Los cambios de siglo suelen ser momentos propicios para echar la vista atrás con mirada reflexiva y eso es lo que se propone esta ambiciosa exposición, que desde el 4 de junio al 28 de julio de 2009 puede visitarse en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza. Me consta el esfuerzo especial que los responsables universitarios han realizado para que podamos disfrutar en la capital aragonesa de esta espectacular reunión de obras maestras, y hay que felicitarles por el resultado que, con ligeros cambios (algunas piezas se han incorporado y otras no han venido a Zaragoza), viene a ser una versión readaptada de la muestra que previamente se presentó en Madrid, del 13 de octubre de 2008 al 25 de enero de 2009, en las nuevas salas de la Fundación MAPFRE en el Paseo de Recoletos 23.
En realidad, a pesar del título principal, la exposición no se centra estrictamente en el panorama artístico español de finales del siglo XIX y principios del XX sino que las cincuenta piezas seleccionadas están datadas entre 1891 y 1935, de manera que el abanico histórico desplegado es muy amplio, sobre todo en lo que respecta al arte del novecientos, pues ya aparecen bien representadas algunas vanguardias de principios de bien entrado el siglo XX. Quizás la intención del comisario, Pablo Jiménez Burillo, ha sido evitar la posible redundancia con tantas otras exposiciones y estudios sobre el arte español de la Generación del 98, que proliferaron hace unos años, precisamente en torno al último cambio de siglo (y de milenio). Ahora que ya llevamos avanzado casi un decenio en el siglo XXI lo que toca, parece ser, es ir alargando la mirada hacia la España de 1900, tal como reza el título secundario, o de en torno a 1910, que es lo que verdaderamente se nos presenta aquí.
Eso sí, de nuevo esta panorámica ha vuelto a repetir la tantas veces reiterada alternativa noventayochista, con una división bipartita entre la “España Blanca” y la “España Negra”, respectivamente capitaneadas por Sorolla y Zuloaga. No está tan claro a cual de los dos grupos pertenecen otros de los artistas aquí representados: Joaquin Mir y Anglada Camarasa aparecen en el “lado oscuro”, pero con otras obras hubieran podido figurar en el opuesto, mientras que respectivamente cabría decir otro tanto de Ricard Urgel y Pablo Picasso (el del “periodo azul”); aunque, sobre todo, la artificialidad de la partición se hace especialmente evidente cuando quedan separados en polos opuestos de la muestra nombres que artísticamente resultaron inseparables “parejas de hecho” , como Santiago Rusiñol y Ramón Casas, o Juan de Echevarría y Francisco Iturrino.
Con todo, como yo mismo he recurrido alguna vez a esa categorización bipolar por simplificación didáctica, no me parece objetable este tipo de presentación, sino quizá más bien las tomas de partido que parecen subyacer aquí. Puesto que a los de tintes oscuros se les ha otorgado la galería derecha, reservando el ala opuesta a los pintores de la luz, en una primera impresión uno casi sospecharía que podría haber habido detrás una división política, cosa que queda en seguida refutada cuando vemos por ejemplo a Viladrich a la derecha mientras Vázquez Díaz aparece en la izquierda. Pero de todas formas sí parece que, a pesar de que Pablo Jiménez-Burillo y la Fundación MAPFRE han dedicado muchas exposiciones al simbolismo, aquí se sigue presentando a Julio Romero de Torres, Anglada Camarasa o a los demás pintores de esta corriente, así como a la “España Negra” de Regoyos, Zuloaga o Gutiérrez Solana, como un callejón sin salida, cuyo punto culminante fueron los retratos historicistas del maestro de Éibar en torno a 1910 presentados en el testero que culmina este lado de la exposición, mientras que el ala izquierda aparece como la vía abierta al futuro y a la modernidad: la que comienza con los paisajes y cuadros de figuras de Sorolla y pasando por Picasso, Aurelio Arteta, o Joaquín Sunyer, desemboca al llegar a la última sala en obras más tardías de Torres García y Vázquez Díaz.
¿Y los aragoneses qué? Este es otro reproche que no puedo evitar hacer, pues estoy seguro de que si la itinerancia de la exposición hubiera sido a según qué otra comunidad autónoma los responsables hubieran tenido buen cuidado de no irritar al público local con semejante desplante. Poco les hubiera costado incluir en la selección algún cuadro de nuestro Francisco Marín Bagüés, por ejemplo, y hubiera sido todavía más de agradecer si tenemos en cuenta que la colección del Museo de Zaragoza (donde se conserva casi todo su legado) está recogida en los almacenes desde hace años. Es muy de agradecer que nos hayan traído piezas preciosas de los más prestigiosos museos y colecciones españolas como el Museu Nacional d´Art de Catalunya, el Museo de Bellas Artes de Bilbao, el Museo Sorolla, la Fundación La Caixa, el Museo Thyssen-Bornemisza o la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; pero hubiera sido estupendo que pusieran en valor también la excelente colección del Museo de Zaragoza relativa al arte del siglo XIX y principios del XX, sobre todo porque a este paso tardaremos bastantes más en volver a disfrutarla.
Es una lástima que, frente al festín de excelentes exposiciones que nos traen de fuera últimamente, tantas instituciones museísticas en esta ciudad nos estén privando a los zaragozanos y turistas del placer del reencuentro con sus propios tesoros, cuya atención debería ser prioritaria para ellas. Pero al menos podemos consolarnos con estas muestras temporales, y con los catálogos respectivos. En esta ocasión un atractivo volumen que incluye textos del propio Pablo Jiménez Burillo, u otros relevantes expertos, como María José Balsach, Francisco Calvo Serraller, Javier González de Durana, María Dolores Jiménez-Blanco, Lily Litvak, y Robert Rosemblum (ningún especialista aragonés, nadie de la Universidad de Zaragoza) .