre, duelo, lucha y muerte, retratando a los personajes como asesinos en serie. Así, desliza una película de temática taurina, que durante el franquismo hubiera sido tratada como un relato épico, hacia el cine negro; es decir, el universo del crimen y el delito, los márgenes oscuros de la ley. Por otro lado, mientras el ideario del régimen asociaba la figura del torero hacia lo inequívocamente masculino, Almodóvar juega permanentemente a la ambigüedad sexual. Por ejemplo, Diego y María se encuentran en un lavabo de hombres y, ante la inevitable pregunta, María contesta que no hay que fiarse de las apariencias [38:10]. A lo largo de la película, cambian una y otra vez el rol masculino y femenino, del mismo modo que en el toreo puede cambiar la suerte del que clava el asta y de quien es penetrado. Al mismo tiempo, el joven Ángel que, como en todos los personajes almodovarianos con ese nombre, tiene una sexualidad indefinida, casi angélica, está obsesionado por su latente homosexualidad. Con esta doble estrategia, el director deconstruye la epopeya franquista sobre los toros, convirtiendo la épica en fascinación por la muerte, y la idealización del imaginario masculino en equívoco sexual.

Pero, como suele ser habitual en el cineasta manchego, patetismo y risa conviven de forma indisoluble. La seriedad del mito se entrelaza con el mundo de la comedia popular, y reaparece la herencia del sainete. En este caso, focalizada en el personaje de Pilar (Chus Lampreave), madre de la joven Eva (Eva Cobo), cuyos diálogos recuperan el costumbrismo paródico, funcionando como mecanismo anticlimático y distanciador respecto al pathos de la trama central. Esta madre, imagen de la matriarca moderna y progresista, se enfrenta a la policía en un diálogo que podría formar parte de cualquier antología del disparate, y que remite al tópico de la mujer fuerte, habitual en la tradición sainetesca, con la risa negra y tremendista típica del género.

– ¿Vive aquí Eva Soler?

– Pues claro. ¿Para qué la quieren?

– Anoche la violaron y hemos descubierto al violador.

– Uy, ¿a mi hija? Para nada, me lo hubiera comentado. Lo siento, otro día será. (…)

– Acompáñenos a comisaría. Tiene que declarar.

– Pero, ¿cómo quiere que vayamos con usted, teniendo la casa manga por hombro, como la tenemos? Mire, estoy blanqueando y estoy haciéndolo sola porque no tengo a nadie que me ayude. (…)

– Será un momento, señora.

– Si no les importa esperar … Tardaremos media hora o así en arreglarnos, porque no querrán que vayamos hechas unos mamarrachos a toda una señora comisaría … Lo peor no es que te violen, lo peor es que se lo tienes que contar de pe a pa a todo el mundo. ¡Pónganse cómodos! [Almodóvar 1986, 19:06]

 

Lo popular aparece también en el mismo hermetismo de la película. El cineasta retrata los mitos, procedentes del universo de las tradiciones, que anidan en la liturgia taurina, y la rodea de elementos esotéricos como la adivinación, las propiedades hipnóticas o venenosas de los hongos, la lectura astrológica de un eclipse o la taumaturgia, típicos de los saberes populares. En efecto, el jardinero de la finca (Luis Ciges), es advertido sobre las propiedades de las setas, la distinción entre las benéficas y las venenosas, el bien y el mal, un arquetípico dilema maniqueo [6:20], setas que reaparecerán al desenterrar uno de los cadáveres [69:30]. En otra ocasión, una vendedora de flores (Bibiana Fernández), se ofrece para adivinar el futuro a partir de la lectura de una mano [21:97]. Ángel, nombre de resonancias sobrenaturales, tiene una sorprendente capacidad para predecir el futuro, poco antes del eclipse que conducirá a la resolución final [98:35]. De este modo, el hermetismo simbólico de la película incorpora los saberes esotéricos del hermetismo popular, la herencia de la alquimia y las magias tradicionales.

El significado del relato, la imagen de una nueva identidad nacional, toma cuerpo en una escena central, un desfile de moda, diseñado en realidad por el mencionado Francis Montesinos, en el que nuevamente aparece el propio Almodóvar explicando a una periodista el significado de su propuesta. El desfile se titula España dividida, y pone en escena la relación de trágico final entre una mujer, Eva, vestida de rojo sangre, maquillada con una herida en la cara, y un hombre, vestido de negro y cubierto con una capea taurina [42:50]. El decorado muestra una reconstrucción kitsch de una de las puertas de la Sagrada Familia de Gaudí, reincidiendo en la relación entre el sexo y la violencia, en una tragedia simbólica de evidentes ecos lorquianos. Según explica el propio director, como creador del desfile, a la periodista, “este país ha estado siempre dividido básicamente en dos: por una parte están los envidiosos, y por otra los intolerantes. Yo pertenezco a ambas” [43:20]. Así, el cineasta convierte la película en un retrato abstracto sobre la misma tragedia hispana, el territorio nacional como un ruedo de sangre y muerte[24].

Como no puede ser de otro modo, la película termina con un ritualizado encuentro sexual entre los amantes, junto al fuego, con una liturgia de traje de luces, faena de lidia y verónicas, estoques, vino y rosas [Fig. 6, 94:37], el clavel en la boca, que remite a la iconografía pictórica de Julio Romero de Torres. Tal y como siempre habían soñado, Diego y María mueren juntos, en el clímax del placer, en el preciso momento en que se produce un mágico eclipse. Pero Almodóvar se reserva todavía una reiconificación final: es ella, María, la mujer, la ejecutora de las dos muertes, la asesina y la suicida. Se rompe la imagen de la espada, el estoque, como arma específica de la masculinidad, su poder y su fuerza [98:10]. Cuando el policía y Ángel encuentran a los amantes muertos, abrazados, la película se cierra con una enigmática e irónica frase, mientras contemplan el cruento espectáculo: “nunca había visto a nadie tan feliz” [99:15]. En un ritual de la tradición popular, la fiesta nacional de los toros, el cineasta vuelve a construir una de sus extrañas familias, el encuentro imposible de dos seres excluidos, diferentes.

Fig. 6 – María y Diego, ceremonia taurina de pasión y muerte (Matador, 1986)

4. Por una identidad nacional democrática: rescate del folclore popular.

Como afirmábamos al inicio de este estudio, la cultura de la transición ha sido acusada con frecuencia de amnésica, pactista y celebrativa, ajena a las profundas transformaciones sociales y políticas que vivía la sociedad española. Más en particular, el primer cine de Pedro Almodóvar ha sido analizado como una propuesta hedonista, escapista y frívola, alejada del compromiso político e ideológico. Desde nuestro punto de vista, podemos afirmar que, muy al contrario, la estrategia del cineasta manchego en los años ochenta es un trabajo radicalmente político, una densa labor de deconstrucción y reiconificación de las imágenes de la cultura popular que habían sido secuestradas por el franquismo, ofreciendo renovados contextos simbólicos para dotarlas de un nuevo significado, acorde con los valores de la modernidad[25]. El imaginario de las tradiciones religiosas, de la figura de la madre y ama de casa, de los toros y el folclore popular, la copla y la canción nacional, adquiere nuevas connotaciones, nuevos significados. Se destruye la herencia dogmática, unívoca y patriarcal del régimen, y la cultura tradicional se abre a la explosión simbólica propia de una sociedad libre y plural, plenamente democrática.

En conclusión, paralelamente a su propio proceso de aprendizaje de la sintaxis cinematográfica y las posibilidades del lenguaje fílmico, el cineasta ofrece en estas películas un consciente trabajo de disección de las tradiciones populares, la religión, la familia y el folclore, para proponer la construcción de una nueva identidad nacional, una renovada imagen de lo hispano, precisamente en un momento en que España necesitaba ser reconocida en el contexto europeo. Más allá de los defectos, limitaciones e irregularidades propias del proceso de aprendizaje, su cine inicial rescata una identidad que hunde sus raíces en el pasado, en las tradiciones específicas de la cultura popular hispana, pero transmutada en valores y símbolos adaptados a la modernidad y la vanguardia internacional. Un cine capaz de forjar un imaginario público, colectivo, para una nueva identidad nacional, antigua y moderna a la vez.

En cierto sentido, este proyecto de renovación de las tradiciones populares desde la risa, y la construcción de imaginarios modernos, vinculando la tradición y la vanguardia, retoma propuestas de la obra interrumpida de Federico García Lorca. Apenas dos años antes de morir, en 1934, el poeta granadino, aún inmerso en su trilogía de la tragedia, confesaba en una entrevista: “Quiero hacer otro tipo de cosas, incluso comedia corriente de los tiempos actuales, y llevar al teatro temas y problemas que la gente tiene miedo de abordar” (García Lorca 1963: 1767). Quizás de modo inconsciente y desde perspectivas muy diferentes, el cine de Pedro Almodóvar heredó esa tarea que quedó sesgada trágicamente por la guerra, la barbarie y la intolerancia, y la retomó con el nuevo aliento de la democracia, en una nueva polis donde, por fin, fuera posible esa extraña familia, el encuentro de las diferencias.

 



[1] Esta advertencia sobre el valor simbólico de la cultura popular, y la necesidad de superar los prejuicios académicos sobre la misma, es especialmente importante al referirnos a procesos históricos recientes, como la transición democrática. Es necesario superar la división tradicional entre alta y baja cultura para comprender los procesos simbólicos colectivos, más allá de los gustos específicos de una élite social o intelectual. Algo que la socióloga Paloma Aguilar advierte en su estudio acerca de la cultura de la transición, al apuntar que “cuando al estudiar las prácticas culturales de un país se eligen las obras de los mejores intelectuales de la época y se dejan de lado otras fuentes de producción cultural, sin duda más burdas y menos sofisticadas, pero que tienen la virtud de llegar a capas mucho más amplias de la sociedad, se puede acabar teniendo una visión distorsionada del sistema de valores predominante en la época” (2007: 84). Obviamente, nuestro concepto de cultura aglutina tanto las propuestas de lo que tradicionalmente se entiende como alta o gran cultura, propia de lo serio, como a la cultura popular o baja, habitualmente más vinculada al mundo de la risa, la tradición, el kitsch o incluso el mal gusto.

[2]Esta visión crítica de la transición a la democracia encuentra sus primeros referentes en obras como Morán 1991, Subirats 1993; y ejemplos más recientes en Gallego 2008, Monedero 2011, la colectiva Martínez 2012 o la polémica Morán 2014.

[3] A este respecto, resultan iluminadoras las reflexiones de Gregorio Morán en su iniciática El precio de la transición, donde afirma, por ejemplo, que “cancelar los pasados fue instrumentalizado en función de una pretendida reconciliación de los españoles. Había que dar por superada la división nacida en torno a la guerra civil y alimentada durante la atroz posguerra. Una prueba de que no estaba superada, sino latente, cuando se exigía a una parte –los perdedores– el olvido, como condición para poder participar en el nuevo juego político, social y cultural, elaborado durante décadas por los vencedores. Se ampliaba el ámbito, pero se conservaba la hegemonía de quienes habían vencido” (1991: 83).

[4] El crítico Ignacio Echevarría, lo describía así en su artículo para la obra colectiva CT o Cultura de la Transición: “cabe sostener que, en cuanto proceso histórico, la Transición se caracterizó por esta primacía de la política sobre la historia, por la decisión política de cancelar la historia en aras de ese proyecto de refundación de la convivencia que, desde mucho atrás, parecía imprescindible para cerrar las heridas de la Guerra Civil. La Cultura de la Transición, por su parte, sería la consecuencia natural del masivo alineamiento de la clase intelectual y cultural del país con ese proyecto” (2012: 28).

[5] El propio Pedro Almodóvar admitía, en su extensa y detallada entrevista con Frédéric Strauss, crítico de Cahiers du Cinema, este silencio y ocultación consciente de la dictadura: “mis películas nunca han sido antifranquistas, porque no reconozco en ellas la existencia de Franco. Es, en cierto modo, mi venganza contra el franquismo: quiero que no quede ni el recuerdo, ni la sombra” (Strauss 2001: 30).

[6] En su acercamiento sociológico al primer cine de Almodóvar, García de León y Maldonado reflexionan sobre los orígenes rurales del director, afirmando que “La Mancha como adjetivación de la persona de Pedro Almodóvar es sinónimo de extrañeza, sorpresa, que vendría a decir: ¿cómo este chico manchego, de pueblo, rural, puede ‘controlar’ tan bien y ser tan ‘in’ y el más moderno de los modernos de la cultura urbana? Esta extrañeza, esta forma de razonar, lleva en sí una sabiduría de la realidad social, de las reglas del juego que rigen el mundo social, que vendría a decir que todo se cuece en la capital, en la ciudad, los pueblos están muertos. Desde la sociología se sabe que las élites, cualquiera que sea su esfera de poder (económico, político, cultural, social) son eminentemente urbanas. Y, en el caso concreto del cine español, el cincuenta por ciento han nacido en Madrid y Barcelona” (1989: 30).

[7] En una larga conversación mantenida en 1995 para el primer número de la desaparecida revista Nickel Odeón, Almodóvar afirmaba que “creo que al no estudiar nunca cine, he tenido la impresión siempre de que lo que he ido haciendo me lo he ido inventando, pero no con la superioridad de creerme que me estaba inventando el primer plano, eso no. Yo ya había visto muchos primeros planos en las películas de Bergman. Pero sólo lo aprendía cuando me decidía a hacer un primer plano. Sólo de ese modo aprendía el significado de ese tamaño de cuadro” (Cobos y Marías 1995:78).

[8] En este estudio, entenderemos la identidad nacional en un sentido antropológico, pragmático y simbólico, definiendo la nación en el sentido apuntado por Benedict Anderson, como una comunidad imaginada que comparte ciertos valores culturales e imaginarios. Así, “con un espíritu antropológico propongo la definición siguiente de nación: una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana. Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” (Anderson 1993: 23).

[9] Señala Michael Richards en su estudio sobre la represión política, social y cultural del franquismo, Tiempo de silencio, que “el ambiente espiritual de la guerra de España era valioso por construir una comunidad en el frente y en la retaguardia de la zona nacional sobre la verdadera esencia de la raza. Esa ‘esencia psicológica’ o ‘genio nacional’ podía encontrarse en muchas figuras histórico-culturales, apropiadas o inventadas por el régimen: Cervantes, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, Felipe II, Hernán Cortés, Pizarro, Don Juan o Don Quijote. Los que apoyaban la ‘Guerra de Liberación’ y luchaban ‘por España’ estaban dotados de esas mismas cualidades psicológicas esenciales” (1999: 66).

[10] Así lo resume el historiador del teatro español Francisco Ruiz Ramón, para quien “todo cuanto de radicalmente nuevo y valioso había en Tres sombreros de copa (1932), solo parcialmente lo desarrollará luego Mihura, hasta el punto de que nos atrevemos a afirmar que su obra dramática posterior (…) será una progresiva desviación y una renuncia a cuanto constituye –lenguaje, significación y situación– el universo dramático de su primera obra. Naturalmente, no quiero significar con ello que tal desviación comporte una pérdida de valor de la obra dramática de Mihura, sino una separación de determinados valores, y éstos no tanto teatrales, cuanto de significación y de sentido” (1981: 327).

[11] Alejandro Yarza señaló lúcidamente esta recuperación del patrimonio popular en el cine almodovariano, operación que se enfrentaba tanto al secuestro de la dictadura franquista como a las sospechas de conservadurismo que ahuyentaban a la mentalidad progresista. Así, “sobre la herencia pop española pesaba, por un lado, la nefasta utilización a que la derecha la había sometido como fuente de propaganda y vehículo transmisor de los valores morales del régimen y, por otro, el estigma de la izquierda que la veía con sospecha, precisamente por su pretendida filiación franquista. Por consiguiente, la única manera legítima de volver a entrar en contacto con esta herencia sin repetir las poco fructíferas dicotomías del pasado era mediante su transformación irónica. Esto es, rescatarla de la manipulación de la derecha y de paso burlarse de la grave seriedad y del puritanismo estético de la izquierda” (1999: 30).

[12] Incluso un teórico extremadamente crítico con el cine almodovariano como Eduardo Subirats, reconoce que “la importancia de la obra de Almodóvar de debe a su cristalización de un estilo rotundo que conjugaba fluidamente los valores de la España tradicional con la gesticulación de una modernidad estrafalaria, dotada al mismo tiempo de elementos grotescos, conjugados con la tradición popular de la zarzuela decimonónica. En sus filmes, la estética del spot publicitario se daba cita con el melodrama de los teatros de varietés del Madrid castizo” (2002: 79).

[13] El diálogo en que la Madre Superiora explica el motivo de esas imágenes, no puede ser más significativo. La monja afirma que esas mujeres “son algunas de las grandes pecadoras de este siglo. Te preguntarás qué hacen aquí. (…) En las criaturas imperfectas, es donde Dios encuentra toda su grandeza. Jesús no murió en la cruz para salvar a los santos, sino para redimir a los pecadores. Cuando miro a alguna de estas mujeres, siento hacia ellas una enorme gratitud, pues gracias a ellas, Dios sigue muriendo y resucitando cada día” [Almodóvar 1983, 34:50]. El texto mantiene una calculada ambigüedad entre el sentido de sus palabras y la parodia irónica. Así, mientras habla, la Madre Superiora está preparando unas rayas de cocaína, que indisimuladamente comparte al final con Yolanda.

[14] El popular bolero mexicano Encadenados, compuesto por Carlos Artur Briz Bremauntz, grabado inicialmente por los Hermanos Reyes en 1955 pero popularizado por Lucho Gatica, retrata melancólica y exacerbadamente un apasionado amor imposible, describiéndolo en términos de dolor, castigo y sacrificio, muy apropiados para un entorno conventual. Así, la letra afirma que “nos hemos hecho tanto tanto daño / que amor entre nosotros es martirio”, o bien “cariño como el nuestro es un castigo / que se lleva en el alma hasta la muerte”, para concluir que “el paso del dolor ha de encontrarnos / de rodillas en la vida / frente a frente y nada más”. Las alusiones religiosas no son gratuitas en el contexto de esta película, más aún teniendo en cuenta el carácter lésbico, y por tanto prohibido, del enamoramiento de la Madre Superiora hacia la cantante Yolanda Bell.

[15] Por primera vez, Almodóvar puede afrontar un largometraje con un productor que financia el proyecto y con cierta solidez económica. En 1982, el cineasta recibió la propuesta de un empresario, Luis Calvo, para dirigir una película que debía estar protagonizada por su pareja, Cristina Sánchez Pascual, una actriz con capacidades interpretativas limitadas pero, en aquel momento, novia de este rico especulador inmobiliario que había hecho fortuna con el petróleo. Así lo relató el director a Frédéric Strauss: “Localmente enamorado de ella, no sabía qué obsequio hacerle para retenerla a su lado y estaba dispuesto a regalarle cualquier cosa. (…) Luis Calvo me llamó por teléfono para saber si tenía algún guión listo para rodar y yo fui mi directo con él: le pregunté si Cristina Sánchez Pascual tenía que ser la actriz principal de la película. ‘Por supuesto que no, me dijo’. Pero por su manera de decirlo, comprendí que significaba ‘Por supuesto que sí’. (…) Yo, por mi parte, intenté abordar este encargo de manera positiva y explotar todas las posibilidades que me ofrecía. Así que escribí una historia con un papel femenino que podría haber sido el sueño de cualquier actriz” (2001: 42).

[16] El mismo Almodóvar señala la estrecha vinculación entre la figura del ama de casa y la cultura pop. De hecho, el pop se alimentó de la iconografía de la publicidad, y el objeto preferente de la publicidad fue en sus orígenes el ama de casa. Así, “el ama de casa es un personaje absolutamente vinculado a lo que es la cultura de nuestro tiempo. Todo el pop no tendría sentido sin ella. La auténtica protagonista de esta estética que ha girado y ha inspirado el pop art es la iconografía doméstica” (Vidal 1990: 115).

[17] Mientras los exteriores de la película se rodaron en el Barrio de la Concepción de Madrid, junto a la M30, los interiores del minúsculo domicilio familiar se recrearon en los Estudios Cinearte, frente a los cuales, en un divertido juego metaficcional, se rodó el primer plano de la película. Sin embargo, y como muestra de la todavía escasa pericia de los equipos técnicos del cine español en aquel momento, los decorados se construyeron sin paredes móviles, de modo que los paneles no podían desplazarse para jugar con la iluminación, la puesta en escena, la posición de la cámara y la distancia focal. Frente al inexplicable error del equipo artístico, Almodóvar hizo de la necesidad virtud y optó por rodar a la protagonista, Gloria a través de los paneles, como ‘enmarcada’ por los electrodomésticos de la cocina. Esta solución visual no solo atajó el problema, sino que ofreció una lúcida lectura simbólica de la figura del ama de casa, encerrada entre las paredes asfixiantes de la cocina, y atrapada por los mismos objetos que la sociedad de consumo prometía como supuestos liberadores de las pesadas cargas del hogar.

[18] El vestuario de Pedro Almodóvar parece un uniforme militar de gala, y podría aludir a zarzuelas con personajes militares, como es el caso de la popular Luisa Fernanda, compuesta por Federico Moreno Torroba con libreto de Federico Romero Sarachaga y Fernández-Shaw, que se estrenó en el Teatro Calderón de Madrid el 26 de marzo de 1932, muy poco tiempo después del inicio de la Segunda República. Resultó un gran éxito, y ha sido representada desde entonces en innumerables ocasiones. La acción transcurre en Madrid durante el reinado de Isabel II, poco tiempo antes de la revolución de 1868, y termina en una dehesa extremeña tras el derrocamiento de la Reina. La obra, que narra el triángulo amoroso entre Luisa Fernanda, un hacendado extremeño, Vidal, y un militar, Javier Moreno, tuvo un gran éxito durante la República, ya que enlazaba precisamente con un acontecimiento histórico paralelo, la revolución de La Gloriosa, que con el tiempo abriría el camino a la fugaz Primera República (1873-1874), adquiriendo así un simbolismo político latente cercano a los ideales progresistas.

[19] Alejandro Yarza defiende que el camp, una estética estrechamente vinculada al travestismo, el disfraz y la ambigüedad sexual, fue esencial en el proceso de recuperación de la cultura popular hispana. Así, afirma que “el camp supone la operación de reciclaje a través de la cual Almodóvar recontextualiza el repertorio iconográfico usado extensamente por el régimen de Franco de acuerdo a una nueva economía libidinal. Almodóvar se reapropia de estos elementos iconográficos asignándoles un significado diferente, es decir, los canibaliza según sus necesidades emocionales específicas. Mediante esta operación de reciclaje, el cine de Almodóvar (…) libera este patrimonio iconográfico nacional del secuestro del que fue objeto por parte de la España franquista” (1999: 189).

[20] El propio Almodóvar ha reconocido en diversas ocasiones la deuda con esa generación de humoristas. En la entrevista para la revista Nickel Odeón, el cineasta recordaba a algunos de los directores que más han influido en su cine, y afirmaba: “me he olvidado de un director esencial, Edgar Neville, al que adoro. Me parece el más moderno de todos (…). Me impresiona mucho toda esa generación de Neville. No entiendo cómo en esas circunstancias, en pleno franquismo, podía haber seres tan extravagantes que sobrevivieran dentro de ese ambiente: Tono, Mihura, Jardiel Poncela” (Cobos y Marías 1995: 107).

[21] En su interesante ponencia para el Congreso Internacional ‘Pedro Almodóvar’, celebrado en 2003, Román Gubern señaló acertadamente estos vínculos del cineasta con las tradiciones literarias hispanas. Así, “la obra cinematográfica de Pedro Almodóvar ha reelaborado algunas tradiciones culturales españolas, en clave urbana y postmoderna, lo que le ha otorgado un aura de novedad en el mercado internacional (…). En su proceso de hibridación genérica ha tomado Almodóvar elementos diversos de la novela picaresca, del sainete, del esperpento y del melodrama” (2005: 46).

[22] Como ejemplo, una de las primeras escenas de la muy significativa Eloísa está debajo de un almendro, de Jardiel Poncela, donde asistimos al siguiente diálogo entre una madre y la novia de su hijo: “Novia.—Tome, madre: un periódico mexicano que me he encontrao esta mañana en el taller. Se lo he guardado a usté porque trae crimen. (Le da el periódico)
/ Madre.—¿Que trae crimen? (Lo coge con ansia) / Novia.—Entero y con tos los detalles. / Madre.—¡Qué alegría me das! Porque como desde hace una porción de tiempo los periódicos nuestros no traen crímenes, me se va a olvidar el leer. ¿Dónde está el crimen? (Mirando el periódico). Esto debe de ser… (Leyendo). «Tranviario mordido por un senador». / Novia.—Eso no es, madre. Ésos son «ecos de sociedá». El crimen está más abajo. Ahí… (Señala con el dedo en el periódico). / Madre.—¡Ah, así! Aquí está. (Leyendo.) «Un hombre mata a una mujer sin motivo justificado». (Dejando de leer.) ¡Qué bruto! Mira que matarla sin motivo justificao…” (Jardiel Poncela 1989: 55).

[23] El cineasta confesó al crítico Frédéric Strauss que “Matador es mi película más abstracta, aunque trate de algo muy concreto, el placer sexual y la muerte. Es la más alejada del naturalismo y de la realidad objetiva. He intentado hacer de esta película una especie de fábula cuyos personajes principales fueran sobre todo héroes que no encuentran su lugar más que en una leyenda. (…) Para mí también es la película más romántica y desesperada que he hecho” [2001: 56].

[24] Cuando la madre de Eva protesta ante el sangriento maquillaje que llevará su hija, pregunta al diseñador: “¿Pero qué es esto? ¿Un desfile de modelos o una sesión de cirugía antiestética?”. A lo que responde el propio Almodóvar: “Esto es una matanza, señora” [Almodóvar 1986, 42:55], reforzando así el subtexto latente en toda la película, como imagen de un duelo simbólico nacional.

[25] Así lo entiende también Teresa Vilarós en su imprescindible El mono del desencanto, donde afirma que “la total ausencia de referencias a Franco o al franquismo en la mayoría de las producciones culturales alternativas de la época, a la cabeza de las cuales se encuentra Almodóvar, es un resultado directo precisamente de la experiencia adictiva del pasado español de la dictadura que se quiere ahora reprimir con su negación implícita. (…) Podemos afirmar que la experiencia histórica sí estaba presente y actuando con fuerza adictiva, tanto en la cinematografía almodovariana como en el resto de producciones culturales más o menos marginales o underground de la movida y premovida” (1998: 175).


Los secretos del rostro humano

 

La fascinación que siempre ha suscitado el coleccionismo, sea del tipo que sea, pero más centrado en el arte, ha dado miles y miles de páginas sobre posibles teorías. Cicerón afirmaba que un coleccionista es: “un reunidor  de todo un poco que expresa inequívocamente  la necesidad  de control sobre un aspecto de nuestra realidad privada, un modo de autoafirmación”, en cambio, para el doctor Vallejo-Nájera, el coleccionismo es tratado como una “patología sana”. Mientras que para el poeta Gerardo Diego, esas obras, esos cuadros coleccionados: “rescatan al individuo de su época, permitiendo conectar a través de las expresiones, atuendos y escenarios donde representaron su papel los protagonistas del cuadro con un tiempo pasado”.  Sea como fuere, el hecho de que un coleccionista, enseñe, se desprenda, de alguna manera, de “parte de su tesoro”, para mostrarlo a la sociedad  es en sí,  una síntesis de lo que debería ser un ciclo vital, para el arte.

Los artistas y coleccionistas Eduardo Laborda e Iris Lázaro, han adquirido durante muchos años,  pintura, en la mayoría de los casos, de autores aragoneses, entre el XIX-XX. Muchas de esas obras, se pudieron ver, en el libro realizado por el propio Laborda, para la editorial  Onagro, titulado: Zaragoza. La ciudad sumergida; Una selección, de cuarenta y uno cuadros, todos ellos datados entre los años 1860 y 1963, se pueden ver, en el Museo Pablo Gargallo. El rostro del tiempo. Aproximación al retrato en Aragón, que así se titula, es en sí, un ensayo, un manual del buen retratar, podríamos llamarlo más bien, sobre lo que se hizo en nuestra tierra, en los dos últimos siglos. Desde los discretos, pero bien ejecutados, retratos al carbón, de finales del siglo XIX, entre los que destacan el de Josefa Valls, o los de Fierro Castellana, un desconocido para la gran mayoría, pero de una calidad, y poder de trazo, inmejorables. En cuanto al retrato decimonónico, a la pequeña, pero floreciente burguesía aragonesa, que empezaba a mostrar su mecenazgo, a través del retrato familiar, destacamos dos autores turolenses. Juan José Gárate, con un desconocido, y rescatado para la catalogación de su obra, retrato de su prima Josefa Clavero, muy del gusto de la época, y aunque de pequeño tamaño, de lo mejor de su primera producción, de retratos,  tras volver a España, después de haber pasado sus ocho años, becado en Roma. El segundo retrato seleccionado, es el de Luís Berdejo, retrato duro, fuerte,  pero no exento de la calidad suficiente, de un artista poco recordado, y aún menos conocido. Desde luego, la señora de avanzada edad, que mira a espectador, así quiso aparecer para la posteridad.  Tampoco podemos olvidarnos del autorretrato de Salvador Escolá, de gran belleza y personalidad, ni de los dos retratos de su esposa, María Sabaté, el realizado en 1883, de espléndida calidad artística, y de ejecución, tanto de color, como del dibujo.  Por último, destacar el autorretrato de Marín Bagües, fechado en  1927, no sólo por la calidad, e importancia que tuvo en su día, cuando salió a la luz, en una gran exposición, sino, por el cariño que los propietarios de la obra tienen sobre la misma.


Desde Aragón, en España: un investigador tras los pasos de José Martí

 

 

Para Aragón, en España,

Tengo yo en mi corazón

Un lugar, todo Aragón,

Franco, fiero, fiel, sin sana.

José Martí. Versos sencillos

Renovador, contemporáneo, moderno, universal. En ello coinciden los que se han acercado a la magna obra martiana desde la literatura, la lengua, la política… en definitiva, desde el más completo y acabado sistema de pensamiento de un hombre del siglo XIX. Esta concurrencia tiene su justificación en las claves de lectura que trazan los “caminos del escritor”, en las sentencias y – si se quiere- en el uso de un tiempo presente general en sus textos, que asegura la actualidad del corpus literario de José Martí.

En el Congreso de Escritores Martianos, celebrado en  Cuba, en 1953, Federico de Onís (1885-1966) expresó que este hombre se nos impone como el máximo creador y sembrador de ideas, formas, tendencias y actividades que han tenido la virtud de perdurar como dominantes y que están cada vez más llenas de posibilidades para el futuro.

Sesenta años después son suficientes para esa idea de futuridad, y hoy Martí pervive, gracias a los investigadores, que continúan desentrañando los misterios de su escritura, los que se proclaman deudores de su legado y los que pugnan por su constante y- necesaria- actualización para que no se pierda en esta época de ritmos vertiginosos. El Apóstol –calificativo con el que también se identifica- ha pasado de generación en generación, fundamentalmente, por la lectura de “La Edad de Oro” libro que condensa las historias, cuentos y poemas que, a manera de revista escribió para los niños del mundo en 1889; o por los versos sencillos ora leídos, aprendidos y recitados por los más jóvenes, ora convertidos en bellísimas canciones.

Escuchar su nombre, en medio de una muchedumbre desconocida, hace que un cubano, en cualquier lugar del mundo vuelva la cara esperando encontrar un amigo, un coterráneo. Quizás sea uno de los pocos autores que apresuradamente un emigrante coloque en su equipaje. De hecho, tuve la posibilidad de corroborar esta idea cuando, revisando el librero de una cubana que vive en esta ciudad de Zaragoza, hallé varios títulos, “La Edad de Oro”, el primero. Hombre y símbolo de identidad. Bajo su estampa, nos llega la Cátedra[1] que inauguró en 1966 las relaciones entre la Universidad de Zaragoza y el Instituto Superior de Artes de La Habana y, más recientemente, una Asociación Cultural de cubanos en Aragón[2].

No resulta ocioso dejar aquí algunas líneas sobre su vida, para que pueda aquilatarse el hombre y el escritor. José Martí nació en La Habana, el 28 de enero de 1853 y murió en mayo de 1895. Su vida fue corta, pero intensa, entregada a Cuba, a lo que creía justo, a la preparación de una guerra necesaria, pero sin odios; una vida dedicada a la proyección de una “República con todos y para el bien de todos”, donde pudieran desarrollarse los pinos nuevos. Cuarenta y dos años quizás no alcancen hoy para dejar una obra recogida en 28 tomos, una obra que aún no se ha cerrado y que sorprende con nuevos folios; cuarenta y dos años son insuficientes en estos días para viajar como él lo hizo, aprehendiendo cada cultura, horadando, veedor insaciable, para luego dejar sus visiones en crónicas preciosas y versos memorables. Conoció el presidio con solo dieciséis años y el dolor infinito de los baños de canteras, las laceraciones del grillete en la piel, la ausencia de Dios entre aquellos muros, las lágrimas de un niño y el sufrimiento de un viejo de noventa años. Y el destierro fue el colofón de su pubertad.

El 15 de enero de 1871 llega Martí a España y se abre una zona a ratos silenciosa en libros de historia y biografías. ¿Y entonces? ¿Cómo vivió el joven cubano?, ¿Cuáles fueron sus experiencias? ¿Cuántas emociones, que llegaron hasta sus versos? ¿y,  qué de sus amores, de su oratoria incipiente, de sus estudios, de sus visitas a teatros, cafetines literarios, de su contacto con las artes en general y la pintura, en particular? De esos años solo nos habían llegado fragmentos dispersos: “allí tuve un buen amigo / allí quise a una mujer”[3] o de su contacto con el pintor aragonés Pablo Gonzalvo (1827-1896) se puede leer que “con una mano magistral ponía en el lienzo, a la luz de la mañana de verano sorprendidos, los esplendores rojos del sol, cuya luz tibia, al pasar por los espetos cristales, iba a morir, coloreando como llama, en los dorados cañones del órgano vetusto de La Seo” (p. 64).

Sin embargo, la pericia con la que el investigador, catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Zaragoza, estudioso de la cultura de los siglos XIX y XX, Dr. Manuel García Guatas, ha hilvanado esos fragmentos, nos ofrece una idea de cómo vivió José Martí en España, especialmente en Aragón, entre 1873 y 1874. A los títulos antes referidos, me tomo la libertad de sumarle a Guatas otro más: martiano. Porque martianos somos los que hemos leído a Martí, los que lo hemos amado y solo desde el amor ha podido Guatas seguir los pasos del joven escritor por España y por la ciudad aragonesa. Y ese amor nos llega desde sus dos libros: La Zaragoza de José Martí, publicado por primera vez en 1999, con una edición corregida y aumentada en 2004, que habla de un trabajo investigativo continuado, cuyo remate es la publicación, más recientemente (2014), de La España de José Martí.

España, no apartes de mí este Cádiz

La España de José Martí, libro publicado por Prensas Universidad de Zaragoza, tiene como antecedente las dos entregas anteriores que recogen acontecimientos significativos de la estancia del héroe cubano en Zaragoza, aunque el investigador también alude a su paso por Madrid, donde conoció varios personajes de la cultura aragonesa y donde comenzaron a tejerse los hilos que, acuciosamente, irá siguiendo para completar lo que el propio García Guatas ha denominado “una geografía” de los lugares que habitó el cubano en España, desde los cuales escribió y ejerció su pensamiento político. El valor fundamental de este material, reside en la reconstrucción -desde el punto de vista histórico y cultural – de años fundamentales de la vida de José Martí, en los que terminó sus estudios de bachiller y cursó las carreras de Derecho y Filosofía y Letras.

Pero el investigador nos ofrece el panorama social, artístico y político en el que se desarrolló la vida del joven desterrado, desde su mirada de historiador del arte, pero también desde su sensibilidad y a partir del cotejo de fuentes tanto españolas como cubanas, entre las que se encuentran la prensa de la época, los anuarios de las instituciones (Universidad de Zaragoza, por ejemplo), las guías para visitantes, las biografías de investigadores cubanos como Cintio Vitier (1921-2009), Ibrahim Hidalgo (1944-) y los documentos aportados por el Centro de Estudios Martianos[4], instituto que rige en Cuba, la mayoría de los estudios sobre el Apóstol y que tiene entre sus proyectos fundamentales: la edición crítica de las obras completas de José Martí.

Entre los múltiples aciertos del libro, puede mencionarse el hecho de que García Guatas recoja las circunstancias de joven desterrado que llega a Cádiz, y la contempla desde la nostalgia y realiza emotivas asociaciones con la tierra de la que debió partir: ambas son ciudades portuarias: ciudades-destino, tienen un trazado similar de sus calles rectas, angostas y empedradas y “parecidas también las casas, de sillares de áspera piedra caliza y encaladas, con muchos balcones, y terminadas en azoteas con torres-miradores hacia la entrada de la bahía…” (p. 16). Pero también refleja la soberbia de quien fuera condenado, como muchos, a trabajos forzados en las canteras de San Lázaro[5], imagen que inmortaliza Martí en sus versos libres  (Pollice verso, memoria del presidio) años después:

“¡Sí! ¡yo también, desnuda la cabeza/ De tocado y cabellos, y al tobillo/ Una cadena lurda, heme arrastrado /Entre un montón de sierpes, que revueltas/Sobre sus vicios negros, parecían /Esos gusanos de pesado vientre…”[6] Y es que resulta significativo para García Guatas que en los quince días que Martí habitó Cádiz, se dirigiera al periódico La Soberanía Nacional para publicar su primer artículo “de denuncia por el atropello que estaban llevando a cabo en la isla de Cuba los gobiernos militares”. Recuérdese aquí que el periodismo, llega a Martí desde muy temprano y con un objetivo claro y definido desde su postura de escritor y político.

La paradoja de Madrid

“Detestada y receptiva”. Dos adjetivos que podrían parecer irreconciliables utiliza el investigador para catalogar la relación de José Martí con Madrid. Porque llega a la capital desde donde se dictan los bandos militares y se dirige el trasporte de tropas hacia la isla sojuzgada; pero llega a una ciudad  que lo ampara y que lo recibe con los brazos extendidos, que se ofrece con sus barrios en construcción, ciudad en pleno crecimiento, donde tiene la posibilidad de contemplar el primer tranvía de tracción animal que viaja entre la Puerta del Sol y  Salamanca, y deambular por el Paseo del Prado, de moda por aquellos años y que le recordaría al joven cubano los frondosos paseos de La Habana.

Pero en Madrid conoce también el reverso de la moneda: sabe de los testimonios de los soldados destinados a la Guerra de los Diez Años, y es testigo de la proclamación de la República el 11 de febrero de 1873, en cuyos presidentes pretende encontrar desde España una salida política para el futuro de Cuba, idea que plasma en el manifiesto La República Española ante la Revolución Cubana.

En Madrid se cuece el carácter y se radicalizan las ideas independentistas del joven Martí, que es recibido por otro cubano deportado con quien comparte sus pensamientos revolucionarios.  Matriculó como alumno libre en la Universidad Central, la carrera de Derecho, enfermó en noviembre y fue operado por las secuelas que dejó el presidio político, recibió las noticias de una Cuba en guerra, pero también pudo conocer una cultura extraordinaria, visitó el teatro, los museos y los talleres de los maestros pintores, se interesó fundamentalmente por la pintura de Velázquez y de Goya, así como de sus coetáneos Pablo Gonzalvo, Raimundo Madrazo y Mariano Fortuny, en definitiva, vivió una vida intensa desde el punto de vista cultural que lo alejó de sus estudios.

            Quiero a la tierra amarilla / que baña el Ebro lodoso…

Con el libro La Zaragoza de José Martí¸-contenido casi in extenso en el primero- inicia el quehacer investigativo de García Guatas sobre la figura del cubano en España. Publicación que estimo exhaustiva, prolija, gráfica e histórica, que sorprende por los detalles, las referencias y las reconstrucciones que, a partir de fuentes documentales precisas, realiza sobre la vida de Martí.  Los diecinueve meses que reside en la ciudad aragonesa, están tamizados por un hecho toral: la conclusión de sus estudios de bachiller y de las carreras universitarias que había matriculado como alumno libre en Madrid.

La ciudad, acogedora, pequeña, poética, romántica, fue suficiente para el joven estudiante, como lo fuera la antigua Universidad de la Plaza de la Magdalena. Nota el investigador el vacío epistolar, en la correspondencia familiar de José Martí en estos años de 1873-1874, cartas que quizás se perdieron o que no llegaron a ser escritas porque el tiempo era poco ante la carga lectiva. Sin embargo, hubo espacio para conocer la cartelera teatral y para enamorarse. Y sobre el amor deja constancia García Guatas, al develarnos los datos sobre la anónima mujer que menciona en el poema “Para Aragón” a la Blanca a quien dedicara Martí el cuento Hora de lluvia en 1873:

Me pediste ayer tarde una historia, para que fuese para ti—leyendo cosas mías—menos triste esta noche en que no podíamos vernos.
Ahí te envío para que te entretengas en esta otra noche de lluvias, este cuento ligero que se parece tanto a la verdad—por tu hermoso capricho nacido, y escrito velocísimamente en noche lluviosa.
Que lo leas, mi Blanca.

———

Mi Blanca: A las ocho y media empiezo a escribir para ti esta brevísima historia—feliz ya, porque nace de tu cariño y tu deseo.
Espacio estrecho es una hora, y cosa rápida y risible ha de ser todo lo que en ella precipitadamente escriba yo. Tiempo, papel—todo es estrecho para este poderoso amor que vive en mí.
Llueve copiosísimamente; llueve sin cesar. Es, Blanca mía—y no te rías—que el cielo mismo frunce el ceño, y se pone mohíno, y llora, porque no hemos podido hablarnos hoy. Tú eres el cielo.
Mi prólogo, extravagante en verdad, te dice aquí adiós.
Tú esperas un cuento; yo no puedo hacerte esperar: allá va a ti[7].

Blanca, era, en definitiva Blanca Montalvo Palomar, una aragonesa que vivió en la calle manifestación, cerca del domicilio de José Martí. Según la describe García Guatas, a partir del cotejo de sus cartas, una muchacha con personalidad firme y de carácter, que quedó desolada, luego de la partida de “Pepe de su alma”.

 

A manera de conclusión.

La España de José Martírecoge las reminiscencias del Ebro, del Pilar azuloso; las referencias a la ciudad que haría El Apóstol en sus crónicas futuras, en sus versos sencillos; los reconocimientos realizados en la Universidad de Zaragoza en 1984, 1995 y una breve reseña de los personajes con los que se relacionó de una manera u otra el joven cubano durante su estancia en España y especialmente en Zaragoza. García Guatas supo también aderezar la lectura de estas páginas con fotografías de época que completan la imagen de España, y de la ciudad aragonesa en la época de José Martí; visión que me había llegado en algunos plumazos, en ciertas palabras (baturro, cazurro), en notas al margen, en comentarios aislados, visión que ahora completo gracias a este libro que – con emoción lo digo- nos regala un investigador aragonés que ha sabido ir tras los pasos del preclaro escritor y político cubano; pasos que, a partir de mi llegada a Zaragoza, me descubro desandando desde mi estirpe martiana.



[1]La Cátedra José Martí fue creada en abril de 1966, luego de la firma de un convenio entre la Universidad de Zaragoza y el Instituto Superior de Arte de La Habana, para fomentar las relaciones de intercambio académico y cultural. Actualmente, se realizan múltiples actividades, ciclos de conferencia. La Cátedra tiene más de cuatro décadas de existencia

[2]La Asociación Cultural de Cubanos en Aragón José Martí, constituida al amparo de la Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo. Comenzó sus actividades el 2 de diciembre de 2013. Tiene entre sus propósitos el intercambio artístico y cultural entre Cuba y España, la promoción del conocimiento de los lazos  que unen ambos países y la divulgación de  nuestros valores  e identidad del cubano.

[3]Ibídem

[4]El Centro de Estudios Martianos (CEM), se inauguró el 19 de julio de 1977 con el objetivo de auspiciar la investigación y el estudio de la vida, obra y pensamiento de José Martí, recopilar y preservar sus manuscritos, ediciones originales, fotografías, etc. También promueve la difusión de la biografía y la obra de El Apóstol.

[5]Estaban ubicadas en  calle Hospital entre las calles Príncipe y 27 de Noviembre, en el municipio de Centro Habana. En este lugar eran confinados a trabajos forzados presos por múltiples causas, entre ellas por los llamados delitos de infidencia. Constituyeron una fuente de materiales de construcción. Los muros de piedra caliza que se salvaron del tiempo, constituyen el patio de la Fragua Martiana, un museo dedicado al joven Martí. Los objetos atesorados allí reflejan la etapa del presidio.

[6]José Martí Pérez. Versos Libres. P-5. www.edu.mec.gub.uy/…/Marti,%20Jose%20-%20Versos%20libres.pdf

 

 

[7]José Martí. Hora de lluvia. En URL: https://verbiclara.wordpress.com/…/hora-de-lluvia-cuento-de-jose-marti/


Nocturna. Javier García Blanco.

 

            Hasta el 27 de marzo, tuvimos la oportunidad de contemplar esta muestra de Javier García Blanco, en la que la ciudad se yergue como protagonista absoluta (también había imágenes localizadas en núcleos rurales de nuestra Comunidad Autónoma, como sucede con Calaceite (Teruel) de una sugerente selección de instantes donde la noche, o los atardeceres que inmediatamente dan paso a la misma, componen una singular atmósfera.

            En efecto, se trata de una aproximación muy personal a un ámbito espacial y a un marco temporal que el medio fotográfico ha explotado abundantemente desde casi sus inicios; y no sólo la cámara, ya que otras manifestaciones como la pintura o la literatura (en muchas ocasiones, la poesía, considérese la denominada “poesía de la experiencia”) se han servido de estos referentes para ambientar, y más que éso, otorgar verdadero protagonismo a los espacios, adjudicándoles una secreta carga dramática, como si contuviesen elementos de un relato que está por descubrise, por desarrollarse.          Pero, a pesar de esta recurrencia, hallamos un renovado interés en este conjunto de fotografías a partir de un selectivo juego de luces y colores y de la definición de composiciones, tratados dichos elementos con la entidad de valores plásticos de primer orden (no es casual el planteamiento pictoricista que asumen), y que constituyen, a su vez, sus “puntos fuertes”.

            Diferentes interiores y exteriores de ciudades -la mayor parte- europeas plasmados por una virtuosa técnica digital (consciente reivindicación del procedimiento en un momento en que todavía no se ha superado la estéril polémica entre partidarios de lo analógico y lo digital) que son expresión de un cosmopolitismo íntimo, que descarta las grandes avenidas o edificios representativos, y que prefiere centrarse en rincones desapercibidos para la mayoría. El autor se preocupa por enfatizar el papel de la subjetividad del artista, puesto en práctica por la mirada (como teorizaba Otto Steinert a mediados del siglo pasado), que nunca es aséptica e imparcial, aunque se requiera -como García Blanco afirma- para los trabajos periodísticos de carácter profesional. En este sentido, nada más lejos de las imágenes que forman parte de las guías turísticas, ejecutadas a través de convencionales tomas amplias, de grandes angulares, y presididas por los monumentos a visitar por el turista accidental. En todas estas tomas, al contrario, se trasluce una reposada manera de habitar en la ciudad, de formar parte de ella, y donde, de nuevo, la mirada se detiene en lo que no se advierte a simple vista, o en lo que las prisas del ritmo de vida habitual apenas permiten adivinar. Una especie de recuento sentido y sentimental -que no sentimentaloide- del espacio urbano, construido, que desprende, a pesar de la ausencia de figuras (la arquitectura, determinados hitos, se erige en verdadero foco de atención) una cierta calidez, más todavía en determinadas imágenes en que predominan diversas y afortunadas temperaturas cromáticas, como el propio autor expone, gracias a la iluminación eléctrica (luces de sodio, lámparas de vapor de mercurio), a través de los numerosos neones, una de las más felices aportaciones al paisaje de la ciudad moderna. En este punto, resultan evidentes las influencias recibidas del pintor estadounidense Edward Hopper, quien traduce esta misma calidez formal a sus lienzos de aparente frialdad e incomunicación. Y no sólo en el uso de los colores, sino también en la manera de componer, del tal modo que encontramos una similar concepción a partir del establecimiento de acusadas líneas diagonales que otorgan profundidad a las imágenes.

            Un contexto urbano en el que, a pesar del tráfago cotidiano, hay resquicio para estos pequeños oasis de quietud y contemplación. Toda esta iconografía nos recuerda el limpio trabajo en blanco y negro del francés Eugène Atget, quien, entre  finales del siglo XIX y principios del XX, glosó el viejo París, con un gesto nostálgico de lo que se sabe que está en trance de desaparecer. Por todo lo dicho hasta ahora, las  fotografías que componen Nocturna se sitúan muy alejadas de la aséptica y resueltamente fría aproximación al espacio urbano de los representantes del grupo New Topographics (Stephen Shore) o de aquéllos otros que se centran en el estudio casi entomológico de tipologías arquitectónicas, como los planteamientos conceptuales de la Escuela de Düsseldorf (Thomas Struth).

            Retomando el papel de la subjetividad, asimismo, se produce una parecida equidistancia con otros grandes fotógrafos que han abordado esta temática urbana con esa aspiración, aunque valiéndose de otros recursos. Sin ir más lejos, el archiconocido -y siempre mencionado- referente de William Klein y su libro Nueva York (1956). Un trabajo inserto plenamente en el género del reportaje, pero cuyas imágenes trascienden el supuesto carácter informativo de la toma para adentrarse en el territorio de la denotación. No obstante, el fotógrafo estadounidense hace gala de un excelso conocimiento de la técnica para prescindir de ella, para ofrecernos toda una suerte de heterodoxas y antiacadémicas tomas donde predominan el desenfoque, el grano, etc. Nada más lejos de nuestro autor, donde se preconiza por medio de una limpia serie de fotografías un concepto purista del medio el cual pretende, como ulterior finalidad, lograr obras esencialmente bellas.

            “Fotografía callejera”, parafraseando al fotógrafo, que supera el testimonio aunque parte de la realidad, que es significativamente subjetivada sin recurrir a radicales transformaciones o manipulaciones, sin que ésto último, no obstante, suponga ningún problema de orden estético, como algunos teóricos y fotógrafos se han encargado de considerar desde posiciones enfrentadas.

            El trabajo de Javier García Blanco forma parte de un conjunto de tendencias, iniciadas ya en los años setenta del pasado siglo, en que se potencia la posición subjetiva del artífice que está detrás de la toma, sustentada, por su parte, en el componente de la creatividad, frente a la (supuesta) ausencia de la misma del reportaje directo, que conoce su época de máximo apogeo en nuestro país en la década anterior. Una de estas tendencias es el “documentalismo formalista” (YÁÑEZ POLO, Miguel Ángel, 1986: s/p.) que han llevado a la práctica nombres como Manuel Laguillo o Carlos Cánovas, éste último con interesantes resultados igualmente dentro del campo de la fotografía de arquitectura (Bergera y Lampreave (Eds.), 2011), movimiento al cual podríamos adscribir las obras que son objeto de nuestro comentario. En suma, podemos concluir que estamos, una vez más, ante la demostración de que, aparte del conocimiento escrupuloso de la técnica, es necesario poseer especial sensibilidad para la transmisión de ideas y sensaciones personales, que sólo el auténtico artista sabe transmitir al espectador. 


Los objetos nos retratan

 

Desde tiempos remotos, las personas han sentido la necesidad de acumular objetos y, mostrarlos a otros para dejar patente su estatus social y su nivel adquisitivo. Por tanto,  podemos afirmar, que los objetos son depositarios de la memoria, y definen quiénes y cómo somos. Dos instituciones como la Obra Social “la Caixa”, y el Museo Nacional del Prado, han unido fuerzas, para realizar un exposición itinerante, por los principales Caixaforum, del país. Los objetos hablan. Colecciones del Museo del Prado. Una cuidada selección, de sesenta piezas- entre pinturas y objetos de arte decorativas-, de entre los siglos XVI-XIX. En síntesis, la muestra lo que pretende es  desentrañar qué información nos dan los objetos sobre esos personajes, su época o su contexto geográfico.

Como estamos en una revista de arte contemporáneo, sólo nos centraremos en los artistas decimonónicos, seleccionados para formar parte de la muestra. Y comenzamos por el último retrato que  Goya pintó, a un miembro de la aristocracia, allá por el año 1816. Se trata de La duquesa de Abrantes (cuya imagen ilustra estas líneas). La modelo viste a la francesa, cosa habitual en la época, lleva una corona de rosas blancas como tocado. El pintor muestra la afición a la música y al canto de la modelo al retratarla con una partitura en la mano. Esa identificación entre la persona y el objeto, es particularmente relevante, en el caso de los niños. Niña con muñeca, de Ignacio Pinazo, es sin duda, un buen ejemplo. También ejercer un gran poder de atracción el abanico, de plumas, que apenas sostiene con un cordón colgado del dedo meñique, La Tirana, de Casado de Alisal. Muy a lo Sorolla, aparece retratada, La mujer en la playa, de Cecilio Pla, arreglada pero informal, que tras un paraguas, oculta su rostro al espectador. Los trajes y vestidos que llevan los personajes de los cuadros que integran esta exposición sirven para indicar el estatus. Véase el caso, de cómo vestía la pequeña burguesía española en el retrato, del también pintor, Antonio Gomar y Gomar, realizado por Sorolla, o de las ropas, ricamente representadas, que Raimundo de Madrazo, representa en la muchacha  que a punto está de abrir su carta de Felicitación de cumpleaños. Como hemos dicho anteriormente, ese deseo del hombre, de acumular objetos, y enseñarlos, también es representado en esta muestra. El Estudio de pintor, que nos muestra Ignacio León y Escosura, en París. En ella, aparece el propio artista, al fondo, de una habitación pintando un cuadro, mientras el visitante, contempla, en primera persona, las espléndidas obras de arte que adornan la estancia principal: Pinturas, armas libros, muebles…etc.. Que representan la actividad como anticuario y coleccionista,  que mantuvo el artista. En otros casos, no hace falta ser tan “pretencioso”, a veces, un solo objeto, es capaz de sacar de nosotros, todo lo bueno que tiene el ser humano, incluso de “sentirnos orgullosos”, como parece sentirse el Retrato de caballero, que Alejandro Ferrant, realizó, posiblemente, al maestro de operas y zarzuelas, Emilio Arrieta. El compositor, parece haber dejado momentáneamente sus quehaceres, en una partitura musical, y mira al espectador, mientras, al fondo, se puede ver, una rica escribanía de plata, que ha utilizado en su labor, el retratado. ¿Qué hay más representativo para un artista, que su paleta?, podemos preguntarnos, sin duda alguna es el principal atributo, de todo artista. Así lo debió de ver José Jiménez Aranda, al retratar a su amigo, Joaquín Sorolla y Bastida. Aquí, el artista valenciano, que en aquel momento tiene 38 años, aparece retratado en plena faena, vestido con una bata de trabajo y cargado con sus herramientas, entre ellas su paleta y los pinceles. La última pieza de la exposición, vuelve a ser una paleta, pero en este caso, como objeto de culto, perteneció al malogrado Eduardo Rosales, fallecido a la edad de 36 años; Según la tradición, con ella pintó su obra más famosa, Doña Isabel La Católica dictando su testamento. Con esta pieza, se pretende invitar al espectador, a reflexionar sobre la extraordinaria capacidad de la pintura para representar la realidad y hacernos dialogar con los objetos, que la acompañan


Acta de la reunión anual de la Junta Directiva celebrada el 14 de enero de 2015

 

La Junta Directiva de AACA se reunió en el IAACC Museo Pablo Serrano el día 14 de enero a las 17.30h, con el siguiente orden del día y decisiones:

-Aprobación, si procede, del acta anterior  (se aprueba).

-Candidaturas de nuevos miembros: Alberto Castán, Francisco Javier Lázaro, Silvia Martí, Enrique Mora, Fernando Sanz Ferreruela (se aprueban).

-Discusión de los informes y propuestas a presentar a la Asamblea General.


Asamblea General del 14 de enero 2015

 

La Asociación Aragonesa de Críticos de Arte celebró su asamblea anual ordinaria en el IAACC Museo Pablo Serrano el día 14 de enero a las 17.45h en primera convocatoria y a las 18.00h en segunda convocatoria, con el siguiente orden del día y decisiones:

 

-En el punto del orden del día relativo al informe de la Junta Directiva sobre nuestras actividades en los últimos doce meses y sobre propuestas para los próximos congresos, se informó entre otras cosas de que el próximo congreso nacional de AECA tendrá lugar en Madrid dentro de unos meses sobre el tema Censura y Libertad de Expresión, organizado por AMCA y del que la ACYLCA va a organizar sobre Arte Japonés Actual en noviembre de 2015; para el de 2016 AACA decide proponer a la Asamblea de AECA que tendrá lugar en ARCO organizar el siguiente congreso internacional de AECA en Aragón, en colaboración con el grupo de investigación Observatorio Aragonés de Arte en la Esfera Pública, con el título: En los márgenes de la ciudad, del arte, de la crítica.

-En el punto sobre la problemática creada al haber exigido algunos repositorios como requisito para alojar nuestra revista que nuestra web esté en el sistema OSJ o al menos cuente con el Protocolo OAI (Open Archives Initiative Protocol) el director de AACADigital ha presentado sendos presupuestos elaborados por la empresa que lleva el mantenimiento de nuestra web y la asamblea ha decidido la opción más económica de las dos, pero tras un tiempo de reflexión que permita además comparación con más presupuestos de otras empresas que puedan presentar otros socios, u otras soluciones de financiación como la solicitud de alguna subvención para este fin.

-En el punto dedicado a los premios AACA 2014, se han debatido y aprobado por unanimidad los siguientes:

 

Premio al artista aragonés o residente en Aragón menor de 35 años que haya destacado por su proyección artística, a Victor Solana por su exposición  Confrontación, en la sala Lateral del IAACC Museo Pablo Serrano.

Premio a la mejor publicación sobre arte contemporáneo de autor o tema aragonés, a María Luisa Grau Tello por el libro Democracia y pintura mural en Zaragoza, 1984-1995, publicado por Rolde.

Premio a la mejor labor de difusión del arte aragonés contemporáneo, a la asociación Believe in Art, por acercar el arte y artistas de hoy a los niños del Hospital Infantil de Zaragoza.

Premio al mejor espacio expositivo sobre arte contemporáneo, al Museo Salvador Victoria de Rubielos de Mora, por el alto nivel de su programación.

Gran premio al más destacado artista aragonés contemporáneo objeto de una gran exposición a Jesús Fraile, por su exposición De tanto callar, en la Casa de los Morlanes de Zaragoza.




Adiós con el corazón al gran Orús

 

   Con inmenso dolor, con la pena por lo que se sabe irreparablemente perdido, nos llega la noticia del repentino fallecimiento del pintor Orús. Mucho se habrá de escribir de este hombre que inventó una manera nueva de pintar. Su irrefrenable espíritu investigador le llevó desde los inicios de su andadura artística al descubrimiento de nuevas imágenes visuales, nacidas de su personal empleo de unos materiales extrapictóricos cuyas posibilidades sólo él supo aprovechar al máximo.                                                                                          

   José Orús Fernández (Zaragoza, 1931) creó un universo de formas y sensaciones ópticas nunca vistas antes. Fueron varias las etapas de su trayectoria artística, pero la más espectacular, la más admirada, la que nos abría las puertas de un mundo fascinante e imprevisible fue la que él denominó de los “dos mundos” (que luego fueron tres), basada en la actuación de la luz ultravioleta (“luz negra”) sobre pigmentos de vibrante fosforescencia. Sus hallazgos fueron celebrados más en el extranjero (especialmente en París, donde residió varios años) que en su España natal.                                                      

  Porque éste es el momento de hablar del aragonesismo de nuestro artista. A Orús, pintor ya consagrado, le perjudicó mucho su voluntario y decidido enraizamiento en su Zaragoza natal. En vez de airear su obra y lucirse con ella en otros países, en los que ya era admirado, prefirió seguir trabajando en sus investigaciones plásticas a la sombre del Pilar. Y como Aragón   —triste realidad— sólo reconoce el mérito de sus hijos después de triunfar éstos en lejanas tierras, no ha sabido apreciar a lo largo de los años la categoría del genio que tenía en casa. Así, lamentable y vergonzosamente para las Autoridades correspondientes, se le ha venido negando en los últimos años el Premio Aragón de Artes Plásticas, del que era indiscutible merecedor.                                                                                                                  

  Se nos ha ido, pues, un creador fuera de todo intento clasificatorio. Aragón, donde se llama al pan pan y al vino vino, tiene también una fuerza imaginativa formidable, representada por el mejor grupo de artistas informalistas de España. Nombres como Viola, Saura, Salvador Vitoria, Lagunas y otros han revolucionado la plástica nacional, llegando a ser el zaragozano Grupo “Pórtico” el primero en exponer oficialmente pintura abstracta en España (La Lonja, 1947). A ese núcleo de artistas plásticos iluminados por una luz especial perteneció, a su manera, el gran Orús.                   

   Descanse en paz este ilustre aragonés, amigo de una humanidad en grado de excelencia y artista excepcional que fue José Orús. De él diremos con el poeta:

Que, aunque la vida perdió, 

dejónos harto consuelo 

su memoria.