Sergio Muro vive una época de plenitud. Siempre ha sido un hombre sonriente y jovial, incluso en sus tiempos más duros, cuando aún bregaba por abrirse camino; pero ahora que es ya un artista y gestor cultural reconocido parece que todo en su vida irradia felicidad. De ahí el título de esta exposición, muy autorreferencial, pues a menudo se representa a sí mismo o a personas de su entorno en momentos de intimidad hogareña, haciendo deporte o en un escenario indeterminado, de muy elusiva ambientación, porque son siempre las figuras quienes protagonizan en todo caso cada composición.

Se trata de hombres y mujeres pintados de colores vivos silueteados con trazo negro, remarcando así el dibujo, como en la maniera cloisonné de Gauguin e incluso tienen también mucho de su arbitrariedad cromática, de su primitivismo naíf, de su misticismo naturalista, de su provocación irreverente, o de su irrefrenable voluptuosidad; pero en lugar de introvertido simbolismo y malicioso erotismo del posimpresionista francés, aquí los desnudos y la gesticulación son muy castamente extrovertidos, llenos de alegre desparpajo y de casi infantil alegría.

Con todo, ya imagino que habrán escandalizado a mucha gente esos desinhibidos cuerpos sin ropa, cosa muy habitual en tantas performances de Sergio Muro, pero tras el shock viene la fascinación, pues lejos de herir a nadie el mensaje es un contagioso canto al amor, una beatífica égloga en forma de espectáculo visual perfectamente apto para familias con menores. Muy espectacular es el efecto de conjunto en la gran sala abovedada, por los paneles de grandes dimensiones que allí se presentan; pero aún me ha gustado más el disfrute intimista que propicia la sala donde se presentan obras de pequeño formato, muchas de ellas en papel (y según los puntos rojos que las acompañan han sido las más vendidas, así que también a sus fans les han gustado señaladamente).