Ilustración: Morey, Joan. (2007) “Postmorten”.
La vida privada no es más que esa zona del espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto. Es mi derecho político a ser un sujeto lo que he de defender. – Barthes,R, La cámara lúcida. –
José Luís Brea redactó ya a principios de los 90, un interesante manifiesto (Brea, 1996) en el que daba las pautas a seguir por críticos y artistas para intentar que el arte producido fuera algo más que el patético intento de un bufón de corte finisecular, para entretener a su nuevo mecenas: el capitalismo y su mercado en la era de la globalización. Así se evitaría, que todo el potencial de producción de criticidad de las prácticas de reproducción simbólica fuera fagocitado por un sistema y unas instituciones a su servicio.
Aunque en el tiempo en el que vivimos, influido por los “mass media”, por un exceso casi tóxico de información, por el mensaje rápido y la multiplicidad de imágenes que todo lo inundan, hasta dejar de provocar cualquier emoción sino es mediante el artificio, parece que todo indicio de comunicación puede ser comprimido, encapsulado en unos instantes, para ser consumido y devorado sin que deje el más mínimo rastro en nuestra consciencia.
Una sociedad ahogada por el ruido, ajena al silencio, temerosa del mismo, está condenada por ello a lo banal, a mostrarse a sí misma de modo superficial a pesar de todo el virtuosismo que la tecnología nos permite exhibir, incapaz de adentrarse con mayor profundidad en su propio análisis porque tras esa primera capa, bajo la superficie no hay nada, como apuntaba Baudrillard (Baudrillard, 2007:16); sin posibilidad por ello, de llegar a la esencia porque no hay lugar para la ilusión, para lo insinuado, para lo imaginado y lo poético, que nos lleve por eso mismo a la reflexión sobre quiénes somos.
Hoy en día todo se nos muestra al milímetro en un alarde de acercar “la realidad absoluta”, incluida ¿la intimidad?, que ahora vendemos en los medios, convirtiéndola en pornografía emocional (Brea, 1996: 26). ¿Cómo evitarlo desde el arte? ¿Forma parte el arte de este espectáculo? ¿Qué es la intimidad en un sujeto apenas formado? ¿Tiene que ver con el pudor? ¿Con lo privado? ¿Con los límites? ¿Con el sexo? ¿Con los deseo? ¿Y cómo actúa y se posiciona el arte en todo ello? Porque no hay que olvidar que lo artístico no está exento, en este ahora, de un continuo desplazarse al seno de una industria de masas bajo una tibia máscara que oculta un “imperante populismo estético” (BREA, 1996: 26)
Habría que preguntarse, de qué tipo de sujeto habla el arte y a qué tipo de sujeto/público se dirige la obra de arte y el artista. Quién es la audiencia a la que exhorta, a la que interpela. Puesto que el arte, lo que se pretende artístico, no es sino el producto de un contexto social, político y económico, al cual se ensalza o al que se cuestiona, con herramientas adecuadas para generar criticidad, pero un contexto al fin y al cabo en el que se está inmerso, del que se depende. Es necesario considerar la obra de arte, y todo su entramado como un código que pertenece a un grupo y que necesita del grupo para su existencia, así como del pacto para su lectura, su entendimiento, y por ello su aprobación o su rechazo.
Es decir, cuando hacemos uso de lo privado, de lo íntimo en la obra de arte ¿a qué interlocutor se pretende realmente llegar? ¿No es preciso compartir el uso de similares códigos para advertir o subvertir o denunciar o ratificar el mensaje? ¿No depende todo ello de sustanciales niveles de educación y cultura? ¿Qué convierte entonces la obra de arte que se sirve de lo privado y del uso de lo íntimo, de lo prohibido incluso, en algo irónico y revolucionario, como las performances de J. Morey o algo cínico y reaccionario o cuando menos narcisista, como la video proyección “Enjoy your poverty” de Renzo Martens)?
Mi opinión, más desde la intuición que desde la certeza, se evidencia por lo aquí mencionado a través de estas retóricas preguntas; es decir, creo que se requiere de la comprensión de un código por ambas partes, el artista orador y el público observador-partícipe, quién consume y al que va dirigida la obra, para que en igualdad de condiciones uno elija escuchar o no hacerlo, revelarse y reaccionar o mantenerse al margen. De otro modo aquél al que se trata de aludir, de “informar”, o conmover, etc., no es sino un sujeto pasivo, nunca será el interlocutor (coautor-intérprete), aquel para el cual se debe realiza la obra, aquel destinado a acabarla con su completa o parcial comprensión, como advirtiera ya en 1962 Umberto Eco en su definición del concepto de “opera aperta”. Este público versado justificaría el uso de lo privado, de lo íntimo como arma arrojadiza para despertar conciencias, para generar controversias y lanzarlas como focos que detecten esa estructura del mundo que, usando palabras de Brea (1996) -“ya está dada, que es la responsable de toda una estructura de vida que es mermada, interesada y que responde a unas lógicas de dominación”-.
Tenía Walter Benjamin esperanza en que el arte en la era de su reproducción diera paso a la democratización de la cultura, acercara esta misma a las masas para así escapar de políticas totalitarias de corte fascista, que haciendo uso de los nuevos medios como la fotografía, la radio, el cine, convirtieran la cultura en un recurso a través del cual extender sus ideas (Benjamin, 2009: 20). Lo cierto es que un siglo después, tras la aparición de la televisión y el auge de la publicidad por el desarrollo vertiginoso de los medios audiovisuales, el acercamiento de un arte que cuestione las estructuras de dominación, al gran público, no es prioritario en las actuales políticas culturales más allá de la exhibición de renombradas obras en espacios institucionales, que proporcionen los beneficios esperados y cubran estadísticas. De hecho, se produce el proceso inverso, a saber, que son las prácticas de representación simbólica, las que se nos presentan de manera dulcificada, las que en función de las modas se nos muestran como estandartes de la resistencia, adalides de la libertad, voceros que denuncian políticas y estructuras de las que al final son cómplices.
¿Es esta democratización cultural, en el acceso a la visión del otro, a lo privado, a lo íntimo, la que igualaría la mirada o los modos de ver (Berger, 2000: 42) de aquella casta de nobles, reyes y clérigos de épocas modernas, que impartían por igual justicia divina y terrenal? Estos creadores del pecado y la indulgencia, artífices directos del pecador, contemplaban para sí, para su gozo, aquellas obras “infames” que luego prohibían –debido a una inadecuada temática disfrazada, eso sí, de relato mítico- al pueblo al que gobernaban, sometían y juzgaban por igual. ¿Estarían entonces al mismo nivel esa mirada privada, furtiva, por encima de jueces, sin testigos y consciente de su poder y de aquello que éste les permite contemplar, aquello que a los otros les está vedado y la mirada del espectador contemporáneo? ¿Tiene esa mirada del gobernante noble voyeur su correlato en el espectador moderno de clase media/baja, el público que accede al circuito del arte contemporáneo, ávido de Bienales, ferias, museos y que actualmente lo disfruta? ¿Tienen algo que ver esas piezas necesariamente producto de lo prohibido, creadas para la contemplación y el disfrute en la intimidad del privilegiado, con las creaciones resultado del uso del cuerpo propio o ajeno, de la filmación de lo privado, de la exposición de lo cotidiano, de la exhibición de lo íntimo, incluso de lo miserable, en el espacio público, en ocasiones, con una pretensión política? No lo creo, hablamos en el primer caso del uso del cuerpo otro para el placer del poderoso y en el segundo de la reapropiación del cuerpo propio para ocupar el espacio público, para hacerse visible y conquistarlo, pero esta filosofía pertenecía a los feminismos y al arte feminista de los 60 y primeros 70.
Este público no es el tipo de espectador que consume a diario realities shows en todos sus formatos y en todas sus variantes, en los cuales se vende la privacidad y en los que desaparece la compostura, la dignidad, para conseguir la carcajada fácil de todo aquel que lo contempla, el entretenimiento del pueblo llano, al estilo del circo romano, en la misma línea que las ejecuciones públicas bajomedievales, que proporcionaban al “populacho” diversión y entretenimiento a través de la tortura o el escarnio público del otro. Válvulas de escape para un vulgo sometido y violentamente domesticado.
Pero entonces, a quién se trata de impresionar en Bienales, ferias, galerías, centros de arte contemporáneo, es ese mismo entramado que conforma el circuito del arte actual, y del que forma parte un público ya asiduo a estos eventos. ¿Qué mirada se desea educar?, ¿a qué cliente pretendemos despertar, conquistar, sacudir, impactar en estas citas en las que, cada vez más, proliferan videos, videoinstalaciones, documentales artísticos, que se exceden en la observación de la intimidad del otro, de lo ajeno, de lo periférico, de lo que no es el aquí y ahora occidental? Proyectos todos que pretenden mostrarnos, -bajo una falsa máscara, ese fantasma llamado integración en todas sus variantes-, la aceptación y asimilación -cuando no fagocitación- del “arte otro”, del ser otro. Proyectos que presumen por el contrario de desear desligarse de esas estrategias totalitarias producto de un mercado global, que persigue el monopolio sobre la interpretación del aquello, de lo raro, lo exótico, -ese otro necesario para la afirmación del yo, del aquí, del ahora, para la normalización-, que no es sino fruto de la “mercadotecnia” más feroz, ese pretendido acercamiento del arte-a-la-vida-del-otro, sin que ese otro, el contemplado, el observado, aquél a quien se exhibe a través de su desnudez, de la exposición de su intimidad, participe del mencionado código desde el cuál interpretarse y leerse a sí mismo, con equidad, en igualdad de condiciones, para poder construirse.
¿Qué supone la intimidad en el siglo XXI en el contexto de la democratización de los medios, de la cultura y del arte? Tras la elaborada, lenta y perversa construcción de un ser vacuo, el sujeto ya no desea su intimidad porque no le dirige hacia nada productivo. Éste es conducido de manera superficial por un mundo diseñado para que, en calidad de individuo, no tenga otra pretensión que el consumo compulsivo, incluido mismamente el del arte-vida. Si entendemos ésta, -la vida-, como un producto más, mermado y sometido a unas estructuras de poder, el arte-vida no es sino reflejo de un mundo estetizado, re-construido y que se desvanece como cualquier otra mercancía en la red: un arte-no-vida efímero en verdad. Nada que ver entonces con el que proclamaran las vanguardias históricas de la primera mitad del XX. Tras esta construcción, ¿qué queda de lo íntimo?, ¿qué nuevo lugar ocupa? Al final de siglo XX y principios del XXI los conceptos “privado” y “público” han mutado completamente. Se ha destruido el empoderamiento que de lo privado como expresión crítica, como herramienta de visibilidad y de dignificación, hizo el artista de la década de 1970, sobre todo desde posicionamientos feministas. El nuevo capitalismo de ficción se ha reapropiado de la potencialidad transgresora de la exhibición de lo íntimo y lo ha banalizado.
¿Qué pueden ofrecernos las representaciones simbólicas, las producciones de lo imaginario, como para despertar las conciencias –como se pretende desde ciertos posicionamientos artísticos- de un sujeto que ha vendido su privacidad a las redes sociales, porque necesita ser visto y que, llevando al extremo la heteronomía, requiere de la presencia del otro para la construcción de su propio yo? Este narciso patológico que es el sujeto contemporáneo, requiere de un grupo virtual que sea testigo de una tediosa existencia. ¿Acaso el arte ha tenido alguna vez capacidad para llegar al sujeto contemporáneo más que de un modo meramente hedónico? ¿Es necesario y posible para el arte y el sujeto contemporáneo otro papel? ¿Es la exhibición de lo íntimo imprescindible para la consecución de propósitos más allá del puro exhibicionismo?
El sujeto contemporáneo es producto de la era de la globalización que ha provocado cambios socio-políticos, tales como el avance del capitalismo trasnacional, la movilidad migratoria, la violencia contra todo tipo de minorías, la pérdida de identidad y, con ello, de la historia. Esto ha producido inevitables cambios en las subjetividades, en la esfera de lo público, de lo privado y, por lo tanto, en la vivencia de lo íntimo[1]. Ha provocado a conciencias que ahora, desorientadas, adquieren un comportamiento narcisista que las aleja de todo proyecto político y que las aísla en tanto que individuos dentro de una sociedad de masas y sin capacidad para la acción.
Se ha producido en los últimos veinte años, -y en un grado superlativo en la primera década de este siglo-, un asombroso incremento de lo que podríamos llamar el exhibicionismo del ego y de lo privado pero de una manera bastante grotesca y desde diferentes soportes y medios: fotográfico, audiovisual, performance registradas, etc. Por otra parte, habría que añadir la multiplicación que supone hacer uso de las redes sociales y de la Web 2.0 para su visibilidad y la distribución de un contenido que en la actualidad se considera algo artístico, con o sin criterio.
El medio elegido para nuestra reflexión, el video en sus múltiples facetas, se ha erigido en herramienta imprescindible para la transmisión y la captura del instante, del momento fugaz, para la “representación” de lo real, papel que en décadas anteriores recaía en la fotografía. Ambos surgen como producto y para deleite de la sociedad de masas, para su compulsivo consumo y también para la producción de pequeñas e infinitas historias privadas que de otro modo serían anónimas y que de pronto ante nuestros ojos adquieren relevancia. Ambos, paradójicamente y aunque nos rescaten del olvido, aunque nos constituyan en memoria colectiva, nos aferran todavía más si cabe a la muerte, a un pasado apenas capturado, a aquello que ha-sido, que fue, como ya dijera Roland Barthes (Barthes, 1994 : 22).
Observamos la difusa línea que separa una mirada poética hacia lo íntimo/ privado de la mirada morbidizante en el campo de la videograbación, de la videoinstalación o de las performances documentadas, más allá de la sociedad del simulacro de la que nos hablaba Baudrillard en la década de 1980, e inmersos de lleno en la era de la globalización. Una mirada ya no pura, híbrida (MARTÍ, 2003), además de no poder sustraerse a la cosificación y con ello a la mercantilización del yo.
¿Qué hace el artista contemporáneo? ¿Cómo retrata al sujeto?, ¿según la procedencia, clase, género o raza, tanto suyas como del representado? ¿Cómo intentar por su parte la ejecución de prácticas de representación simbólica, no cínicas, es decir, la elaboración de mensajes constituidos por un código común al otro que implique una comunicación en igualdad de condiciones? Para llevar a cabo un retrato respetuoso del otro, debe partir de la observación de la otredad sin recurrir a posturas eurocéntricas o paternalistas, incluidas las supuestas posturas críticas que son subvencionadas por la institución arte.
En cualquier caso, sólo hay que estudiar detenidamente algunas de las exposiciones, ferias, Bienales o muestras relevantes de ésta última década, y a algunos de los artistas más representativos de esta disciplina, para que a partir de la temática y el contenido de sus obras, como respuesta a los planteamientos expositivos de estos grandes eventos, podamos dilucidar cuál es la pretensión de los mismos –artistas y eventos- y aclarar qué tipo de observadores los organizan y, por lo tanto, qué suerte de políticas culturales se reflejan en ese tratamiento dado a la otredad. Comprobaremos que no son sino lavados de cara por parte de políticas conservadoras alineadas con el nuevo capitalismo globalizador, el mismo que ha dado lugar a la presente desubicación de un individuo en constante movimiento, por el flujo migratorio que un mercado global requiere. Se trata ahora de un sujeto que ha perdido el referente estado-nación, por quedar éste término obsoleto e inservible para la nueva economía mundial.
¿Lo privado ha devenido en político tal y como promulgaban movimientos como el feminismo o los situacionistas de la década de 1960, para así y de este modo mostrar un individuo complejo, fruto de una sociedad que es reflejo de una realidad no programada? Con estas preguntas retóricas nos referimos a esa realidad presentada -y no re-presentada-, capturada por el artista desde una posición crítica hacia un sistema neoliberal, capitalista y globalizador, habiendo sido fagocitadas cada una de las consignas por las que tenía sentido hacer visible lo cotidiano. ¿Y si por el contrario esa mirada es interesada y colabora en la mercantilización del otro, a través de la reificación miserable y de la etiquetación para la reafirmación constante de unas estructuras, productoras de un imaginario que genera y nos presenta “una realidad ya dada”? (BREA, 1996).
Lo cierto es que en una compleja sociedad casi virtual en la que el individuo ha sido aislado por la tecnología desde un mercado feroz que desplaza y fagocita todo intento alternativo de lucha desde el videoarte a través de la red, estos artistas –en plural-, intentan, tal vez, documentar una realidad múltiple, compleja e incluso paranoica, esquizofrénica, no normada, no reglada y nunca única. O tal vez ese artista –ahora en singular- y sus obras se prestan a re-presentar y colaborar –consciente o inconscientemente- en la ordenación de unas categorías cerradas, reflejo de estructuras de poder que continúan generando, reafirmando y escribiendo una historia en la que de manera “natural” el sujeto según la procedencia, clase, género o razas, se encuentra en el grupo de dominadores o dominados y excluidos. Finalmente, afirmar el yo observando al otro, siempre desde el exotismo y la diferencia, es una manera sutil, inocente o perversa, -depende del punto de vista adoptado-, de asentar los valores de un tipo de sociedad dada.
Terminaría con una última pregunta: con toda la actual toxicidad de imágenes, y dado que pensamiento y lenguaje se retroalimentan y se generan mutuamente, ¿a qué nos conduce reducir a un mensaje simple y directo todas estas imágenes, a las que previamente se les ha arrebatado su potencialidad icónica, simbólica o incluso –en el caso de algunas fotografías y grabaciones- de archivo (índex)?